Capítulo 10

ARLENE

Loretta estaba sentada en la cocina de Arlene, tomando café y apartándose el pelo rubio de la cara. Arlene se preguntaba si ella también jugaría así con su pelo si lo tuviera tan largo, pero aquello era imposible, y se decía que si quisiera podría ser igual de rubia que Loretta, pero que prefería respetar lo que la naturaleza le había dado.

Arlene le dijo:

—¿Te he dicho que es negro?

Loretta respondió:

—No.

—Bueno, pues es negro.

—¿Y?

—Nada, sólo te lo digo.

—¿Y a ti te importa?

—No lo sé. No. Sólo es un comentario, eso es todo. Pero lo de la cara sí te lo dije.

—Millones de veces. Y eso sí que te preocupa.

—No, en realidad no. Puede que al principio.

—A mí me importaría.

—Después de un rato, más o menos me acostumbré. Ya casi no me doy cuenta.

—¿Y cuando estáis muy… cerca? ¿Te importa entonces?

Arlene salió disparada para lavar la taza en el fregadero, aunque aún le quedaba la mitad del café. Desde ahí, se volvió un poco y le dijo:

—Bueno, para serte sincera, aún no hemos estado tan cerca.

—Pero, ¿y cuando te besa?

Loretta esperó pacientemente una respuesta. Arlene estaba sorprendida de lo mucho que tardaba su amiga en rendirse.

—No irás a decirme que no os habéis dado un beso…

—¿Y si fuera así?

—Has salido cuatro veces con él. ¿No crees que puede sentirse algo dolido?

—Bueno, ya sé que no vas a creértelo, Loretta. —Se sirvió más café y volvió a sentarse, acercándose mucho a ella y bajando la voz, como si fuera una adolescente conspirando con su amiga—. No soy yo quien se resiste.

—Tienes razón, no me lo creo. Dime una cosa, no te lo tomes a mal, porque no quería preguntártelo aún. ¿Por qué estás saliendo con ese tipo? ¿Es que ya has renunciado a Ricky?

—Claro que no.

—Entonces, ¿por qué?

—¿Y tú qué crees? No sé ni por qué me lo preguntas. Ya hace más de un año, Loretta. ¿Crees que no tengo mis necesidades? Además, a Ricky le estaría bien si volviera y supiera que he estado con otro. Se lo merece.

Loretta se balanceó hacia atrás en la silla, haciendo más teatro del estrictamente necesario.

—¡Bueno, bueno!

—Bueno, bueno… ¿qué?

—Es la peor razón que se me ocurre para salir con un hombre.

—¿El qué? Yo no he dicho nada de ninguna razón.

—Que sería lo que Ricky se merecería.

—Hablando hipotéticamente.

—Así que a este tipo sólo lo quieres para el sexo, mientras tanto.

—Sí, ya sé que a los hombres eso no les gusta nada.

—A algunos, tal vez.

—A ninguno de los que conozco.

Arlene levantó la vista y se dio cuenta de que Trevor estaba de pie en la puerta de la cocina.

—Trevor, ¿cuánto tiempo llevas ahí?

—Me acabo de levantar.

—Haz el favor de no aparecer en los sitios como si fueras un fantasma.

—He venido a desayunar.

—Sal un rato a jugar.

—Es que no he desayunado.

—Oh, bueno. Siéntate, que te prepararé algo.

Trevor asintió, algo aturdido, y se sentó a la mesa, apoyando la barbilla en las dos manos.

Loretta dijo:

—Bueno, es igual. No puedes usar a los hombres para conseguir que te den lo que no quieren.

Trevor se despejó al momento.

—¿De quién estáis hablando?

—No es asunto tuyo, Trevor. Y Loretta, hay moros en la costa, no sé si me entiendes.

Loretta se encogió de hombros y se sirvió un poco más de café.

—Bueno, a mí me parece que es un problema personal. Yo que tú hablaría con Bonnie.

—No hay nada de qué hablar, déjalo ya.

Le sirvió dos tostadas al chico y acto seguido se fue a la habitación a telefonear a Bonnie. Salió el contestador y Arlene le dejó un mensaje diciéndole que tenía un problema personal que le gustaría comentarle.

Se abrió paso entre la montaña de cosas que se amontonaban en la caravana de Bonnie, todo tipo de cachivaches, trabajos manuales, tapetes, plumas, cerámicas, jarrones de cristal y payasos de porcelana. A Bonnie le gustaban esas cosas y las tenía repartidas por todas partes. Arlene se sentó en un sillón atestado de almohadones bordados.

Bonnie dijo:

—Así que al final has dejado el trabajo en ese maldito bar.

—Sí, vino un tipo y me compró el motor por 800 dólares, así que al menos tengo para dos meses de los plazos del camión.

—Y después ¿qué?

—Ya me preocuparé cuando llegue el momento. Al menos podré recuperar algo de sueño. Pero no era de eso de lo que quería hablarte.

—¿Cómo puede ser que tengas problemas amorosos? Creía que habíamos quedado en que nada de romances el primer año.

Arlene suspiró y se quedó mirando el techo.

—Bueno, lo siento, pero por una vez en la vida no he hecho lo que me dijiste.

—¿Por una vez?

La voz aguda de Bonnie cortaba el aire como una sirena. Arlene estaba segura de que si hubiera habido perros fuera, se habrían puesto a aullar, pero en aquel recinto los perros no estaban permitidos.

—Niña, ¿dónde has aprendido a contar? Si nunca haces lo que te digo. ¿Y qué pasa con Ricky?

—¿Le has visto por aquí últimamente?

—No, pero ¿y si le viéramos?

—Ya me preocuparé cuando llegue el momento.

—En otras palabras, que te pones a derrochar y dices que ya te preocuparás cuando lleguen las facturas.

—Yo no he dicho eso.

—¿Ah, no? Pues eso es lo que yo he entendido. Bueno, ¿cuál es el problema?

—Pues… he salido cuatro veces con un hombre, y ni siquiera ha intentado tocarme. Es todo un… caballero.

—Pobrecita. Los hombres son todos unos bestias.

—Es que son cuatro veces. ¿No te parece raro?

—¿Nunca te has molestado en conocer mejor a un hombre antes de acostarte con él?

De hecho, pensó Arlene, no, pero prefirió no decírselo.

—Pero es que no ha intentado ni siquiera cogerme la mano. ¿A ti te parece normal eso?

—Me parece que ese hombre es más sensato que tú, que no cree que se trate de un concurso que hay que ganar. No te ofendas, pero no hace ni sesenta días que has dejado el alcohol. No creo que sea el momento de añadir el sexo a la lista de tus problemas más inmediatos. Pero si vas a hacerlo de todas maneras, y estoy segura de que así será, al menos tómatelo con calma.

—Supongo…

—Niña, ¿has oído lo que te he dicho?

—¡Es que estoy tan harta de tener que dormir sola, Bonnie! ¡Tan harta! Y sé que él también. Entonces, ¿dónde está lo malo? Quiero decir, ¿cuál es el problema?

—¿Y tú me lo preguntas a mí?

—Sí, por eso he venido hasta aquí. Para preguntártelo a ti.

—¿Y no te parece un poco raro venir a preguntármelo precisamente a mí?

—Tú eres mi madrina.

—De acuerdo. Así que esperas que sepa lo que piensa alguien a quien ni siquiera conozco.

—¿Estás insinuando que se lo pregunte a él?

Bonnie emitió un sonido indefinible y levantó las manos al cielo en señal de derrota.

—Y la niña cree que está preparada para tener otra relación. Que Dios nos coja confesados a todos.

Bonnie acompañó a Arlene hasta la puerta.

—Una cosa. ¿Se trata del hombre de las cicatrices del que me hablaste?

—Sí.

—¿Y estás segura de que sabe lo que quieres de él?

—Bueno, claro, tiene que saberlo. ¿Para qué saldría con él si no?

—Es mejor que te asegures de que lo sabe. Y no le digas a nadie que te he dicho esto. Se supone que tienes que estar un año sin probar el alcohol antes de meterte en otros líos.

—Sí, pero ya sabías que no sería así.

Bonnie levantó los ojos con exasperación y cerró la puerta.

Se sentía como una colegiala acorralándole en la puerta de su propia casa, como si sus padres estuvieran esperándola dentro.

El problema era que Reuben siempre pagaba a la canguro. Bueno, no es que fuera un problema, estaba muy bien, pero era parte del problema; si le invitaba a entrar, la chica estaría ahí y, como no tenía coche, tendría que irse con Reuben, que era quien la llevaba a casa.

Arlene no veía solución a eso. Así que cuando él la acompañó hasta la puerta, cosa que siempre hacía porque era un caballero, ella se le acercó y le rodeó el cuello con los brazos.

—Me lo he pasado muy bien esta noche —le dijo al oído.

Reuben tenía el cuello y los hombros muy tensos. Ella esperó a que él dijera lo mismo. O que dijera cualquier cosa, o que se relajara, o que le acariciara la espalda. Pero ahí estaban de pie, y él no decía nada.

—¿Cómo es que estás tan tenso?

—¿Te parece que estoy tenso?

—¿Te pongo nervioso? ¿Quieres que pare?

—Creo que tengo sentimientos encontrados.

Como no tenía muchas esperanzas, aquella respuesta le pareció un progreso, pues suponía que tener sentimientos encontrados era mejor que no tener sentimiento alguno. Se acercó más a él, pero Reuben se retiró y acabó con la espalda pegada a la puerta. Como desde allí ya no podía escapársele, le dio un beso. Su boca no le pareció distinta de las bocas que había besado hasta entonces, pero el beso fue blando. No sabía por qué, pues ella llevaba la voz cantante y nunca había sentido un beso blando hasta ese momento. Sintió como un hormigueo en el estómago, pequeñas bocanadas de aire que luchaban por salir, como un revoloteo.

No esperaba que le gustara tanto.

Se apartó un poco para mirarle, pensando que en aquel momento sabría de un modo u otro si le afectaba. Pero él volvió ligeramente la cabeza y en aquel momento ella se dio cuenta de que los ojos se le iban al lado derecho de su cara, que le resultaba atractivo y agradable, como siempre.

—¿Vas a entrar por fin esta noche?

No era una pregunta fácil de hacer, pero se había convencido a sí misma de que aquella noche no iba a dormir sola, aunque sabía que tal vez estuviera equivocada; si lo estaba, prefería no saberlo todavía.

—Tengo que llevar a la canguro a su casa.

—Podrías volver luego.

—Pero Trevor está en casa.

Mientras hablaba, ella todavía estaba muy pegada a él, con las manos alrededor de su cuello, atenta a las modulaciones de su voz y aguardando la ocasión de rebatir lo que decía.

—El niño duerme como un tronco. Ni queriendo podrías despertarle. Una vez, cuando vivíamos en Paso Robles, la casa de al lado se incendió. La gente gritaba, las sirenas de los bomberos no paraban. Tuve que sacarlo a la calle a petición de los bomberos y él seguía dormido, apoyado en mi hombro. No te preocupes por Trevor. Estoy hablando más de la cuenta, ¿no?

Él sonrió, cosa que a ella le dio fuerzas para besarle de nuevo.

—Bueno, entonces vienes luego, ¿de acuerdo?

—Arlene, no estoy seguro…

Le puso un dedo sobre los labios antes de saber de qué no estaba seguro.

—¿No estás cansado de dormir siempre solo?

—Claro.

—¿No deseas estar conmigo?

Reuben se liberó de su abrazo y bajó un par de escalones.

—Dios mío, ¿es eso lo que crees?

Así que sí la deseaba, pero quería esperar más antes de decírselo.

—Eres un santo, y por eso te llamas Saint Clair. Eres San Reuben.

—No, no tienes ni idea de lo lejos que estoy de ser un santo. Si pudieras ponerte en mi piel sólo un minuto, sabrías que no lo soy.

—Bueno, pues vuelve.

Le cogió la mano, temerosa de perderle antes de que contestara, y entonces él le dijo que sí, que volvería.

Del libro Los otros protagonistas del Movimiento

Soy tan tonta… Debía de estar ciega. Sólo se tardan cinco minutos hasta la casa de la canguro y cinco minutos más de vuelta; pero, como soy una idiota, tardé más de una hora en darme cuenta de que no iba a volver. Y lo pasé muy mal, porque significaba mucho para mí que no volviera. Más de lo que yo quería admitir.

Loretta me había dicho que estaba tan acostumbrada a que los hombres me abordaran enseguida que, si uno se me resistía, todavía lo deseaba más. No lo sé, no sé mucho de psicología. Lo decía como si fuera una enfermedad o algo así, como si sólo quisiera lo que no podía tener. Puede que lo que me gustaba de él era precisamente que me trataba con respeto. Puede que me gustara estar con un caballero, para variar.

Pero entonces, mientras pensaba en todas esas cosas que me gustaban de él, cada vez se me hacía más difícil pensar en que no iba a volver. Acabé sentada en el salón, mirando por la ventana para ver si aparecía su coche. Cada vez que oía el ruido de un motor acercándose, notaba un cosquilleo en el estómago, y cada vez que se alejaba, oía un grito sordo detrás de mis ojos. Tenía que esforzarme para no gritar de verdad.

Es curioso que a veces me liara con un hombre porque me convencía de que, de alguna manera, en aquel caso concreto no iba a dolerme tanto. Era curioso que aún pensara así, porque eso nunca me había pasado.

Al final, me rendí y le llamé a su casa. Descolgó el auricular y me dijo directamente:

—Lo siento, Arlene, lo siento mucho.

—Y ya está, ¿no? ¿Entonces nunca vamos a hacerlo?

Yo casi estaba llorando, y sabía que él lo notaba, porque yo misma lo notaba. ¡Odio tanto que se me note!

Él me dijo:

—¿No puedes darme algo más de tiempo?

Le respondí que sí, que suponía que sí, si eso era lo que necesitaba, pero que había una cosa que estaba clara, y era que iba a contratar a otra canguro, y que esta vez iba a asegurarme de que tuviera coche.

Cuando le dije aquello, se rió. Y yo me alegré de que se riera. Siempre va bien reírse en momentos como ése, y si no lo hubiera hecho, tal vez nunca habría sabido que estaba muy asustado.

Supongo que puedo ir despacio.

Bueno, allí estábamos, riéndonos juntos, y de repente empecé a llorar a lágrima viva, no podía ni intentar que no se me notara. Ya lo sé, soy muy sensible. Todos me lo dicen. Si Bonnie hubiera estado ahí, me habría dicho que aquélla era la prueba de que aún no estaba preparada, pero por suerte no estaba ahí.

—¿Arlene? —me dijo Reuben—. ¿Estás bien?

Y yo le respondí:

—Maldita sea, es que odio tanto tener que dormir sola… Ya debería estar acostumbrada. Por la noche me asusto y me siento sola y nunca consigo dormirme. He dejado el trabajo en el bar para poder dormir mejor, pero sólo he conseguido que las cosas empeoren. Ahora tengo más tiempo para quedarme en la cama, estirada, sintiendo el miedo y la soledad. A veces pienso que me levantaré y volveré al bar, sólo para que la noche se me pase más rápido.

No sé si entendió la mitad de las cosas que le estaba diciendo, porque cuando lloro es difícil entender lo que digo.

Se quedó callado un minuto, bueno, no tanto, pero me pareció mucho rato. Luego dijo:

—¿Quieres que vaya a tu casa sólo a dormir?

—La verdad es que me gustaría mucho, porque ya me había hecho a la idea de que estarías aquí esta noche.

—Dame diez minutos —y ya no dijo nada más.

Cuando colgué, me levanté y me fui hasta la ventana a mirar los árboles y la luna creciente que colgaba, amarilla, sobre la colina. Sonreí porque había sido todo un detalle que se ofreciera a venir. Aunque sabía que no vendría. Cuando te lo han hecho una vez, ya se sabe. Pero aquel hombre era una caja de sorpresas. Después de unas cuantas, renuncié a entenderlo.

Arlene ya se había convencido de que no vendría y se había metido en la cama cuando oyó unos golpecitos en la puerta. Se puso la bata y le abrió. Le invitó a pasar, pero él parecía pegado al suelo. Tuvo que agarrarle de la mano y empujarlo un poco para que entrara.

Sentía deseos de abrazarle, pero creía que si se le acercaba, él se apartaría, como siempre hacía. Se dio la vuelta y entró en el dormitorio, esperando que él la siguiera, casi sin atreverse a darse la vuelta para ver si venía detrás.

Se quitó la bata y la dejó caer al suelo, sin pensar en lo que sentiría él al ver que dormía desnuda, aunque sólo pretendiera dormir. Cuando se volvió para ver si estaba ahí, descubrió que estaba de pie junto a la puerta, contemplándola.

Las luces estaban apagadas y estaba muy oscuro, sólo entraba la luz de la luna, y Arlene no se daba cuenta de que Reuben apenas distinguía una silueta que retiraba las sábanas y se estiraba en un extremo de la cama, para dejarle mucho sitio a él.

Al cabo de un rato, él se acercó a la cama y se estiró encima de las sábanas. Llevaba unos vaqueros y una camisa blanca. Arlene no le había visto con vaqueros desde el día en que estuvo en su casa. Siempre que pasaba a recogerla iba bien vestido, con corbata y todo.

Ella se le acercó un poco y le apoyó la cabeza en el hombro. Pasaron unos minutos así, en silencio, y luego ella le dijo:

—¿Quieres que me quite los pendientes? ¿Te los estoy clavando?

Llevaba tres pendientes en aquella oreja y no quería que él se sintiera incómodo, aunque suponía que jamás admitiría que le estaban molestando.

—No, ni siquiera los noto.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había llegado a la casa. Su voz sonaba suave y tranquila.

—Gracias por venir, Reuben.

—¿Por qué haces esto? Y no me digas que es porque odias dormir sola. Estoy seguro de que hay muchos hombres que querrían estar aquí contigo esta noche.

—¿Tienes sus teléfonos?

—¿Es porque Trevor quería que estuviéramos juntos?

—Pero bueno, Reuben, ¿hasta dónde te crees que estoy dispuesta a llegar para ayudar a mi hijo con los deberes de clase?

—¿Y por qué yo, entonces?

Arlene se sentó en la cama.

—¿Sabes cuál es tu problema?

—No, pero por suerte estás tú aquí para decírmelo.

—Tu problema es que te preocupas demasiado de tu aspecto. A mí no me importa ni la mitad que a ti; eso sería imposible. Ni aun dejando mi trabajo de día tendría tiempo para preocuparme tanto. ¿Te has parado a pensar que si no te hubieran herido así serías demasiado bueno para mí? Quiero decir que me resultarías tan inaccesible que ni siquiera me concederías un minuto de tu tiempo.

—Nadie es inaccesible para ti, Arlene. Eres demasiado bonita.

—El aspecto no es lo único que cuenta.

—Por suerte para mí.

Arlene tenía muchas más cosas que decirle, pero no le salían las palabras adecuadas para expresarlas. No lo habría entendido, seguramente, ni siquiera le habría parecido sincera si le hubiera dicho que le gustaba porque la iba a recoger, porque llevaba corbata, porque le pagaba una canguro, porque la llevaba a buenos restaurantes y la acompañaba hasta la puerta de su casa. ¿Cómo le explicas a un hombre que antes de conocerle sólo te habías sentido maltratada?

Volvió a recostar la cara en su hombro y le puso una mano sobre el pecho, un pecho grande, sólido, pensó, el tipo de pecho que nos protege del mal en la oscuridad.

—No me malinterpretes, pero ¿no estarías más cómodo sin ropa?

Él no respondió nada al principio. Tardó tanto, que ella llegó a pensar que nunca lo haría. Pero al final dijo:

—La próxima vez, a lo mejor. Tal vez mañana.

Y ella sintió tanto alivio al pensar que mañana volverían a estar juntos que ya no dijo nada más. No quería decir ni hacer nada que rompiera la magia de aquel momento.