Capítulo 7

LA SEÑORA GREENBERG

Su difunto marido, Martin, creía en los milagros, pero aun así se lo llevó el cáncer. Desde su muerte, ella había intentado mantener viva aquella creencia porque estaba convencida de que debía de ser algo de familia, y procuraba vivir en paz en su casita pintada de un azul grisáceo.

Y aquella tarde, por primera vez en muchos años, un milagro se sentó con ella en la mecedora del porche mientras ella se tomaba su té helado. El milagro estaba allí, sonriéndole, traspasándole con su sonrisa. Ella también le sonrió.

Aquel milagro tenía forma de jardín.

Últimamente, había empezado a soñar que se despertaba, hacía algunas flexiones para aliviar el dolor de su artritis y se dirigía a la ventana para descubrir que, como por arte de magia, su jardín volvía a estar impecable. Y ahora, en la difusa luz del frío atardecer, su jardín estaba impecable. Limpio, con el césped recién cortado, los rosales bien podados y abonados y todo rastrillado; había bolsas de hojas secas y desperdicios apiladas en un rincón, preparadas para engrosar la basura del día.

No era exactamente un milagro inexplicable, porque había visto al hijo de una vecina hacerlo todo, día a día. Ella, que no era mucho más alta que él, había estado constantemente a su lado para indicarle por dónde había que podar los rosales, y cómo había que fumigar contra el pulgón, eliminar las malas hierbas, abonar y regar la tierra para conseguir que las plantas florecieran.

Pero los milagros pueden tener y tienen de hecho intermediarios, eso era lo que ella pensaba, y entonces se dio cuenta de que su té helado sabía más dulce que de costumbre aquella tarde, aunque lo había preparado exactamente igual que siempre, y que la mano no le dolía como otras veces al contacto con el vaso frío.

Y como para echar por tierra todo aquel perfecto equilibrio, en aquel preciso instante su hijo, Richard Green, apareció por la puerta del jardín para cumplir con la visita que le hacía una vez cada dos meses.

Que un hijo suyo se apellidara Green, llamándose ella Greenberg[2], era algo que no alcanzaba a comprender, pero lo cierto era que aquél era su apellido legal, aunque ella no tenía intención de llamarle así. Había renunciado al apellido de su padre, su difunto esposo, como si se avergonzara de él, y aquella idea le recorría el cráneo, como una migraña, cada vez que lo pensaba, preparando su cerebro para todo el intenso dolor que estaba por llegar. Su hijo caminaba como James Dean, bueno, más o menos, con toda su chulería pero sin pizca de gracia, y cada vez que venía a verla se parecía más a Elvis, con sus patillas gigantes y desarregladas. Incluso en aquel frío atardecer de primavera, llevaba una camiseta sin mangas que mostraba sus hombros peludos, y gafas de sol, a pesar de que la luz ya empezaba a ser escasa.

Richard había sido un niño inteligente, muy brillante, pero su inteligencia no había dado frutos; en cambio el vecino, que en apariencia era un chico normal y no especialmente inteligente, demostraba tener la disponibilidad de estar donde más se lo necesitaba.

A sus cuarenta y dos años, Richard no era un hombre ni muy bien dispuesto ni muy serio, y no ayudaba a nadie de buena gana. Pero tal vez la inteligencia no tenga nada que ver con la buena voluntad. Por desgracia, ya era muy tarde para interferir en la inteligencia de su hijo. Parecía que sólo le servía para perder un trabajo tras otro, porque supuestamente era demasiado bueno para cualquier empleo. Y a ella ya no le quedaba más dinero para prestarle, y aunque le hubiera quedado algo, tampoco se lo habría dado.

Se quedó de pie en las escaleras del porche, sosteniendo un cigarrillo entre dos dedos.

—Hola, mamá.

—Bueno, ¿qué te parece?

—¿El qué?

—El jardín.

Él giró sobre los talones de sus pesadas botas de cuero y se levantó las gafas de sol.

—¡Mierda! Has contratado a alguien. Ya te dije que lo haría yo.

—No le he pagado nada a nadie.

—¿Lo has hecho tú sola?

—Lo ha hecho gratis el hijo de una vecina.

—Muy gracioso.

—Que sí, es verdad.

—Debe de haber tardado mucho.

—Varios días. Como tú no estabas…

—Ya te dije que lo haría yo.

—Sí, me lo dijiste, pero no lo hiciste.

—¡Mierda!

Entró en la casa y encendió el televisor. Reponían la serie Mash. Aunque ella le llamó para que apagara el cigarrillo, él no la oyó o hizo ver que no la oía.

Y luego, cuando ella entró para rociarlo todo con ambientador Glade olor a pino, él protestó airadamente y dijo que aquel ambientador le provocaba tos.

Al principio Trevor sólo venía para charlar un rato, cosa que a la señora Greenberg ya le parecía bien; no esperaba más.

Su casa quedaba casi al final de su ruta de reparto de periódicos, y él la modificó un poco para que fuera la última de todas. Dejaba la bicicleta vieja apoyada en el césped y, con el periódico en la mano, se acercaba hasta la puerta, porque sabía que le costaba tener que salir afuera a recogerlo. A ella, aquella muestra de atención le gustaba tanto que siempre le invitaba a tomarse un refresco que compraba especialmente para él. Trevor se sentaba en la mesa de la cocina y hablaba un rato con ella. Casi siempre de la escuela, y de fútbol, y últimamente de un proyecto especial que se le había ocurrido para la clase de ciencias sociales; le contó que necesitaba encontrar a más personas a quienes ayudar, y entonces fue cuando ella le dijo que le hacía falta alguien que le arreglara el jardín, pero que no podía pagarle mucho.

Le respondió que no tenía que pagarle nada, y que los favores que les hiciera a los demás no tenían por qué ser en dinero, a no ser que tuviera mucho. Y luego dibujó una serie de círculos en un trozo de papel, escribió su nombre en uno de ellos y le contó lo de la Cadena.

—Son como actos de generosidad al azar —dijo ella, pero él no estaba de acuerdo. No eran al azar en absoluto, y ahí estaba la gracia, en su sutil estructura.

El sábado amaneció con niebla. A las seis en punto, tal como había prometido, Trevor llegó a su casa. Estaban los dos de pie en el jardín delantero. La pintura gris azulada de la fachada estaba levantada en muchas zonas. Había un olor a humedad en el aire, y las gotas que se desprendían de vez en cuando de los robles les caían en la cabeza.

Trevor tocó las rosas como si fueran cachorros recién nacidos o libros antiguos con los bordes de las hojas pintados de oro, y ella supo que iba a adorar aquel jardín y que éste, a su vez, iba a adorar a Trevor. Y que había algo que le estaban devolviendo, algo que llevaba mucho tiempo fuera y que con su marcha se había llevado una gran parte de ella.

—¿Qué tal va el proyecto por ahora? —le preguntó, porque se daba cuenta de lo importante que era para él y de que era un tema que le entusiasmaba.

Trevor frunció el ceño y dijo:

—Pues no muy bien, señora Greenberg, no muy bien. ¿Cree que a lo mejor la gente no quiere seguir la Cadena? ¿Puede que la gente diga que sí, que le hará un favor a otras personas, y que hasta tengan más o menos la intención de hacerlo, pero que entonces pase algo, o que ni siquiera se molesten en intentarlo?

Ella sabía que aquello era algo que preocupaba de verdad al chico, una de esas encrucijadas de la infancia en las que se construye o se destruye para siempre la fe de la persona. Pero Trevor era demasiado bueno como para permitir que su fe se echara a perder, así que le respondió:

—Bueno, yo sólo puedo hablar por mí misma, Trevor, y te digo que me pondré manos a la obra y me lo tomaré tan en serio como tú.

Aún recordaba la sonrisa del chico cuando le había dicho aquellas palabras.

Aquel día Trevor trabajó sin descanso, y sólo hizo una pausa para tomarse un refresco. Cuando terminó, ella intentó que aceptara un billete de cinco dólares, asegurándole que aquello no tenía nada que ver con la Cadena, pero él no lo quiso de ninguna de las maneras.

Estuvo trabajando en el jardín todo el fin de semana y cuatro días más, antes de empezar la ruta de reparto de periódicos y al salir de clase. Le dijo que la semana siguiente vendría a pintar las verjas, los marcos de las ventanas y la barandilla del porche. Se preguntaba si su hijo, Richard, se daría cuenta de los cambios.

La señora Greenberg fue caminando despacio hasta el supermercado. Las articulaciones y los músculos se le iban calentando con el movimiento. Necesitaba salir un rato. Qué triste que tu hijo venga a verte y que tú casi desees estar en otra parte.

Ya era tarde y la calle estaba bastante oscura; los coches ya llevaban encendidas las luces y ella avanzaba con su carrito de la compra que saltaba a cada bache de la acera. A la señora Greenberg le tranquilizaba la rutina y siempre iba al mismo supermercado por el mismo camino.

Ahí estaban Terri y Matt aquella tarde, dos de sus personas favoritas, la una en la caja y el otro ayudando a llenar las bolsas. Ninguno de los dos pasaba de los veinte, pero siempre tenían una sonrisa franca para una mujer mayor, sin condescendencia, siempre le preguntaban qué tal le iba, cómo estaba de la artritis, y siempre escuchaban con atención su respuesta.

Compró doce latas de comida para gatos y una bolsa grande de Cat Chow, porque había varios gatos callejeros que contaban con ella; algunos refrescos para el chico, unas latas de la cerveza preferida de su hijo, y té, pechugas de pollo sin piel y cereales con salvado para ella.

Pensándolo bien, Terri y Matt eran dos personas con las que se podría contar para seguir la Cadena, y también aquella mujer encantadora de la Asociación Protectora de Gatos. A Richard tampoco le iría mal que le hicieran un favor, pero tal vez lo que más le convenía era que le trataran con dureza. Con aquella idea en mente, volvió hasta la nevera y dejó las cervezas que había cogido. Que se tomara algún refresco o un poco de té helado, y si no, que se fuera a su casa y se llevara a otra parte su tabaco y sus problemas de dinero.

—Buenas tardes, señora Greenberg —dijo Terri mientras empezaba a pasar los distintos productos por el escáner—. Hoy he pasado por delante de su casa y el jardín está precioso.

Aquel comentario la llenó de orgullo y satisfacción, como un baile de fin de curso con un chico guapo.

—¿Verdad que sí? Todo lo ha hecho Trevor McKinney. Es un niño tan bueno… ¿Le conoces?

Terri no creía conocerle, pero estaba claro que se alegraba de ver a la señora Greenberg tan contenta, y Matt también, pues le sonreía mientras ponía la comida de los gatos en una bolsa.

Matt era un chico guapo. Llevaba uno de esos cortes de pelo modernos, muy corto por detrás y más largo por delante, pero siempre iba limpio, bien arreglado, como si quisiera dar a entender que era moderno, pero no un gamberro.

—Me alegro de que esté tan contenta esta tarde, señora Greenberg.

Le iba colocando las bolsas en el carrito con cuidado, para que no se le desequilibrara al arrastrarlo.

A ella también le habría gustado ver contento a Matt, pero no estaría allí para verlo. A los jóvenes les hacía falta dinero, tal vez para ir a la universidad, aunque el que ella podía darles no sería suficiente para la matrícula, pero a lo mejor sí para comprarse libros o ropa, o lo que quisieran, porque ella estaba convencida de que eran de fiar.

Y esa mujer tan encantadora del refugio de gatos lo invertiría todo en esterilizar y castrar a los gatos y en llevarlos al veterinario. Sus prioridades estaban claras.

Sí, pensaba mientras caminaba de vuelta a casa y la noche caía, fresca y fragante. Estaba bien. Haría las llamadas oportunas a primera hora de la mañana.

El pecho le empezó a doler mientras volvía a casa. No era el corazón, más bien eran los pulmones, como cuando tenía una gripe muy fuerte. Tenía que detenerse a menudo para recobrar el aliento. Se recordaba a sí misma que no era tan vieja, acababa de jubilarse, pero desde que Martin había muerto su cuerpo parecía no levantar cabeza, como si tuviera prisa por reunirse con él. Era como si sus defensas ya no la protegieran y estuvieran empeñadas en acelerar su final. Desde entonces la artritis se le había triplicado y cogía cualquier virus que hubiera en el ambiente.

En una de sus frecuentes pausas para reponerse, decidió desviarse de su ruta habitual, cosa que nunca hacía, y pasar por delante de la casa de Trevor. Era pequeña y agradable, con el tejado de piedra, rodeada de una vegetación exuberante, aunque no excesiva. Lástima de aquel montón de chatarra que le recordaba los restos de los accidentes que quedaban en las autopistas. La señora Greenberg suponía que a la madre de Trevor no le gustaba tener aquello allí, que querría recuperar su belleza anterior, que incluso soñaría con aquel momento de la misma manera que ella había soñado con su jardín.

Aquella noche tenían visita; se dio cuenta de ello al detenerse para tomar un poco de aire. Había un Volkswagen Escarabajo blanco muy bien cuidado aparcado fuera. Un nuevo novio. Bien. Conocía al anterior y no le gustaba mucho.

Y vio, a través de la ventana, el perfil derecho de aquel hombre negro, bien vestido y refinado.

«Me alegro por ellos», pensó.

La señora Greenberg esperaba que la madre de Trevor no hiciera caso de los comentarios de la gente. A ella le habían dicho que no se casara con Martin simplemente porque era judío, pero ella no les hizo ningún caso, y Martin había sido el mejor de los maridos. Un buen hombre es un buen hombre.

Tal vez la madre de Trevor se casara. Mejor para el niño. Aunque no la conocía en persona, sabía que le caería bien, porque el fruto de su vientre y de su amor era alguien tan especial como Trevor. Alguien que había cuidado del jardín de una mujer enferma y artrítica que no podía dedicarse mucho a él.

—Aquí vive una buena mujer —dijo en voz baja, como dirigiéndose al hombre elegante y educado que estaba del otro lado de la ventana y que, por supuesto, no le oía—. Una buena mujer con un buen chico. Cuide de ellos. Estoy segura de que lo hará.

Cuando finalmente llegó a su casa, agotada y con el dolor clavado en el pecho, su hijo ya no estaba.

Se dio un baño caliente y se tumbó, tosiendo, en la cama, tranquila porque, pasara lo que pasara, el jardín estaba bien cuidado. Trevor iba a pintarle el porche. Mañana iba a hacer algunas llamadas, algunas gestiones. Luego, ya no importaba.

Aunque fuera algo malo, como neumonía o pulmonía, no importaba. Aunque no pudiera superarlo. Todo estaba en orden, o lo estaría en su momento.

Durmió con un sueño pesado y muy profundo, como el beso de la muerte que ella imaginaba que le traería, como a Martin, un descanso largo y bien merecido.