Capítulo 1

REUBEN

Enero 1992

Aquella mujer sonreía con tal amabilidad que se sintió ofendido.

—Si me lo permite, le diré a la directora que ha llegado, señor St. Clair. Seguro que desea hablar con usted.

Avanzó dos pasos y se dio la vuelta.

—Siempre quiere hablar con todo el mundo. Quiero decir, con todos los profesores nuevos.

—Claro.

A estas alturas, esas cosas ya no deberían sorprenderle.

Después de más de tres minutos de espera, la mujer salió del despacho de la directora y esbozó una sonrisa forzada, demasiado amplia. Reuben se había dado cuenta de que la gente siempre da muestras de una aceptación excesiva cuando no consigue aceptar realmente a quien tiene delante.

—Pase ahora, señor St. Clair. Le está esperando.

—Gracias.

La directora era diez años más joven que él, blanca y atractiva y con el cabello negro y abundante. Las mujeres atractivas siempre le causaban dolor, literalmente, un dolor intenso que se iniciaba en el plexo solar y le bajaba hasta las entrañas. Era como si acabara de invitar a esa mujer a ir al teatro con él y ella le hubiera respondido: «Debe de estar bromeando».

—Me alegro de que por fin nos conozcamos cara a cara, señor St. Clair.

Se puso roja casi al momento, como si el solo hecho de mencionar la palabra «cara» hubiera resultado una metedura de pata imperdonable.

—Por favor, llámeme Reuben.

—Reuben, sí. Yo soy Anne.

Le había recibido con una mirada franca, directa, pero al momento ya parecía algo desconcertada. Estaba claro que su secretaria la había advertido. Pero si había algo peor que una reacción de sorpresa, era precisamente la calculada ausencia de reacción.

Odiaba tanto aquellos momentos…

No le costaba admitir que los hombres como él no deberían cambiar de residencia. Pero las razones que le hacían difícil empezar de nuevo en otro destino eran las mismas que le impedían permanecer mucho tiempo en un mismo sitio.

La directora le indicó con un ademán que se sentase, y él así lo hizo. Cruzó las piernas. Llevaba la raya de los pantalones impecablemente planchada. La noche anterior había escogido una corbata que combinara bien con el traje. Cuidaba mucho aquel tipo de detalles, aunque los demás no llegaran siquiera a darse cuenta. Valoraba aquellos hábitos por sí mismo, a pesar de que (o tal vez porque) nadie más lo hacía.

—No soy exactamente lo que esperaba, ¿verdad, Anne?

El uso de su nombre de pila le devolvió la sensación de dolor, esta vez más aguda. Era duro hablar con una mujer atractiva.

—¿En qué sentido?

—Por favor, no me haga esto. Hágase cargo de los cientos de veces que he pasado por escenas como ésta. No soporto esquivar un tema que resulta tan evidente.

La directora intentó mirarle a los ojos, del mismo modo que haría cualquiera que se estuviera dirigiendo a un compañero de trabajo, pero no lo consiguió.

—Ya le entiendo —dijo.

—Lo dudo —comentó él en voz muy baja, y enseguida dijo, esta vez en voz alta—: Forma parte de la naturaleza humana formarse una imagen mental de alguien. Lee un currículum y una solicitud de empleo, ve que tengo cuarenta y cuatro años, que soy negro, ex combatiente, con una buena formación académica. Y cree que ya puede visualizarme. Como no tiene prejuicios, contrata a ese hombre negro para que se traslade a su ciudad a dar clases en su escuela. Pero de pronto llego yo para poner a prueba los límites de su tolerancia. Es fácil no tener prejuicios contra los negros, porque ya estamos acostumbrados a verlos todos los días.

—Si cree que su empleo está en peligro, se está preocupando innecesariamente, Reuben.

—¿Es cierto que mantiene esta pequeña charla con todos los profesores nuevos?

—Por supuesto.

—¿Antes incluso de que den su primera clase?

Hubo una pausa.

—No siempre. Sencillamente, he creído oportuno hablar del tema de la… adaptación inicial.

—Tiene miedo de que mi aspecto físico pueda asustar a los alumnos.

—¿Cuál ha sido su experiencia al respecto en el pasado?

—Los alumnos nunca son el problema, Anne. El momento crítico siempre es éste. Siempre.

—Ya le entiendo.

—Con todos los respetos, no estoy tan seguro de que lo entienda —respondió él, y esta vez lo dijo en voz bien alta.

En su anterior escuela, en Cincinnati, Reuben tenía un amigo, Louis Tartaglia. Lou tenía un modo particular de enfrentarse a una primera clase. Entraba, la primera mañana, con una vara en la mano. Bajaba directamente a la palestra. A los alumnos les gusta poner a prueba a su profesor, al principio. Aquella vara era de Lou, la había comprado él y la llevaba consigo. Era de esas muy finas, baratas. Siempre compraba las mismas, en la misma tienda. Les pedía silencio a sus alumnos, cosa que nunca conseguía a la primera. Contaba mentalmente hasta tres, levantaba la vara sobre su cabeza y la hacía estallar contra la mesa, de manera que se partía en dos. El extremo que no sujetaba salía despedido hacia atrás, se estrellaba contra la pizarra, que estaba a su espalda, y caía al suelo. Acto seguido, en el denso silencio que se hacía en el aula, Lou añadía, simplemente: «Gracias». Y después de aquello, ya no tenía ningún problema con su clase.

Reuben siempre le advertía que algún día el trozo de vara se le escaparía en la dirección contraria y le daría a algún alumno, causándole a él serios problemas, pero aquella técnica siempre le había funcionado, al menos hasta la fecha.

—Es cuestión de ser imprevisible —explicaba Lou—. Una vez se dan cuenta de que eres imprevisible, tienes la sartén por el mango.

En una ocasión le había preguntado a Reuben qué era lo que él hacía para apaciguar a unos alumnos nuevos, y éste le había respondido que él nunca había tenido aquel problema; a él siempre le recibían con un silencio glacial y siempre le veían como a alguien imprevisible.

—Oh, claro —dijo Lou, como si supiera de qué le estaba hablando. Y debía de saberlo.

Reuben se quedó de pie frente a ellos por primera vez, agradecido y dolido a partes iguales por su silencio. Desde las ventanas del aula se veía California, un lugar en el que no había estado nunca. Los árboles eran distintos; el cielo no era de invierno, como el que había dejado atrás al emprender su largo viaje desde Cincinnati. No podía decir desde su hogar, porque aquél, ciertamente no había sido su hogar. Como tampoco lo era éste. Ya estaba cansado de sentirse como un extraño en todas partes.

Para saber si estaban todos en clase, contó rápidamente el número de pupitres que había por fila y lo multiplicó por el número de filas.

—Como veo que no falta nadie —dijo—, no hace falta que pase lista.

Fue como si al hablar hubiera roto un encantamiento; los alumnos se removieron un poco en sus asientos y se miraron los unos a los otros. Empezaron a susurrarse cosas a ambos lados de los pasillos. No fue distinto ni peor que otras veces. Para reforzar aquella normalidad, les dio la espalda y escribió su nombre en la pizarra: Sr. St. Clair, y debajo: Saint Clair, con el fin de ayudarles en la pronunciación correcta de su apellido. Hizo una pausa antes de darse la vuelta, para que les diera tiempo a terminar de leer su nombre.

Había pensado empezar directamente con la asignación de la tarea, pero algo dentro de él le empujó, como la arena que se desliza ladera abajo en una duna. Él no era Lou, y a veces la gente necesitaba conocerle un poco primero. En ocasiones, resultaba desconcertante incluso para sí mismo, antes de que sus ideas salieran a la luz.

—Tal vez deberíamos dedicar el primer día —dijo— a hablar un poco, dado que no me conocéis. Podemos empezar hablando del aspecto físico, de lo que pensamos de los demás por su apariencia externa. No hay reglas. Podéis decir lo que queráis.

De entrada, parecían no creerle aún, porque decían las mismas cosas que habrían dicho si sus padres hubieran estado presentes. Era un poco decepcionante.

Entonces, en lo que supuso que era un intento de ponerle un poco de humor al asunto, un chico de la última fila le preguntó si era pirata.

—No —respondió—. No lo soy. Soy profesor.

—Pensaba que los piratas eran los únicos que llevaban un parche en el ojo.

—Cualquiera que pierda un ojo puede llevar un parche. Y no tiene ninguna importancia que sea pirata o no.

Los alumnos iban saliendo de clase, para su alivio, y levantó la vista para observar a uno que estaba junto a su mesa. Era delgado, de piel blanca, con el cabello muy negro, tal vez tuviera algo de hispano. El chico le habló:

—Hola.

—Hola —le respondió él.

—¿Qué te pasó en la cara?

Reuben sonrió, cosa excepcional en él, y fue consciente del efecto distorsionado de su sonrisa. Acercó una silla para que el chico pudiera sentarse frente a él y le indicó que lo hiciera. El chico se sentó sin vacilar.

—¿Cómo te llamas?

—Trevor.

—¿Trevor qué más?

—McKinney. ¿Te he ofendido?

—No, Trevor, en absoluto.

—Mi madre me dice que no debo preguntar estas cosas, porque puedo ofender a la gente. Dice que debo hacer como que no me doy cuenta.

—Bueno, lo que tu madre no sabe, Trevor, porque nunca ha estado en mi piel, es que si actúas como si no te dieras cuenta, de todas maneras veo que sí te has dado cuenta. Y entonces se hace raro que no podamos hablar de algo en lo que los dos estamos pensando. ¿Me entiendes?

—Creo que sí. Bueno, ¿y qué te pasó?

—Me hirieron en la guerra.

—¿En Vietnam?

—Sí.

—Mi padre también estuvo en Vietnam. Dice que aquello fue un infierno.

—Estoy de acuerdo con él. Aunque yo sólo estuve allí siete semanas.

—Mi padre estuvo dos años.

—¿Y le hirieron?

—Una vez. Creo que le ha quedado una rodilla dolorida.

—Yo también iba a estar dos años, pero la herida era tan grave que tuve que regresar. Así que, en cierto modo, tuve suerte de no tener que quedarme, y en cierto modo, tu padre tuvo suerte porque su herida no fue tan grave. No sé si me explico.

Por la expresión del chico, no estaba seguro de que le hubiera entendido.

—A lo mejor algún día conozco a tu padre. En la reunión anual, tal vez.

—No lo creo. No sabemos dónde está. ¿Y qué tienes debajo del parche?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Es como si nunca hubiera habido nada. ¿Quieres verlo?

—Claro.

Reuben se levantó el parche.

Nadie parecía entender exactamente lo que quería decir cuando decía que no había «nada» hasta que lo veían. Nadie parecía estar preparado para el impacto de esa «nada» que estaba donde las demás personas tenían un ojo. Trevor apartó un poco la cabeza y luego asintió. Con los niños las cosas eran más fáciles. Reuben volvió a ponerse el parche.

—Siento lo de tu cara. Pero sólo es en un lado. El otro está perfecto.

—Gracias, Trevor, creo que eres la primera persona que me hace un cumplido.

—Bueno, hasta luego.

—Adiós, Trevor.

Reuben se acercó a la ventana y miró a los chicos que acababan de abandonar su clase caminando juntos, charlando y corriendo sobre el césped. Entonces vio aparecer a Trevor, que bajaba trotando las escaleras.

Reuben tenía que ver qué pasaba, y ni aun queriendo habría podido regresar a su mesa. No podía desentenderse de ello. Tenía que saber si Trevor iba a ir corriendo hasta donde estaban los demás chicos para hacer alarde de su nuevo descubrimiento, para recoger las ganancias de alguna apuesta o para contar alguna historia que Reuben no oiría, pero que imaginaría desde la ventana del segundo piso, con el rostro que se le iría enrojeciendo por las palabras imaginadas. Pero Trevor pasó de largo sin tan siquiera mirar a sus compañeros, sin detenerse a hablar con nadie.

Casi era la hora de la segunda clase. Así que tenía que prepararse para pasar de nuevo por lo mismo.

Del libro Los otros protagonistas del Movimiento, de Chris Chandler

No hay nada monstruoso ni grotesco en mi rostro. Digo esto con cierta objetividad, siendo tal vez el único capaz de hacerlo. Soy el único que está acostumbrado a verlo, porque soy el único que se atreve, con la ayuda de un espejo, a observarlo detenidamente.

He pasado por un total de once intervenciones quirúrgicas para reparar lo que, en un momento determinado, fue una lesión horripilante. El área de lo que fue mi ojo izquierdo y el hueso y el músculo que perdí bajo el pómulo y la ceja, fue limpiamente cubierta con piel del muslo. He soportado muchos injertos de piel y operaciones de cirugía plástica. Sólo algunas de ellas eran imprescindibles por cuestiones de salud o movilidad. La mayoría tenían como objeto convertirme en un individuo con el que fuera más fácil relacionarse. El resultado final es una ausencia total del ojo, como si nunca hubiera existido, así como una importante pérdida de músculo y tejido en el pómulo y el cuello y una lesión evidente en el nervio que mueve la parte izquierda de la boca, que, por decirlo de algún modo, está muerta y me cuelga. Pero después de muchos años de terapias correctoras de la dicción, se me entiende bastante bien cuando hablo.

Así que, en cierto sentido, no es lo que la gente ve en mi rostro lo que les perturba, sino más bien lo que esperan ver y no ven.

Además, apenas puedo utilizar el brazo izquierdo. Es más corto que el derecho y más delgado, como resultado de la atrofia. Creo que la gente no se da cuenta de esto hasta que me conoce mejor, porque mi rostro tiende a acaparar toda la atención.

Llevo mucho tiempo trabajando en colegios, paso muchas horas en salas de profesores en las que hasta la más pequeña herida suscita un comentario: «Richie, ¿qué te ha pasado en la mano?». Un brazo escayolado se convierte en una historia que se repite durante seis semanas, multiplicada por el número de compañeros: «Bueno, me subí a una escalera para limpiar los desagües del tejado…».

Por eso, me resulta raro que nadie me pregunte nada. Si alguien lo hiciera y me viera obligado a repetir la misma historia mil veces, tal vez preferiría que las cosas volvieran a ser como antes. Pero más que el hecho de que no me pregunten nada, lo que me molesta es la razón por la que no lo hacen, como si yo fuera una tragedia innombrable, algo nuevo y espantoso tanto para mí como para ellos.

De tarde en tarde, es mi brazo izquierdo el que suscita algún comentario, siempre el mismo: «Tuviste suerte de que fuera el brazo izquierdo».

Pero hasta ese supuesto consuelo es erróneo, porque soy zurdo, al menos por naturaleza, aunque ya no puedo serlo en la práctica.

Hasta que regresé del frente tenía novia. Aún conservo algunas fotos en las que estamos juntos. Hacíamos buena pareja, todos lo decían. A alguien que no estuvo allí, podría parecerle que mi prometida no tenía corazón. Sin duda, podría haberse casado conmigo igualmente. Ojalá Eleanor no hubiera tenido corazón; ojalá yo hubiera podido hacer ver que no lo tenía. Pero, desgraciadamente, yo sí estuve allí. La verdad es difícil de recrear. La verdad es que ambos acordamos tan firmemente no verlo ni preocuparnos por ello que no hacíamos más que verlo, y no nos quedaba tiempo para preocuparnos de nada más.

Eleanor era una mujer muy fuerte, cosa que sin duda contribuyó a nuestra derrota.

Ahora está casada y vive en Detroit con su esposo. Es cirujana plástica. Aún no sé qué importancia dar a estos hechos.

A ninguno de ellos.