ARLENE
No puede decirse que Ricky volviera exactamente a casa, al menos no como ella pensaba que iba a volver. Lo que sí volvió fue el camión, aunque tampoco en las condiciones que ella esperaba. Había dado varias vueltas de campana. A primera vista, estaba peor que sus propios sentimientos, pero funcionaba. Bueno, mejor sería decir que se movía. No es lo mismo ponerse en marcha y moverse que llegar a alguna parte.
Por más que odiara aquel maldito Ford por pretender imitar su lamentable estado emocional de aquellos días, eso podría habérselo perdonado. En teoría. Pero que la tuviera despierta toda la noche… Sobre todo ahora que había aceptado un segundo empleo, en el Laser Lounge, para poder pagar las letras del camión. Y como la culpa de que no pudiera acostarse hasta las tres era de él, lo menos que podría haber hecho era dejarla dormir. Seguro que aquello no era pedir demasiado.
Sin embargo, allí estaba ella de nuevo, mirando por la ventana, viendo una y otra vez cómo la luz de la luna se deslizaba por la carrocería fantasmal del camión y cómo se rompía el reflejo donde estaba abollada. Ricky era el único capaz de destrozar un camión tan viejo y luego largarse. Al menos, no era descabellado pensar que se había largado, puesto que encontraron el camión, pero a él no.
¿Devorado por los coyotes? Para, Arlene, contrólate. Seguro que está en algún bar, diciéndole las mismas dulces palabras a alguna chica que no sabe aún lo que significan. O que no sabe aún lo que no significan.
A no ser, claro está, que se alejara cojeando, que tal vez llegara arrastrándose a algún hospital y saliera vivo, o se hubiera muerto, lejos de su Ford, lejos de cualquier vínculo con su ciudad.
Así que era posible que hubiera una tumba en cualquier parte; pero ¿cómo iba a saberlo Arlene? E incluso si llegaba a saber que había muerto, ¿cómo sabría cuál era su tumba, dónde estaba? Si le compraba unas flores con el dinero de las propinas, no sabría adónde llevárselas.
Las flores pueden ser una mala cosa, un mal pensamiento, si no sabes siquiera adónde llevarlas. Para, Arlene, vuelve a la cama.
Volvió a la cama, pero tuvo una pesadilla en la que Ricky llevaba meses viviendo en las afueras de la ciudad y nunca se había molestado en dar señales de vida.
Aquello la hizo levantarse de nuevo y acercarse a la ventana para maldecir aquel camión por no dejarla dormir.
—Bueno, pero ¿qué pasa si llego a casa y me doy cuenta de que está torcida? ¿Me habré gastado doscientos dólares por nada?
—Tú mismo has dicho que la puerta está reforzada, así que puedes sacarla del maldito camión y no se torcerá.
—Sólo pregunto que qué pasaría, eso es todo.
—Hagamos una cosa. Yo retengo el cheque dos o tres días. Si no encaja bien en tu camión, me la devuelves.
—Supongo que tienes razón. Ciento setenta y cinco.
—Si vas a tomarme el pelo ya puedes largarte.
—Bueno, está bien, doscientos —respondió él con una sonrisa.
A los hombres les gusta que les traten así. No entiendo por qué.
Aquel tipo se apoyó en el capó abollado del Ford y encendió un cigarrillo. Era un Marlboro, la misma marca que fumaba Ricky, aunque no se habría dado cuenta de no haberlo mirado. Parecía que su mundo, su ciudad, estaba rebosante de hombres cortados por el mismo patrón que Ricky. Al menos, a ella se lo parecía. Y era eso precisamente lo que hacía que se sintiera atraída por aquel tipo, Doug, o Duane, o como demonios se llamara, su primer cliente.
Y ella sabía que era por eso, y que si se esforzaba un poco podría llegar a algo más con él. Sabía que si le preguntaba, él le diría que de pequeño su padre le pegaba y que se había ido de casa cuando aún era muy joven. Sabía que si le quitaba la camiseta, vería que tenía un tatuaje en el hombro con un nombre tan borroso que no se podría leer. El nombre de alguien que había salido con él uno o dos meses cuando era demasiado joven para saber que la palabra «siempre» sólo sirve para las cicatrices y para la tinta que nos dejamos meter bajo la piel.
Y de repente estaba cansada de sentirse atraída por Doug, o Duane.
Más tarde, hablando con su mejor amiga, Loretta, le dijo:
—Ya no creo que no tenga cabeza con los hombres. Nunca más diré que no tengo buen juicio, no señor, porque si no, ¿cómo es que me sigo encontrando una y otra vez con el mismo tipo? Estoy empezando a pensar que tengo muy buen juicio, pero que parece estar siempre de parte de los demás.
Por ahora, pareció contentarse con verle aquellos brazos tan musculosos aflojando las bisagras de la puerta del camión, y se sintió cansada al darse cuenta de que una parte de ella ya estaba contemplando la posibilidad de meterse en el próximo lío, antes incluso de haberse librado de los escombros del último, que aún afeaban su normalmente impoluto jardín.
Antes de que tuviera tiempo de completar aquellos pensamientos improcedentes, Cheryl Wilcox, la ex esposa de Ricky, asomó la cabeza por la verja del jardín para decirle que era una zorra hipócrita.
Y eso que no eran ni las nueve de la mañana.
Del libro Hablan los que conocieron a Trevor, de Chris Chandler (1999)
No quiero que nadie se lleve a engaño. No fue exactamente la historia de la Inmaculada Concepción. Fue más bien uno de esos riesgos que a veces corremos. Probablemente ahora, después del hecho, parezca algo estúpido e irreflexivo. De todas formas, me alegro de que las cosas sucedieran de aquella manera.
No digo que esa tarde no pensara en la posibilidad de decirle que tomáramos precauciones, pero la cosa no pasó de ahí. Me parecía que decir en voz alta lo que pensaba rompería la magia del momento. Haría que volviéramos a casa llenos de sentido común. Si quieres que un hombre recupere su sentido común, dile algo así como: «¿No llevarás un condón en la cartera, por casualidad?», o: «¿Te había comentado que yo no tomo la píldora?».
Además, él y su mujer, Cheryl, llevaban años intentando tener un hijo. Nunca se me ocurrió que la culpa fuera sólo de ella. ¿Por qué se me había de ocurrir? Nunca pensé que eso es algo que les pasa con más frecuencia a los que no lo pretenden, sin importar a cuántos les hubiera sucedido así, y de todos modos, puede que en el fondo supiera que iba a pasar.
Estaba casado. Al principio. Es una historia complicada.
Bueno, sí le hablé para quejarme de que nunca salíamos a bailar juntos. Tal vez si hubiéramos vivido en Nueva York, entonces sí, pero no en Atascadero; no se puede. No donde todos se conocen, al menos hasta el punto de saber quién está casado con quién.
—¿Quieres ir a bailar? —dijo—. Pues yo te llevaré.
Y lo hizo.
Subimos en su coche por Cuesta Grande, hasta un claro desde donde se divisaban las luces de la ciudad, que se veían muy bonitas desde aquella altura. Nos bajamos, y él volvió a entrar un momento en el coche para poner la llave en el contacto, cosa que en realidad no debía haber hecho, porque se le agotó la batería, aunque en aquel momento no nos importó. Ni tampoco más tarde, dicho sea de paso.
Sintonizó tres emisoras hasta encontrar un tema lento, y justo después, bueno, no es fácil de explicar. Fue como si el mundo estuviera en su mano descendiendo por mi espalda, todo allí, tan pequeño… nunca volvió a ser tan pequeño. Y cuando me abrazó y sentí su cálido aliento en mi cuello, fue como si siempre hubiera estado allí y nunca hubiera de irse del todo. Éramos como dos piezas que están hechas para encajar a la perfección, y no estoy segura de que fuera culpa nuestra que lo hubiéramos descubierto demasiado tarde, después de unos anillos intercambiados en otra parte y unos votos pronunciados para acabar arrepintiéndose toda la vida. Pensé que era como un mapa. Ya sabes, con líneas rojas que dividen los estados, líneas azules para marcar los ríos, y pliegues marrones que representan las montañas. ¿Qué es más importante: el acuerdo al que llegamos de que Idaho deja de ser Idaho precisamente ahí, o las montañas y los ríos que ya existían mucho antes de que nadie se molestara en dibujarlos en un mapa?
Era como si siempre hubiéramos estado ahí Ricky y yo, y estaba segura de que siempre estaríamos. Aunque no supiera exactamente adonde llevaría él aquel amor. Quiero decir, cuando se fuera. Yo pensaba que estaba ahí, y estaba convencida de que él también podía sentir su peso, ya estuviera viajando, como de costumbre, o en casa, para variar. Me estoy yendo del tema. Todos quieren saber lo que pasó aquella noche.
Cuando hicimos el amor la primera vez, sentí que había perdido algo, antes incluso de que acabáramos. Pensé: «Nada de esto lo podré conservar. Nada que sea de verdad mío cuando todo esto acabe».
Pero me equivocaba. Sí quedó algo que pude conservar.
Cheryl estaba de pie en su salón, y dijo:
—¿Es que no hay nada de beber?
Sí le quedaba algo, aunque su madrina[1] le había advertido que lo tirara.
—Pero si más tarde o más temprano tendré que convivir con ello —le dijo a su madrina, que se llamaba Bonnie.
—Pues que sea más tarde —contestó ella—. Ya llevas cinco días.
Pero eso dejó de ser cierto, porque en ese momento llenó dos copas.
Bonnie también le había dicho que ya era hora de que pusiera un poco de orden, que recogiera los pedazos del naufragio de su pasado, razón por la cual Arlene invitó a la ex mujer de Ricky a su casa. Para pedirle disculpas por haberse acostado con él mientras seguía casado con ella. Por una situación que había durado nueve o diez años.
En otro momento de su vida, si Cheryl se hubiera metido con su coche por el camino de entrada a su casa y le hubiera gritado que era una zorra hipócrita, ella podría haberle dicho «gracias» y haber contemplado como se iba de allí, dejando la marca de un neumático recalentado como recuerdo. En los viejos tiempos tal vez lo habría hecho así. Y luego le habría sonreído a Duane como si nada hubiera sucedido, y le habría preguntado qué planes tenía para aquella noche.
Pero ahora Duane se había ido con la puerta del camión en período de prueba y Cheryl estaba allí, de pie en su salón, y todo gracias a Bonnie. Más tarde, cuando estuviera alegre y borracha, tendría que llamar a Bonnie sólo para decírselo.
Cheryl le dijo:
—Creo que sabes dónde está y que no quieres decírmelo.
—Si supiera dónde está, no vendería el camión por piezas para recuperar con suerte un tercio del dinero que me ha costado. Daría con él y le diría al cobrador de la deuda donde está, y le metería todo ese montón de chatarra por dónde tú sabes, y dejaría que le sacaran la amortización del culo.
—Esto es lo que has ganado por compartir marido. Tienes justo lo que te mereces.
Arlene quiso responderle, pero no se le ocurrió nada y temió decir algo poco brillante y que sonara a falso, por más que lo pensara. Así que, en vez de hablar, se sirvió dos dedos de José Cuervo, el único hombre de su vida que nunca le mentía, porque con él siempre sabía lo que le esperaba. Y nunca podía decir que le había engañado.
—Te he hecho venir para decirte que lo siento.
Y Cheryl respondió:
—Sí, es lo que digo siempre de ti. No me extraña que lo sientas, venir a mi casa como lo hiciste, como invitada, comerte mi cena como si fueras amiga mía. Siempre tan amable conmigo.
Arlene se quedó en silencio pensando en aquello, en cómo había perdido puntos en aquello de ser amable.
—¿Por qué me dices ahora todo esto?
Cheryl respiró hondo, como hace la gente educada cuando has dado en el clavo, cuando tocas un punto débil, de tantos golpes como ha recibido. Últimamente, todos le recordaban a Arlene que tenía un montón de chatarra en el jardín, que había dado varias vueltas de campana y cuyas puertas no le encajaban bien del todo a nadie.
Cheryl dijo:
—Cuando supe que el camión estaba aquí, pensé…
—¿Qué pensaste? ¿Que él también estaba aquí?
—Puede ser.
—¿Qué tenía Ricky —no podía dejar de sorprenderse— que las mujeres deseaban que volviera para liarlo todo un poco más?
—Bueno, pues no está aquí.
—Sí, ahora ya lo veo.
La puerta se abrió. El hijo de Arlene entró corriendo. Estaba despeinado, y era culpa de ella, porque, en sus prisas por empezar a deshacerse del desastre que tenía en el jardín, había abandonado al niño a su suerte. Los vaqueros estaban rotos a la altura del trasero, pero Arlene no quería investigar mucho al respecto, al menos por ahora. Por suerte llevaba los calzoncillos limpios, gracias a Dios.
—Trevor, ¿de dónde vienes?
—De casa de Joe.
—¿Te he dado permiso yo para que fueras?
—No.
Y bajó la mirada, en un gesto que Arlene estaba convencida de que ensayaba frente al espejo. Trevor sabía quién era la mujer que estaba con su madre en el salón, pero no sabía por qué estaba allí. Aunque sí sabía que no era para pasar el rato. Los niños saben esas cosas.
—Perdón.
Posó los ojos en el vaso que su madre tenía delante, sin juzgarla, asumiendo en silencio la situación, demasiado maduro para su edad, sabiendo ciertas cosas, como por ejemplo por qué los adultos siguen insistiendo en lo mismo, y sabiendo también que son muy pocas las veces en que se salen con la suya.
—No pasa nada. Vuelve a su casa otra vez.
—¡Pero si acabo de llegar!
—¿Me harás caso, por una vez en tu vida?
Y le hizo caso, sin rechistar. Arlene se dijo que tendría que comprarle un helado más tarde, la compensación habitual por cualquier comportamiento suyo que se salía de la norma; la verdad era que acababan comiendo muchos helados. El sonido de la puerta al cerrarse hizo que Arlene sintiera dolor por separarse de él, como si nunca le hubieran cortado del todo el cordón umbilical.
Arlene volvió a llenar los vasos.
—Gracias por no decir nada delante del niño.
—Se parece tanto a Ricky.
—No es hijo suyo. De Ricky.
—Es su viva imagen.
—Tiene doce años. Sólo hace diez años que conozco a Ricky.
Arlene sentía como si Bonnie estuviera mirando por encima de su hombro, recordando. Aquél no era el tipo de sinceridad que habría de llevarla a iniciar una nueva vida. Pero la mentira era tan vieja, tan difícil de erradicar de tan dicha… Aquella mentira encajaba tan bien después de tanto tiempo…
—Yo le veo a él en ese niño.
—Bueno, pues ves lo que no está.
«O lo que querías para ti misma y nunca tuviste —pensó—. Lo que no tenemos, lo vemos allí donde miramos. Lo que no nos permitimos a nosotros mismos hacer o ser, nos negamos a tolerarlo en todas las demás personas». Arlene empezaba a darse cuenta de eso.
A las nueve de la noche de aquel mismo día, Bonnie apareció sin avisar en su casa.
—Ya sé que no me creerás —dijo Arlene—, pero el caso es que ahora mismo estaba pensando en llamarte.
—Pensé que tal vez querrías hablar conmigo.
—¿Lees los pensamientos de los demás o algo así?
—No, que yo sepa. Tu hijo me ha dejado un mensaje en el contestador.
Aquella información inesperada hizo que se pusiera a llorar, sin entender del todo el motivo. Últimamente, las lágrimas parecían agazaparse justo bajo la superficie, y cualquier cosa las hacía aflorar, como cuando un ataque repentino de risa o de miedo le hacía difícil aguantarse la orina, especialmente si ya llevaba rato sin ir al baño.
Bonnie se le acercó desde la puerta, haciendo avanzar sus 140 kilos de peso, y la envolvió en un abrazo, como si fuera una almohada, en una especie de agradable asfixia.
Después de un rato, empezaron a abrir los armarios y a vaciar el contenido de todas las botellas de alcohol en el fregadero.
—Mañana vuelvo a empezar. Quizás esta vez lo consiga.
—¿Y por qué no empiezas ahora mismo? Se puede empezar a cualquier hora del día, no tiene por qué ser por la mañana.
—Supongo que tienes razón.
Bonnie acompañó a Arlene al dormitorio y las dos se quedaron de pie frente a la ventana, mirando el jardín, donde la luna iluminaba las piezas del naufragio que en otro tiempo parecieron tener algún valor. Era casi como si Arlene, que nunca parecía encontrar las palabras exactas, le estuviera mostrando el problema. El fantasma. Como si dijera: «Si a ti te persiguiera algo así, ¿quién te dice que lo harías mejor que yo?».
Bonnie asintió despacio.
—¿Oyes los árboles? —le preguntó Arlene.
—¿Qué pasa con los árboles?
—Hace noches que me cantan. Me cantan tan claro… Ya no puedo dormir. Canciones sobre Ricky. ¿No las oyes? Te juro que antes de que llegara el maldito camión nunca cantaban esas canciones. Cantaban algo, supongo, pero no eso.
—No es más que el viento, niña.
—Para ti, puede que sí.
Bonnie la condujo hasta la cama.
—Volveré por la mañana para ver cómo estás.
—Oh, aquí estaré.
Y Bonnie la dejó sola con todas aquellas canciones.
Pasado un rato, se levantó y entró en la habitación de Trevor. Se sentó en el borde de su cama y le acarició aquel cabello negro y rizado que le cubría la frente.
—¿Estás bien, mamá?
No estaba despierto, pero pronunció aquellas palabras como si encajaran en un sueño en el que él estuviera preocupado por su bienestar.
—Tú eres lo único bueno que he hecho en mi vida.
Era algo que le decía muchas veces.
—Venga, mamá —era lo que siempre le respondía él.
Cuando salió de la habitación, Trevor todavía tenía los ojos abiertos. Fue como si él también oyera las canciones.