JERRY
Cuando se estaba preparando para dormir un poco, apareció ella. Como si fuera la policía, o el propietario de un edificio en cuyo sótano quisiera ponerse a recaudo. Como si ya hubiera tomado una decisión. Él era un gusano y ella no quería que le infectaran la casa.
Acababa de dejar de trabajar en el camión. Había estado desatornillando el motor. No lo había sacado de su sitio, pero le había aflojado todos los cables y piezas. Y eso le había dado mucho trabajo. Era de los viejos. No como los de ahora, que no valen nada.
Había entrado en el garaje. Había extendido una alfombra vieja en un rincón, contra una pared. Apenas había llegado a cerrar los ojos.
Ella entró y encendió la luz. Jerry parpadeó.
—Soy yo, señora. Jerry. Estoy descansando un poco, una siesta. Luego me levantaré y seguiré con el camión.
—Ya sé que ahora vive aquí, en mi garaje.
—No, señora, sólo estoy descansando un poco.
¿Y entonces dónde vive?
—En la tienda donde trabajo. Me dejan dormir en un sofá que hay en la sala de espera.
—Levántese. Le llevaré allí.
Mierda. Había dos cosas malas en la manera que tenía de tratarle. Una, el hecho de que fuera tan guapa. Era increíble que tuviera un hijo de la edad de Trevor, parecía mucho más joven, de unos veintipocos años. Era pequeña y bonita, bien hecha, como una muñeca. Hasta que abría la boca. Tenía carácter, era una mujer muy fuerte, cuando hablaba era como si creciera hasta hacerse diez veces mayor. Pero era tan condenadamente guapa. Si estuvieran en un bar y él tuviera dinero para invitarla a una copa… Si las cosas no fueran así, como eran en aquellos momentos… Si no fuera imposible… La otra cosa mala en su manera de tratarle como un gusano era que no podía tenérselo en cuenta. No era capaz de replicarle. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Qué podría aducir?
Se subió a su coche, y ella se instaló en el asiento del conductor, y como tenía la luz del techo encendida mientras se sentaba a su lado, le vio claramente la cara. Al mirarla, pensó: «Tú y yo no somos tan diferentes, y a lo mejor ya lo sabes». Pero sabía que no podía decirlo en voz alta.
Avanzaban en silencio mientras ella conducía por Camino, la calle principal de la ciudad. A esa hora, Atascadero parecía una ciudad fantasma. En esa calle larga y desierta, los semáforos cambiaban de color para nadie.
—Tiene usted un coche magnífico.
Era un viejo modelo, un Dodge Dart verde. De esos que te duran toda la vida si los cuidas un poco. Y hasta si no los cuidas.
—Esto es un comentario sarcástico, supongo.
—No, señora, lo digo en serio. Motor de seis cilindros. Ni queriendo acabaría con él.
—A veces me dan ganas.
Siempre era dura en sus palabras, más de lo que uno esperaba. Pero era una mujer guapa, muy atractiva.
—Ya sé que no le gusto.
—No es eso.
—¿Y qué es, entonces?
—Mire, Jerry…
Estaban absurdamente detenidos frente a un semáforo en rojo, aunque no había nadie en la calle. Nadie que cruzara con el semáforo en verde mientras ellos esperaban.
—Intento educar a mi hijo yo sola. Sin la ayuda de nadie. Y no puedo estar siempre vigilándole.
—No tengo la intención de hacerle ningún daño al chico.
—No tiene la intención de hacerle ningún daño…
El semáforo se puso verde, las ruedas chirriaron. Había pisado el acelerador demasiado rápido.
Aparcó delante de la tienda.
Hacía frío. No quería bajarse del coche. Tuvo el pensamiento vago de que no tendría que hacerlo nunca más. Que no volvería a dormir a la intemperie. En realidad, no tenía la llave de la tienda. Jamás les habría pedido a sus jefes que le dejaran dormir en el sofá.
—Gracias por traerme, señora.
—No tengo nada personal contra usted. Nada.
—Está bien, no importa.
Abandonó el coche y se adentró en el frío de la noche. Un instante después ella, que también se había bajado sin que él se diera cuenta, se puso a su lado.
—Mire, Jerry, si el mundo fuera de otra manera, hasta podríamos haber llegado a ser amigos. Pero es que…
Él se volvió. Tenía que conseguir que le mirara a la cara. Aunque fuera sólo un segundo. Ojalá dejara de mirarle los zapatos. No tenía dinero ni para comprarse unas zapatillas nuevas. Había visto un par de botas con cordones, pero todavía no podía permitirse aquel gasto. Sin embargo, mañana cobraba. No, hoy, porque ya eran las tres de la madrugada. Dentro de unas horas, tendría sus botas nuevas.
—Me alegro de que me diga eso, señora. Por la manera como me ha tratado hasta ahora, daba la sensación de que no me consideraba una persona.
—Nunca ha sido esa mi intención.
—Nunca ha sido ésa su intención…
Arlene se dirigió al coche. Él se volvió para observarla. De pronto, los dos lo vieron. Era como una línea muy larga que empezaba en lo más alto del cielo. Descendía muy rápido. Iluminaba la noche como un relámpago; era como una bola de fuego con una larga cola.
—Dios mío —dijo ella—. ¿Lo ha visto? ¿Qué ha sido eso? ¿Un cometa?
—Un meteorito tal vez, no lo sé. Cuando era pequeño, las llamábamos estrellas fugaces. Yo creía que si veía una podía pedirle un deseo, y que los sueños se hacían realidad.
Ella se volvió para mirarlo, con la cara llena de dulzura. Puede que nunca se le hubiera ocurrido que los vagabundos también habían sido niños. Ni que quisieran que sus sueños se hicieran realidad, como todo el mundo.
Entonces dijo:
—¿No detesta estos momentos?
—¿Qué momentos, señora?
—Los momentos en los que sentimos que todos somos iguales.
—No, señora. Me gustan.
—Bueno, buena suerte.
—¿Señora?
—¿Qué?
—Hoy cobro mi primera paga. Y alquilaré una habitación barata. Ya no la molestaré más. Su hijo no se arrepentirá de haberme ayudado. Y creo que usted tampoco. Haré las cosas bien. Seguiré la Cadena, ya sabe.
Se quedó quieta un buen rato, como si intentara decidir si tenía que decir algo o no. Y finalmente lo dijo:
—¿Me explica pues, cómo funciona eso de seguir la Cadena?
Jerry la miró sorprendido.
—¿No se lo ha contado su hijo?
—La verdad es que no se lo he preguntado.
Del libro Hablan los que conocieron a Trevor
Así que le expliqué lo de seguir la Cadena. Cogí un palo y lo fui dibujando en la tierra. A oscuras. Apenas veíamos nada. Hacía frío, pero ella estaba allí porque quería. Podría haberse ido a casa. Aquello era importante. Que ¿por qué lo sé?
Dibujé tres círculos. Y se los expliqué. Igual que el niño me los había explicado a mí.
—Mire, este soy yo —le dije—. Estos otros dos, no lo sé, otras dos personas, supongo, a las que Trevor va a ayudar. La cosa es que tiene que ser algo importante. Una gran ayuda. Algo que no harías por cualquiera. Por tu madre, tal vez, o por tu hermana. Pero por nadie más. Él lo ha hecho por mí. Y yo tengo que hacerlo por otras tres personas. Cada una de esas tres personas tiene que hacerlo por otras tres. Y cada una de esas nueve por otras tres más. Eso hace un total de veintisiete personas.
Yo nunca he sido muy bueno con las matemáticas, pero ese chico lo tiene todo calculado. La bola de nieve crece muy rápido. En un momento se llega a miles de personas.
Y ahí estaba yo, de rodillas, dibujando círculos en la tierra, contando de tres en tres. Se me acababa la tierra. La cosa iba creciendo y creciendo tan rápido… Y entonces volvió a pasar. Los dos lo vimos. Un cometa enorme, o lo que sea. ¿Ya he contado que antes habíamos visto otro? Sí, creo que sí. Bueno, pues vimos otro cometa, otra estrella fugaz. Yo nunca había visto dos en una misma noche. Aquello era un poco raro.
Y allí estábamos nosotros, mirando aquellos círculos, pensando que podría ser algo realmente importante, pero que no lo sería porque, bueno, todos sabemos que esas cosas no funcionan. La gente no es buena, y no seguiría la Cadena. Aceptaría la ayuda de los demás y luego no haría nada.
Sé que eso era lo que los dos estábamos pensando. Y entonces el cielo volvió a iluminarse con ese gran cometa, el segundo, quiero decir. No es que hubiera un tercero. Tal vez no me estoy expresando bien. Pero de todas maneras, dos en una misma noche ya es mucho. No es normal.
El espacio es muy grande, más de lo que pensamos.
Entonces ella empezó a contarme que le resultaba difícil hablar con su hijo. Yo no me podía creer que me lo estuviera contando a mí. A mí. Me dijo que en ese sentido el niño era igual que su padre. Ella no era capaz de discutir ni enfadarse con él. No quería que pareciera que no le tenía confianza. Y las cosas seguían su curso. Ella dejaba que siguieran su curso. Y me estaba contando todo eso a mí. Era como si estuviéramos… no sé cómo decirlo… comunicándonos. Por primera vez. Sobre toda clase de asuntos. Era increíble. Yo le conté que iba a hacer grandes cosas. Puede que no lo fueran para todo el mundo, pero para mí, en mi situación, sí lo eran. Iba a alquilar un apartamento, iba a tener un Dodge Dart. Ella me dijo que podía comprarle el suyo. Que me lo vendería barato. Volví a decirle que aquél era el día de cobro. El día de cobro. El día en el que todo iba a cambiar.
Después de un rato, empezamos a repetirnos. Decíamos las mismas cosas una y otra vez. Pero a mí me gustaba. Luego se fue a su casa. Pero después de aquello, la noche era… diferente, ya no era tan… no sé cómo decirlo… fría. Algo así.
A las nueve y media cobró el cheque. Como no tenía que trabajar ni aquel día ni al siguiente, se fue directo al banco para hacerlo efectivo.
Más de 100 dólares contantes y sonantes.
Era el momento de comprarse las botas nuevas.
Se quedó un buen rato esperando el autobús. Demasiado rato. Hacía un buen día y pensó que podría ir caminando hasta la zapatería. Caminar con todo aquel dinero en el bolsillo. Se lo había ganado. Tenía un día entero por delante. Y tal vez los cometas volverían por la noche, ¿quién sabe?
Entonces pasó por delante de Stanley’s, el bar que tanto le gustaba antes. Pensó que le apetecía tomarse una cerveza. El día era agradable, y tenía el bolsillo lleno. Si no puedes divertirte un rato tomándote una cerveza, entonces, ¿qué te queda? ¿Para qué te ha servido el esfuerzo?
Y qué razón tenía. La cerveza le sentó de maravilla.
Vio a dos de los chicos. Les conocía de los viejos tiempos. Y ahora él volvía a estar allí. Ellos no sabían por qué de repente había desaparecido. Querían saber dónde había estado. Les dijo que en San Francisco, porque siempre había querido ir a San Francisco.
Les invitó a una cerveza, para que vieran que podía permitírselo, y también para que vieran el fajo de billetes que se sacaba del bolsillo. Pidió otra cerveza para él, para que vieran que no tenía prisa. No tenía que ir a ningún sitio.
Sí, señor. Tenía todo un nuevo día por delante.
Hicieron una o dos partidas de billar, apostando dinero. Luego uno de ellos llamó por teléfono a Tito, un tipo al que conocían. Le dijo que Jerry tenía dinero. Que se acercara.
Y él apareció. Con mercancía.
Le dijo a Jerry:
—Ya sé que quieres comprar. No me digas que no te apetece un poco de esto.
—Ya no —respondió Jerry.
—Venga, vamos.
Estuvieron jugando unas cuantas partidas más. Los otros tres se fueron al baño a cerrar el trato. Aquello no parecía justo. Ellos sí podían y él no. No era justo.
¿Qué sentido tenía todo? ¿Para qué servía un mundo nuevo si estaba lleno de reglas? Un mundo en el que ni siquiera podía sentirse a gusto, hacer lo que quería. Se tomó otra cerveza, y Tito salió del baño. Entonces Jerry le dijo que tal vez le compraría una bolsa pequeña. Un poco, para no meterse en problemas. Que le quedara dinero para poder comprarse las botas.
Era su día libre. Tuvo que pedirle la jeringa a Tito, porque ni siquiera tenía una. No era consciente de lo mucho que había echado de menos aquella punzada, aquel aguijonazo, hasta que volvió a sentirlo.
Y luego ya era la hora de cerrar. ¿Cómo era posible? Si hacía un momento era ayer por la mañana. ¿Qué día era?
Y de repente ya había pasado un día entero y estaba en Denny’s tomándose un café. Tenía hambre, estaba mal afeitado, se encontraba mal, se sentía mal.
Un desayuno, eso sí le caería bien. Pero no podía pedirlo, porque con el café se había gastado lo último que le quedaba.
Metió la mano hasta el fondo en los bolsillos del pantalón, los revisó dos veces, pero nada. Se lo había gastado todo.