El avión dio un par de tumbos al aterrizar, se deslizó velozmente sobre la pista junto a una hilera de altas palmeras, hizo un giro cerrado con las hélices en marcha en el área de estacionamiento y se detuvo con un hondo suspiro. El calor exterior hacía vibrar el paisaje, como si una fina capa de aceite resbalara sobre el plexiglás de las ventanillas. El mar lejano era una fina franja amatista contra el horizonte celeste. Una brillante miríada de cristal y metal refulgía en las colinas distantes en un paisaje de villas entre rocas y gaviotas girando en el aire. Más allá del tejado del edificio de la terminal, era posible vislumbrar la deslumbrante blancura de los hoteles en el paseo marítimo, con sus pequeñas torres y sus brillantes banderas ondeando por la brisa y las señales de neón de los casinos trabajando a destajo en el resplandor del mediodía. El sur de Francia era tan parecido a la imagen que tenía del sur de Francia que bien hubiera podido tratarse de un luminoso mural pintado al detalle y puesto allí para confirmar a los turistas que todo lo que habían soñado estaba al alcance de su mano. Hasta la expresión de enojo y el encogimiento de hombros de los agentes de Aduana y de la policía de pasaportes eran exactamente tal como había esperado.
El taxi de Quirke traqueteaba mientras recorría la abierta curva de la Promenade des Anglais. Con un codo asomado por la ventanilla, el conductor hablaba sin preocuparse por la gruesa colilla amarillenta pegada en la comisura de su boca y, mientras hablaba, su estrecho bigote negro se agitaba como una anguila en miniatura. Los bañistas jugaban a lanzarse contra las olas, sorprendentemente altas, y más allá de sus cuerpos se distinguían las blancas velas de los yates. En el cielo, un biplano que parecía de juguete ronroneaba arrastrando una banderola con el anuncio de Cinzano.
Quirke se arrepintió de haberse puesto el traje negro. El ruido del motor durante el vuelo y el último gin-tonic, que se había bebido de un trago cuando el avión realizó un escalofriante descenso sobre los Alpes, le habían provocado dolor de cabeza. Las vaharadas de aire caliente que entraban por la ventanilla del coche y el parloteo incesante del conductor lo estaban empeorando. Quirke no sentía mucho interés por el extranjero. En el sur parecían tener un sol diferente y mucho más intenso que la pálida versión que brillaba de forma intermitente en su país. Hasta la ola de calor que había dejado atrás parecía, en contraste, tenaz y voluntariosa frente a la despreocupada alegría de aquel paraíso sembrado de palmeras. Aún no le había abandonado la impresión de estar ante de un decorado realizado con acuarelas asombrosamente sólidas, como una serie de gigantescos carteles publicitarios de Raoul Dufy que hubieran sido pintados a brochazos por la mañana y que aún no se hubiesen secado. A pesar de todo, era hermoso, ni siquiera Quirke podía negarlo; hermoso, frívolo, real. Y ajeno.
Cap Ferrat estaba más lejos de Niza de lo que había pensado. Con hipnotizada consternación, Quirke contemplaba el taxímetro, donde los francos subían con un restallido y ya sumaban más de cien. El camino a Beaulieu salía abruptamente de la carretera principal y se abría paso a través de empinadas colinas entre altos muros de estuco, sobre los que asomaban las cabezas despeinadas de las palmeras, como si las hubieran despertado bruscamente de la siesta. Durante el camino, la bahía de Villefranche aparecía en un atisbo deslumbrante y al instante desaparecía como una carta en manos de un mago. Jovencitas doradas por el sol con exiguos bañadores, sombreros de paja y gafas de sol de pasta blanca paseaban meneando sus traseros con languidez desdeñosa.
La casa se encontraba en un camino que pasaba inadvertido. Se detuvieron delante de una alta verja, el taxista habló por el interfono y las puertas se abrieron por control remoto. El conductor se colocó de nuevo tras el volante, ascendieron por una empinada cuesta y el coche paró con una sacudida bajo un promontorio rocoso, entre matas de adelfas y buganvillas. La casa se alzaba sobre la roca, larga y de una sola planta, con azotea y una veranda. En el lateral al que ahora miraban se abrían, del suelo al techo, varias puertas correderas acristaladas. El taxista chasqueó la lengua admirativamente y dijo algo que sonó como un cumplido.
En el interior del promontorio había un ascensor con una desvencijada reja que servía de puerta. Quirke entró y el ascensor subió bamboleante hasta un silencioso vestíbulo, donde se encontró frente a dos puertas idénticas. Dio unos golpes en la derecha, pero no obtuvo respuesta. Entonces advirtió que la otra tenía un timbre. Lo pulsó y esperó temblando, agitado por algo que nada tenía que ver con la excitación del viaje.
Ella llevaba una túnica larga y suelta de seda púrpura y unas delicadas sandalias doradas que, junto a sus intensos rasgos mediterráneos y su cabello negro peinado hacia atrás, le daban un aire de esposa de un patricio romano, Agripina, por ejemplo, o Livia. Apoyaba un brazo en el marco de la puerta y su espalda parecía frenar toda la luz del sur que se abría tras ella. Algo como un puño se cerró dentro del pecho de Quirke.
—Has venido —dijo ella.
—No sabía si querrías verme.
—Por supuesto que sí. Me alegra que estés aquí.
—¿Te alegra?
—Estoy encantada, quizá ésa sea la palabra más adecuada en estas circunstancias —sus ojos se detuvieron en su bolsa de viaje—. ¿Y tus maletas?
—No me quedaré mucho.
Ella retrocedió para dejarle pasar. La habitación era inmensa, con un suelo de tarima clara y puertas correderas acristaladas en un lateral. Lo primero que vio al entrar fue un cuadro inmenso de una palmera, como un surtidor verde congelado, pero se dio cuenta de que se trataba de un ventanal abierto y que el árbol era real. Detrás de la palmera se alzaba la colina sobre Villefranche, que la carretera atravesaba como una delgada cinta blanca, y Quirke distinguió los coches diminutos que la recorrían.
—¿Te apetece tomar algo? —le preguntó Françoise d’Aubigny—. Algo de beber, sin duda. ¿Has comido?
—He venido directamente del aeropuerto.
—Entonces tienes que comer. Hay queso, ensalada y este Picpoul —sacó una botella de una gran nevera de estilo americano—. Es bastante bueno, a no ser que prefieras tinto.
—El blanco está bien.
Estaba enfadado; eso era lo que sentía con mayor fuerza, una intensa rabia y no sólo con ella sino con muchas otras cosas, tantas que le resultaría imposible identificarlas. Estaba harto de darle vueltas a aquella horrible y sórdida confusión. Pero era rabia lo que le había llevado hasta ella, lo que le había hecho volar sobre los mares y la tierra y le había soltado aquí. A sus pies, pensó, a esos hermosos pies dentro de las hermosas sandalias doradas, a esos pies que él había acariciado y besado. Y pensaba todo eso mientras su conciencia zumbaba dentro de su cabeza, ahora que el zumbido del viaje por fin había empezado a disminuir.
Ella colocó dos vasos sobre una encimera blanca y sirvió el vino.
—Debí haberte llamado antes de irme. Sé que hice mal, pero después de aquella noche, cuando creí haber perdido a Giselle…, me resultó imposible. ¿Lo comprendes? ¿Comprendes que me resultara imposible?
¿Qué se suponía que tenía que contestar? No debería haber ido. Ella le tendió el vino y él chocó ligeramente su vaso contra el de ella.
—¿Cómo se dice? —preguntó—. ¿Santé?
Bebieron en silencio, mirándose el uno al otro con un súbito desamparo que Quirke encontró casi cómico. Nunca dejaba de sorprenderle cómo la vida convierte lo sublime en trivial.
—Voy a enseñarte la casa. Richard se sentía muy orgulloso de ella —dijo Françoise.
La construcción había sido en origen un edificio con cuatro pisos, hasta que su marido lo compró y lo convirtió en una sola vivienda. Había tirado los tabiques de los dos pisos que había en aquel lado para construir la espaciosa habitación donde ahora se hallaban y una segunda habitación, no tan grande y separada de la anterior por columnas, que estaba decorada con sofás, sillones bajos y, en el centro, una gran mesa de madera clara cubierta de libros, revistas y fundas de discos. Sobre las paredes blancas había cuadros originales, tres o cuatro con paisajes mediterráneos de artistas que Quirke no conocía, una escena de un jardín que debía de ser obra de Bonnard y un pequeño retrato de Matisse de una mujer sentada junto a una ventana con una palmera.
Después de contemplar y admirar esos y otros muchos objetos, Françoise lo guió hasta un vano sin puerta que daba a un fresco pasillo, una de cuyas paredes estaba acristalada. Antes de atravesar el umbral, la mujer se detuvo:
—Estas habitaciones son para el día y aquéllas a las que vamos son para la noche, ¿ves? —Françoise señaló el dintel; impresa en grandes letras negras se leía la inscripción: «Lado del día». Atravesaron el umbral y leyeron sobre el dintel: «Lado de la noche»—. A Richard le gustaba clasificar todo —dijo Françoise con una leve mueca burlona—. Tenía esa mentalidad.
Le enseñó los dormitorios, los baños, los armarios de la ropa blanca. Todo, hasta el detalle más nimio, había sido pensado, ejecutado y acabado con meticulosidad y atención.
—Todo es obra de Richard, la casa era su proyecto. Tenía buen gusto, ¿verdad? Pareces asombrado.
Abrió uno de los paneles de cristal y salieron a la veranda, al calor, con su tarima plateada por el sol y el aire. Allí fuera hacía de nuevo calor.
—Una corriente natural de aire fresco recorre las habitaciones. El día puede ser asfixiante, pero dentro siempre se está bien. Ésa era otra de las cualidades de Richard: sabía cómo aprovechar las cosas.
Seguida por él, cruzó el balcón hasta la barandilla de madera y desde allí ambos contemplaron la piscina excavada en la roca, a sus pies. Blancas líneas temblorosas veteaban el verde jade del agua, como gigantescas amebas transparentes que flotaran y parpadearan. Giselle estaba arrodillada en el borde de la piscina jugando con una tortuga. Llevaba un bañador de cuadros rosas festoneado con un volante y unas enormes gafas de sol. Dos lazos rosas ataban sus trenzas. Debió de sentir sus miradas porque se dio la vuelta y, colocando una mano como visera, alzó el rostro hacia ellos.
—Le gusta estar aquí —dijo Françoise.
—¿Y a ti? ¿Te gusta? ¿Aquí te sientes en casa y entre adultos?
La mano de Françoise estaba junto a la suya, sobre la barandilla.
—Deseaba que vinieras. No te lo podía pedir, pero deseaba que lo hicieras.
—¿Por qué no me lo podías pedir?
Quería acariciar su mano, pero se contuvo.
—Anda, vamos a tomar la ensalada.
Se sentaron para comer en unos taburetes altos que había junto a la encimera blanca. A través de la ventana se veía la bahía azul, allá abajo, lejana. El mar estaba cubierto de fulgentes escamas de luz blanca y dorada.
—Villefranche es una de las bahías más profundas de la Costa Azul —dijo Françoise—. Cuando acabó la guerra estaba atestada de buques de guerra americanos. Los recuerdo y recuerdo lo cruel que todo me parecía, el sol, la luz y la alegría de la gente, cuando había tantos millones de muertos.
Quirke volvió a llenar las copas de Picpoul, era un vino fuerte y casi transparente. Françoise se giró de repente hacia él.
—¿La has visto? ¿Viste a Dannie?
Él posó la botella sobre la encimera.
—Sí, la vi —dijo sin mirarla.
—¿Cómo estaba?
Quirke se encogió de hombros.
—Ya te puedes imaginar.
—No me lo puedo creer.
—No, de eso estoy seguro —dijo Quirke.
Ella apartó la vista.
Giselle entró. Aún iba en bañador y llevaba la tortuga bajo el brazo. El animal se había escondido en su caparazón, pero en la oscuridad se veían centellear sus viejos ojos.
—Di bon jour al doctor Quirke —dijo Françoise.
La niña le lanzó su habitual mirada desconfiada.
—Hola.
—¿Cómo se llama? —Quirke señaló la tortuga.
—Aquiles —pronunció el nombre en francés.
—Ah, Aquiles, qué gracioso.
Ella le dedicó la misma mirada que antes y dejó la tortuga sobre la encimera. Incrustada en el centro de su caparazón había una pequeña joya blanca. Françoise habló en francés a la niña, que movió la cabeza y se marchó a la otra habitación, donde se tiró en uno de los sofás y empezó a leer un tebeo. Françoise suspiró.
—Está en huelga de hambre. No consigo hacerla comer.
—Todavía debe de estar muy afectada. Ha pasado poco tiempo desde que murió su padre.
Françoise se levantó y trajo de la nevera un plato con pequeñas aceitunas negras.
—Pruébalas. Son de aquí, están muy buenas.
Él metió los dedos en el plato y sacó tres o cuatro olivas brillantes. Ella lo estaba observando de nuevo.
—¿Cómo está tu amigo el policía?
—Hackett.
—¿Cuidará a Dannie?
—Sí, la cuidará —dijo Quirke.
—¿Qué le harán? La dejarán libre, ¿verdad?
—La encerrarán de por vida en el Hospital Dundrum para Criminales Dementes. Eso es lo que harán —dijo con frialdad.
Ella apartó la vista y alzó su vaso, que tembló ligeramente en su mano.
—¿Es un lugar horrible?
—Sí, sí lo es —él la escrutaba al hablar.
Françoise recogió los platos. Apenas había comido.
—Ven —dijo bajando la voz mientras lanzaba una rápida mirada de soslayo a su hija—, vamos fuera. Hay sillas en la sombra.
Las sillas eran bajas y espaciosas, su madera erosionada por el aire tenía el mismo color gris plateado que el suelo. Quirke dejó el vaso en el reposabrazos y encendió un cigarrillo. El mar, visible a través de un hueco en el paisaje, era una cuña de paz, un espejismo azul en la lejanía. Una suave brisa, perfumada de lavanda y salvia, bajaba de las colinas.
—Aquí conocí a Richard —dijo Françoise.
—¿Aquí? ¿En Cap Ferrat?
—Sí —con una mano de visera y los ojos entrecerrados observaba la blanca carretera que serpenteaba por la colina—. ¿Sabías que jugaba? Había venido por los casinos. Recorrió todos los que hay a lo largo de la costa, en Niza, en Cannes, en Montecarlo, en San Remo. Era muy malo, no tenía suerte y siempre perdía mucho dinero, pero eso no le detenía.
—¿Y tú qué hacías aquí? —preguntó Quirke.
—¿Cuando lo conocí? Estaba con mi padre. Él venía todos los veranos a un pequeño hotel en Beaulieu. Mi madre había muerto aquel año. Yo creía que mi vida también estaba llegando a su fin —se removió en la silla con un fatigado suspiro, como si fuese mucho mayor de lo que era—. Sólo me mantenía viva el dolor por la muerte de mi hermano y el odio hacia mi padre. Un día conocí a Richard en un partido de tenis, no recuerdo en casa de quién. Era muy atractivo, muy fringant. Era guapo a su manera feroz…, áspera, quiero decir. Era lo que yo creía que necesitaba. Pensé que me ayudaría a odiar, que a su lado yo…, ¿cómo se dice?, yo alimentaría mi odio como si fuese un niño, nuestro hijo —se volvió hacia él—. ¿No es terrible?
—¿Tan malo era tu padre para merecer tanto odio?
—No, no, mi padre no era el único objeto de mi odio, yo odiaba todo: a la propia Francia y a aquellos que nos habían traicionado, los colaboracionistas, los petainistas, los que hicieron fortuna en el mercado negro. No escaseaban personas a las que odiar, te lo aseguro.
En el lejano triángulo azul había aparecido un triángulo menor, la blanca vela inclinada de un yate.
—Pero amabas a Richard —repuso Quirke.
Ella respondió con un gesto muy francés, inclinando la cabeza hacia un lado y hacia otro mientras exhalaba con fuerza el aire a través de los labios fruncidos.
—¿Amar? No era amor. No sé cómo llamarlo. Me casé con él por venganza, por venganza hacia mi padre, hacia Francia y también hacia mí. Yo era como uno de esos santos que caen de rodillas y se castigan azotándose y azotándose hasta sangrar. Encontraba placer en eso, un espantoso placer —volvió el rostro hacia él, con la boca entreabierta y los ojos brillantes—. ¿Lo comprendes?
Claro que lo comprendía. Ella le había dicho en una ocasión que la culpa los había unido, pero la culpa era un látigo de siete colas, todas ellas duras y afiladas para lacerar profundamente la carne.
—Mi padre dio su aprobación al principio. Le gustaba Richard. Lo reconoció como uno de los suyos y se negó a creer que fuese judío. «¿Cómo va a ser judío un hombre con ese apellido?», decía y se reía. Le parecía ridículo. Y, en realidad, tenía razón. Lo único que Richard tenía de judío era la sangre; él no era religioso y le importaba un comino la historia de su pueblo. Pero a mi padre sí le importaba la sangre.
El sol había ascendido a su cénit, achatando la cara de la colina que daba hacia ellos, borrando las sombras. Hasta sus rostros llegaba el calor que reflejaban las rocas y también el tenue polvo anaranjado de la arcilla. Un avión monomotor, con los travesaños de las alas reluciendo, zumbaba sobre sus cabezas. Quirke observó por primera vez los pájaros oscuros que giraban lentamente a enorme altura.
—¿Por qué se casó él contigo?
—¿Por qué?… Ah, ya entiendo lo que quieres decir: por qué se casó con una mujer cuando no eran mujeres lo que él deseaba —Françoise se detuvo un instante—. ¿Quién sabe? Me imagino que fue porque yo, al igual que él, era violenta y cruel y deseaba vengarme del mundo. Solía decirme: «Me gusta tu fiereza». Era una de sus palabras favoritas. Mi forma de odiar (a mi padre, a mi país, a todo) le divertía, le producía placer —calló de nuevo mientras asentía, la vista perdida más allá de la veranda, en la dura luz del mediodía—. Era un hombre muy perverso. Muy… malicieux.
—¿Cuándo descubriste lo que hacía?… ¿Lo que hacía en St. Christopher?
Ella pareció reflexionar.
—No sé si hubo un «descubrimiento». Es algo que se filtra en ti lentamente porque no quieres enterarte, tan lentamente que casi no te das cuenta. Pero se filtra y, como si fuese ácido, va devorando tu cerebro y tu conciencia.
—Pero aunque te resistieras, antes o después te enteraste. Y lo toleraste.
Françoise se levantó de un salto de la silla, igual que si la hubieran empujado, y se alejó hasta la barandilla de madera. El sol caía sobre ella con violencia. De perfil, de manera que él la escuchara sin que ella tuviera que mirarle, habló.
—Sí, lo sabía. Él me llevó al orfanato un día. Quería que lo viera, quería impresionarme con lo que había hecho en aquel lugar, la fuerza con que había dejado impresa su huella allí y en aquellos pobres niños, en aquellos pobres chicos.
—¿Conociste al padre Ambrose?
—¿Ambrose? Sí, de eso también se aseguró Richard.
—Yo también lo conocí. No me pareció un mal hombre.
Ella giró la cabeza hacia él y lo contempló fijamente.
—¿Ese sacerdote? Es un demonio, igual que Richard. Allí todos son demonios.
Quirke recordó la amable y tenue voz del padre Ambrose, su cercanía, su mirada, que parecía tantear lo que tenía delante mediante dedos invisibles. Recordó a los chicos pasando silenciosamente por los pasillos con los ojos bajos. ¿Cómo pudo no darse cuenta de lo que era evidente? ¿Cómo pudo ignorar lo que su propia experiencia de niño en sitios como aquél le debería haber enseñado a no olvidar?
—Y Dannie… ¿Sabías también lo que Richard le había hecho a Dannie? —preguntó Quirke.
—¡No! —sus manos golpearon con violencia la barandilla y le miró con ojos encendidos. Pero, a la misma velocidad con que había estallado, su furia desapareció, se aflojó su rostro, sus hombros cayeron. Casi en un susurro, continuó—: Creía que sólo le gustaban los niños, no sabía que las niñas también. Deseaba a los menores, sólo y siempre a los menores. «Carne fresca», decía, «carne fresca». Y se reía.
—¿Cuándo te enteraste?
—¿De lo de Dannie? No lo supe hasta…, hasta aquel día, aquel domingo en Brooklands. Algo se rompió dentro de ella, su secreto estalló. Ya no podía mantenerlo callado por más tiempo —volvió la cabeza inquieta para observar las puertas de cristal y la habitación donde estaba la niña y bajó de nuevo la voz para repetir en un susurro—: A causa de Giselle.
Quirke escuchó un rumor de voces y se giró hacia el cristal. Una sombra se aproximaba. La puerta se abrió y una joven entró en la veranda. Era morena como una gitana, tenía los ojos entornados y una sombra de bigote. Llevaba una bata azul y zapatos blancos de enfermera. Al ver a Quirke, vaciló.
—María —dijo Françoise—, cet homme est le docteur Quirke.
La joven sonrió insegura y enlazó las manos a su espalda. Françoise se dirigió a Quirke:
—María cuida de Giselle por las tardes —se aproximó a la joven y, sujetándola por el codo, la acompañó al interior de la casa.
Quirke se levantó con dificultad de la silla baja, prendió un cigarrillo y se encaminó a la barandilla, que Françoise acababa de abandonar. A pesar de haberse quitado la chaqueta y la corbata, tenía calor, podía sentir las gotas de sudor deslizándose por su espalda hasta detenerse en la cintura del pantalón. Abajo, en el valle, habían comenzado a cantar las chicharras y el aire parecía crepitar. Creyó distinguir el ruido del tráfico en la lejana carretera blanca, el estruendo de los camiones, el zumbido de las motos como insectos.
No debería haber ido.
Françoise regresó al cabo de unos minutos.
—Han salido a dar una vuelta. ¿Vamos dentro?
A Quirke le apetecía una copa. Quedaba un cuarto de vino en la botella de Picpoul. Se lo ofreció a Françoise, pero ella dijo que no con la cabeza y él se sirvió. El vino ya no estaba frío; no le importó.
La tortuga había desaparecido de la encimera y en su lugar había una bola de cristal que él reconoció, con su pequeña ciudad dentro, las calles en miniatura y el castillo con el torreón puntiagudo. Pasaron a la otra habitación y tomaron asiento en el sofá donde había estado la niña. Quirke tendió su cajetilla a Françoise, que tomó un cigarrillo. Qué extraño era estar allí, en aquel lujoso entorno, bebiendo vino y fumando, como si el mundo se redujera a eso: dos personas sentadas en una habitación blanca en una ciudad soleada sin más complicaciones que ser ellos mismos y estar juntos.
—Dannie me lo contó aquel domingo, me confesó lo que había sucedido entre ella y Richard durante muchos años. Richard debía de ser… No sé —Françoise se inclinó hacia delante para apagar el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesita baja—. ¿Es posible ser adicto a algo así?
—Es posible tener una obsesión —contestó Quirke.
—Pero tratándose de él, obsesión no parece la palabra adecuada. En su caso era más bien un pasatiempo, un hobby. Le divertía, le entretenía usar a aquellos niños, a aquellos chicos del orfanato, a jóvenes del periódico, a la pobre Marie, nuestra criada, a su hermana Dannie… Su hermana. Le divertía. ¿Lo entiendes? Él y los otros demonios destrozaban vidas, destruían almas por diversión.
Permanecieron callados hasta que Quirke rompió el silencio:
—¿Conoces a un hombre llamado Costigan?
Ella movió la mano con gesto desdeñoso, igual que si apartara una telaraña.
—No conozco los nombres. Eran varios.
—Los Amigos de St. Christopher.
—Sí, así se hacían llamar —con una risa amarga, se ladeó para mirarle—. ¿Sabes que utilizaban aquel lugar como un burdel? El sacerdote, Ambrose, era…, ¿cuál es la palabra?, el souteneur.
—¿El souteneur?
—Sí, el souteneur… El chulo.
Quirke se levantó para servirse lo que quedaba de vino. Con el vaso en la mano, se dirigió a la ventana con la palmera y se quedó allí, contemplando la bahía. La niña y su cuidadora caminaban por la orilla. Oyó acercarse a Françoise, que se detuvo a su espalda.
—¿Por qué te marchaste así, sin ni siquiera llamarme por teléfono? —le preguntó sin volverse. Sentía la calidez de su cuerpo, su perfume.
—Aquella noche en el parque, cuando Giselle regresó a casa por su cuenta y empezamos a buscarla… Pensé que la había perdido. Pensé que ellos la habían cogido.
—¿Ellos?
—La gente de Richard. Estaba tan asustada, sentí pánico. No sabes cómo son, de lo que son capaces.
El recuerdo de la noche en Mount Street, con él acuclillado mirando lo que acababa de arrojar al canalón, volvió a su cabeza. No le había contado lo que le había sucedido a Sinclair. Se volvió hacia ella.
—Cuéntame lo que pasó aquel domingo.
Hubo un silencio. Ella lo miró como no lo había mirado hasta entonces, como si fuese la primera vez que lo veía.
—Ya lo sabes, ¿verdad? —dijo en voz baja, la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos entornados.
Él asintió.
—¿Desde cuándo? —susurró ella.
—Desde el primer día que quedamos para comer en el Hibernian. Intentaste que sospechara que Carlton Sumner había matado a tu marido.
—Pero… ¿cómo lo supiste?
—No lo sé. Pero sabía que tenías que haber sido tú.
—¿Y Dannie?
—Dannie no podía haberlo hecho, de eso estaba seguro. ¿Maguire? No. ¿Carlton Sumner? Era posible, pero improbable. ¿Su hijo, Teddy? No. Así que sólo quedabas tú.
—Lo sabías y, a pesar de eso, tú…, nosotros…
—Sí.
Sí, lo sabía, pensó él, y aun así te acompañé al lado de la noche.
La costa era una cuesta pedregosa que descendía abruptamente hacia el indolente mar. Frente a ellos, una inmensa luna amarilla descansaba sobre el horizonte y su huella rielaba sobre la oscura superficie del agua. Veían las luces vacilantes de los barcos de pesca y más de una vez creyeron oír las voces de los pescadores llamándose unos a otros. La brisa nocturna era suave y fresca. Estaban sentados en un banco de madera al borde de las piedras, escuchando las olas y su incesante y breve vaivén. Quirke fumaba, mientras Françoise, reclinada sobre él y sentada sobre las piernas dobladas, apoyaba la cabeza en su hombro. Habían bajado a dar un paseo por la playa cuando María acostó a la niña.
—Dannie me lo confesó aquel día —dijo Françoise—. No sólo me contó lo que Richard le había hecho durante años cuando era niña, también me contó lo que Richard le estaba haciendo a Giselle. Había hablado con él aquella mañana, le había suplicado, pero él se rió en sus narices. «Fuiste mía cuando eras pequeña. Ahora tengo una nueva, toda para mí», le dijo. Cuando llegué a Brooklands la encontré tirada en el suelo, sí, en el suelo, acurrucada como si fuese un bebé. Al principio no quiso contarme nada, pero luego habló. La escopeta de Richard estaba en el suelo, junto a ella. Me dijo que había intentado reunir el valor para subir de nuevo a su despacho y enfrentarse a él, amenazarle… Dispararle si era preciso. Pero ella no tenía la fuerza necesaria.
—Y tú, sí.
—Sí, yo sí —cogió el pitillo de entre sus dedos y dio una calada que avivó la brasa con un sonido sibilante. El humo que exhaló tenía un aspecto fantasmal, un ectoplasma desvaneciéndose en la oscuridad—. ¿Me creerás si te digo que no me acuerdo de nada de lo que hice? Bueno, sí, tengo un recuerdo: la cara de Richard cuando me oyó a su espalda y se volvió. Estaba sentado a su mesa, revisando papeles. Llevaba su vieja chaqueta de tweed con…, ¿cómo las llamáis?, coderas, eso, coderas de cuero en las mangas. Siempre se ponía eso cuando estaba con los caballos, creía que le traía suerte. ¿Sabes lo que hizo cuando se giró y me vio con la escopeta? Sonrió con una extraña mueca. ¿Creyó que era una broma? No… Yo creo que sabía perfectamente lo que iba a hacer. Y sonrió. ¿Puedes decirme qué significa eso?
Quirke no dijo nada.
—Y entonces debí de disparar el arma directamente a su cara.
Ascendieron la colina lenta y trabajosamente, como si hubieran envejecido de golpe. La luna se había elevado en el cielo y ya estaba alta sobre la bahía y adelgazada su huella sobre el mar. Entre las palmeras volaban en silencio pájaros nocturnos, pálidos seres que se abatían furtivamente en el aire. En algún lugar lejano sonaba música, música de orquesta, vaporosa y alegre. Oían incluso el débil runruneo del tráfico distante en la Promenade. Quirke alzó el rostro y contempló en el centro del cielo una franja de estrellas igual que una mancha de vaho.
Al entrar por la verja vieron, sobre la roca, el resplandor de las luces de la casa a través de la pared acristalada.
—Se mofaba de mí —dijo Françoise—. Nunca admitió nada, desde luego, pero sabía que yo lo sabía y me tomaba el pelo. Trajo a Marie del orfanato para trabajar en casa. Aunque ya era demasiado mayor para él, Richard decidió conservarla, igual que hacía con todos, como si fueran trofeos que mostrar a sus amigos, que mostrarme a mí —se apoyó en Quirke como si hubiera sentido un repentino desmayo—. ¿Cómo pude permitirle comportarse así? ¿Cómo pude? ¿Y cómo pude permitirle que siguiera?
Subieron sin hablar en el pequeño ascensor. El cuerpo de Françoise, su olor, tan cerca de él. El ascensor se abrió con estrépito.
—¿Por qué hay dos puertas? —preguntó Quirke al salir.
—¿Qué?
—¿Por qué conservó tu marido las dos puertas de entrada si había convertido los cuatro pisos en uno?
—No lo sé. Él era así, tenía que tenerlo todo —le dijo Françoise mirándole.
—Incluso a ti.
Ella le dio la espalda mientras buscaba la llave.
Lo primero que hizo al entrar fue ir a comprobar cómo estaba la niña.
—Le he dicho a María que se quede a dormir en la habitación de invitados —le dijo cuando regresó—. ¿Te apetece beber algo?
—Whisky. ¿Tienes whisky?
Françoise encontró una botella en un armario y sirvió una copa para él. Ella no se sirvió. Quirke sintió un agudo dolor en el lado derecho, bajo las costillas, y se alegró. En ese momento le habría alegrado sentir cualquier cosa que fuera real. Bebió de la copa que ella le acababa de tender.
—Te acostaste con Sumner cuando se te insinuó aquí, ¿verdad?
Ella se volvió hacia él.
—Sí —dijo con calma tras pensar un minuto, y sonrió—. Lo siento si te he molestado. Tienes esa mirada masculina de «¿cómo pudiste?».
—Y no se lo dijiste a tu marido, pero él lo descubrió. ¿Fue ésa la razón por la que echó a los Sumner? ¿Fue por eso que discutieron en aquella reunión de negocios en Roundwood?
La sonrisa en la cara de ella era ahora de compasión.
—Crees que sabes mucho, pero en realidad no sabes nada. Yo les pedí que se marcharan. La situación se había vuelto… incómoda. Sumner es otro niño grande que se niega a abandonar el juguete que ha robado. Todos sois iguales.
Él asintió, sin quitarle los ojos de encima.
—Tú sabías que yo lo sabía, ¿verdad? Sabías que yo sabía que habías matado a tu marido.
—No —dijo ella con dureza—, claro que no.
—Pero te preocupaba que pudiera adivinarlo. Y me metiste en tu cama con la esperanza de alejar las sospechas de ti.
—¿Cómo puedes decir algo así?
Estaban de pie, uno frente a otro, Quirke con la copa en la mano y Françoise con los puños apretados a los lados de su túnica púrpura.
—Me he comportado como un idiota por ti —Quirke estaba sereno, frío, muy tranquilo. Deseó que regresara el dolor en el pecho, que había desaparecido—. Me he comportado como un idiota. He insultado a mi conciencia.
El rostro de la mujer se contrajo como si estuviera a punto de estallar en una risa.
—Tu conciencia. Por favor, no mientas. Miénteme a mí si quieres, pero no te mientas a ti mismo.
Con un suspiro, Quirke se alejó de ella y se dejó caer en una sofisticada silla de acero y cuero blanco.
—Le disparaste, y no has olvidado nada de lo que sucedió. Sabías exactamente lo que estabas haciendo.
—Ya te lo he dicho, lo hice por Giselle…
—Lo sé, ya lo sé. Ni siquiera te culpo. Pero te digo lo mismo que me acabas de decir: no mientas. Le disparaste y con tu pañuelo limpiaste el arma y la pusiste entre sus manos para que pareciera un suicidio, y luego regresaste y le dijiste a Dannie lo que habías hecho. A continuación llamaste a los guardias y no quisiste dar tu nombre. Entonces te montaste en el Land Rover y te fuiste y permaneciste lejos y luego regresaste a la casa como si nunca hubieras estado allí. ¿No es así?
Ella sonreía, pero había reaparecido el leve tic que contraía su mejilla.
—Podríamos haber sido tan felices, tú y yo. Podrías haber venido a vivir conmigo entre los adultos. Pero prefieres tu pequeña vida.
Quirke se sentía muy cansado, agotado. Se aproximó a la encimera para dejar el vaso vacío. Cogió la bola de cristal y sintió su peso frío en la mano, cerrada en torno a ella. Unos cuantos copos de nieve ascendieron y uno o dos se posaron en el tejado inclinado del castillo. Un mundo diminuto, perfecto e invariable.
—Dundrum, el hospital, es un sitio espantoso.
—Pero tú no permitirás que la envíen allí, ¿verdad, doctor Quirke? —le miró burlona, a él le pareció que casi sonreía.
Él se metió la bola de cristal en el bolsillo y se fue.
En Dublín llovía, y el aire parecía vapor. Quirke estaba empapado cuando llegó a su piso, sus zapatos chapoteaban al caminar. Agitó el sombrero con fuerza para sacarle toda el agua posible y, para que no perdiera la forma, lo encasquetó en un busto de escayola de Sócrates, de tamaño natural, que alguien le había regalado de broma. La única habitación que había encontrado en Niza la noche anterior estaba en un tugurio perdido en un callejón, regentado por un árabe con los dientes negros y una cicatriz. No había dormido, tan sólo había pegado cabezadas, temeroso de que alguien entrara a robarle y le cortara el pescuezo. En cuanto amaneció, fue al paseo marítimo y lo recorrió mirando el mar, que ya estaba azul aunque el sol apenas asomaba. Entró en un bar, se bebió tres tazas de café amargo y sintió ganas de vomitar. Y ahora estaba en casa.
En casa.
No llamó por teléfono, sino que fue directamente a Pearse Street. Hackett lo miró y, moviendo afirmativamente la cabeza, dijo:
—Veo que viene de la batalla.
Subieron al despacho y Hackett pidió al sargento Jenkins que preparara el té. Cuando el joven salió, se retrepó en su silla y puso sus grandes botas sobre la esquina de la mesa. A su espalda, la sucia ventana parecía llorar. Quirke estiró los hombros y la silla de madera sobre la que se sentaba lanzó un quejido de protesta. En su vida había estado tan cansado.
—Así que ya ha regresado de sus viajes. ¿Ha visto lo que fue a ver? —dijo Hackett.
—Sí, así es.
—¿Y?
—Hablé con ella.
—Habló con ella.
Quirke cerró los ojos y los presionó con los dedos hasta que le dolieron.
—¿Qué ha sucedido con Sumner?
—¿Sumner padre o Sumner hijo?
—Cualquiera de ellos. Los dos.
El aire en la habitación estaba azulado por el humo del cigarrillo de Hackett. El policía colocó sus botas en el centro de la mesa y acomodó su trasero en el hundido asiento de la silla giratoria.
—El joven Sumner recibirá una sentencia suspendida y su papaíto lo meterá en un barco y lo enviará de nuevo a Canadá, pero esta vez para siempre.
Quirke miró escrutadoramente aquella cara grande y pálida que ahora sonreía petulante.
—Negoció un acuerdo, ¿verdad?
—Hice un trato. Teddy me entregó a Costigan y a los hermanos Duffy, que cortaron el dedo de tu ayudante, y a cambio yo le di Canadá. Un intercambio justo.
—¿Y qué le caerá a Costigan?
—Eso lo decidirá el tribunal —contestó el policía con gesto respetuoso.
—¿Qué significa eso?
—Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
—¿Me está diciendo que saldrá de rositas?
Hackett contemplaba el techo con las manos entrecruzadas detrás de la cabeza.
—Como bien recordará de nuestros tratos anteriores con el señor Costigan, el hombre tiene amigos poderosos en la ciudad. Pero pondremos todo de nuestra parte, doctor Quirke, haremos todo lo que podamos.
—¿Y St. Christopher?
—Parece que trasladarán al padre Ambrose.
—¿Trasladar?
—Sí, a algún lugar del norte. El propio arzobispo ha dado la orden.
—Por supuesto, ni se plantean cerrar el lugar.
Hackett abrió mucho los ojos.
—¿Qué ocurriría entonces con todos esos huérfanos desgraciados? ¿Qué sería de ellos?
—¿Y qué ocurre con los Amigos de St. Christopher?
Hackett puso los pies en el suelo, se inclinó hacia delante y con súbita energía empezó a buscar entre el caos de papeles sobre su mesa. Una vieja estratagema que Quirke conocía bien.
—Dígame —exclamó—, dígame lo peor.
—Lo peor puede que no sea lo peor. Estoy…, ¿cómo decirlo?, manteniendo delicadas negociaciones sobre dicho asunto con el mismísimo señor Costigan.
—¿Va a hacer un trato con él a cambio de nombres?
—Ah. Bueno. Aquí —Hackett encontró el documento que aparentemente buscaba, se lo llevó a la cara y leyó lo que estaba escrito, entre muecas y fruncimientos de ceño, mientras tanteaba a ciegas sobre la mesa en busca de sus cigarrillos—. Yo diría que la cuestión es si él hará un trato conmigo. El señor Costigan es un tipo testarudo —asomó la cabeza por un lateral del documento y guiñó un ojo a Quirke—. A veces, el miedo puede volver a un hombre terriblemente testarudo y nada colaborador —encontró el paquete de Players, cogió un pitillo y lo encendió—. Como ya le he dicho, haremos todo lo que esté en nuestras manos —se interrumpió súbitamente—. En el nombre de Cristo, ¿dónde se ha metido ese payaso con nuestro té? —pulsó un timbre eléctrico que había sobre la mesa y mantuvo apoyado el pulgar—. Mi timbre de alarma al que nadie presta la más mínima atención —dijo con sarcasmo.
—¿Cómo se lo tomó Sumner? Me refiero al padre.
—Se quedó conmocionado, pero no parecía tan sorprendido como uno habría esperado.
—¿Sabía lo que sucedía con Dick Jewell, St. Christopher y todo lo demás?
—Me parece que tenía una ligera idea.
Quirke asintió, mientras contemplaba la ventana golpeada por la lluvia.
—Así que por eso se pelearon aquel día en Roundwood. Sumner fue a pedirle cuentas a Jewell por corromper a su hijo.
—Creo que es una suposición bastante acertada.
Quirke buscó con la mirada su impermeable; Hackett lo había colgado detrás de la puerta.
—¿Sabe que la hermana de Jewell está decidida a confesar que fue ella quien le disparó? —dijo de pasada.
—¿En serio? Pero no le vamos a hacer caso, ¿verdad? ¿No me dijo usted que anda mal de la azotea? —y se llevó un dedo a la sien.
—Asumo entonces que no presentará cargos contra ella… Que no dará por buena la confesión que ella está deseando hacer.
—Pobre muchacha, no es responsable de sus actos.
—¿Y quién sí es responsable de sus actos?
Se oyó un golpe en la puerta y Jenkins logró entrar con la bandeja del té.
—¡Por fin! Estábamos a punto de perecer de sed —exclamó Hackett levantando la cabeza de su falsa búsqueda y, sin más ceremonias, arrojó al suelo la mitad de los papeles para despejar la mesa.
Mordiéndose el labio e intentando no sonreír, Jenkins posó la bandeja. Quirke se levantó.
—Tengo que irme.
El detective lo miró con teatral consternación.
—¿No se quedará a tomar una taza de té?
Jenkins salió bordeando a Quirke. Sus orejas estaban muy rosas aquel día.
—Costigan, un par de matones y un sacerdote corrupto trasladado no es gran cosa, ¿verdad? —Quirke descolgó su impermeable del gancho que había detrás de la puerta.
—Son los tiempos que vivimos y el país, doctor Quirke. Aún no hemos madurado lo suficiente en esta pequeña isla. Pero usted y yo hacemos lo que podemos. No podemos hacer más.
Quirke se aproximó de nuevo a la mesa.
—Le he traído algo —introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó la bola de cristal y la colocó sobre la mesa, junto a la bandeja del té.
Hackett arrugó la frente.
—Un regalo de Francia. Puede utilizarlo como pisapapeles —y se dirigió a la puerta.
La voz de Hackett sonó a su espalda.
—¿Cree que ella volverá alguna vez?
Quirke no dijo nada. ¿Qué podía decir? No sabía la respuesta.