REUBEN
Ya llevaba tres meses en aquella casa, pero aún no había sacado las cosas de las cajas. Bueno, algunas sí. La cama grande estaba montada y era cómoda, así que pasaba mucho tiempo en ella, corrigiendo exámenes, comiendo y viendo las noticias en la tele.
Se abrió paso entre aquel mar de cajas, entró en la cocina, cogió un vasito de helado y empezó a comérselo allí, de pie, con una cucharilla de plástico. El gato se le paseaba entre las piernas. Todo aquello le hacía sentirse solo, pero la idea de desempaquetar las cosas también le producía esa misma sensación.
Sonó el teléfono, y no le resultó fácil encontrarlo.
Era Trevor.
—¿Le importa que le haya llamado a casa? Me han dado el teléfono en información.
—¿Pasa algo, Trevor?
—Sí.
—No me asustes. ¿Tienes algún problema? ¿Está tu madre en casa?
—No, no, no es nada malo. Estoy bien. Es sobre el proyecto. No me está saliendo muy bien. Nada bien, en realidad. Está empeorando por momentos. Ha sucedido algo malo. ¿Podría hablar con usted?
—Claro, Trevor.
—Perfecto. ¿Dónde vive?
Reuben no esperaba aquella pregunta. Apartó un poco el auricular y echó una ojeada al salón.
—Mejor nos encontramos en otro sitio, Trevor. ¿Qué tal en el parque o en la biblioteca?
—No hace falta. Me acerco hasta allí con la bici. ¿Dónde vive?
Así que Reuben le dio su dirección con cierto reparo, calle Rosita, justo al lado de San Anselmo, sabiendo como sabía que aquéllos no eran los años cincuenta, cuando existía un nivel de confianza tal que un alumno podía ir a casa de su profesor sin que nadie pensara cosas raras. Pero no tuvo mucho tiempo para pensárselo, porque Trevor colgó enseguida y seguro que ya estaba en camino.
Decidió que podrían hablar en el porche de la entrada.
Para asegurarse del todo, buscó en el listín y llamó a la madre de Trevor, para explicarle dónde estaba su hijo y por qué. Pero no la encontró en casa y no tenía ni idea de dónde trabajaba los sábados. De todas maneras, dejó un mensaje en el contestador, por si acaso.
Entonces se dio cuenta de que iba en chándal y no se había afeitado. Le dio tiempo a ponerse unos vaqueros limpios y una camisa blanca y de afeitarse antes de que llegara Trevor. No tardó mucho. La barba sólo le crecía en el lado derecho.
Trevor dejó la bicicleta recostada en el césped de Reuben, que pensó que nunca había visto al chico disgustado por nada, hasta aquel momento.
Se detuvo al llegar a las escaleras del porche. Llevaba unas bermudas caquis y una camiseta de fútbol.
—La señora Greenberg ha muerto.
—Lo siento mucho, Trevor —le dijo Reuben indicándole una de las sillas—. Siéntate y cuéntame qué ha pasado. ¿Era familia tuya?
—Era parte de mi proyecto. Era, bueno, algo así como mi última oportunidad.
Se quedó callado, como si le diera vergüenza, y luego se sentó.
—No era eso lo que quería decir. No es que esté triste por lo del proyecto. Cuando supe que se había muerto, quiero decir. No es eso. Son las dos cosas. Bueno, ella seguro que sí iba a seguir la Cadena. Me lo dijo. Y entonces va y se muere. Esta mañana he ido a su casa. Siempre le llevo el periódico hasta la puerta de su casa. Los últimos dos días era como si no estuviera en casa. Pero ella siempre estaba en casa. Como hoy era sábado, me he esperado. Ha llegado el cartero, y me ha dicho que no había recogido el correo los últimos tres días. Me ha dicho que le había llegado la paga de la pensión y que no era normal que no saliera a recogerla. Así que hemos llamado a los vecinos, y los vecinos han llamado a su hijo. El hijo ha llegado y ha abierto la puerta. Y resulta que estaba en la cama, como si estuviera dormida. Pero no estaba dormida, estaba muerta.
Trevor hizo una pausa para tomar aliento.
Aquellos momentos siempre eran difíciles para Reuben. Cualquier momento que requiriera de su ayuda en cuestiones relacionadas con los sentimientos, en que tuviera que ofrecer consuelo a los demás, era difícil para él. No es que no tuviera sentimientos, lo difícil era hacerlos salir a la superficie y conseguir que entraran en el interior de los demás.
—Lo siento mucho, Trevor, debe de haber sido muy doloroso para ti.
—El proyecto está prácticamente muerto. Jerry está en la cárcel. Ni siquiera salió a vernos cuando fuimos a visitarle. Y mi madre sigue pensando que papá va a volver. Todo se ha ido a pique.
—No acabo de entender qué tiene que ver lo de tu madre.
En realidad lo entendía a medias, pero quería que Trevor fuera más explícito.
—Oh, bueno, no importa. Pero ¿qué voy a hacer con el proyecto?
Reuben meneó la cabeza. Le dolía ver cómo se resentía el idealismo de la gente. Le dolía casi tanto como cuando había perdido el suyo.
—Supongo que tienes que hacer un informe detallando el esfuerzo que has hecho. La puntuación se basa en el esfuerzo, no en los resultados.
—Pero yo quería resultados.
—Ya lo sé, Trevor.
Observó al chico, que tiraba de un hilo del dobladillo de las bermudas.
—No quería sólo que usted me pusiera buena nota. Lo que quería en realidad era que el mundo fuera mejor.
—Ya lo sé. Es una tarea muy difícil, y eso es parte de la lección que lleva implícita, me temo. Todos queremos cambiar el mundo, y es mucho más difícil de lo que creemos.
—Pero también lo siento mucho por la señora Greenberg, porque era muy buena persona. Me parece que no era tan vieja, bueno, un poco, pero no tanto. Muchas veces hablábamos.
Reuben alzó la mirada y vio que un Dodge Dart verde aparcaba en el bordillo y que Arlene McKinney se bajaba de él. El estómago se le encogió de pronto, porque no la esperaba. Era lo más próximo a una cita que había tenido en años, un intento fallido de romance, pero no había sido su intención entrar en aquel juego, y la de ella tampoco. La cita no había sido real, pero la incomodidad que sentía sí lo era.
La vio subir por el camino de entrada a la casa y por las escaleras del porche. Decidida a encubrir la fragilidad humana. Toda confianza y determinación. Y, por primera vez, se sorprendió pensando que se parecían mucho.
«Ya sé que no le gusto —le había dicho ella—. Sé que no me considera a su altura». Así eran las cosas. Él actuaba a la defensiva porque daba por sentado que a ella le parecía feo. Y ella actuaba a la defensiva porque creía que él la consideraba tonta.
El momento era tan revelador que habría querido compartirlo con ella. En aquella fracción de segundo, pensó que tal vez habría podido comunicarle sus pensamientos, de haber estado solos.
No se acordaba de la última vez que se había sentido identificado con alguien. Aquella simple observación le cambió, fue como si alguien le hubiera empujado desde la cornisa de un rascacielos, y le hizo preguntarse si no sería demasiado tarde ya para volver a su antiguo aislamiento.
—Venga, Trevor, estoy segura de que el señor St. Clair tiene cosas mejores que hacer en esta magnífica mañana de sábado que estar aquí escuchando tus problemas. Ya sabes que puedes hablar conmigo.
—No estabas en casa.
Trevor mantenía la mirada fija en sus desgastadas bermudas.
—No importa, de verdad, señorita McKinney. Sólo le he llamado porque quería que supiera dónde estaba.
—Bueno, pues gracias por llamar, pero ahora nos vamos.
Arlene le alargó la mano a Trevor, y su hijo, obediente, se levantó para irse con ella.
—Arlene.
No se dio cuenta de que estaba a punto de llamarla, y desde luego no pretendió hacerlo por su nombre de pila. A ella seguro que también le había sorprendido. Se volvió y se quedó mirándole un buen rato. Le miraba de verdad, como si estuviera viendo algo que no había visto antes. Eso era lo que estaba haciendo. Se sintió incómodo al saberse tan transparente.
—Trevor, espérame en el coche —dijo ella con suavidad, y volvió al porche.
Se le acercó mucho. A Reuben se le aceleró la respiración con la expectación del momento. La sensación de que sería capaz de transmitirle su revelación se le había ido. Pero, de todas maneras, no tenía más remedio que intentarlo.
—Cuando usted dijo que yo creía que no estaba a mí altura, bueno, quiero que sepa algo.
Ella aguardaba pacientemente, levantando un poco la cabeza para verle. En su rostro se reflejaba una agradable expectación. Él no le desagradaba. Se notaba en su cara.
—Me resulta difícil conocer a gente nueva. Soy muy sensible con… Bueno. Tiendo a pensar que repugno a los demás. En realidad, sé que les repugno. Pero… me pongo a la defensiva, eso es lo que intento decir. No es que pensara que usted no estaba a mi altura. Más bien es que estaba a la defensiva porque pensaba que era yo quien no estaba a la suya.
—¿En serio?
Fue una pregunta directa, inesperada.
—En serio.
—Bueno, gracias, me alegro de que me lo haya dicho.
Se acercó a la barandilla y vio a su hijo que la esperaba en el coche.
—De verdad, me alegro de que me lo haya dicho. Es curioso, quiero decir, que hayamos estado los dos actuando con tanta frialdad. ¿Así que no cree que sea tonta? ¿En serio?
—Por supuesto que no lo creo.
—Yo no me expreso tan bien como usted. Tan correctamente, quiero decir. Supongo que podría, si quisiera. Sé hablar bien. Lo que pasa es que he perdido la costumbre. Si quiere, quizás otro día pueda venir a casa a cenar.
—Quizás.
¿Quizás? A Reuben le sorprendió su propia respuesta. Quizás. En realidad, lo que quería decir era no. Pero ahora ella tenía la cabeza un poco levantada para mirarle, y su rostro de niña dejaba filtrar la esperanza. Se sentía halagada y quería ganarse su aprobación; él no se veía capaz de alejarse.
Le miró un instante a los ojos, y acto seguido empezó a bajar las escaleras del porche. Se subió al coche y se alejó sin decir nada más.
«Bueno, ya está —pensó Reuben, con la mente atrapada en una especie de irónica resignación—. Ya estamos otra vez».
Qué alivio saber que nada cambia en realidad.
Del libro Los otros protagonistas del Movimiento
Mi amigo Lou, el de Cincinnati, era homosexual. A veces salíamos a tomarnos una cerveza y charlábamos. El problema de Lou era que tenía la mala costumbre de enamorarse de hombres que no lo eran. Homosexuales, quiero decir. Y mi problema era que —¿cuál sería la palabra exacta?—… me escogían mujeres atractivas a las que les gustaba y que me consideraban seguro. Seguro. Así es como cualquier hombre solo y sin relaciones sexuales desearía que le consideraran, ¿verdad? Seguro. Me invitaban a salir con ellas a cenar, o al cine. Exactamente igual que una cita. Si se diferenciaba en algo de una cita, que alguien me lo explique. Y al final de la noche, me daban un beso en la mejilla. Siempre en la misma.
Las hormonas se disparaban. La mías, quiero decir. Y justo cuando ya estaba enamorado sin remedio y casi no podía ocultarlo, ellas me decían algo así como: «Me gustas mucho como amigo, Reuben. Tenemos una amistad tan bonita, no la estropeemos». Casi siempre eran buenas personas, así que supongo que no tenían ni la menor idea de lo crueles que estaban siendo conmigo. Porque si alguna de ellas hubiera sido lo bastante monstruosa como para hacerme aquel daño a propósito, supongo que lo habría notado.
En fin, Lou y yo bebimos un poco más de la cuenta una noche. Yo en aquel entonces ni siquiera sabía que era homosexual. Le conté las historias que no me resultaban tan difíciles, las más antiguas, las menos dolorosas. Aquellas de las que decimos que algún día al recordarlas nos harán reír, porque ese día ya había llegado.
—No tienes idea de lo que se siente —le dije, sin darme cuenta de a quién se lo estaba diciendo—. Nadie lo sabe. Sentir algo tan profundo por alguien y saber que a ese alguien tus sentimientos le parecen totalmente repugnantes.
Y Lou se rió y pidió otra cerveza, y me contó una historia. Y entonces fue cuando supe que era homosexual. Y que entendía perfectamente cómo me sentía yo.
—¿Por qué heterosexuales?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que hay muchos más.
Me quedé callado durante mucho rato y luego le dije:
—Lou, no te referías a mí, ¿verdad? No estás insinuando que tienes esos sentimientos por mí.
No es que me hubiera repelido, está claro que no hubiera dejado de ser su amigo por ello, pero tenía que saberlo, asegurarme de que no estaba siendo insensible sin darme cuenta.
—No, no, Reuben. Eres demasiado feo para mi gusto. Creo que deberíamos ser sólo amigos.
—Claro, claro, de todas maneras habría sido de lo más repugnante.
Y nos echamos a reír. Y su risa era tan divertida y contagiosa que yo no podía parar. Lo intentaba, pero cuando parecía calmarme un poco, él se ponía a reír otra vez y yo no podía evitar hacer lo mismo.
Al final nos pusimos serios de repente, y yo estaba muy cansado, nunca en mi vida me había sentido tan cansado, y quería irme a casa. Como si de golpe me hubiera dado cuenta de que aquello no era nada gracioso.
Aquello debería haber sido un final seguro y cómodo, pero el jueves siguiente se la encontró en el supermercado. Se puso a la cola para pagar el helado y las cosas que había comprado para cenar aquella noche delante del televisor, y vio que la tenía delante.
Reuben creía que se podía mirar impunemente el cogote de alguien sin que se diera cuenta, pero en aquel caso se equivocaba, porque ella se volvió de inmediato.
—Oh, es usted —dijo.
Y vuelta a empezar. Los dos se quedaron en silencio mientras contemplaban a Terri y a Matt, que cobraban y ponían los productos en bolsas, como si la simplicidad de sus movimientos les resultara fascinante.
Al salir del supermercado, Arlene se volvió un momento para mirarle.
Luego se marchó, y él respiró con alivio, como un hombre que hubiera conseguido ponerse a salvo de algún peligro grave e inminente.
Se la encontró de nuevo en el aparcamiento, apoyada en su coche.
—¿Sabes cuál es tu problema? —le dijo, tuteándole por primera vez.
Aquélla era la Arlene de siempre, y Reuben se alegró de volver a verla con aquella indignación escrita en el rostro, aquel estar a punto de darle alguna lección por cualquier cosa.
—No, no lo sé. ¿Cuál es mi problema?
—Tu problema es que te precipitas siempre pensando que nadie te quiere, ni siquiera les das una oportunidad. Ni aun queriendo podría rechazarte, eres demasiado rápido para mí.
—Gracias por la información, Arlene.
Se dirigió a la puerta del coche y ella se retiró un poco para dejarle pasar. Puso las bolsas de la compra en el asiento del acompañante y cerró la puerta con fuerza. Pero ella no se fue. Se quedó de pie a la altura de la ventanilla mientras él ponía en marcha el motor, y antes de que arrancara golpeó el cristal con los nudillos.
Reuben bajó la ventanilla hasta la mitad.
—Bueno, ¿entonces quieres salir conmigo o qué?
—Sí y no.
—¿Qué respuesta es ésa?
—Una respuesta sincera. ¿Qué quieres que te diga?
—Quiero que me digas: «No tengo nada que hacer el domingo por la noche, Arlene. Podríamos ir al cine o a algún otro sitio».
Reuben suspiró. Puso primera y pisó el freno.
—Arlene, ¿quieres ir al cine conmigo este domingo?
Aunque no era su intención, aquello sonó petulante, como el niño al que le obligan a disculparse cuando no se arrepiente de algo lo más mínimo.
—Sí, de acuerdo. Pero me apuesto lo que quieras a que me arrepentiré toda la vida de haber empezado con esto.
—Yo también me apuesto un par de dólares —dijo Reuben, pero Arlene no le oyó, porque ya se había alejado cincuenta metros de ella cuando lo soltó.