Capítulo 13

CHARLOTTE

Aparcó el coche en la zona del estacionamiento del lado sur y bajó por la rampa. Se fue caminando hasta llegar al puente, que tomó en dirección norte por el carril de los vehículos, pues las verjas del paso de peatones estaban cerradas. Eran más de las tres de la madrugada y el tráfico era muy escaso. Muy de tarde en tarde pasaba algún coche, y ella intentaba volverse muy pequeña para que no la vieran.

«Ahí está la gracia —pensó—. Yo, pequeña». En el fondo, su psicóloga tenía razón. Estaba tan acostumbrada a hacer bromas que ni aun queriendo podía parar. Aunque sólo fuera en su cabeza, y aunque nada de lo que la rodeaba tuviera la más mínima gracia. No se sorprendería en absoluto de que cuando estuviera cayendo se le ocurriera un chiste de caídas.

Miró por encima de la barandilla roja del puente. Iluminada por la luna, se vislumbraba tierra. En aquel trozo el puente aún no pasaba sobre el agua, y no había plataforma protectora. Así sería más fácil, pensó, sin plataforma. Pero no, allí no. Era por lo duro de la tierra. Ahí no.

Pasó una furgoneta. Se volvió para asegurarse de que no se paraba a socorrerla, convencida de que cualquiera, al verla allí, se daría cuenta de sus intenciones. Y entonces fue cuando notó que alguien la seguía. No estaba muy cerca, pero no había duda de que la estaba siguiendo. Ya lo había pensado. Salir por la noche sola, aunque fuera por última vez, en aquella ciudad no era seguro. Tirarse a las aguas heladas de la bahía era una cosa, pero la vida deparaba sorpresas peores que la muerte, y ella debería haber sido la primera en saberlo. Se volvió otra vez para verle. No había avanzado ni un paso.

«Es un tipo pequeño», pensó. ¿De qué tenía tanto miedo? A aquella hora, con el peso extra que llevaba y que se añadía a su ya considerable volumen, quizá pudiera con él. A menos que llevara un cuchillo, o un arma. La última vez, el tipo iba armado. Era pequeño, pero iba bien armado.

Volvió a mirarle. Tal vez se estaba equivocando. Puede que sólo estuviera paseando por el puente, sin percatarse de ella siquiera. Sí, seguro, no tendré tanta suerte.

Sólo quedaba una salida. Que era de todas formas lo que ya tenía pensado hacer. Se subió a la barandilla y se asomó.

Había una plataforma debajo del puente, eso era algo que ya sabía. Lo tenía previsto. La distancia no era mucha. Pero ahora, con un posible violador siguiéndole los pasos en plena noche, la distancia se hacía mucho mayor de lo que había calculado.

Intentó dar marcha atrás, volver al puente, pero el miedo le agarrotaba los músculos. Ésta sí que es buena, Charlotte, miedo a caerte. Pero si la primera caída es la fácil.

El tipo se acercaba cada vez más. Casi podía verle la cara en la oscuridad, sus pasos se hacían más rápidos. Sucio, siniestro, un pervertido, seguro. Venga, piensa rápido.

Saltó de la barandilla como una kamikaze hasta la plataforma de abajo. Aunque recordó que tenía que doblar las rodillas al caer, no fue suficiente. El aterrizaje fue muy brusco. El impulso la arrastró hacia delante y se agarró a duras penas al borde de la plataforma, sintiendo que se caía. Se le torció un tobillo, y notó que algo cedía. No lo bastante como para que fuera un hueso roto, pero le dolía, y se sentó para hacerse unas friegas, aunque no podía dejar de decirse que aquello ya no tenía importancia.

Cuando alzó la vista, el hombre estaba asomado a la barandilla, mirándola. «No te acerques —pensó—. Tengo la vía de escape perfecta».

—¿Estás bien?

—Creo que me he hecho daño.

Oh, pero qué lista eres, Charlotte. Soy una presa herida, ven a por mí. Qué buena idea.

—Pues si esta caída es mala, la siguiente es mortal.

—Muy gracioso. ¿Qué te hace pensar que tengo intención de saltar?

—¿Y por qué habrías venido aquí si no?

—Bueno, tú también estás aquí. ¿Es que pensabas tirarte?

—No, he venido para intentar convencerte de que no lo hicieras.

—¿Ah sí? ¿Por qué?

El hombre no respondió, y a Charlotte se le heló la sangre cuando vio que empezaba a pasar por encima de la barandilla.

—No bajes. Lo haré. Quiero decir que si bajas, me tiro.

—No quiero hacerte daño. Solamente quiero que hablemos.

Aquel hombre no encajaba en el modelo. Ni su voz ni sus modales respondían a la violencia implícita que había aprendido a detectar en los hombres. De todas formas, no acababa de confiar en él.

Lo hizo mucho mejor que ella. Se giró de espaldas y se descolgó hasta la parte baja de la barandilla. Se dejó ir y cayó limpiamente a su lado, a poco más de un metro de distancia. Para él era muy fácil, pensó Charlotte, con lo delgado que era. Seguro que no pesaba más de 55 kilos.

Él debió de notar el pánico en su rostro, por desgracia. Y ella que creía que tenía cara de póquer…

—Mira, no te preocupes, si he bajado hasta aquí no es para hacerte nada malo. Se me ha ocurrido que podríamos conversar un poco de lo que te pasa. No tienes nada que perder. Yo intento convencerte de que la vida vale la pena. Si no lo consigo, tú saltas. No es tan grave, ¿no?

—¿Y cómo has sabido que pensaba tirarme?

—¿Y qué otra cosa podrías estar haciendo aquí en plena noche? ¿Una chica aquí sola, en San Francisco, en plena noche? Tiene que ser un suicidio. No hay vuelta de hoja.

—Y tú, ¿qué estabas haciendo aquí?

—Esperar a que alguien como tú intentara hacer una tontería. Duermo desde hace un tiempo en el parque de aquí al lado. Casi siempre durante el día. De noche estoy sentado, aguardando a algún suicida. Tarde o temprano tiene que aparecer uno. Parece que hoy es mi día de suerte. Discúlpame, no me he presentado. Me llamo Jerry Busconi.

Le extendió una mano sucia. Ella se la estrechó de todas maneras.

—Charlotte Renaldi.

A Jerry se le iluminó el rostro.

—Ah, italiana. ¿Lo ves? Ya tenemos algo en común.

—¿Y a ti qué más te da que alguien se tire del puente?

—Es una pregunta curiosa. Es una vida, una vida humana.

—Pero no es la tuya.

—No, no es la mía. Mira. La noche se ve muy bonita desde aquí. Es una noche muy clara.

A Charlotte no se le había pasado por la cabeza mirar, hasta que él se lo dijo. Y tenía razón, era una noche muy hermosa, muy clara. Olía a limpio tras las recientes lluvias que ya se alejaban rumbo al sur, dejando al descubierto millones de estrellas. La luna estaba alta e iluminaba Alcatraz. Las luces de la ciudad se derramaban descendiendo colina abajo. La luna en el agua. Del otro lado, estaba Sausalito, y a esas horas de la noche se veía sólo la silueta oscura de la costa.

Charlotte miró hacia abajo, a las oscuras aguas de la bahía, y de pronto algo surgió de la nada, algo enorme justo debajo de donde estaba ella. La cogió tan de sorpresa que dio un salto hacia atrás.

Jerry se rió.

—¿A que es increíble cuando pasa? Creo que es noruego, un carguero. O quizá holandés, no me acuerdo. Es de la Wallenius Lines, me parece. Es grande, ¿verdad? Asusta un poco, apareciendo así, de la nada.

—¿Por qué intentas ayudarme?

Mientras le hacía la pregunta, no le miraba a los ojos. Se asomaba cada vez un poco más para contemplar el casco gigantesco del carguero que le estaba pasando por debajo. La plataforma en la que estaban parecía de repente tan estrecha…

—Menos mal que no te has tirado ahora. Los de cubierta no se habrían puesto muy contentos.

—Muy gracioso.

—A veces es mejor reírse un poco. ¡Qué remedio!

—Eso es lo que yo digo siempre. Pero la gente me dice que soy inoportuna. Mi psicóloga me dice que lo que hago es minimizar mi trauma.

—¿Quieres tomarte un café y charlar un rato? Pago yo.

Charlotte negó con la cabeza. El carguero ya había acabado de pasar por debajo del puente y se alejaba dejando una estela de agua oscura.

—Ésta es la parte más hermosa de la vista —dijo ella.

—¿Cuál?

—El agua negra. Justo aquí abajo. Es una oscuridad muy acogedora.

—En eso te equivocas. Espera a estar ahí abajo. Es una oscuridad horrible. Muy fría. Despiadada. No te va a gustar ni un pelo.

—Seguro que más que de donde vengo. Pero ¿y tú cómo lo sabes?

—Yo he estado ahí abajo. No me digas que no tengo el aspecto de alguien que ha estado muy abajo. Cualquier cosa mala que se te ocurra que le puede pasar a alguien, me ha pasado a mí. Mi vida es una mierda.

—Pues muchas gracias, Jerry. Te agradezco mucho que hayas venido hasta aquí para decirme que la vida merece la pena.

—Pues ahí justamente está la gracia.

Se cruzó el abrigo oscuro y raído para protegerse del frío. Una parte del forro descosido le colgaba sobre los pantalones vaqueros.

—Lo que quiero decir es que si hasta mi vida merece la pena, seguro que la tuya debe de ser mucho mejor de lo que crees.

—No sabes nada de mi vida. No tienes ni idea de las cosas por las que he pasado.

—Eso es verdad. Pero la oferta sigue en pie. Nos vamos a tomar un café y me lo cuentas.

Charlotte no le respondió. Sus ojos se inundaron de lágrimas, que le resbalaban por el rostro y temblaban ligeramente al llegar a la barbilla. No recordaba cuál había sido la última vez que había llorado. Se asomó a la plataforma, para dejarlas caer a las oscuras aguas. Para que cayeran al fondo.

—Te voy a contar una historia, Charlotte Renaldi, no me importa si la quieres oír o no. Hace unos meses, yo estaba en lo que creía el peor momento de mi vida, aunque desde entonces aún he caído más bajo. Y alguien a quien no conocía de nada apareció e intentó ayudarme. Surgió de la nada. Me dio dinero para comer y para comprar ropa con la que intentar conseguir un trabajo. No quería que le devolviera el dinero. Lo que quería era que le hiciera un favor semejante a otras tres personas. A aquel sistema le llamaba «la Cadena». Piensa por un momento qué pasaría si todo el mundo lo hiciera en serio. Pongamos que tú no saltas. Entonces, les haces un favor a otras tres personas. Ellas se lo hacen a nueve, y esas nueve a veintisiete. Las otras dos personas a las que también hago un favor hacen lo mismo. Piénsalo. Pasado un tiempo, nadie podría tirarse de un puente, porque siempre habría alguien ahí, aguardando la ocasión de hacer un favor, ¿sabes? Pues bueno, yo lo jodí todo. Acepté su favor y no hice los míos. Estaba tan avergonzado que ni siquiera fui capaz de mirar al niño a la cara.

—¿Era un niño?

—Sí. ¿Qué te parece? Tenía doce años. Era casi un crío. Y luego pensé: «Bueno, ya lo has estropeado todo». Yo soy drogadicto, Charlotte, y siempre lo seré. Nunca voy a ser una persona de bien, respetable. Pero pensé: «A la mierda. Pasa el favor igualmente». El chico intentó ayudarme. Pues bien, la cosa no funcionó. Pero de todas maneras yo intento ayudarte a ti. A lo mejor te tiras igualmente. No lo sé. Pero yo lo he intentado, ¿entiendes? Te voy a decir una cosa. Una mañana me desperté y alguien me dio una oportunidad. Salió de la nada. Fue como un milagro. ¿Quién te dice a ti que eso no te puede pasar mañana? ¿Cómo lo sabes? ¿Qué pasa si te tiras esta noche a esas aguas tan frías y resulta que ese gran milagro te estaba esperando mañana? Te lo perderías. ¿No te daría rabia?

Charlotte se secó la nariz con la manga, distraídamente. Hizo un último puchero y luego se echó a reír.

—No, supongo que no me daría rabia, Jerry. Estaría muerta. Ya nada me daría rabia nunca más.

—Tú misma.

Charlotte levantó la vista y se preguntó qué iba a hacer.

¿Podía realmente volver a subir? A lo mejor él sí, pero ella seguro que no. Para subir, él tendría que agarrarla de los brazos y levantar todo su peso. Pero ¿por qué se lo estaba planteando tan siquiera? ¿Es que había cambiado de opinión?

—Una cosa sólo, Charlotte. Hazlo por mí. Échalo a cara o cruz. Que el azar te indique lo que debes hacer. Si sale cara, te vienes conmigo a tomar un café; si sale cruz, te tiras a la bahía.

Puede que fuera la tensión acumulada, pero aquella idea le pareció de lo más gracioso. Una vez empezó a reírse, no había manera de parar. Hasta que le cogió hipo.

—¿Sabes? Estás muy guapa cuando te ríes.

Con aquellas palabras, la risa se le pasó de golpe. Le miró con desconfianza.

—No quería dar a entender nada. Sólo decirte que estás muy guapa. Tienes una cara muy bonita.

Charlotte soltó un gruñido. Aquello era lo que siempre se les dice a las chicas gordas. Que tienen la cara muy bonita.

—¿Quieres que decida si me tiro o no lanzando una moneda al aire?

—Sí.

—Es la cosa más tonta que he oído en mi vida.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de tonto? Al menos así tienes un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir.

Se sacó una moneda del bolsillo y se la puso en la mano. Ella se la quedó mirando fijamente. La cara estaba arriba. ¿Y si no salía cara? Entonces tendría que hacerlo. Bueno, algo tenía que hacer: una cosa u otra. Fuera como fuese, debía tomar una decisión.

—Bien, de acuerdo.

El corazón le latía con fuerza, y la sangre le hervía en los oídos. Puso la moneda sobre el pulgar y la lanzó al aire. Pero la lanzó con demasiada fuerza, y la moneda cayó fuera de la plataforma. Los dos se asomaron para verla caer, girando incesantemente, acercándose a las oscuras aguas. Pero la moneda pareció desvanecerse en el aire, porque el agua era demasiado oscura y estaba demasiado lejos. Ella no escuchó ningún ruido. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

—Tienes razón —dijo—. Es una oscuridad muy mala.

—Dios Santo, mi moneda…

—Bueno Jerry, no hay para tanto. Toma, un dólar.

Se había sacado el billete del bolsillo y se lo había dado a Jerry, esperando que, con la oscuridad, no se hubiera equivocado y le hubiera dado uno de diez dólares.

—No, es que era una moneda especial. Tenía dos caras.

Pero Charlotte se dio cuenta de que de todas formas se guardaba el billete en el bolsillo.

—¿De dos caras?

—Sí.

—¿Y dónde venden monedas como ésa?

—No lo sé, ése es el problema, que era irreemplazable.

—Pero ¿de dónde habías sacado esa moneda?

—Se la robé a un tipo en un bar.

—Vaya, lo siento.

—Mierda. Bueno, supongo que no importa. Pero ahora no saltes, ¿sí? Si saltas y te pierdo a ti también, entonces sí que me enfado.

Charlotte se frotó el tobillo y se quedaron los dos sentados unos minutos. Ella volvió a mirar a su alrededor. La entrada del puente, el perfil de la ciudad, las luces, como si hubiera vida esperándole ahí afuera. Pensó que todo aquello parecía más apetecible que el abismo helado y negro que acababa de tragarse la moneda de dos caras de Jerry.

—Y entonces, ¿conoces algún sitio en el que sirvan café a estas horas?

—Pues claro, esto es una gran ciudad.

—No sé si podré volver a subir.

—No es tan difícil.

—Pero es que me he hecho daño en el tobillo.

—Yo te ayudaré.

Tardaron un rato, pero al final acabaron en el camino de asfalto que llevaba al puente. Charlotte nunca hubiera podido llegar hasta allí sin su ayuda.