REUBEN
Cuando llegó a clase el lunes por la mañana, Trevor ya estaba allí. Se había sentado en la primera fila, cosa que nunca hacía. Se miraron brevemente, y Reuben se dio cuenta de que el chico quería decirle algo.
—¿Qué te traes entre manos esta mañana, Trevor?
—Señor St. Clair, ¿está casado?
—No.
—¿Y no le gustaría estarlo?
Reuben se acordó de que la madre de Trevor le había dicho algo cuando había estado allí sobre la sinceridad y la franqueza de su hijo: «Sí, es así, pero usted lo dice como si fuera algo bueno». En realidad, Reuben se acordaba muchas veces de la madre de Trevor. De vez en cuando, sin saber por qué, le venía a la memoria. Recordaba su manera de irrumpir en la clase aquella mañana, como una pequeña nube que presagia tormenta.
—Ésa es una pregunta difícil, Trevor. Hay matrimonios y matrimonios.
—¿Cómo?
—Hay matrimonios buenos y matrimonios malos.
—¿Y no le gustaría a veces tener un matrimonio bueno?
—Está bien, me rindo, ¿de qué va todo esto?
—De nada. Sólo era curiosidad.
Mary Anne Telmin entró en el aula. No le sorprendió que fuera la segunda en llegar. Era la única otra alumna de la que sabía con seguridad que había aceptado realizar esa tarea para subir la nota, porque un día se había quedado al terminar la clase y le había descrito con todo lujo de detalles su idea. Se trataba de un proyecto sobre el reciclaje. Mary Anne era una chica guapa, muy popular entre sus compañeros, de piel muy blanca; seguro que llegaría a animadora del equipo del colegio, y Reuben intentaba verla con buenos ojos. Pero había algo en su manera de proceder en clase y con respecto a la tarea que le resultaba falso. El hilo de aquellos pensamientos le llevó hasta el trabajo de Trevor, que seguía siendo un secreto para él.
Y menudo secreto. Seguir la Cadena. Debería haberle preguntado por eso antes de que llegaran los demás alumnos, pero el interrogatorio de Trevor le había distraído.
Al terminar la clase, Trevor fue el último en empezar a desfilar en dirección a la puerta y Reuben le hizo un gesto con la mano para que se quedara un momento; abrió la boca para pronunciar su nombre, pero Trevor fue más rápido y se le adelantó:
—Quiero preguntarle algo más —dijo el chico, deteniéndose a la altura de la mesa del profesor.
Trevor se metió las manos en los bolsillos y esperó a que el último alumno hubiera salido. Había algo en su manera de mover los ojos y de balancearse levantando los talones, pero Reuben no acababa de descifrar lo que era. Quizás un poco de nerviosismo.
Finalmente, cuando estuvo convencido de que no había nadie más en el aula, Trevor le dijo:
—Mi madre me ha pedido que le pregunte si quiere venir a cenar a casa mañana.
—¿En serio te ha dicho eso?
—Sí, eso me ha dicho.
Y en un rincón de Reuben, ése que nunca podía controlar del todo, algo le dio un vuelco, como agradeciendo la amabilidad de aquella mujer, a pesar de las señales de alarma que oía claramente. Quizá no le cayera tan mal como creía. Pero hasta el corazón de Reuben era capaz de darse cuenta de que había algo que no encajaba.
—¿Y por qué quiere que vaya a cenar a vuestra casa?
—Ni idea. ¿Por qué no?
—No le caigo muy bien.
—¿Ya conoce a mi madre?
—Más bien tuve un encuentro con su carácter.
—Bueno…, a lo mejor quiere hablarle de Jerry, de mi amigo Jerry; forma parte de mi proyecto. Pero a ella no le gusta nada. Me parece que a lo mejor mi madre quiere que usted le ayude, que le aconseje sobre el tema, o alguna cosa por el estilo.
Aquella invitación estaba empezando a encajarle un poco más, por todo lo que Reuben sabía hasta el momento.
—¿Y no podría hablar del tema con tu madre aquí, en la escuela?
—Oh, aquí. Bueno, ya se lo dije yo. Pero ella dijo que, bueno, que trabaja mucho, que tiene dos trabajos y todo eso. Y que le gustaría que usted pudiera venir a casa.
—Bueno, supongo que sí. ¿A qué hora?
—Ah, pues no lo sé. Ya se lo diré mañana.
A la mañana siguiente, momentos antes de empezar la primera clase, allí estaba ella otra vez. Era como tropezar dos veces con la misma piedra.
Y volvía a estar enfadada; de hecho, Reuben no estaba seguro de que hubiera llegado a calmarse desde la visita anterior. Esta vez él ni siquiera tuvo que abrir la boca, porque su enfado lo llevaba bien preparado, estructurado, listo para ser lanzado. Aquello era algo que Reuben admiraba de ella. En realidad, la envidiaba, y casi estaba tentado de pedirle que le diera algunas clases; habría sido una excelente maestra para gente como él, que no tenía ningún don natural para eso de indignarse como Dios manda.
Y era guapa, pero no de la manera en que a él le hacía daño.
—¿Le dijo a mi hijo que teníamos que vernos en mi casa?
—No. Ni siquiera le dije que tuviéramos que vernos.
—¿Ah, no?
Se detuvo en seco a media descarga; su ira se había convertido de pronto en un lastre, lista para disparar pero sin nada en que hacer blanco.
—Trevor me pidió que preparase unas fajitas porque usted iba a venir a cenar. Porque quería hablar conmigo de su proyecto.
—¿En serio? Interesante. A mí me dijo que usted quería invitarme a cenar, y que creía que era porque quería hablar conmigo de su proyecto.
—Pero ¿qué debe de estar tramando? —Lo dijo como para sus adentros, como si Reuben no estuviera allí.
—Puede que quiera hablar con los dos de su proyecto.
—¿Y por qué no aquí, en la escuela?
—Me dijo que usted tenía dos trabajos y que sería más sencillo que nos reuniéramos en su casa.
—Pero ahora estoy aquí, ¿o no?
—Yo sólo le digo lo que él me dijo.
—Ya… De acuerdo. Entonces supongo que lo que quiere es que usted venga a cenar a casa.
Era arriesgado contárselo, pero Reuben decidió que lo haría de todas formas. Ella se pondría otra vez hecha una furia, casi seguro, pero a él no le importaba, porque sus enfados no le desagradaban. Eran directos y limpios, y siempre los veías venir.
—Ayer por la mañana su hijo me preguntó si estaba casado. Y si no me gustaría casarme.
—¿Y?
—Sólo estoy especulando.
—Seguramente sólo sentía curiosidad. Ya le digo que ese niño nunca sabe mantener la boca cerrada.
—Se me ocurrió…
—¿Qué?
—Se me ocurrió que a lo mejor quería emparejarnos.
—¿A nosotros?
Ella se quedó petrificada; su rostro lo decía todo, como un libro abierto. Él había corrido otro riesgo, y había obtenido otro desprecio. «¿A nosotros? Debe de estar de broma».
—Ya me doy cuenta de que somos la pareja más improbable del mundo, pero después de todo no es más que un niño.
Notó que ella intentaba recomponerse, torpemente, buscar un punto de arranque desde el cual volver a hablar.
—Trevor nunca haría algo así. Sabe que su padre va a volver a casa.
—Sólo estaba especulando.
—¿Y por qué le dijo que aceptaba la invitación?
—Me sentía culpable después de nuestro último encuentro. Usted me pidió que le ayudara a resolver algunos problemas que tal vez había causado con la tarea que puse en clase. Creo que fui un poco seco con usted.
Un rayo de sol se coló por la ventana iluminando a Arlene, que brillaba por encima de todo lo demás que había en el aula. Su vientre resplandecía por debajo de su top de encaje sin mangas. Tenía la piel blanca, vulnerable, como la de una muñeca de porcelana. Era como algo frágil que se guarda con cuidado en un estante por miedo a que se rompa con el uso. Parecía tan vulnerable…, pero todo cambiaba cuando abría la boca.
—Ya sé que no le caigo bien.
Aquello era lo último que Reuben esperaba oírle decir, porque en realidad ella le causaba admiración. Él siempre pensaba que sus intenciones eran transparentes, pero los que le rodeaban nunca las captaban correctamente. Ni por casualidad.
—¿Qué le hace pensar eso?
A Arlene volvió a escapársele aquel ruido, aquel ligero ronquido improcedente.
—Acaba de decir que somos la pareja más improbable del mundo. Pues si eso no es mostrar que alguien no está a su altura…
Lo que quería decir era que creía que yo no estaba a su altura. Sabía que era lo que usted pensaba, así que tenía que decirlo. Pero Reuben no se atrevió a pronunciar aquellas palabras, y ella siguió hablando:
—¿Cree que soy tan tonta que no me doy cuenta de que cree que no estoy a su altura? Bueno, puede que no tenga estudios y que no me exprese tan bien como usted, pero eso no quiere decir que sea tonta.
—Yo no he dicho que sea tonta.
—No le ha hecho falta.
—No lo he pensado ni por un momento. Ni tampoco me he parado a pensar si tenía estudios o no. Creo que es demasiado susceptible.
—¿Y qué sabe usted de lo que siento?
—En el tema de la susceptibilidad, creo que tengo bastante experiencia. Bueno, no importa. Yo no he tenido nada que ver en esto, y si usted no quiere que vaya a cenar a su casa, pues no voy y ya está.
—Ah, no. ¿Sabe? No hay problema. La verdad es…
Reuben se dio cuenta, por su manera de interrumpir la frase y por la expresión de su rostro, que si seguía hablando le diría algo que a ella le resultaba duro contar a cualquiera, pero especialmente a él.
—La verdad es que no se me da muy bien hablar con Trevor de esas cosas. Su ayuda no me vendría mal. ¿A las seis?
Del libro Hablan los que conocieron a Trevor
Fui a su casa. No era en absoluto como me la imaginaba. En realidad, nada era como me lo imaginaba. Y aquello hizo que tuviera que reconsiderar mis propias expectativas y admitir que, de alguna manera, tal vez sí la había despreciado un poco, aunque Dios sabe que no había sido mi intención.
Era una casa modesta, aunque impoluta por dentro y por fuera, bien cuidada y arreglada. Ni una mala hierba en el jardín. Ni una mancha en los cristales de las ventanas pintadas de blanco. Aparte del camión a medio desmontar, todo en aquella casa le recordaba una expresión que su madre solía emplear en relación a sí misma: orgullo de hogar.
Nunca pensé que aquella mujer me recordaría a mi madre.
Todo eso me ponía nervioso. La perfección de aquella casa me hizo pensar en el orgullo que se ocultaba tras su mal humor, y de pronto me invadió una sensación de desaliento y derrota, como si al conocerla en su propio elemento fueran a abandonarme las fuerzas.
Me abrió la puerta. Su belleza me resultó abrumadora. Llevaba un vestido holgado de algodón con estampado de flores; parecía que se tomaba bastante en serio a sus invitados. Entré en el salón con las flores en la mano; no me atrevía a dárselas. Estaba helado. Todo yo estaba como congelado. Durante unos interminables momentos, a ninguno de los dos se nos ocurrió nada que decir.
Y entonces, gracias a Dios, apareció Trevor.
Tan pronto como Arlene retiró los platos de la mesa, Trevor salió corriendo para ir a buscar la calculadora. Había renunciado a explicar su proyecto durante la cena porque era demasiado difícil sin calculadora. Al menos eso les dijo.
—Todo se me ocurrió al recordar algo que me explicó mi padre.
Arlene dio un respingo al oír aquello y acercó la silla para ver mejor la calculadora.
—¿Te acuerdas de aquel acertijo que nos propuso? ¿Te acuerdas, mamá?
—Bueno, no sé, él proponía muchos acertijos.
Reuben había comido bien y se encontraba muy a gusto. Los observaba a los dos en el otro extremo de la mesa y se sentía sorprendentemente relajado. Las flores que le había traído estaban puestas sobre la mesa, en un jarrón. No eran rosas, que resultaban demasiado personales. Era un ramo mezclado, con flores secas y silvestres, margaritas y otras parecidas, que le entregó como disculpa por haberle causado una mala impresión en su primer encuentro. Aunque su intención había sido sólo tener un gesto amable, a ella le había dado mucha vergüenza y los dos se habían sentido incómodos. Había sido un error, y le habría gustado poder dar marcha atrás, pero cada vez que las veía en el jarrón de porcelana se daba cuenta de que ya no era posible.
—¿No te acuerdas de aquel que hablaba de trabajar treinta días?
—No, Trevor, no me acuerdo.
Sus voces le llegaban desde una cierta distancia, y él se iba desconectando de aquella escena de un modo sutil.
—Sí, tienes que acordarte. Me preguntó que si alguien me ofrecía trabajo durante treinta días y me daba a escoger entre cobrar cien dólares diarios o cobrar un dólar el primer día e ir doblando la cantidad cada día, qué escogería. Yo le dije que escogería los cien dólares diarios. Pero él me dijo que saldría perdiendo. Lo calculé con la calculadora. Cien dólares diarios durante treinta días serían tres mil dólares. Pero empezar con un dólar el primer día e ir doblando la cantidad, hace que sólo el último día cobres quinientos millones de dólares, por no hablar de lo que cobrarías los demás días. Así se me ocurrió la idea para el proyecto de la clase del señor St. Clair. Mira, yo le hago un gran favor a tres personas. Y cuando me preguntan qué pueden hacer para devolvérmelo, yo les digo que tienen que seguir la Cadena. Hacer un favor a otras tres personas. Cada uno de ellos tiene que pasarlo a otras tres. Ya son nueve personas que reciben ayuda. Y esas nueve personas tienen que seguir la Cadena y hacer un favor a otras veintisiete.
Encendió la calculadora y tecleó unos números.
—Luego la cosa se dispara rápido, ¿ves? Da ochenta y uno. Luego doscientos cuarenta y tres. Luego setecientos veintinueve, luego dos mil ciento ochenta y siete. ¿Ves cómo crece?
—Pero, cariño, hay un pequeño problema.
—¿Cuál, mamá?
—Estoy segura de que el señor St. Clair te lo explicará.
Reuben se incorporó en su asiento al oír su nombre:
—¿Yo?
—Sí, dígale cuál es el problema que tiene su plan.
—Creo que tu madre quiere decir que, aunque está bien que quieras ayudar a Jerry, le preocupa… la situación.
—No, no es eso, Trevor. Sé que al principio te reñí por eso, pero luego estuve hablando mucho rato con él. Y tal vez me equivocaba. De hecho, es una buena persona. Además, creo que ya tiene un sitio donde dormir. Ya hace días que no aparece por aquí.
Trevor frunció el ceño y apagó la calculadora.
—De hecho, creo que está detenido, o algo así.
—¿Y por qué? —dijo Arlene desconcertada.
Reuben vio por un instante que estaba realmente decepcionada, que había un hilo invisible que le unía a aquel hombre sin rostro. Como si, por un momento, se hubiera puesto de su parte.
—No estoy seguro. Me pasé por su trabajo. Me dijeron que después de cobrar la paga no había vuelto a aparecer por allí. Que le habían pillado en algo ilegal.
—Cariño, lo siento. Esto es justo lo que el señor St. Clair estaba a punto de explicarte.
Reuben se quitó la servilleta del regazo y la puso sobre la mesa. Lo que Arlene pretendía de él se le había hecho de pronto muy evidente. Y no sólo eso; además, le había dolido. «Aquí está el señor St. Clair, hijo mío, para decirte todas las cosas que no quieres oír». Lo siento, señorita McKinney. Si quiere que su hijo se convenza de que la gente es egoísta e insolidaria, tendrá que decírselo usted misma. Esbozó una sonrisa forzada y se mantuvo en silencio.
Ella le lanzó una mirada asesina, pero a él no le daba miedo su enfado, o al menos era lo que intentaba demostrarles a los dos; así que la miró a los ojos y descubrió que eran casi del mismo color que sus cabellos, cortos y delicados como los de un bebé.
—Bueno, Trevor —dijo ella—. Creo que es un buen proyecto. Cuéntanos más detalles.
Y Trevor explicó, con ayuda de la calculadora, lo grande que podía llegar a ser la cosa. En la decimosexta etapa, más o menos, en la que ya había implicadas 43 046 721 personas, la calculadora demostró ser menos capaz que el optimismo del chico. Pero él estaba convencido de que en pocas etapas más, la cifra sería mayor que la de la población mundial.
—Y entonces, ¿sabéis lo que pasará?
—No, cariño, ¿qué?
—Que a la gente le harán más de un favor. Y entonces todo crecerá aún más rápido.
—¿Qué opina usted, señor St. Clair?
Estaba claro que Arlene quería que dijera algo, pero Reuben no estaba seguro de lo que esperaba de él en cada momento.
—Creo que es una idea muy noble, Trevor. Implica un gran esfuerzo. Y los grandes esfuerzos valen buenas notas. ¿Qué te parece que hayan detenido a Jerry?
Trevor suspiró. Por la cara que puso Arlene, Reuben supo que había dicho lo que esperaba de él.
—Bueno, supongo que no importa. Tendré que empezar otra vez desde el principio, eso es todo. Pero no importa, porque ya se me han ocurrido otras cosas.
—¿Qué cosas, cariño? —dijo Arlene con ese meloso tono de voz que empleaba siempre que tenía que preguntarle algo a su hijo.
—Es un secreto. ¿Puedo irme a mi cuarto?
Arlene volvió a mirar a Reuben, como si le suplicara que interviniera, como si ella no se viera con fuerzas de decirle a su hijo: «No, aún no hemos terminado». Reuben se limitó a encogerse de hombros.
—De acuerdo, vete a tu cuarto si quieres.
Trevor se levantó para dirigirse a su habitación, pero al pasar junto a Reuben, éste le agarró suavemente por la manga y se acercó mucho a él para decirle algo que no quería que Arlene, que estaba en el otro extremo de la mesa, oyera.
—El amor no se puede orquestar, Trevor.
—¿Qué es orquestar?
—No se puede organizar para otras personas.
—¿No tiene que ver con la música?
—No siempre.
—¿Cómo que no se puede? Quiero decir…, bueno, pero ésa no era mi intención.
—Sólo quería asegurarme.
Reuben le soltó la manga y el chico salió del salón.
Levantó la vista y contempló a Arlene, que le miraba con esa mezcla de tensión, enfado y desconcierto a la que ya estaba empezando a acostumbrarse y que hasta le resultaba agradable.
—¿Qué es lo que le ha dicho?
—Es un secreto. ¿Puedo irme?