Capítulo 8

ARLENE

Entró un momento en la habitación de su hijo para darle las buenas noches después de que el señor St. Clair se hubo ido. ¿Qué tenía aquel hombre que siempre la hacía sentirse como si estuviera perdiendo el tren de algo, y por qué no podía dejar de pensar que lo hacía a propósito?

Trevor estaba en la cama, haciendo los deberes.

—Tengo que irme a trabajar. ¿Seguro que tienes el número junto al teléfono?

—Sí, mamá.

—¿Y el de Loretta?

—Me lo sé de memoria. Ya sabes que no me da miedo estar solo. Nunca tengo miedo.

—Ya lo sé, pero yo sí.

Se sentó en el borde de la cama y le pasó los dedos por el pelo rizado de la frente. Sabía que seguramente no le gustaba que se lo hiciera, porque se sentía tratado como un niño pequeño, pero no protestó.

Se parecía tanto a su padre que le daba miedo, incluso así, con la mirada puesta en el libro, y si hubiera alzado la vista en aquel momento para mirarla, seguramente habría tenido que apartar la suya. Pero nunca lo hacía.

—Cariño…

—¿Sí, mamá?

—No pretendías…

—¿Qué?

—Nada. No importa. Tengo que irme.

—No, en serio, ¿qué quieres?

—No pretendías… emparejarme con el señor Reuben St. Clair, ¿verdad? No es que lo piense…

Ahora sí, Trevor alzó la vista para mirar a su madre, y ella le mantuvo la mirada.

—¿Por qué? ¿Es que no te gusta?

Aquello fue como un pelotazo en el estómago, saber que sí lo pretendía. Aunque no sabía por qué aquello le parecía tan importante. Y entonces, al mirar los deberes que estaba haciendo su hijo, vio el papel en el que había dibujado su idea de la Cadena. Unos círculos como los que Jerry le había dibujado en el suelo, entre los cometas, en aquel instante en que los dos creyeron que una vida podía cambiar de verdad.

Y hasta dos vidas.

Los círculos estaban vacíos, todos excepto los tres de arriba. En uno había el nombre de Jerry tachado, y aquello hizo que de pronto Arlene se sintiera muy triste, como si a Jerry se le hubiera escapado su oportunidad para siempre. En el segundo círculo, había otro nombre tachado, el del señor St. Clair, y aquello también hizo que sintiera algo, aunque no sabía cómo definirlo ni interpretarlo. En el tercero estaba el nombre de la señora Greenberg, que, afortunadamente, no le decía nada. Como mínimo aquella mujer no se presentaría con flores, o al menos eso era lo que creía.

Ni a ella misma le gustó lo que dijo al principio:

—Bueno, en realidad, Trevor, no, me parece que no me gusta. Me pone un poco nerviosa. ¿Por qué? ¿A ti sí te gusta?

—Sí, claro que me gusta.

—¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que es porque se puede hablar con él. Te escucha y te responde. Sólo por eso. Puedes contarle todo lo que se te ocurre. Y eso es bueno, ¿no?

—Sí, supongo que sí, pero, cariño, sigo sin entender por qué has intentado emparejarnos.

—Me parece que está solo, mamá, y sé que tú también lo estás. Y tú siempre has dicho que a las personas no hay que juzgarlas por su aspecto.

—Sí, eso es verdad.

Aprendía tanto de aquellas pequeñas charlas con su hijo… Él siempre insistía en que lo que decía lo había aprendido de ella y que sólo se limitaba a repetirlo, pero la sensatez de sus propios consejos en boca de su hijo no dejaba de sorprenderla, y acababa preguntándose si sería lo bastante sensata como para seguirlos. Siempre era igual.

—Pero no es eso, no es en absoluto por su aspecto, es que, bueno, tú sabes tan bien como yo que papá volverá cualquier día de éstos.

Trevor tardó un poco en responder. Al principio sólo la miró con una expresión que cristalizó a la altura de su diafragma y casi le cortó la respiración. Si hubiera tenido que nombrar de alguna manera aquella mirada, habría dicho que era una expresión de lástima, pero seguro que aquélla no era su intención.

—Mamá…

Ella habría preferido no tener que escuchar lo que su hijo estaba a punto de decirle, pero no se sentía con fuerzas para hacerle callar.

—Mamá, ya hace más de un año.

—¿Y qué?

—Mamá, no va a volver.

Se había esforzado tanto para no permitir que aquellas palabras mancharan su casa, para que ni siquiera penetraran en lo más recóndito de su mente ni en el silencio de sus madrugadas de insomnio… Y ahora estaban ahí, y habría que combatirlas por todos los medios.

Así que Arlene hizo algo que nunca había hecho, nunca en aquellos doce años: le levantó la mano a su propio hijo y le pegó en la boca. Intentó detenerse antes de alcanzarle, pero ya era demasiado tarde; la señal que su cerebro le envió a su mano no llegó a tiempo.

Él la miró sin rencor, sin añadir ni un gramo de vergüenza a la que ya amenazaba con abrasarla del todo.

Nunca había pegado a Trevor; se había jurado que nunca lo haría.

Y entonces, desarmada como estaba para enfrentarse a su propia vergüenza, se levantó y le dejó solo en la habitación.

El humo le irritaba los ojos, como cada noche de su vida desde que el camión había aparecido por casa sin conductor, inservible, inservible pero aún sin pagar.

Conway Twitty vociferaba desde el tocadiscos automático, y a ella no le gustaba nada, porque, medio apagado por el ruido de las voces y el entrechocar de botellas de cerveza, no hacía más que ponerla de peor humor del que ya estaba.

Casi no podía soportar el sonido de las botellas ni el olor de la cerveza, pero así era cada noche. De vez en cuando le venía una vaharada, y casi notaba el sabor en la boca, tan real, tan intenso, sin siquiera haberlo imaginado, sin ningún aviso previo. Ya llevaba veinte días, y cada noche era más difícil que la anterior.

Muchas veces llamaba a Bonnie a las 3 de la mañana, la sacaba de su profundo sueño, y Bonnie le decía:

—Deja ese maldito trabajo.

Pero no era tan fácil… ¿Dónde iba a encontrar otro?

Era todo tan frustrante, y ahora se odiaba a sí misma por habérselo hecho pagar a su hijo.

Tal vez eso de pegar se le hubiera despertado para siempre, como los perros que matan por primera vez a una gallina y le cogen el gusto. Porque cada vez que pasaba al lado de aquel patán con barba y tatuajes, cosa que sucedía con mucha frecuencia, y él le daba una palmadita en el trasero, ella notaba que la mano se ponía de nuevo en acción, sólo que en este caso le habría encantado sacudirle. Ella no apartaba los ojos del reloj, buscando un momento libre para llamar a Trevor antes de que se acostara, pero ese momento nunca llegaba.

Y estaba tan harta que si tenía que volver a gritar para hacerse oír en medio de todo aquel escándalo, si tenía que pedir sin éxito que le repitieran algo, no estaba segura de lo que sería capaz de hacer. Ojalá supiera de qué habría sido capaz, pero la verdad era que no tenía muchas alternativas.

Hace años, tal vez sí. Antes, «alternativa» no era una palabra tan inútil. Pero ahora tenía que pensar en su hijo. Suicidarse, matar a alguien o enviar a la mierda a su jefe eran opciones descartadas, al menos durante unos años, tal vez para siempre. Si no fuera por aquel maldito camión, tal vez habría podido pasar sólo con un trabajo.

Y entonces fue cuando se equivocó con el pedido de la mesa nueve. ¿Por qué les importaba tanto la marca de la cerveza, si estaban tan borrachos que no podían distinguir el sabor?

Se acercó a Maggie y le dijo que se tomaba cinco minutos libres, que lo necesitaba. No le gustaba nada trabajar con Maggie, por más buena chica que fuera, por más dulce y trabajadora que fuera, porque estaba gorda y no era muy agraciada, y nadie quería que le sirviera, así que Arlene era la que tenía que cargar con todos aquellos insultos sola.

Llamó desde el teléfono de la cocina, que era como una autopista de tráfico humano, siempre los mismos cuerpos, gente a quien parecía no importarle tanto la humareda de la freidora ni el olor del aceite caliente como a ella.

Trevor descolgó después de que el teléfono sonara cuatro veces, justo antes de que su corazón se desbocara definitivamente.

—Cariño, ¿estás bien?

—Sí, mamá, como siempre.

—¿Ya estabas durmiendo?

—Aún no. Ahora me acuesto. Estaba leyendo ese libro de la Segunda Guerra Mundial.

—Trevor, perdóname. Estoy tan avergonzada por haberte pegado, ni te lo imaginas.

Hizo una pausa, esperando que algo, cualquier cosa, la aliviara del deber de seguir hablando.

—Si puedo hacer algo para que me perdones… Cualquier cosa.

—Bueno.

—Cualquier cosa.

—No creo que quieras hacer esto.

—Lo que me pidas.

—¿Me llevarías a visitar a Jerry?

Bueno, ¿tan grave era la cosa? «¿No detesta estos momentos —le había preguntado a Jerry— en los que sentimos que todos somos iguales?». No, a Jerry le gustaban. Al parecer, otros de los momentos que detestaba Arlene eran los de volver a casa. Esos momentos en los que vemos claramente a la persona que nos ha hecho tanto daño, la que lo ha echado todo a perder y allí, en sus ojos, estamos nosotros. Todo lo que vemos es la misma decepción y la misma tensión que tan bien conocemos, nada que explique cómo una persona tan bien intencionada fue capaz de causar tanto dolor.

Como cuando Ricky fue a verla después de reconciliarse con su mujer, Cheryl, después de haber hecho algo odioso, miserable, y parecía el mismo hombre de siempre, tal vez sólo algo más cansado, algo más preocupado y derrotado.

—¿Sabes al menos dónde está?

—Podríamos averiguarlo.

—Está bien, pero ahora tengo que volver al trabajo, Trevor. Sé bueno y cepíllate los dientes.

—¡Mamá!

Y Arlene colgó de prisa, antes de tener que admitir que le trataba como si tuviera tres años cada vez que le dejaba solo por la noche.

La puerta batiente de la cocina se abrió a la altura de su hombro y al hacerlo le llegó la música estridente de Randy Travis, y el olor a cerveza y a hombres sudorosos. Demasiadas horas para tan poco sueldo. Nunca dormía lo suficiente. Aguanta hasta las tres, Arlene. Y luego, a la luz de aquel consejo que se daba a sí misma, intentó no darse cuenta de que faltaba tanto todavía, y que si esa hora llegaba, cuando llegase, sólo conduciría a mañana, otro día laborable. Otro día sin beber.

La mujer que estaba en la recepción de la cárcel del condado tenía las uñas pintadas de rojo y tan largas que los dedos no le llegaban al teclado y escribía ayudándose de un lápiz. Estaba sentada con las piernas cruzadas. Llevaba una minifalda muy ceñida y mascaba chicle haciendo unos ruidos que Arlene encontraba de lo más irritantes. Se agarró más fuerte del hombro de Trevor.

—¿Nombre?

—Arlene McKinney.

—Y están aquí para visitar a…

—Jerry Busconi.

—¿Me permite su carné de identidad o alguna identificación, por favor?

Arlene puso su permiso de conducir sobre el mostrador. Odiaba tener que enseñarlo, porque salía fatal en la foto. Hasta creyó oír una risita en boca de aquella mujer, pero sabía que seguramente sólo eran imaginaciones suyas.

—Esperen aquí, por favor —dijo la mujer señalando algún sitio por detrás de ellos con una uña larguísima mientras le devolvía el permiso de conducir.

La petición parecía fácil en principio. Pero entonces Arlene se volvió y se dio cuenta de que tenían que pasar a una sala llena de niños sucios en la que había un hombre roncando con la boca abierta y mujeres con muchas pulseras, reales o tatuadas, los dientes manchados de tabaco y los ojos inyectados en sangre, llenos de desesperanza. También había algunas mujeres tímidas que miraban al suelo como si estuvieran a punto de golpearlas, rodeadas de bebés escandalosos y niños con las narices llenas de mocos.

Por supuesto, no había ninguna silla libre. Pero una promesa era una promesa, así que se quedó allí de pie, al lado de Trevor, en una esquina, agarrándole de la manga y preguntándose si aquella gente pensaría que Jerry era su marido. ¿Y si lo fuera?, pensaba. ¿Por qué le importaba tanto que pudieran pensarlo?

Pasaron diez minutos que se le hicieron eternos, y al final les hicieron pasar a una sala en la que había una mesa larga y varias sillas. Había compartimentos divididos con plexiglás, y teléfonos. Como en las películas. Por el otro lado del cristal empezaron a entrar varios hombres vestidos con una especie de pijamas de color naranja. Descolgaban los teléfonos, y las mujeres de este lado lloraban y apoyaban las manos en el cristal, igual que en las películas.

Varios largos minutos más de espera.

No entraba ningún otro preso. No entraba Jerry; seguían esperando, y Arlene seguía agarrando a Trevor tan fuerte que puede que hasta le estuviera haciendo daño.

Un celador que había al otro lado del cristal pasó por detrás de la fila de hombres que, pensó Arlene con desagrado, se parecían demasiado a muchos que había conocido en su vida. Se adelantó un poco y golpeó el cristal; descolgó el teléfono:

—¿Algún problema?

—¿Qué pasa con Jerry Busconi?

—No va a salir.

—¿Cómo que no va a salir? Mi hijo y yo hemos venido expresamente hasta aquí para verle.

—No se puede obligar a un preso a recibir visitas. Dice que no está de humor.

No está de humor. Jerry Busconi no está de humor para ver al niño que siempre está de humor para regalarle todo lo que gana con el duro trabajo que hace en sus ratos libres. ¡No está de humor! Hay que tener… Qué cara. Ésta sí que es buena.

—¿Puedo dejarle una nota?

—En el mostrador de la entrada.

—Gracias.

Jerry:

No escribo «Querido Jerry» porque en este momento no me resulta usted muy querido. Puedo perdonarle que le hayan detenido porque todos cometemos errores y yo la primera. Pero este niño que le ha ayudado tanto ha venido hasta aquí para saber cómo se encuentra… y resulta que usted no está de humor para verle. Creo sinceramente que no vale usted una mierda.

Me resulta fácil enfadarme en nombre de mi hijo. De hecho es una de mis especialidades; pero la verdad es que también estoy furiosa con usted por lo que me ha hecho a mí: contarme todos sus sueños y sus esperanzas para que no pudiera caerme mal…, porque esto me resultaría mucho más fácil si nunca me hubiera caído bien ni hubiera confiado en usted, pero ni ese consuelo me deja.

No confío en mucha gente, y cuando decido hacer una excepción, resulta que me equivoco, o eso parece.

Así que mueva el culo y salga de aquí lo antes posible y luego haga lo que dijo que haría por mi hijo y su trabajo de clase, porque es algo muy importante para él.

Pero sé que no lo hará, porque no tiene usted fuerza de voluntad, cosa que podría perdonarle, porque la gente cambia, aunque parezca lo contrario, pero si ni siquiera ha sido capaz de enfrentarse a nosotros hoy, eso ya dice mucho de lo que hará en el futuro.

Yo no creo en estrellas fugaces, y aunque hubiera creído, la verdad es que hoy habría dejado de hacerlo, eso es lo que usted ha hecho por esta familia.

Piense en todo esto cuando esté lavando la ropa en la lavandería de la cárcel estatal, que es donde dicen que va a ir.

Mi hijo quiere escribirle algo. Le dejo con él.

ARLENE MCKINNEY

Hola, Jerry:

Espero que estés bien y que la comida no sea demasiado asquerosa. ¿Te dejan ver la tele? ¿Me escribirás desde la cárcel estatal? Nadie me ha escrito antes.

Bueno, tengo que irme. Mamá está enfadada.

Tu amigo,

TREVOR