Capítulo 11

MATT

El supermercado cerraba a las nueve y él salía pitando. Había mirado tres veces el reloj, estaba convencido de que estaba estropeado, pero al final pasó otro minuto. No había ningún motivo concreto que hiciera que el tiempo pasara tan despacio. Era igual que siempre. El trabajo se le hacía muy pesado.

Aparcaba la moto detrás del supermercado, en la colina. Hacía tanto ruido que el dueño siempre le miraba si la dejaba delante. No tenía arranque automático, es decir, sí lo tenía pero no funcionaba. Así que tenía que arrancarla con el pie. Y no tenía indicador de marchas; para saber si la moto estaba en punto muerto debía moverla un poco, lo que no resultaba fácil si la dejaba en la colina. No era fácil moverla ni saber si estaba en punto muerto.

Pensando que no tenía ninguna marcha puesta, arrancó. Pero estaba en primera y se le levantó. Matt no pudo evitar perder el equilibrio y cayó al suelo.

Otras tres semanas con un cardenal en la pierna en forma de depósito de gasolina, aunque aquello no era lo peor. Mientras levantaba la moto del suelo, se dio cuenta de que se le había roto el freno delantero. Se había dado un golpe contra el manillar y se había roto. Además, el freno trasero tampoco le funcionaba muy bien. Cerró los ojos y le vinieron ganas de gritar de rabia. Pero la noche era tranquila, y las casas del vecindario estaban llenas de gente tranquila. A nadie le gustaban los problemas.

Además, ya lo había intentado una vez. Poniéndose en medio de la calle había insultado a la moto de todas las formas posibles. No le había servido de nada. La moto siguió allí, tan estropeada como antes.

Volvió a montarse y empezó a bajar por la colina en punto muerto. Soltó el embrague y la arrancó. Ojalá se le hubiera ocurrido antes, ojalá.

Se saltó la señal de stop de Camino porque no tenía otro remedio, pero por suerte nadie le vio. No había policía. Giró al llegar a la esquina de Camino con la calle 35, soltó el acelerador para tomar la curva. Así, si tenía que frenar inesperadamente, tendría alguna posibilidad. Un coche se puso a su lado. Dentro iban cinco chicos que bajaron las ventanillas y le llamaron gallina. Le preguntaron si necesitaba ruedecitas laterales. Un mal día, pero no mucho peor que otros.

La única cosa peor que el trabajo era tener que volver a casa a escuchar todas aquellas peleas. Tenía una tienda de campaña en el descuidado jardín para cuando las cosas se ponían feas. A sus diecinueve años, sabía que debía buscarse un sitio para él solo, pero no era fácil. En todas partes pedían dos meses de alquiler por adelantado, y en ningún trabajo te pagaban más de 4,25 dólares a la hora si tenías menos de veinte años.

Entró en el jardín de su casa, apagó el motor y aparcó la moto. Los gritos ya se oían desde ahí fuera, pero de todas maneras entró. Todos tenemos un sitio, y aquél era el de Matt.

Entonces vio la carta sobre la mesa del comedor. Nunca recibía correo. Y además era de alguien a quien ni siquiera conocía: Ida Greenberg. Qué raro. Era un sobre grande y grueso. Páginas y más páginas de una tal Ida Greenberg, y no sabía quién era.

Del libro Los otros protagonistas del Movimiento

¿Sabes qué es lo más raro? Lo más raro es cuando representas mucho más para alguien de lo que ese alguien representa para ti. Mucho más. Es como vivir en dos planetas distintos.

Y en eso yo también tenía las de perder. Estaba en el último año de instituto, enamorado como un tonto de aquella chica. Su nombre era Laura Furley. Muchas noches me quedaba tumbado sobre la cama y repetía su nombre una y otra vez. Tenía un lápiz suyo guardado en un cajón, un lápiz que se le había caído en el vestíbulo. Lo guardaba en una cajita llena de pañuelos de papel. Era raro. Como si fuera un santuario, o algo por el estilo. Y recorté tres fotos suyas del anuario del colegio y las enmarqué. Nunca le dije una palabra, ni hola. Ni siquiera estoy seguro de haberla mirado alguna vez a los ojos. Pero quería pasar el resto de mi vida con ella. Si no lo lograba, no lo superaría. Y a veces pensaba que, si ella llegara a saber todo aquello, bueno, se quedaría alucinada.

Seguramente habría dicho: «Matt ¿qué más?».

No estoy diciendo que crea que la señora Greenberg estuviera enamorada de mí. No es eso. Pero es raro. Nunca me fijé más en ella que en cualquier otra clienta del supermercado. Simplemente, me sabía su apellido. Le decía: «Hola, señora Greenberg, ¿cómo está hoy?».

Dios mío, debía de estar muy sola.

Querido Matthew:

Si lees esta carta, yo ya estaré muerta. La he dejado junto a algunos objetos personales y una nota para mi hijo, Richard, pidiéndole que te la envíe cuando yo ya no esté.

Esta mañana he hecho algunas llamadas. A mi compañía de seguros y a mi abogado. Tenía que tomar una decisión importante, y la he tomado. Tengo una póliza de seguros de 25 000 dólares y he decidido no dejárselos a mi hijo. No creo que los empleara en nada bueno.

He pensado que los dividiré en tres partes. 8333 serán para ti. Otra parte igual irá para Terri, a quien también aprecio mucho. Y la tercera parte será para una mujer encantadora que tiene un centro de protección de gatos, porque no recibe ayudas y realiza una buena labor.

Sobra un dólar, que es para Richard. Se pondrá furioso. Creo que tendrás que asistir a la lectura del testamento, y seguramente no será agradable. Pero lo he dispuesto todo con mi abogado. Richard tiene derecho a presentar un recurso, y seguramente lo hará, pero no puede ganar. Lo hemos dejado todo bien atado.

Con el dinero que te dejo puedes hacer lo que quieras, pero confío en que le darás un buen uso. No quiero que hagas obras de caridad, pero sí me gustaría que lo emplearas en algo bueno, en algo para ti. No lo malgastes.

Por si quieres saber por qué te escogí a ti, te diré que siempre has tenido una sonrisa a punto, y siempre me has preguntado cómo me encontraba. Siempre escuchabas lo que te decía. Nunca me hacías sentir que no te importaba, como si no estuviera allí.

Bueno. El dinero no es exactamente gratis. Yo te acabo de hacer un gran favor, el mayor favor que está en mis manos hacerte. Ya sé que 8333 dólares no dan para tanto como antes. Pero es todo lo que tengo. La casa está hipotecada y la pensión que cobro expira con mi muerte.

Esto es lo que quiero que hagas: haz un gran favor a tres personas. No tiene por qué ser dinero. Tiene que ser algo que sea tan importante para ti como lo que este dinero representa para mí.

Puedes ceder tu tiempo, si lo tienes, o tu comprensión. Hay mucha gente que tiene dinero pero no tiene ninguna de esas dos cosas.

Eres un buen chico. Disfruta del dinero.

Mis mejores deseos,

IDA GREENBERG

Algo menos de seis semanas después, el dinero era suyo. Ya había pagado un depósito de cincuenta dólares para que le reservaran un apartamento. Pasó aquella noche allí, con un saco de dormir. En casa de sus padres tenía una cama que no estaba mal, pero por el momento no podía llevársela.

Era un sitio tranquilo, pequeño pero muy tranquilo.

La ventana quedaba a la altura del tejado, pues aquel apartamento había sido originalmente la buhardilla de una casa antes de que se dividiera en varios pisos. Salió y se sentó en el tejado. Estaba oscuro, hacía frío, no llevaba camisa, sólo los pantalones, pero le gustaba aquel silencio. Desde el tejado se veían árboles, nada más. Sólo la ladera de una montaña cubierta de árboles. Y la luna amarilla que brillaba sobre ellos. No quería nada más.

Se quedó allí sentado un rato, y se preguntaba adónde iba la gente al morir, qué favor podría hacerle a alguien que significara tanto como para él aquellos 8333 dólares y qué comprar con el resto del dinero. Se preguntaba si la señora Greenberg se enteraría. Suponía que no era probable. Era raro pensar que le estuviera observando desde las alturas. Pero nunca había conocido a nadie que hubiera muerto y nunca se había parado a pensar en ello. No estaba convencido de que no fuera a enterarse de lo que hacía. A diferencia de los 8333 dólares, sus dudas eran algo que no podía guardar en el banco.

Todo aquello le hizo pensar en las decisiones, y en si las suyas eran acertadas, y en cómo podría afectar en ellas el hecho de no estar seguro de que la señora Greenberg podía estar observándole. Pero aquel tema era demasiado complicado para considerarlo detenidamente y no estaba demasiado claro, y al poco rato le dio frío y sueño; entró en la casa y se puso a dormir.

A la mañana siguiente se montó en su destartalada moto y se fue hasta el concesionario de Honda de la calle de San Luis Obispo. Le dijeron que le darían 75 dólares por ella a cambio de la compra de otra. La primera que le llamó la atención fue una de primera mano de 750 cc. Era de líneas aerodinámicas, como una nave espacial roja y blanca, y llevaba parabrisas incorporado al manillar. Se montó en la moto, cosa que no debería haber hecho. Costaba casi 7000 dólares. Casi todo lo que le quedaba una vez descontados los meses de adelanto del alquiler y el mes de depósito. Era una moto genial. Era tan… potente. Pero costaba demasiado.

También tenían una de 300 cc como la suya, pero nueva y del último modelo. Tenía marcador de punto muerto y dispositivo eléctrico de arranque. Y luego, por 3500 dólares, había una de 250 cc de un color que le gustaba. ¿350 o 250? La de 250 cc corría lo bastante para ir por autopista. Pero no mucho más. Si corriera más, puede que le multaran por exceso de velocidad, y no podía permitirse ningún gasto extra, porque el seguro ya le costaba demasiado.

Se montó otra vez en la moto de 750 cc. Notaba su poder. Con una moto así, nadie se le pondría al lado y le diría que se pusiera ruedecitas laterales. Pero era demasiado cara. Costaba casi todo el dinero que le había dado la señora. Era todo lo que tenía, como si fueran sus ahorros de toda la vida.

Aquello le estaba empezando a dar dolor de cabeza.

Se fue con su montón de chatarra hasta el Taco Bell. Desayunó un burrito y se lo pensó con calma.

Luego volvió al concesionario y se compró la moto de 250 cc.

De camino a casa paró en la Universidad de Cuesta a pedir información sobre los cursos. Le dieron un catálogo. Se quedó en el aparcamiento, sentado en la moto recién estrenada, hojeando el catálogo. Era genial: el dinero que le quedaba le llegaba para pagarse cualquier combinación de estudios que quisiera hacer.

Metió el catálogo en la mochila. Apretó el botón de arranque y la moto se puso en marcha a la primera. Se fue por la carretera 41, sólo por el placer de sentir las curvas.

Bueno, ya estaba. Si ella le observaba, vería que había tomado una buena decisión. Y si no, bueno, si no lo estaba viendo, él sí lo veía. Él sabía que no estaba malgastando el dinero, aunque la señora Greenberg no lo supiera nunca.