ARLENE
No eran ni las siete de la mañana; demasiado temprano cuando no has dormido nada por culpa del maldito Ford. Alguien la zarandeaba y, aunque no estaba despierta del todo, sabía instintivamente que era su hijo.
—Mamá, ¿estás despierta?
—Sí.
—¿Puede entrar Jerry a darse una ducha?
Abrió los ojos y miró el despertador. Faltaban treinta minutos para que sonara y a esa hora no debería estar pasando nada, a menos que fuera un sueño.
—¿Quién es Jerry?
—Mi amigo.
No sabía que Trevor tuviera ningún amigo que se llamara Jerry y, además, ya se había olvidado de la pregunta de su hijo.
—Tú mismo, yo me levanto dentro de media hora.
Se puso la almohada doblada sobre la cabeza y, cuando sonó el despertador (no recordaba nada entre aquellos dos momentos), la lanzó contra él. No estaba furiosa con el despertador, sino con el maldito camión y con Ricky, pero aquél ya había sufrido bastante, y éste no le quedaba muy a mano.
Minutos más tarde, mientras le pasaba a su hijo un bol de cereales, un desconocido entró de pronto en la cocina. Estuvo a punto de ponerse a gritar, pero le dio vergüenza, tal vez porque de los tres, ella era la única que parecía sorprendida.
Aquel hombre tendría unos cuarenta años como mínimo; no era muy alto, estaba recién afeitado, tenía entradas en el cabello, y llevaba unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa tejana que parecía recién estrenada.
—Pero ¿se puede saber quién es usted?
Como tardó un poco en responder, Trevor se le adelantó:
—Es Jerry, mamá. ¿Te acuerdas que me has dicho que podía entrar y darse una ducha?
—¿Que yo he dicho qué?
—Sí, justo antes de despertarte.
Mientras tanto, Jerry no decía nada, pero era lo suficientemente listo como para saber dónde y cuándo no era bien recibido, porque empezó a dirigirse a la puerta.
—Muchas gracias, señora —dijo con la mano ya en el tirador.
Entonces Trevor le preguntó, como si un niño tuviera que estar preguntando aquellas cosas, si necesitaba dinero para el autobús. El hombre se sacó las monedas que llevaba en el bolsillo y se las enseñó. Se las enseñó como si fueran medallas de guerra o rubíes, como si fueran mucho más que monedas.
—Me ha sobrado, ¿ves?, del dinero de la ropa.
Y Trevor le dijo:
—Espero que te den el trabajo.
Y luego, una vez que el hombre cerró la puerta tras de sí, miró a Arlene como si nada hubiera sucedido y le dijo:
—¿Sabes que tienes la boca abierta?
Pero cuando se dio cuenta de que la expresión de su madre no era precisamente amable, bajó la mirada, la fijó en los cereales y empezó a revolver el azúcar con la cucharilla.
—Trevor, ¿quién diablos era ése?
—Ya te lo he dicho. Jerry.
—¿Y quién es Jerry, si puede saberse?
—Mi amigo.
—Yo no te he dicho que podía venir a darse una ducha.
—Sí que me lo has dicho. Me has dicho que hiciera lo que quisiera.
No recordaba haberlo dicho, pero suponía que era verdad, porque era el tipo de frase que decía cuando quería seguir durmiendo. A menos que el niño fuera lo bastante listo como para saber que eso era lo que habría dicho y se lo hubiera inventado. Pero era demasiado temprano para esclarecer lo que en realidad había pasado, así que se limitó a decir:
—Si tu sentido común te lleva a dejar que un desconocido entre en nuestro cuarto de baño, entonces creo que a tu sentido común le hace falta un buen repaso.
Trevor intentó alegar que aquél no era un desconocido, sino su amigo Jerry, pero ella no estaba dispuesta a escucharle. Le dijo que se tomara el desayuno y se fuera al colegio, y que no quería ver a Jerry en casa nunca más, bajo ninguna circunstancia, aunque fuera la noche más cruda del invierno, de ninguna manera.
Apenas Trevor salió, Arlene se dio cuenta de que no le había preguntado por qué le había ofrecido dinero para el autobús.
Se fue directa al baño, que el hombre había dejado sorprendentemente impecable, y empezó a desinfectarlo todo palmo a palmo.
Tres o tal vez cuatro días después, Arlene regresó a su casa a las tres de la madrugada. Venía de trabajar en el Laser Lounge y descubrió que en su jardín había un hombre con una lámpara, trajinando en el camión. Y, aunque ella aparcó el coche justo delante, él prosiguió su trabajo sin inmutarse.
Llevaba tiempo temiendo que sucediera algo así, pasando tanto tiempo fuera como pasaba. Cada vez que venía alguien a ver el camión y se iba sin comprar nada, pensaba que a lo mejor volvería por la noche a llevarse lo que quería. Y aquello era exactamente lo que estaba pasando.
Entró sigilosamente en la casa y se fue directamente al armario del dormitorio, donde Ricky guardaba un revólver del calibre doce. Todavía estaba ahí, justo donde lo había dejado, en una funda cerrada con llave, por si acaso; los niños son muy curiosos. Aquella arma siempre le había dado una sensación de tranquilidad, no tanto porque pensara que alguna vez tendría que usarla, sino porque estaba convencida de que si Ricky hubiera planeado un viaje sin retorno, se la habría llevado consigo. La sacó de la funda; estaba envuelta en una toalla, que era como Ricky siempre la guardaba, y cuando ésta cayó al suelo, la luz de la luna que entraba por la ventana hizo que el color negro del revólver se tornara de un azul intenso, muy hermoso. Olía a aceite de engrasar, y aquello le recordó a Ricky, cuando la limpiaba delante del televisor por las noches.
Llenó el cargador con tres cartuchos de perdigones y, aspirando con fuerza, le dio una patada a la puerta que daba directamente al sitio donde aquel hombre seguía trabajando a la luz de una lámpara metálica que tenía colgada del capó y que además estaba enchufada a la corriente de su propia casa. Aquello la exasperó todavía más: que un ladrón de pacotilla usara su electricidad para ver mejor mientras la desplumaba.
El hombre dio un respingo y la miró desde la oscuridad, y entonces ella, finalmente, por primera vez en su vida, lo hizo: el potente chasquido del cargador al retroceder y avanzar, chas chas, el miedo que aquel chasquido siempre producía, todo aquello hizo que se sintiera tan bien como siempre había imaginado.
Hablando de aquel sonido, Ricky le había comentado en una ocasión:
—¿Sabes esos dibujos animados en los que disparan a alguien, que sale despedido hacia atrás y traspasa literalmente la pared, dejando en ella un hueco con su forma exacta? Bueno, pues eso puede pasar.
Pero aquel hombre se mantuvo firme:
—Por favor, señora, no dispare. Soy yo.
—¿Usted? ¿Quién?
—Jerry.
¡Oh, maldita sea!
—¿Y qué diablos está haciendo con mi camión? —dijo sin bajar el arma.
—De todo, señora. He estado llevando piezas al garaje. Trevor me ha dicho que lo está desmantelando para venderlo. Así sacarán mucho más dinero. ¿Lo sabía? Si la gente tiene que desmontar lo que quiere, usted deberá hacerles un descuento en el precio.
—Así que lo que intenta es ayudarnos —dijo Arlene en un tono que dejaba claro que no le creía.
—Sí, señora.
—A las tres de la madrugada.
—Sí, señora. Ahora tengo un trabajo nuevo, en una tienda que hay en la carretera, así que si quiero ayudarles, tengo que hacerlo por la noche.
Aunque no le veía la cara demasiado bien porque estaba muy oscuro, su voz parecía sincera, y además todo aquel incidente ya estaba empezando a afectarla. Bajó el arma, agarró la lámpara y se acercó al garaje para ver si era verdad lo de las piezas. Vio que estaban ordenadamente distribuidas por todas partes; había, entre otras cosas, una puerta, un parachoques y una fila de asientos. Todo tenía una etiqueta escrita con lápiz: conductor, asiento delantero, asiento trasero…
Dio un paso atrás y enfocó al hombre con la lámpara. Él levantó una mano para protegerse los ojos.
—¿Acaso le he pedido yo que me ayude?
—No, señora, pero es algo que se me da bien. Antes trabajaba en un desguace. Y su hijo me ha ayudado mucho.
—¿Trevor le ha estado dando dinero?
—Sí, señora, para salir adelante, ya sabe, para poder adecentarme un poco y así conseguir un trabajo.
—Y ahora que ya tiene trabajo, ¿piensa devolverle el dinero a Trevor?
—No, señora, porque eso rompería el pacto. Tengo que seguir la Cadena.
—¿Seguir la Cadena? ¿Y eso qué significa si puede saberse?
Al hombre pareció sorprenderle que ella no conociera el término. La conversación había llegado a alcanzar un nivel más o menos normal y Arlene ya no tenía el arma levantada, pero cuando se daba cuenta de que ya no estaba enfadada con aquel hombre, volvía a subir la guardia, aunque, definitivamente, ya se sentía mejor.
—¿No sabe qué significa? Tiene que hablar con él. Me sorprende que no le haya contado nada. Es algo que está haciendo para la asignatura de ciencias sociales. Pero él se lo explicaría mejor. ¿Sabe? Si tiene diez dólares para alquilar un montacargas, le sacaría el motor y lo desmontaría. Le darían bastante dinero por él.
—No se lo tome como algo personal, pero le dije a Trevor que no quería volver a verle por casa.
—Pensaba que había dicho que no quería verme en casa.
—¿Y qué diferencia hay? Esto también es mi casa, ¿no?
—Bueno, la diferencia es que, de alguna manera, sí, estoy en su casa, pero no puede decirse que esté dentro.
—Discúlpeme, pero creo que debería entrar para charlar un rato con mi hijo.
Pero Trevor estaba tan dormido que no consiguió decir más que:
—Hola, mamá, ¿todo en orden? —y cuando ella le dijo que Jerry estaba fuera desmontando el camión, respondió—: Qué bien.
Y ella no fue capaz de enfadarse con él. En ese sentido, había salido a su padre.
Como siempre es más fácil desahogarse con los desconocidos, a la mañana siguiente Arlene se fue a la escuela de Trevor para hablar con el famoso señor St. Clair. Se fue directa a las oficinas, antes de que empezaran las clases, intentando no encontrarse con su hijo, para que no se enterara siquiera de que había estado allí. La secretaria le dijo que subiera al piso de arriba.
Apenas abrió la puerta y puso un pie en el aula, se detuvo y todo el discurso que llevaba preparado se le olvidó por completo.
En primer lugar —aunque no era lo más importante—, el profesor era negro. No es que tuviera nada contra los negros, no era eso. Era precisamente que intentaba esforzarse tanto para demostrarles que ella no era así, que al cabo de un rato se le hacía difícil actuar espontáneamente. Así que se esforzaba aún más, y la batalla, por decirlo de algún modo, ya estaba perdida. Esforzarse por actuar con naturalidad. Es como un pez que se muerde la cola.
Así que, ya de entrada, se le hacía difícil levantarle la voz. Podría creer que se sentía superior a él, cuando en realidad se trataba de su hijo, y del dinero que con sus impuestos servía para pagarle a él el sueldo. Mejor dicho, el sueldo de todos los profesores.
Él alzó la vista y ella seguía sin saber qué decir. No se le ocurría nada, absolutamente nada. Se había quedado muda. Y no principalmente por el tema de la raza, sino porque nunca había visto a un hombre con sólo medio rostro. Es una de esas cosas a las que uno tarda un minuto en adaptarse. Y ella sabía que si se demoraba un segundo más, él se daría cuenta de que se había percatado de su desgraciado accidente, lo cual sería simplemente una muestra de mala educación. En su imaginación, mientras se dirigía a la escuela, aquella escena se había desarrollado de manera muy distinta: ella se enfadaba, se expresaba bien, se despachaba a gusto.
Avanzó por el aula en dirección a la mesa. Se sentía pequeña, como hacía veinticinco años, cuando los pupitres eran demasiado grandes para ella. Y aquel hombre seguía esperando que dijera algo.
—¿Qué es la Cadena?
—¿Perdón?
—La expresión «seguir la Cadena». ¿Qué significa?
—Me rindo. ¿Qué significa?
El profesor parecía sentir cierta curiosidad y estar divirtiéndose, lo que le hacía elevarse muy por encima de ella, que se sentía minúscula e ignorante. Era un hombre grande, y no sólo por su estatura.
—Eso es lo que se supone que debería decirme usted.
—Me encantaría, si lo supiera. Si no le importa, ¿podría decirme quién es usted?
—Oh, ¿no se lo he dicho? Lo siento. Soy Arlene McKinney.
Le extendió la mano y él se la estrechó. Intentando evitar mirarle a la cara, se dio cuenta de que su brazo izquierdo era algo deforme, como si correspondiera a otra talla. Sintió un escalofrío momentáneo.
—Tiene a mi hijo en su clase de ciencias sociales. Trevor.
En aquel momento algo pasó por el rostro del profesor, un reconocimiento positivo que, por estar relacionado de alguna manera con su hijo, hizo que aquel hombre empezara a gustarle más.
—Trevor, sí, me gusta Trevor. Me gusta mucho. Es muy sincero, muy directo.
Arlene intentó reírse con un ligero sarcasmo, pero le salió una especie de ronquido, un sonido como de cerdo, y notó que se ponía roja de vergüenza.
—Sí, es así, pero usted lo dice como si fuera algo bueno.
—Y lo es, creo yo. Pero bien, ¿qué es eso de seguir la Cadena? ¿Acaso debería saber yo algo de ello?
De hecho, ella había estado esperando alguna sonrisa, algún gesto, algo más aparte de su expresión formal; pero el señor St. Clair, que la miraba de un modo que ella no acababa de entender, estaba empezando a provocarle una cierta incomodidad.
—Tiene algo que ver con una tarea que usted le puso. Eso es lo que me ha dicho Trevor. Me ha dicho que era un trabajo para su clase de ciencias sociales.
—Ah, sí, la tarea.
Se dirigió a la pizarra y ella retrocedió unos pasos, como si hubiera un gran vendaval alrededor del profesor que le impidiera acercarse demasiado a él.
—Se lo escribiré igual que lo hice en clase. Es muy sencillo. Y así lo hizo:
PIENSA EN UNA IDEA PARA CAMBIAR
EL MUNDO Y PONLA EN PRÁCTICA.
Dejó la tiza en el estante y se volvió.
—Eso es todo. Lo de seguir la Cadena debe de ser una idea de Trevor.
—¿Eso es todo? ¿Eso es todo?
Arlene estaba tan tensa que los oídos le silbaban; volvía a sentir aquella clara y reconfortante indignación que la había llevado hasta allí.
—Usted quiere que los chicos cambien el mundo. Eso es todo. Bien, me alegro de que no les pusiera una tarea difícil.
—Señora McKinney…
—Señorita McKinney. Escúcheme un momento. Trevor tiene doce años. Y usted quiere que cambie el mundo. Nunca he oído nada más absurdo.
—En primer lugar, debo decirle que se trata de un trabajo voluntario. Para subir nota. Si a un alumno le parece una tarea excesiva, no tiene por qué hacerla. En segundo lugar, lo que pretendo es que los alumnos se replanteen su papel en el mundo y piensen en maneras personales de modificar las cosas. Se trata de un ejercicio muy saludable.
—Subir al Everest también es saludable, pero tal vez sería demasiado para un pobre niño. ¿Sabía que Trevor ha adoptado a un vagabundo y lo ha traído a nuestra casa? Ese hombre podría ser un violador, un pervertido o un alcohólico.
Quería decir algo más, pero empezó a pensar que, como ella misma era alcohólica, aquel ejemplo no había sido muy afortunado. Entonces prosiguió:
—¿Qué me sugiere que haga con los problemas que usted ha causado?
—Le sugiero que hable con Trevor. Establezca reglas domésticas y hágale saber si los esfuerzos que está haciendo para llevar a cabo la tarea de clase entran en conflicto con su seguridad y su bienestar. Porque usted habla con él, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir con eso? Pues claro que hablo con él.
—No, es que me ha parecido raro que viniera hasta aquí para preguntarme por eso de seguir la Cadena cuando su hijo podría habérselo dicho.
La opción de salir de aquella aula cada vez le parecía más atractiva.
—Supongo que no ha sido una buena idea.
Era evidente que nadie estaba llegando a ninguna parte, y lo único que avanzaba allí era la sensación cada vez más acusada de que estaba haciendo el ridículo.
—Señorita McKinney…
La voz del profesor la separaba un poco más de la puerta que había de conducirla de nuevo a la calle sana y salva.
Sintió la tentación de seguir avanzando, pero de la misma manera que nos cuesta mucho dejar que el teléfono suene y no responder, no girarnos cuando nos llaman por nuestro nombre es algo que va en contra de la naturaleza humana. Se dio media vuelta para mirar a aquel hombre que tanto le desagradaba, aunque no por su aspecto ni por el color de su piel.
—¿Qué?
—Espero que no se tome a mal mi pregunta, pero, ¿está muerto el padre de Trevor?
Arlene parpadeó como si le hubieran dado una bofetada.
—No, claro que no. —Espero que no—. ¿Se lo ha dicho Trevor?
—No. Me dijo algo raro. Dijo que no sabían dónde estaba. Y yo pensé que tal vez era un eufemismo.
—Pues así es, no sabemos dónde está.
—Oh. Bueno, lo siento. Sólo era curiosidad.
Ahora sí, completamente alterada, se encaminó a la puerta, y nada ni nadie podría haberla detenido. Qué manera de quedar como una idiota.
No era sólo que acabara de admitir que el padre de su hijo no se había dignado ni a enviarles una felicitación de Navidad, sino que además tendría que buscar la palabra eufemismo en un diccionario. Ver qué acababa de decir el señor St. Clair que su hijo había dicho.
Más le valía que no fuera un insulto. Más le valía.