12

El inspector Hackett añoraba el campo. Había pasado casi todos los veranos de su infancia en la granja de su abuelo y nada empañaba el feliz recuerdo de aquel tiempo. La ciudad no era para él. Llevaba en Dublín, ¿cuánto?, casi veinticinco años, y aún se sentía un extraño. Había algo en la gente de ciudad, una dureza, una superficialidad, una falta de curiosidad hacia las cosas sencillas, a lo que no conseguía acostumbrarse y que incluso le hacía dar traspiés en la parte mundana de su trabajo. Con delincuentes de poca monta, con la escoria de los arrabales, se sentía seguro, pero con gente como Carlton Sumner y los Jewell pisaba territorio desconocido. Con ellos necesitaba a Quirke como guía y protector. Aunque Quirke provenía de la nada —casi literalmente, ya que no tenía padres y su infancia había transcurrido en orfanatos—, había entrado en el mundo del dinero y la posición social cuando la familia Griffin lo adoptó. Quirke sabía cómo comportarse allí donde Hackett se sentía perdido, y a Hackett no le avergonzaba pedirle ayuda.

Pero hoy Quirke no estaba con él.

El calor del verano era un tormento en la ciudad, mas un placer en el campo. Sentado en el coche, mientras el joven Jenkins conducía a lo largo del curso alto del río Liffey de camino a Kildare, Hackett contemplaba el verdor compacto de los árboles alineados a ambos lados de la carretera. Tras ellos, en la cuadrícula de los campos, el trigo y la cebada se balanceaban lenta y constantemente en oleadas resplandecientes. Hackett aspiraba el cálido e intenso olor a hierba, a heno, a animales; hasta el hedor del estiércol le gustaba. Lamentó dejar atrás el paisaje del río para adentrarse en las amarillentas llanuras de Kildare. Suponía que aquel paraje monótono debía de tener un encanto propio y austero, pero él había crecido en las montañas, entre bosques y agua, y prefería las perspectivas cerradas; allí, en Curragh, el horizonte estaba siempre demasiado lejano, demasiado plano, demasiado impreciso. A él le gustaban las cosas que se podían tocar.

Maguire, el capataz, había intentado disuadirle pretextando que se hallaba muy ocupado con los caballos, que estaba próxima una carrera importante y que se encontraba desbordado. Hackett insistió a su manera jovial y tenaz y, cuando entraron en el patio, Maguire los estaba esperando con semblante hosco.

—Ya le he contado todo —dijo a guisa de saludo antes de que el detective pudiera decir algo más que hola—. Yo estaba en las pistas… Ni siquiera escuché el disparo.

—Es cierto, ya me lo ha contado —dijo Hackett.

Se dirigieron a las cuadras y caminaron por el pasillo central, entre los boxes. Los caballos los miraban pasar, resoplando suavemente y girando sus enormes y brillantes ojos. El polvo y el tufo seco del heno provocaron en Hackett una sensación vacilante; quería estornudar y, al mismo tiempo, no podía.

—Pase —le dijo Maguire mientras entraba en la habitación de los arneses, con su olor a cuero y a aceite y a pienso para caballos. Un calendario clavado con chinchetas a la pared estaba abierto en la página de agosto del año anterior. Jenkins había hecho ademán de acompañarlos, pero Hackett le indicó con un gesto que se quedara fuera.

—Bueno, ¿qué quiere? —Maguire llevaba un chaleco de cuero, unos pantalones de pana atados bajo la rodilla con cordel y unas viejas botas de trabajo. Hackett advirtió que su enorme cabeza tenía una forma similar a la de Carlton Sumner.

—Tengo algunas preguntas sobre el orfanato… —dijo de la forma más prudente posible—, St. Christopher se llama, ¿verdad?

Maguire frunció el ceño, sorprendido.

—¿Qué quiere saber? —preguntó sombrío.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—¿Cómo sabe que estuve?

En la cara del detective se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

—Tenemos nuestros métodos, señor Maguire —afirmó satisfecho, pues disfrutaba interpretando el papel de policía inflexible y resuelto.

—Mi viejo me llevó allí cuando mi madre murió.

—Debió de ser duro.

—Tenía siete hermanos y mi viejo siempre estaba fuera, trabajando. Al menos en la Jaula te daban de comer.

—¿La…?

—Lo llamábamos así. Todo el mundo lo llamaba así. Si hubiera estado dentro, sabría por qué.

Hackett sacó sus cigarrillos, pero Maguire movió negativamente la cabeza.

—No tengo ese vicio. Tenga cuidado con dónde echa la cerilla, este sitio es una caja de yesca.

El detective sacudió el fósforo para apagar la llama y lo devolvió a la caja.

—Debió de ser una experiencia difícil, muy difícil, desde luego. ¿Cuántos años tenía cuando lo llevaron allí?

—Siete, pero ya le he dicho que no me importó. Hubo estaciones peores del vía crucis.

Hackett se dirigió a una pequeña ventana cuadrada que daba al patio. Los cuatro mugrientos paneles de vidrio estaban cubiertos de telarañas viejas y nuevas; una moscarda azul se agitaba débilmente en una de las redes. En el patio había un Land Rover que no estaba cuando Jenkins y él llegaron.

—Creo que el señor Jewell, su difunto jefe, era un mecenas del orfanato.

—¿Un qué?

Hackett apartó la cabeza de la ventana para mirarle.

—Recaudaba dinero y daba también de su propio bolsillo… ¿Es así?

—¿Por qué me pregunta, si ya lo sabe?

—Como usted era un antiguo alumno, por decirlo de alguna manera, debió de hablar con usted del orfanato, preguntarle cómo era.

Maguire movió la cabeza.

—Nunca me dijo una sola palabra sobre eso.

Hackett le miró de reojo.

—¿Conoce a Marie Bergin?

Un caballo que estaba fuera lanzó un agudo relincho e inmediatamente los demás se unieron, pateando con los cascos y golpeando los hocicos contra los barrotes de los boxes. El ceño de Maguire se hizo más hondo y Hackett comprendió que estaba esforzándose por hacer frente al giro inesperado en las preguntas.

—La conocí cuando trabajaba aquí.

—¿No la conoció en St. Christopher? Ella trabajó allí.

—¿Qué edad cree que tengo, diecisiete? Cuando ella entró, hacía mucho tiempo que yo me había ido.

—Pero ¿sabía que trabajó allí?

Maguire soltó algo parecido a una risa y miró alrededor con exagerada irritación.

—Mire, soy un hombre ocupado, tengo cosas que hacer. Dígame qué quiere o deje que me vaya a trabajar.

Hackett no se inmutó. Terminó su cigarrillo, lo dejó caer al suelo y lo pisó, luego se inclinó para coger la colilla y la metió también en la caja de cerillas.

—Lo único que me interesa es saber la relación que mantenía el señor Jewell con la…, ¿cómo la ha llamado antes?, la Jaula.

—¿Por qué? —espetó Maguire—. Y, además, ¿por qué me pregunta por el tiempo que yo estuve allí, y si conocía a Marie Bergin y todo lo demás? ¿Qué está buscando?

Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, Hackett contemplaba las anchas punteras de sus botas negras.

—Aquí se ha cometido un asesinato, señor Maguire. Busco a la persona que lo cometió.

—Entonces está perdiendo el tiempo —Maguire escupió las palabras—. Lo pierde hablando conmigo. Si no fue el señor Jewell, no sé quién apretó ese gatillo. Yo no estaba aquí cuando sucedió y no oí nada porque…

Se detuvo y desvió la mirada hacia la puerta, donde permanecía en silencio Françoise d’Aubigny. Llevaba unas brillantes botas negras, unos pantalones de montar de estameña color crema y una entallada chaqueta de terciopelo negro. En una mano sujetaba una delgada fusta de cuero trenzado y en la otra, un sombrero hongo con un rígido velo sujeto al ala frontal. Su cabello negro estaba recogido en la nuca en un moño que cubría una redecilla. Lo llevaba peinado muy tirante, lo que daba a las comisuras externas de sus párpados un toque oriental. Su boca maquillada era una estrecha línea escarlata.

—Inspector, ¡qué sorpresa!

Le invitó a la casa y le hizo tomar asiento en la cocina.

—¿Tiene hambre, inspector? Le podemos preparar un sándwich, o quizá prefiera una tortilla.

Hackett se lo agradeció, pero dijo que no, pues debía regresar pronto a la ciudad. Ella insistió en que, al menos, tomara una taza de té. Un irlandés no rechazaría un té, ¿no es cierto? Se dirigió a la puerta que comunicaba con el interior de la casa y llamó a Sarah Maguire. Junto al aparador, Jenkins se había colocado en posición de firmes, sujetando el sombrero con las manos. La esposa de Maguire acudió con la expresión torcida, puso la tetera en el hornillo, tomó una taza, su platillo y una cuchara y los colocó bruscamente frente al detective.

—¿Él también quiere un té? —dijo mirando de reojo a Jenkins.

Hackett se dirigió al joven:

—¿Qué dice, muchacho? ¿Tiene sed?

La nuez de Jenkins subió y bajó mientras tragaba con esfuerzo.

—No, gracias, inspector…, señora.

Hackett hizo un gesto de aprobación y se volvió hacia la mujer vestida de amazona.

—Le he hecho unas preguntas a Maguire sobre St. Christopher…, el orfanato del que, según creo, era benefactor su marido.

Françoise d’Aubigny arqueó una ceja.

—Ah, ¿sí?

Desde el fogón, la esposa de Maguire observaba a Hackett con expresión de susto y preocupación.

—Sí, hemos averiguado algunas cosas que han atraído nuestra atención sobre ese lugar —dijo Hackett a Françoise d’Aubigny.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

—Nada definitivo, nada concreto —hizo una pausa sonriendo—. El marido de la señora Maguire estuvo allí de niño. Y, fíjese, también estuvo el doctor Quirke. ¡Qué casualidad, verdad!

Hackett vigiló la reacción de la mujer a la mención de Quirke. No hubo ninguna. Eso confirmó sus suposiciones: ella y Quirke —¿cómo lo dirían ellos?— se veían. El hecho le divirtió tanto como le interesó. En cierta medida explicaba la extraña conducta de Quirke en el caso del asesinato de Richard Jewell… Pero sólo en cierta medida.

—No creo que estuvieran en la misma época —dijo Françoise d’Aubigny.

—No, no. El doctor Quirke le lleva un puñado de años a su capataz.

—Eso pensaba —la mujer lo miraba relajada. Era obvio que había adivinado que él sabía lo que había entre Quirke y ella y también era obvio que no le importaba—. ¿Hoy no le acompaña el doctor Quirke?

Él se limitó a sonreír. La esposa de Maguire llevó a la mesa la tetera, cubierta por una funda de lana, y la colocó sobre un salvamantel de corcho. Rehuyendo mirarle, regresó a la cocina mientras se secaba las manos con el delantal. Era una pobre criatura con los nervios de punta, pensó Hackett. Él no deseaba aumentar sus problemas. Estar casada con un hombre como Maguire no debía de ser fácil. Françoise d’Aubigny la miró.

—Puede irse, Sarah.

La señora Maguire pareció sorprendida, incluso un poco ofendida, pero se quitó el delantal dócilmente, lo colgó en un gancho que había junto al fogón y se marchó, cerrando la puerta con suavidad tras de sí.

—Inspector, si eso es todo, voy a dar un paseo a caballo —dijo Françoise d’Aubigny—. No sé nada de ese orfanato y no entiendo su interés. Creo que a mi esposo lo mataron por cuestiones de negocios, aunque no conozco la razón ni quién lo hizo, si bien tengo mis sospechas. ¿No le parece que sería mejor seguir esa línea de investigación?

—¿Qué línea, señora?

—Aconsejé al doctor Quirke que hablaran con Carlton Sumner.

—Y eso hemos hecho —dijo Hackett, mientras se servía con parsimonia una taza de té—. Pero me temo, señora Jewell, que esa línea de investigación no nos ha llevado muy lejos.

Ella entrecerró los ojos y él intuyó que quería decir algo más sobre Sumner. Pero cambió de opinión.

—Tengo que irme, inspector, mi pobre Hotspur debe de estar muriéndose de impaciencia.

Hackett asintió con una sonrisa.

—Le pido disculpas por robarle su precioso tiempo, señora, aunque mi intención al venir era, en realidad, hablar con el señor Maguire.

Ella le dedicó una tensa sonrisa.

—Gracias, inspector, y adiós.

Inclinó ligeramente la cabeza, miró de reojo a Jenkins y salió por la puerta trasera mientras se colocaba el sombrero y el velo. En el silencio que quedó, sólo se oían el zumbido de la nevera y el tictac del gran reloj de madera que colgaba en la pared, junto al fregadero.

Jenkins, que parecía contener el aliento desde que habían entrado en la cocina, lo exhaló de golpe.

—¿De qué iba todo esto, jefe? —preguntó excitado.

Hackett suspiró.

—Venga a sentarse aquí y sírvase una taza de té.

Quirke parecía molesto al teléfono. Llevaba toda la tarde llamando, le dijo. Hackett le explicó dónde había estado y que acababa de regresar. Quirke enmudeció. En su despacho del ático, Hackett intentaba quitarse las botas, sentado ante la mesa. Sujetó el auricular entre el hombro y la mandíbula, se inclinó y, con un dedo en la caña trasera de la bota derecha, hizo palanca y sacó el pie. Su esposa le había comprado un par de zapatos sin cordones y con suelas de crepé, pero no se hacía a ellos. Unas botas de caña corta y con suela claveteada no eran lo más apropiado para una ola de calor, por no mencionar los calcetines de lana gris, pero ése había sido su tipo de calzado desde niño y ya era demasiado tarde para cambiar.

—¿Estaba Fra…, estaba la señora Jewell? —preguntó finalmente Quirke.

Hackett le dijo que sí, mientas forcejeaba por quitarse la bota izquierda; con el pie derecho empujaba el talón del zapato hacia abajo e intentaba introducir un dedo de la mano por un costado. Se le habían debido de hinchar los pies con el calor.

Quirke esperó a que siguiera hablando, aunque no lo hizo. Hackett, como el doctor, también sabía ser reservado. La bota por fin salió y cerró los ojos con expresión de alivio. Quirke le preguntó qué le había contado Maguire, pero Hackett sabía que no era Maguire la persona de quien quería oír hablar.

—No es nada parlanchín ese Maguire —sujetaba con una mano el auricular, ligeramente pegajoso del contacto contra la mandíbula, mientras con la otra trataba de sacar un cigarrillo del paquete que tenía sobre la mesa—. No fue muy comunicativo sobre el tema que nos interesa, la Jaula, como él lo llama.

—¿La qué?

—La Jaula, St. Christopher. ¿No lo llamaban así en su época?

—Sí —contestó Quirke tras un rato—. Lo había olvidado.

—Yo diría que hay bastantes cosas de esa institución que es preferible olvidar —consiguió introducir el cigarrillo entre sus labios, pero tuvo que colocar de nuevo el auricular bajo la mandíbula para encenderlo—. Aunque, según Maguire, no fue un lugar tan malo.

—No guardo muchos recuerdos del orfanato. En cualquier caso, escuche: he ido a ver a Sumner otra vez.

—¿Mmm?

—Tampoco fue muy comunicativo, pero creo que es porque no tiene gran cosa que comunicar. Creo que deberíamos centrarnos en su hijo.

—¿El hijo?

—Sí, Teddy.

Hackett hizo girar su silla hasta quedar frente a la ventana situada tras su mesa. Contempló los tejados y el batiburrillo de chimeneas cociéndose al sol. Ya eran las cinco y media, pero el calor apretaba igual que si fuese mediodía. Así que Teddy, el mismísimo Teddy. ¡Qué interesante!

—¿Qué le contó Sumner sobre él?

—Nada, pero creo que Teddy Sumner era la persona involucrada en St. Christopher junto a Dick Jewell, y no su padre.

—¿Involucrado?, ¿en qué sentido?

—El sacerdote de allí, el padre Ambrose, me dijo que «Sumner» pertenecía a los Amigos de St. Christopher igual que Jewell y que otros cuyo nombre no mencionó. Pensé que se refería al padre, pero ahora creo que hablaba del hijo.

—Parece tener sentido. No me imagino a Carlton Sumner como un salvador de huérfanos.

Una paloma se posó en el alféizar de la ventana y, a través del cristal, contempló con atención a Hackett con sus ojillos brillantes. El policía admiró su plumaje iridiscente de un azul pizarra con brillos rosáceos, gris pálido y verde, un intenso verde ácido. Quizá en el futuro apreciarían a aquellos pájaros universalmente ignorados tanto como a los pavos reales y los loros. ¿De verdad podía verle tras el cristal o era imaginación suya ser objeto de esa mirada fija? El pájaro había acudido con la probable esperanza de comer, pues Hackett solía esparcir sobre el alféizar las migas de los sándwiches que llevaba a veces al trabajo.

Percibió con curiosidad una nota de entusiasmo en la voz de Quirke. Era obvio que deseaba implicar a Teddy Sumner, pero ¿por qué? ¿Venía Teddy tal vez a sustituir a otra persona?

—¿Y sabe además qué pienso? —le dijo Quirke—. Creo que fue Teddy Sumner quien envió a los dos matones a dar una paliza a mi ayudante.

—¿Lo dice en serio? —repuso Hackett riendo—. ¿Y no le parece más bien una corazonada?

Quirke no se rió.

Paseaban por Iveagh Gardens en el frescor del atardecer. Françoise vestía los pantalones que estaban tan a la moda: negros, con perneras que se estrechaban hasta el tobillo, donde unas tiras elásticas que iban bajo el pie los mantenían tirantes. Llevaba una blusa de seda blanca y un pañuelo de seda carmesí anudado con holgura en torno al cuello. El cabello, repeinado hacia atrás, estaba recogido en una redecilla. Había estado montando y no había tenido tiempo de peinarse, le dijo a Quirke y le preguntó si tenía un aspecto terrible. Él contestó que la veía bien.

—Bien —repitió ella—. ¡Qué galante! —sonrió y ladeó la cabeza con aquel gesto que Quirke conocía, le cogió del brazo y presionó ligeramente el codo contra su costado—. Te estoy tomando el pelo.

Delante de ellos caminaba Giselle con una bicicleta roja nueva que le había comprado su madre el día después del funeral de su padre. Se había negado a montar, ni siquiera quiso intentarlo y, con las manos en los mangos de goma del manillar, empujaba la bicicleta sobre el camino de grava. De vez en cuando hacía sonar el timbre con el pulgar. Su madre, como de costumbre, la contemplaba con una muda e inquisitiva ansiedad.

—Sabía que estabas en Brooklands, me lo dijo Hackett.

—El buen policía —replicó Françoise—. No sé por qué se presentó allí. Creo que quería hablar con Maguire de orfanatos o algo así.

—Sí, de St. Christopher.

—¿Dónde está eso?

Mentía con tanta facilidad, con tanta delicadeza, como si no se diera cuenta de las palabras que pronunciaba.

—Fuera de la ciudad, junto al mar. Tu marido tenía relación con el orfanato.

—¿Relación?

—Sí, recaudaba fondos. Pensé que lo sabrías.

Notó cómo la mujer se encogía de hombros.

—Es posible. Él tenía muchas «relaciones», según tu expresión.

Se adentraron en la sombra violácea que dibujaban los árboles. Delante de ellos, la niña con su vestido claro parecía un destello fantasmal.

—Teddy Sumner también tenía relación. Tu marido creó un grupo para recaudar fondos, los Amigos de St. Christopher, al que Teddy pertenecía.

—¿Teddy Sumner, un filántropo? —ella sonrió—. Es difícil de creer.

—Así que lo conoces.

—Claro. Ya te conté que durante una época salimos con los Sumner a menudo. Teddy y Denise, Dannie, eran muy amigos.

—¿Ya no se ven?

—No lo sé, probablemente no —ella lo miró de reojo—. ¿Por qué?

Anduvieron media docena de pasos antes de que él dijera nada.

—Estuve en St. Christopher cuando era niño, pero no por mucho tiempo.

—¿Sí? ¡Qué extraño! El mundo es muy pequeño.

—Y aún se hace más pequeño a medida que pasa el tiempo.

Emergieron de nuevo a la luz sesgada del atardecer. La niña se había detenido y se esforzaba en mantener derecha la bicicleta con una mano, mientras con la otra intentaba sacar algo que se había metido bajo la correa de su sandalia. Era un paquete de cigarrillos, pisoteado hasta quedar plano y blanquecino por el sol. Quirke ayudó a la niña.

—Te voy a enseñar lo que hacía yo con la primera bicicleta que tuve cuando tenía tu edad.

Dobló el cartón alisado del paquete en dos y luego en cuatro, se acuclilló y lo insertó entre dos radios de la rueda trasera de manera que sobresaliera.

—Mueve la bici ahora —explicó a la niña—, sonará como un motorcito.

Ella le observó un momento, las pupilas inmensas tras los cristales redondos de sus gafas. Empujó la bicicleta y el cartón golpeó los radios produciendo un seco y rápido sonido parpadeante. Los dos adultos fueron tras ella.

—Le gustas —susurró Françoise, presionando sus costillas contra el brazo de él.

—¿Tú crees? —Quirke arqueó las cejas. Unos pasos por delante, la niña se detuvo de nuevo e inclinándose sacó el cartón de entre los radios, lo tiró a la gravilla y siguió su camino. El hombre rió—. Bueno, no parece tenerme mucho respeto como fabricante de artilugios.

—No seas duro con nosotras —le dijo Françoise con rostro grave.

—¿Nosotras?

—Con Giselle… Conmigo. Estamos pasando un momento difícil. Ambas sufrimos, cada una a nuestra manera.

La grava crujía bajo sus pasos. En el césped y bajo los árboles se cortejaban las parejas, transformadas por la sesgada luz cobriza en faunos y ninfas.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué quieres decir?

—¿Te quedarás aquí o volverás a Francia?

—Ah, hablas del futuro —una sonrisa nostálgica se dibujó en el rostro de Françoise.

—Sí.

—El futuro depende de muchas cosas, y no todas están en mi mano. Por ejemplo, y perdona que sea tan franca, estás —mientras hablaba miraba hacia delante.

Quirke sintió un repentino calor bajo el cuello de la camisa y un sudor frío en la parte inferior de su espalda.

—¿Yo soy parte del futuro?

Ella rió bajito, como si no deseara que la niña los escuchara.

—No me corresponde a mí decirlo.

—Vamos a sentarnos.

Se detuvieron junto a un banco de hierro forjado y Françoise llamó a la niña, que hizo como si no oyera y continuó su camino. Quirke le dijo que la dejara seguir, pues no iría muy lejos y además desde allí podían verla. Se sentaron, y él sacó su pitillera y el mechero.

—Creo que no soy capaz de volver —dijo Françoise antes de aproximar el extremo del cigarrillo a la llama que él le tendía—, o por lo menos no para siempre. Añoro Francia, por supuesto, siempre será mi casa, el lugar donde nací. Sin contar con que allí vive gente adulta —añadió con una sonrisa.

—¿Aquí no?

—Vuestra… ingenuidad es parte de vuestro encanto.

—¿Te refieres a todos o a mí en particular?

Ella le dio un empujoncito cariñoso con el hombro.

Sabes a qué me refiero.

Quirke extendió el brazo sobre el respaldo del banco.

—¿Y Giselle? ¿Qué cree ella que es: francesa, irlandesa o ninguna de las dos cosas?

Françoise frunció el ceño.

—¿Alguien sabe lo que piensa Giselle?

Ambos la buscaron con la vista: ya estaba bastante lejos, una diminuta figura fantasmal que se deslizaba por el sendero, entre los inmensos árboles oscuros, haciendo rodar su vistosa bicicleta.

—Me acuerdo de cómo era yo a sus años, mucho antes de que estallara la guerra. Era feliz.

—Tal vez ella también conseguirá serlo.

La mujer se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en la mano.

—Me preocupa. Pienso en ella continuamente. No quiero que resulte…, que resulte lastimada, como me pasó a mí —calló unos instantes y luego volvió el rostro hacia Quirke y le observó con sus enormes y serios ojos brillantes—. ¿Sabes qué nos atrajo a cada uno del otro? El sentimiento de culpa. ¿No estás de acuerdo? Piénsalo, mon cher.

No le hacía falta.

—Háblame de tu culpa —le pidió él con delicadeza.

Un largo silencio siguió antes de que ella contestara. Observaba a su hija, que ya había salido de la larga sombra que cubría aquella zona del césped.

—Maté a mi hermano —dijo en voz tan baja que él tuvo que hacer un esfuerzo para entender sus palabras, y entonces se preguntó si había oído bien. La mujer se echó hacia atrás bruscamente y aspiró con violencia el cigarrillo—. Digamos que le ayudé a morir.

—Cuéntame —Quirke colocó su mano sobre las de la mujer.

Françoise se aclaró la garganta, la vista siempre fija en la lejana niña.

—Como te conté, él estaba en Breendonk, un campo de concentración en Bélgica. La Gestapo se encontraba allí.

—¿Cómo se llamaba tu hermano?

—Hermann. Mis padres sentían una gran admiración por los alemanes y todo lo que fuera alemán. Aún me sorprende que no me bautizaran Franziska —pronunció ese nombre como si lo escupiera.

—¿Qué le sucedió a Hermann?

—Estaba en la Resistencia. Yo también, pero no como él. Era muy valiente, muy…, muy fuerte. Tenía mucha responsabilidad, fue uno de los cabecillas de los primeros tiempos.

—¿Tu padre y tu madre lo sabían?

—¿Que éramos résistants? No, nunca hubieran creído a sus hijos capaces de semejante cosa, de semejante trahison. Incluso cuando los alemanes detuvieron a Hermann y se lo llevaron, mi padre se negó a aceptar que no se trataba de un error. Él conocía a alguien en el ejército alemán, un comandante, por eso pude visitar a Hermann en aquel sitio terrible donde le tenían preso —tiró el cigarrillo al suelo y lo pisoteó concienzudamente con el tacón—. Sabía demasiado, no sólo nombres, también secretos: planes, lugares que iban a ser atacados, objetivos que habían sido decididos. No deberían haber permitido que supiera tanto, era demasiado peligroso para él. Y cuando fue detenido, no le creyeron capaz de resistir la tortura, de no traicionarlos. Y me enviaron a verle —no había levantado la vista del pie con el que había pisado la colilla, como si pudiera verla—. Al principio me negué. Me advirtieron de lo que sucedería si Hermann nos traicionaba: nuestra célula sería detenida y eliminada, incluyéndome a mí; otros cabecillas serían detenidos; todo estaría perdido. Así que me guardé el pase del comandante alemán que mi padre me había conseguido y fui a Breendonk. Tomé el tren nocturno. Nunca olvidaré ese viaje. Los cabecillas de nuestra célula me habían dado…, me habían dado una cápsula que debía entregar a Hermann. Yo sabía qué era, por supuesto. Descosí la solapa de mi abrigo y la metí dentro. No pensaba nada. No me creía capaz de dársela, me dije que antes de llegar, en el último minuto, cogería la capsula y la arrojaría por la ventana del tren. Pero no lo hice —la mujer temblaba, Quirke se quitó la chaqueta y la colocó sobre sus hombros, sin que ella pareciera advertirlo—. En cuanto Hermann me vio, lo comprendió todo… Supo por qué había ido y qué le llevaba. Él parecía muy contento, quiero decir que simulaba estarlo por mí, se reía y hacía bromas. Ya habían empezado a torturarle. Cuando le vi en aquella habitación vacía donde nos metieron estaba tan delgado, tan pálido que me costó reconocerlo. Me acuerdo de los cercos oscuros —con las yemas de los dedos se tocó las ojeras de su propio rostro— y en sus ojos, el miedo que intentaba esconder, el mismo que reflejaban cuando era pequeño y había hecho algo para enojar a mi padre, pero mucho más intenso. Aquel día parecía el niño pequeño que yo recordaba. Le di la cápsula y se la metió en la boca sin dudar un segundo. Creo que…, ¿cómo se dice?, la envoltura, sí, estaba hecha de cristal, un tipo muy fino de cristal. Se la colocó aquí abajo —llevó de nuevo un dedo a su rostro para señalar la mandíbula— y allí la mantuvo mientras hablábamos. ¿De qué hablamos? Creo que de nuestra infancia, de ese tiempo en que fuimos felices. Entonces se lo llevaron y me condujeron a la salida. Cuando llegué a París, mi padre ya se había enterado, a través de sus contactos, de que Hermann había muerto. No sospecharon de mí, creyeron que alguno de los prisioneros le había dado la cápsula —empezó a tiritar de nuevo y cerró las solapas de la chaqueta en torno a su cuello—. Mi pobre hermano, tan guapo. Mi pobre Hermann, tan valiente.

Permanecieron callados durante unos instantes. En el silencio, Quirke podía oír el sonido de su garganta al tragar, cómo se dilataba y se volvía a cerrar. No quería mirar a Françoise, no quería ver cómo se había transformado su rostro, ahora demacrado y ceniciento. El sol se había ocultado tras las copas de los árboles y todo el césped estaba en sombra. Sintió frío sin la chaqueta. Buscó con la vista a la niña, pero no la vio. Se puso en pie.

—¿Qué pasa? —dijo Françoise. Miró con detenimiento el jardín oscurecido, buscando, igual que él—. Dios mío, ¿dónde está?

—Ve por el sendero. Yo atravesaré el césped —dijo Quirke.

Ella se levantó con presteza, se quitó la chaqueta de los hombros y se apresuró por el sendero, cojeando ligeramente. Quirke atravesó el césped corriendo, mientras forcejeaba para ponerse la chaqueta. Llegó al final del sendero con los calcetines empapados por el rocío tan sólo unos segundos antes que Françoise. La vio girar en la esquina, junto al gran roble, y correr hacia él con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo en una extraña postura, como si intentara volar.

—¿Dónde está? —gritaba—. ¿Dónde está?

El pánico, igual que una ola caliente que anegara su pecho, invadió a Quirke. Debía mantener la calma. No quedaba nadie en los jardines. ¿Habría un vigilante? ¿Estaría cerrada la verja? Maldijo su descuido, se maldijo a sí mismo.

La buscaron durante mucho tiempo, cada uno por su lado, volando a través de las sombras crecientes de la noche como dos frenéticos fantasmas, gritando el nombre de la niña. Corrían en direcciones opuestas y estuvieron a punto de chocar en un recodo del sendero. Françoise lloraba de miedo con enormes y desgarradores sollozos que sacudían su pecho como un hipo desaforado.

Quirke la agarró de los codos y la sacudió.

—Ha debido de ir a alguna parte. Piensa, Françoise, ¿dónde ha podido ir?

Ella sacudió la cabeza y los mechones que habían escapado de su moño flotaron en torno a ella y por un segundo pareció una Medusa.

—No lo sé. No lo sé.

Quirke recorrió el parque con la vista. Estaba jadeando… ¿Había corrido tanto y tan rápido? El jardín, ahora vacío, tenía un aura amenazante moteada de sombras e innumerables destellos fosforescentes que parecían surgir de la nada. Sobre ellos resonaba el susurro inquietante de los árboles. De repente, una idea surgió en su cabeza.

—¿Hay alguna forma de entrar desde el parque al jardín de tu casa? ¿Una puerta o una verja?

Ella emitió un sonido ahogado.

—No… ¡Sí! Una verja. Creo que hay una verja.

Corrieron hacia el muro que bordeaba los jardines privados y lo siguieron hasta encontrar una pequeña verja de madera, tan pintoresca como una postal, con un rosal silvestre en un lado y una mata de madreselva en el otro. En la oscuridad, el perfume de la madreselva florida era más intenso, dulcemente empalagoso. Françoise abrió con un golpe la verja y corrió hacia el interior. Quirke la siguió por un estrecho sendero arcilloso que terminaba en otra verja, ésta de metal y con el cierre levantado, y entraron en el jardín japonés. La bicicleta de la niña estaba apoyada contra la pared de la casa, junto al gran ventanal de carpintería francesa. Abierto. Tan pronto pisó la casa, Françoise se detuvo entre jadeos y se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas. Quirke creyó que iba a vomitar y se apresuró a poner una mano bajo su frente para ayudarla, pero ella retiró la cabeza con una sacudida. Mascullaba en francés e, incapaz de comprender qué decía, él continuó la búsqueda: pasó por delante de la cocina, recorrió el pasillo hasta llegar al vestíbulo y, sin dudar un segundo, giró a la izquierda y entró en el salón de altos techos. Sobre la gran mesa de caoba había un candelabro con bombillas y su luz parecía reflejarse en las profundidades de la madera pulida. La niña estaba sentada en la misma silla donde él la había visto cuando la conoció. Tenía el libro abierto en el regazo y se estaba chupando el pulgar. Se lo sacó de la boca y lo miró. Sus ojos eran invisibles tras el reflejo de sus gafas.

—Tienes una hoja en el pelo —le dijo.

Teddy Sumner llegó a los cuarteles de la Garda en Pearse Street con gesto arrogante y desdeñoso. Aparcó su pequeño y resplandeciente coche verde junto a los vehículos de la policía, que a su lado parecían un montón de chatarra, y dio su nombre en recepción con voz alta y firme. Mientras aguardaba a que alguien se presentara para acompañarle, recorrió la sala de espera con las manos en los bolsillos y, sin prestar la más mínima atención a la amenazadora mirada del sargento de guardia, leyó parsimoniosamente los avisos: una alerta de rabia, advertencias contra los altos niveles de polen de ambrosía… Se detuvo ante un par de carteles sobre personas desaparecidas para contemplar muy de cerca y con una sonrisa burlona los pésimos retratos, irreconocibles por el enorme grano de las fotografías. Encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla al suelo.

—Recoja eso —dijo el sargento, un matón de cara rojiza con la nariz rota y manos grandes como jamones.

Teddy lo miró y luego se inclinó, recogió la cerilla y la tiró a la papelera que había en la esquina. Llevaba su americana azul marino con el escudo del Real Club de Yates de St. George, pantalones oscuros, una camisa blanca y un pañuelo color crema. Se había quitado las gafas de sol y las llevaba colgadas de la camisa. Se entretuvo imaginando cómo sería que te colocaran unas esposas y alguien como el sargento, con su uniforme azul y su ancho y lustroso cinturón, te diera una paliza. No estaba preocupado. ¿Por qué debería estarlo?

El sargento Jenkins, ataviado con un traje barato y una fea corbata, apareció por las puertas batientes que había en recepción, levantó la tapa del mostrador e hizo una seña a Teddy para que pasara. Sin decir una palabra, recorrieron un pasillo pintado de un verde mucoso, descendieron por unas escaleras sombrías a otro pasillo sin ventanas y cuando llegaron al final entraron en una habitación diminuta de techo bajo, del mismo color moco del pasillo y también sin ventanas. Una mesa de madera con dos sillas de respaldo recto a cada lado eran el único mobiliario.

—Espere aquí —dijo Jenkins y desapareció.

Teddy aplastó su cigarrillo en el cenicero dentado de metal con un grabado de la marca de cigarrillos Sweet Afton que había sobre la mesa. En el silencio se escuchaba el distante zumbido de un generador. Se le pasó por la cabeza sentarse, pero metió las manos en los bolsillos y recorrió lentamente el cuarto. Quizá había una mirilla escondida en alguna parte. Quizá estaba siendo observado en aquel mismo instante; observado, analizado, juzgado.

¿Qué podían tener contra él? Nada. Cuando llegó el aviso para que acudiera a la comisaría, llamó a Costigan y Costigan se puso en contacto con los dos tipos duros —Richie y no sé qué Duffy, eran hermanos y vivían en Sheriff Street, la calle de la ciudad con el nombre menos adecuado—, que le dijeron que a ellos ni los guardias ni nadie les habían molestado. Era imposible que Sinclair les hubiera reconocido. Pero entonces ¿qué pintaba él allí? Tal vez no se trataba de Sinclair. ¿Había cometido otro delito recientemente sobre el que la policía quisiera interrogarle? A pesar de su dinero y sus poderosos contactos, Teddy vivía en un estado permanente de inquietud. Tenía una pesadilla recurrente donde él enterraba a alguien —los detalles del sueño cambiaban, pero siempre había un cadáver y siempre debía esconderlo— y a veces el sueño seguía latente cuando despertaba como si no fuese un sueño, sino un vago pero terrible recuerdo. Él imaginaba que su conciencia, suprimida o ignorada durante el día, aprovechaba el sueño para irrumpir en la mente dormida. Le gustaba pensar que tenía conciencia…

El eco de unos pasos resonó en el pasillo, se abrió la puerta y un hombrecillo regordete entró caminando como un pato. Su pálido rostro estaba húmedo y tenía una panza tan bien dibujada como el bombo de una mujer embarazada. Vestía un traje azul, tirantes rojos y lo que parecían botas de suela claveteada. Sus delgados labios se estiraron en una sonrisa.

—Señor Sumner, gracias por venir. Soy Hackett, el inspector Hackett —se aproximó a la mesa seguido por Jenkins, que cerró la puerta y se puso en posición de firmes junto a ella, con la espalda contra la pared y las manos unidas delante—. Siéntese, dé un respiro a sus pies. ¿Fuma? —sacó un paquete de Players del bolsillo, abrió la tapa, dio unos ligeros golpecitos para que asomaran los cigarrillos y se los tendió a Teddy.

Tomaron asiento, Hackett en la silla que estaba frente a la puerta y Teddy en la otra, incómodo por la presencia de Jenkins detrás de él como un tótem. Hackett encendió una cerilla para prender los cigarrillos.

—No sé por qué… —comenzó Teddy, pero Hackett alzó una mano para detenerle.

—A su tiempo —dijo con una sonrisa—, a su tiempo se enterará de todo, señor Sumner.

Teddy calló mientras Hackett, apoyándose sobre los codos, le observaba con viva y simple curiosidad. Los segundos pasaban y, en el silencio, Teddy creyó distinguir el tictac de su reloj y hasta un suave zumbido en el aire. Según una regla no escrita para estas situaciones, debía mantener la mirada de Hackett sin parpadear, pero el jovial escudriño del tipo y su grisácea, enorme y cómica cara de rana le daban ganas de reír. Recordó cuando su padre le hacía cosquillas de niño y no cesaba hasta que él rompía a llorar —incluso llegó a hacerse pis encima en una ocasión—, y aquella imagen, más que cualquier amenaza, ensombreció su humor. Debería haber llamado a su padre antes de acudir a la comisaría. Su padre querría saber qué estaba pasando, por qué le habían llamado, pero ¿qué podría haberle contado? Tuvo la certeza de que estaba metido en un buen lío.

—¿Ha vuelto a Powerscourt? —le preguntó en tono informal Hackett.

—¿Powerscourt? —Teddy se pasó la lengua por los labios. ¿A qué venía eso? ¿Otra vez estaban dando vueltas al viejo tema? ¿Había empezado a lloriquear de nuevo la chica a la que le había dado un par de guantazos aquella noche cuando acabó el baile? Ni siquiera recordaba cómo se llamaba aquella putilla—. No, hace mucho tiempo que no voy.

—Mmmm. ¿Conoce a un joven llamado Sinclair?

Teddy parpadeó. Así que se trataba de Sinclair, ¡santo Dios! ¿Cómo lo habían averiguado?

—¿Sinclair?

—Sí, David Sinclair. Es médico forense en el Hospital de la Sagrada Familia. ¿Sabe de quién estoy hablando?

Teddy oía el chirrido que hacían los zapatos de Jenkins cuando cambiaba su peso de un pie plano al otro.

—No, no lo conozco… Espere, sí, su nombre me suena. Creo que es amigo de una amiga mía.

—No me diga.

—Sí, eso creo, pero yo no lo conozco personalmente.

Hackett inclinó la cabeza con una sonrisa y los ojos entornados y, por un instante, pareció un diminuto y corpulento chino.

—¿Sería tan amable de decirme el nombre de su amiga?

A Teddy le invadió la sensación de hallarse haciendo equilibrios en lo alto de una empinada escalera que daba a un vestíbulo sumido en la oscuridad; en cualquier momento podía encontrarse agitando los brazos y arqueando la espalda para no caer de cabeza en las tinieblas. No debía perder los nervios. Su mente se disparó mientras pensaba. Si las cosas se ponían muy feas, podía decir que el plan había sido idea de Costigan y que él se había limitado a llamar por teléfono a Sinclair. ¿Por qué le había ocultado a su padre que le habían mandado una nota para que se presentara allí? ¿Era una nota o una citación? ¿Iban a arrestarle?

—Su nombre es Dannie…, Denise. Dannie es su apodo.

—¿Es su, digamos, novia? Vamos, señor Sumner, no es ningún delito que los jóvenes tengan novia —Hackett le guiñó un ojo.

—No es mi novia, sólo es una amiga.

—Y también es amiga de David Sinclair.

—Sí, ya se lo he dicho antes.

—¿Es novia de él?

—No.

Por algún motivo, a Teddy jamás se le había ocurrido semejante posibilidad. O tal vez sí, pero sin darse cuenta; tal vez estaba celoso y por eso se había obsesionado con Sinclair. Pero ¿por qué iba a estar celoso? Y si ése era el caso, ¿de quién tenía celos en realidad? No lograba pensar con claridad, estaba confuso. En aquella habitación, que más parecía una celda, el aire era cálido y sofocante y sentía una presión palpitante en los oídos, como si hubiera estado buceando y hubiera ascendido a la superficie demasiado rápido. Al policía —¿cómo se llamaba?, Hackett, eso es— no parecía molestarle la atmósfera asfixiante, acostumbrado probablemente a pasar gran parte de sus días en habitaciones como aquélla.

—Esa amiga suya que no es novia de nadie parece una chica muy formal. ¿Podría decirme cómo se apellida?

Estaba claro que conocía la respuesta.

—Jewell.

—¿No será una de los Jewell?

—Es la hermana de Richard Jewell.

—¿De verdad? —Hackett abrió las manos con gesto de sorpresa—. Entonces he coincidido con ella, ¿sabe usted dónde?

Teddy no dijo nada mientras observaba al policía con una mezcla de pánico y odio. Odiaba su enorme cara y su falsa sonrisa, sus guiños, su humor con segundas intenciones; odiaba incluso sus botas y sus tirantes y su corbata manchada de grasa. Habría deseado lanzarse sobre la mesa, agarrarle del pescuezo y apretarle la nuez con los pulgares hasta que se le salieran los ojos de sapo de las órbitas y su lengua se hinchara hasta ponerse azul.

—Fue en una situación difícil —continuó Hackett como si estuvieran jugando a las adivinanzas y le diera una pista—. En Brooklands, en County Kildare, donde el señor Jewell encontró su trágico final. El mismo día que murió, me presentaron a su hermana. ¿Usted conocía también a Richard Jewell?

Teddy pensó la respuesta. Seguía en lo alto de las empinadas escaleras, aún temblando y a punto de precipitarse al vacío en cualquier instante. ¿Qué debía contestar? Las preguntas sonaban tan inocentes, pero sabía que cada una de ellas era como una cuerda tan tensa como las de un piano y preparada para hacerle tropezar. Podía negarse a contestar. Podía solicitar un abogado. Eso hacían en las películas cuando los sometían al tercer grado, aunque al final siempre resultaban culpables. ¿Debía admitir que conocía a Jewell? Si lo negaba, a Hackett le resultaría muy fácil averiguar que estaba mintiendo. Probablemente sabía de sobra la respuesta; probablemente aquella pregunta era otra cuerda que estaba tensando para que diera un traspiés y se despeñara hacia el oscuro abismo.

—Sí —contestó Teddy—, lo conocía algo. Era amigo de mi padre… Había sido amigo de mi padre.

—¿Discutieron?

—No, no. Bueno, sí, discutieron por un tema de negocios que Dick…, que el señor Jewell no aceptaba.

—Así que se produjo una disputa.

Teddy notó las gotas de sudor sobre el labio superior. Sacó sus cigarrillos —Marigny, una marca francesa que acababa de descubrir— y encendió uno. La presencia de Orejones detrás de él era como una picadura que no podía rascar. Dejó caer la cerilla en el cenicero.

—No sé qué sucedió. ¿Por qué no se lo pregunta a mi padre? —dijo intentando mantener firme la voz.

—Es una idea, es una buena idea. Pero de momento volvamos a usted y a su amiga, la señorita Jewell, y al amigo de su amiga, el doctor Sinclair. Por cierto, usted sabe por qué está aquí, ¿verdad? —Hackett se inclinó hacia delante, enarcando una ceja.

—No, no lo sé —espetó Teddy y, en el mismo instante, se arrepintió de no haberse mordido la lengua.

—Ah, como no preguntó al principio, imaginé que lo sabría.

—Intenté decirle que no sabía por qué me había hecho venir. Pero usted me interrumpió —curvó la boca e imitó el acento de Hackett—: Se enterará a su debido tiempo.

—Es verdad, tiene razón —se dirigió al hombre junto a la puerta—: Sargento, creo que llegados a este punto lo que necesitamos es una taza de té —giró la cabeza hacia Teddy—. ¿O prefiere café? Aunque no creo que en la comisaría tengamos lo necesario para hacer café. ¿Qué piensa, Jenkins?

—No, inspector, creo que no tenemos lo necesario.

Muy divertido, pensó Teddy. Parecía un número cómico de Mr. Bones y como fuese que se llamara el otro tipo.

El sargento se fue y Hackett se retrepó en la silla y cruzó los dedos sobre su panza. Sonreía. Daba la sensación de que no había dejado de sonreír desde que entró en la habitación.

—¿Está disfrutando del buen tiempo? Algunos se quejan de esta ola de calor, pero son los mismos que se quejarán cuando se acabe. Hay gente imposible de contentar.

Teddy se preguntó cómo podía haber sido tan idiota para pensar que saldría de rositas del tema de Sinclair. ¿Por qué lo había hecho, para empezar? Ni siquiera lo conocía, lo había visto en una ocasión durante el concurso ecuestre el año anterior, pero no se habían presentado. Sinclair estaba con Dannie en el pub Searsons de Baggot Street. A él no le había gustado su aspecto, su narizota judía en el rostro moreno. Iba a aproximarse a ellos para saludar a Dannie, pero algo en Sinclair le detuvo. Presintió que era uno de esos tipos que hacen chistes inteligentes, chistes que no parecen en absoluto chistes, chistes que no comprendería y Dannie se daría cuenta, y ambos, Sinclair y ella, disimularían mientras él se esforzaba en encontrar la gracia. Ya había vivido esa situación con Dannie, sabía cómo se comportaba cuando estaba con sus amistades inteligentes, esas amistades que nunca le presentaba. Ella también era judía. Imagínate, ¡una judía que se apellida Jewell! Recordó el apodo que le habían puesto a Dick en St. Christopher, siempre que lo oía se partía de risa. También Sinclair estaría circuncidado. ¿Qué aspecto tendría esa cosa sin piel, con la gran cabeza morada al aire? No, no, ¡qué asco! Era preferible pensar en otra cosa. Pensar en Cullen, el chico de St. Christopher, tan pálido como un ángel, con el cabello pajizo en torno a su cabeza como un halo y su piel tan suave y fresca…

—Esta habitación… —Hackett miró alrededor con una sonrisa de complacida nostalgia, sus manos aún entrelazadas cómodamente sobre el vientre—, me pregunto cuántas veces me habré sentado en esta misma silla en esta habitación, y cuántas veces antes de eso he permanecido de pie junto a la puerta, igual que Jenkins, aburrido y muriéndome por un cigarrillo, con los pies molidos y las tripas rugiendo de hambre —se detuvo para encender un cigarrillo—. ¿Se fijó al entrar en el sargento de guardia, un tipo enorme con la nariz rota? Se llama Orejas O’Dowd… ¡Qué nombre tan apropiado para un guardia! —movió la cabeza riendo mientras repetía el nombre—. Tenía que haberle visto cuando patrullaba la calle. Bajaba aquí a los tipos para interrogarlos, cerraba la puerta y lo primero que hacía era darles unas buenas hostias para ponerlos en su sitio, según decía. «El despacho del comisario está justo sobre nuestras cabezas», les avisaba y, en cuanto empezaban a contestar las preguntas, les repetía que hablaran más alto porque el comisario no podía oírlos. «¡Vamos!», les gritaba y les daba un guantazo, «¡venga, machote, habla más alto, que el comisario no te oye!» —Hackett reía a carcajadas—. Menudo personaje era Orejas, se lo aseguro —se detuvo y su rostro se ensombreció—. Pero una noche murió un joven y a Orejas lo sacaron de la calle y lo pusieron en el mostrador de arriba y allí no está contento, no está nada contento.

El sargento Jenkins apareció con dos tazas grises llenas hasta el borde de un té grisáceo, las dejó encima de la mesa y volvió a su puesto, junto a la puerta. Teddy se giró para verle, pero el sargento, con las manos en la espalda ahora, miraba al frente imperturbable.

—Me han contado que usted y el señor Jewell colaboraban en obras benéficas —Hackett, que movía su té pensativamente, levantó la vista—. ¿Es cierto? En ese orfanato que está en Balbriggan…, ¿cómo se llama? —Teddy le observaba con los ojos muy abiertos, como si estuviera hipnotizado—. St. Christopher, ¿me equivoco? Sí, eso es. ¿No se llama su asociación Amigos de St. Christopher? ¿No pertenece también el señor Costigan a los Amigos de St. Christopher?

Así que conocía a Costigan. Debía de estar al tanto de todo y aquel interrogatorio, o lo que fuera, había sido una farsa. Lo había tenido engañado, había jugado con él. Estaba claro que debía protegerse.

Costigan le había puesto en contacto con los Duffy. Él no le dijo lo que quería de ellos y Costigan no le preguntó. Costigan era precavido y prefería no enterarse de aquello que pudiera causarle problemas. Pero cuando descubrió lo que había ocurrido, lo que los Duffy le habían hecho a Sinclair, montó en cólera. Teddy no comprendía por qué se había puesto tan furioso: era sólo una broma pesada, y una buena además; algún día se lo contaría a Winnie the Pooh. Sinclair era un gilipollas engreído y merecía que alguien le diera una lección para que aprendiera cómo funciona el mundo. Costigan no tenía ni idea de lo que significa que te desprecien siempre y que te hagan sentir insignificante y estúpido, como le sucedía a Teddy. En cualquier caso, fue idea de Costigan, una vez que se calmó, enviar el dedo de Sinclair metido en un sobre al padre de Phoebe. «A Quirke no le vendría mal una advertencia», dijo y, a pesar de estar furioso con Teddy, soltó aquella risa suya, mostrando los dientes torcidos.

¿Debería declarar ahora que todo había sido cosa de Costigan? Podía asegurar que era él quien le había metido, que había sido idea de él cortarle un dedo a Sinclair y enviárselo a Quirke, porque Quirke había estado haciendo preguntas sobre St. Christopher. Y en cuanto a St. Christopher, podía culpar a Dick Jewell.

—¿Por qué no me cuenta el chiste, Teddy? —le preguntó Hackett.

Teddy había empezado a reír sin darse cuenta.

—Dick el Calvo. Ése era el apodo de Jewell en St. Christopher. Así lo llamaban los niños, Dick el Calvo.

—¿Por qué, Teddy?

Teddy le miró con lástima.

—¡Porque era judío! ¿No lo entiende? ¡Dick[3] el Calvo!

—Ya. ¿Y usted solía ir con él a visitar a los niños?

Aquello era una pérdida de tiempo, pensó Teddy, que deseó marcharse, salir de aquella habitación, montarse en el Morgan y conducir a algún lugar agradable, a Wicklow o a otro sitio.

—Todos lo hacíamos, todos íbamos, también Costigan —se rió de nuevo—. Él era un visitante habitual.

También podía conducir hasta Dun Laoghaire, comprar un pasaje en el barco correo y hacer una pequeña excursión a Londres. Eso sonaba bien.

—¿También Costigan? —Hackett lo miraba fijamente.

—¿Qué?

—Acaba de decir que Costigan era un visitante habitual de St. Christopher, como usted y el señor Jewell.

—Sí, Costigan y todos los demás —sonrió—, todos los buenos Amigos de St. Christopher —se enderezó en la silla y miró con descaro al policía—. Pero Costigan es su hombre, inspector. Costigan es su hombre.

Hackett se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa de nuevo y sonrió casi con ternura.

—Venga, Teddy, cuéntemelo todo. Y hable alto para que pueda oírle el comisario.

Una hora después llamaron por teléfono a Carlton Sumner, que apareció reclamando a gritos a su hijo y amenazando con que todos iban a ser despedidos. Hackett lo condujo a una esquina de la sala de espera y habló con él. Sumner lo miraba fijamente, cada vez más silencioso, mientras palidecía bajo su bronceado de yate.

Aunque sólo había estado fuera un par de días, Sinclair se sentía casi como un desconocido en su piso. Todo tenía un cariz nuevo y problemático debido a su mano. Era diestro y, sin embargo, se sentía como un zurdo obligado a usar con torpeza la mano derecha. Era una sensación rara y muy confusa. No podía agarrar los objetos, aunque no se trataba exactamente de eso, sino de que no sabía cómo hacerse con ellos, desde qué ángulo cogerlos. Si sujetaba la tetera debajo del grifo con la mano derecha, tenía que abrir la llave del agua con la izquierda mediante una serie de minuciosas maniobras, ya que incluso el esfuerzo más pequeño provocaba que el muñón de su dedo amputado comenzara a palpitar como si estuviese ardiendo. Su mano era como un animal, un perro salvaje replegado sobre las patas traseras y enseñándole los colmillos mientras él permanecía inmóvil, temeroso de hacer el mínimo gesto que provocara a la bestia. No era tanto el dolor lo que le detenía, sino el miedo al dolor, la paralizadora anticipación del mismo. Y si una acción tan simple como llenar una tetera resultaba tan difícil, ¿qué iba a hacer cuando tuviera que usar el abrelatas o el sacacorchos o el cuchillo para cortar el pan o hacer cualquiera de las sencillas actividades que requería la vida?

Necesitaba a alguien que le ayudara, era tan sencillo como eso. Alguien que viniera y le echara una mano, o que simplemente se quedara con él durante un tiempo hasta que pillara el tranquillo de las cosas, hasta que superara el miedo permanente a despertar el dolor. Se sentó a la mesa de la cocina mientras se calentaba el agua de la tetera. ¿Cómo iba a conseguir abrir la lata de té? Se sentía como un niño, un bebé. Sí, tenía que llamar a alguien.

La localizó finalmente en la tienda de sombreros. Si hubiera podido pensar con claridad, habría llamado allí en primer lugar. A aquella hora de la tarde ella estaba en el trabajo. Habían bastado dos días en el hospital, dos simples días atiborrado de tazas de té y píldoras, para que olvidara las cosas elementales de la vida cotidiana fuera de su cama del sanatorio.

Incluso girar el dial del teléfono para marcar los números era un problema; tuvo que dejar el auricular sobre la mesa, girar la rueda cifra a cifra con la mano derecha y cogerlo de nuevo cuando dio la señal.

Ella pareció sorprendida al oír su voz.

—Lo siento. No se me ocurría a quién llamar. Quiero decir que eres la primera persona que me ha venido a la cabeza cuando he decidido llamar, cuando me he dado cuenta de que necesitaba llamar a alguien —calló un instante; el agua de la tetera estaba a punto de hervir—. Me siento un inútil, como si fuera un bebé grande. ¿Puedes venir?

Phoebe acudió, tal como él había esperado.

—No te preocupes. Me deben tiempo libre y la señora Cuffe-Wilkes estaba de buen humor —la señora Cuffe-Wilkes era la dueña de la tienda de sombreros. Phoebe sonrió—. Aunque has tenido suerte, no es frecuente que esté de buen humor.

Llevaba el vestido negro de cuello blanco, que era su uniforme de trabajo, una chaqueta negra y unos zapatos planos de charol. Su rostro parecía una pálida porcelana, delicada y exquisita, contra el oscuro cabello sujeto por una cinta roja a modo de diadema anudada en la parte posterior de su cuello.

Intentaban no rozarse, poseídos por una repentina timidez, pero sólo conseguían tropezar el uno con el otro continuamente. Sinclair se había dado por vencido en su intento de preparar el té y ella cambió el agua de la tetera y la puso de nuevo a hervir, preparó las tazas sobre la mesa, junto al azucarero y el platito de la mantequilla, y cortó el pan en rodajas.

—¿Te duele todo el rato? —le preguntó.

—No, pero me siento muy torpe. Como mi mano derecha está bien pensé que no tendría problemas, o no demasiados, pero todos los objetos parecen tener una forma equivocada y estar colocados en la dirección equivocada. El problema está sólo en mi cabeza, ya pasará.

—Puedo quedarme a cocinar la cena —dijo Phoebe sin mirarle—. Si quieres.

—Me encantaría que te quedaras. Gracias.

Estaban sentados a la mesa; cuando el agua de la tetera comenzó a hervir ella se levantó y la manga de su vestido rozó la mejilla de Sinclair.

—Phoebe, gracias por venir.

Ella, que preparaba el té junto al fogón, no le contestó ni se giró para mirarle. Sinclair le cogió la mano cuando Phoebe colocó la tetera sobre la mesa.

—Creí que tú… Creí que no querías… —dijo ella. Sus ojos estaban fijos en las dos manos entrelazadas.

—Sí, yo también. Parece que ambos estábamos equivocados.

Sinclair sonreía, pero ella no le devolvió la sonrisa. Un ligero olor a hospital se desprendía de él, que se levantó y la besó. Phoebe no cerró los ojos; una espiral de vaho escapaba de la boca de la tetera como si el genio que hace realidad los deseos fuera a aparecer en cualquier momento con su turbante, su gran bigote y su sonrisa estúpida, maravillosamente estúpida.

—Phoebe… —dijo David, separando al fin su rostro del de ella, pero ella lo interrumpió.

—No, espera, David. Tengo que contarte algo. Tiene que ver con Dannie.

Dannie podría haber acudido a David Sinclair; él estaba en el hospital, pero aun así hubiera podido hacerlo. Sin embargo, acudió a Phoebe, su nueva amiga. Y fue una versión desconocida de Dannie lo que Phoebe encontró. Dannie estaba en un estado peculiar, un estado regio, como ella misma decía casi riendo. Uno de los refinados mecanismos de su misteriosa condición, que tanto desconcertaba a los médicos, hacía que una parte de sí misma permaneciera inalterada y fuera capaz de observar, comentar, juzgar y burlarse incluso en las situaciones de mayor angustia.

—No me basta con sentirme mal, tengo que verme sintiéndome así.

Phoebe regresaba del trabajo al atardecer. Había visitado a David Sinclair en el hospital y el encuentro había resultado una experiencia dolorosa. Caminaba lentamente por Baggot Street cuando vio a Dannie acurrucada en los escalones de entrada a su casa. Tenía la cabeza enterrada en las rodillas y se abrazaba las piernas. Estaba como alelada y Phoebe tuvo que ayudarla a ponerse en pie. Tan pronto entraron en el dormitorio, Dannie se sentó en el borde de la cama y se quedó con la cabeza colgando y las manos en el regazo con las palmas hacia arriba.

—Dannie, cuéntame qué te pasa, por favor.

Ella movió la cabeza lentamente como un péndulo.

Phoebe se arrodilló a su lado para verle la cara.

—¿Qué sucede? ¿Estás enferma?

Dannie masculló algo, pero resultaba imposible comprender sus palabras. Phoebe se incorporó y se dirigió a la pequeña cocina que tenía en la esquina. Preparó la cafetera y la puso en el fuego con manos temblorosas. No sabía qué otra cosa podía hacer.

Sin levantar la cabeza y con el cabello suelto ocultando su rostro, Dannie dio un par de sorbos al café mientras aferraba la taza con ambas manos.

—Tú sabes que soy judía —dijo tras aclararse la garganta para hablar.

Phoebe frunció el ceño. ¿Lo sabía? No estaba segura, pero supuso que era mejor seguirle la corriente. Retrocedió hasta la cocinita eléctrica y contestó:

—Sí, lo sé.

—A pesar de eso, fui a una escuela católica. Imagino que mis padres querían que aprendiera a integrarme —alzó la cabeza y su rostro sorprendió a Phoebe: la expresión de sus ojos, las profundas ojeras moradas, sus labios pálidos y sin vida—. ¿A qué colegio fuiste tú?

—A uno de monjas, también. El Loreto.

Algo cambió en el rostro de Dannie, pero a Phoebe le llevó un rato descubrir que estaba sonriendo.

—Tal vez nos conocimos entonces, quizá coincidimos en un partido de hockey o en el coro. ¿Es posible?

—Sí, claro que es posible. Pero estoy segura de que en ese caso te recordaría.

—¿De verdad lo crees? —los ojos de Dannie volvían a ser inexpresivos—. Me habría gustado conocerte. Podríamos haber sido amigas. Te habría contado que era judía y a ti no te hubiera importado. Pero no conseguí engañar a nadie, todas se dieron cuenta de que yo era distinta…, una extraña —la joven parpadeó—. ¿Tienes un pitillo?

—No, lo siento, he dejado de fumar.

—No importa, en realidad no fumo, pero cuando estoy tan inquieta necesito hacer algo con las manos.

—Puedo salir y comprar un paquete. Seguro que Q&L aún está abierto.

Pero Dannie ya había perdido interés en los cigarrillos. Miraba alrededor con ojos extraviados. Parecía agotada. Y desolada, ésa era la palabra que mejor la describía. Desolación.

De la calle subía el sonido de una pelea, una pareja discutía y por el tono parecían borrachos, probablemente lo estaban.

—¿Has ido a visitar a David? —Dannie parecía abstraída, como si estuviera pensando en otra cosa, como si aquélla no fuera la pregunta que deseaba hacer. Abajo, en la calle, el hombre había comenzado a increpar a la mujer, a insultarla a voz en cuello.

—Sí, he ido esta mañana al hospital.

—¿Cómo se encuentra?

—Le duele mucho la mano y le están dando analgésicos, pero está bien.

—Me alegro —dijo Dannie, más ausente que antes. Sus manos seguían aferrando la taza de café, aunque sólo había dado un par de sorbos—. Así que es aquí donde vives. Tenía curiosidad por verlo.

—Es muy pequeño, apenas hay espacio para una persona.

Dannie alzó la cabeza hacia ella con expresión afligida.

—Lo siento. ¿Quieres que me vaya?

Phoebe se rió y acudió a sentarse a su lado.

—Claro que no, no pretendía echarte. Lo que quería decir es que sólo me doy cuenta de lo diminuto que es este cuarto cuando alguien viene a verme. Mi padre no deja de insistir para que me mude. Quiere comprar una casa para que vivamos juntos.

Dannie la miró con una somnolienta expresión de asombro.

—Tu padre es el doctor Quirke.

—Sí, eso es.

—Pero te apellidas Griffin.

Phoebe sonrió mientras bajaba los ojos un poco incómoda.

—Es una larga historia.

—Yo apenas recuerdo a mi padre. Murió cuando era una cría. Me acuerdo de su funeral. Dicen que era un hombre horrible. Estoy segura de que es verdad. En mi familia son todos horribles. Yo soy horrible —la tranquilidad con la que hablaba, como si estuviera comentando algo conocido por todos, resultaba más impactante que sus propias palabras. Hundió la mirada en la taza de café—. Lo que le ha sucedido a David es culpa mía.

—¿Culpa tuya? ¿Qué quieres decir?

—Todo ha sido culpa mía. Por eso he venido a verte. ¿Te importa?

Phoebe movió la cabeza.

—No te comprendo.

Dannie posó la taza en el suelo, se dejó caer de golpe sobre el colchón y cruzó los brazos sobre los ojos. Phoebe no había encendido la luz y la tenue claridad del atardecer empezaba a desvanecerse. Tumbada en la cama, con los pies en el suelo y la cabeza casi rozando la pared, Dannie componía una extraña figura. Cuando habló, sus palabras parecieron surgir de una grieta oculta en el aire.

—¿Recuerdas lo que nos decían en el colegio cuando éramos pequeñas, que debíamos prepararnos en nuestro interior antes de ir a confesar? Yo solía ir a menudo, aunque se suponía que no podía. Siempre me gustó hacer examen de conciencia y preparar una lista con mis pecados —alzó los brazos y sin moverse miró a Phoebe—. ¿Tú te inventabas los pecados?

—Todas lo hacíamos, estoy segura.

—¿De verdad? Yo creía que era la única —ocultó su rostro de nuevo con los brazos y con voz apagada continuó hablando—: Me inventaba que había robado cosas. Ahora que lo dices, estoy segura de que los curas sabían que estaba mintiendo, pero nunca me dijeron nada. Tal vez no les interesaba, muchas veces pensé que ni siquiera escuchaban. Me imagino que debía de ser bastante aburrido, toda una fila de niñas susurrando, en la oscuridad, que se tocaban y que contestaban a sus padres.

Dannie se calló. La pareja de la calle había seguido su camino, profiriendo palabrotas y chillando mientras se alejaba.

—¿A qué te referías al decir que lo que le ha sucedido a David es culpa tuya?

Ninguna palabra rompió el silencio durante un largo rato. Dannie separó los brazos del rostro y, colocando los codos tras ella, se irguió a medias y rompió a toser. Se enderezó hasta quedar sentada y se apartó el pelo de la cara con las dos manos.

—Phoebe, ¿oirás mi confesión?

La habitación estaba por completo a oscuras cuando Dannie se quedó dormida. Había subido las piernas encima de la cama y ahora, de lado y con las manos debajo de la mejilla, unidas como si estuviera orando, respiraba lenta y profundamente. Tras descargar toda la tensión, por fin parecía tranquila. A su lado, Phoebe no se atrevía a moverse por miedo a despertarla. No sabía qué hacer. Lo que había escuchado durante la última hora parecía un cuento, una oscura fantasía de daño, pérdida y venganza. Algunas cosas debían de ser ciertas, pero ¿cuáles? Aunque sólo fuera verdad una pequeña parte, ella debía hacer algo, contárselo a alguien. Estaba asustada, sentía miedo por Dannie y por cómo reaccionaría cuando despertara. También sentía miedo por ella, aunque no sabía qué temía que le pudiera ocurrir. Era como estar dentro de un cuento, perdida en un umbrío bosque encantado, vagando entre los silbidos y chillidos de extraños pájaros nocturnos, entre bestias agazapas tras los matorrales y rodeada de zarzas con terribles espinas que se enganchaban en su cuerpo y la retenían.

Con el máximo cuidado para no hacer el más mínimo ruido, Phoebe se levantó finalmente. Decidió no encender la lámpara. La luz de la farola entraba por la ventana y creaba un espacio de claridad, suficiente para buscar suelto dentro de su monedero. Antes de salir, se aproximó a la cama y levantó la colcha, medio caída en el suelo, para tapar a la joven dormida. Bajó al vestíbulo del edificio y llamó por teléfono a Jimmy Minor.

Jimmy estaba en la redacción del Clarion escribiendo un reportaje sobre la colisión de un tren en Greystones.

—No, no ha muerto nadie, maldita sea —le dijo.

Phoebe le contó lo esencial de la historia de Dannie y, mientras lo hacía, se daba cuenta de lo extraño y loco que parecía su relato y, al mismo tiempo, tan convincente en su horror. Cuando terminó ya no le quedaban monedas y Jimmy le dijo que él la llamaría. Pero Phoebe tuvo que aguardar más de cinco minutos antes de que el teléfono sonara. La voz de Jimmy había cambiado, su tono era ahora distante, casi formal. ¿Había hablado con alguien de la oficina? ¿Le había pedido consejo a otra persona? Dijo que Dannie debía de estar sufriendo una crisis nerviosa y le aconsejó que llamara a un médico. Phoebe estaba perpleja. Había creído que Jimmy saltaría sobre la historia, dejaría todo lo que estaba haciendo, agarraría el sombrero y el abrigo como un periodista de película y correría a Baggot Street para escucharla de labios de Dannie. ¿Estaba asustado? ¿Temía por su trabajo? No había que olvidar que los Jewell aún eran propietarios del Clarion y que se esperaba la llegada desde Rodesia del hermano de Richard Jewell, Ronnie, para hacerse cargo del negocio. Phoebe se sintió decepcionada con Jimmy. Más que eso, se sintió abandonada, pues a pesar de todas las reservas que pudiera tener hacia Jimmy, siempre había pensado que era un amigo valiente.

—Está desvariando, eso es lo que le pasa —dijo Jimmy con frialdad—. Tiene fama de no estar en sus cabales la mitad del tiempo.

—No creo que todo sea fantasía. No la has oído, no sabes la convicción con la que habla.

—Los chalados siempre resultan muy convincentes. Por eso existen los médicos de la cabeza, para intentar separar el grano de verdad de las toneladas de paja.

—Vale —dijo Phoebe, mientras pensaba cuánta labia tenía Jimmy, labia y, sí, cobardía—. Siento haberte molestado.

—Escucha… —dijo Jimmy con el tono plañidero que adoptaba cuando creía que debía defenderse, pero no pudo añadir nada más porque Phoebe colgó.

¿Por qué debía escucharle? Él no la había escuchado a ella.

No le quedaban peniques sueltos, pero encontró una moneda de seis peniques en el fondo del monedero, la introdujo en la ranura y marcó un número.

Rose Griffin era rica y, después de la boda, convenció a su marido Malachy para que vendiera la casa que tenía en Rathgar. La pareja vivía ahora con frío esplendor en una blanca mansión cuadrada en Ailesbury Road, cerca de la embajada francesa. Cuando el taxi donde viajaban Phoebe y Dannie se detuvo ante la alta verja de hierro forjado, era casi medianoche. Rose las estaba esperando en el porche iluminado. Llevaba un vestido de cóctel azul y un ligero chal sobre los hombros. Venía de una cena en la residencia del embajador de Estados Unidos, en Phoenix Park.

—Me llamaste justo cuando entraba en casa —dijo arrastrando las palabras con su acento sureño—. ¡Menuda nochecita, queridas! ¡Qué aburrimiento! Por cierto, Malachy no está, ha ido a una conferencia o algo así, sobre bebés, de eso no me cabe duda, así que me encuentro tan sola como un guisante marchito en una vieja vaina —se volvió hacia Dannie—. Señorita Jewell, creo que no nos hemos visto antes, pero he oído hablar mucho de usted.

La siguieron por el vestíbulo sobre el reluciente parqué. Dejaron atrás grandes habitaciones de elevados techos y lámparas de araña, atestadas de imponentes y pulidos muebles oscuros. Rose caminaba sobre altísimos tacones y las costuras de sus medias estaban tan rectas como si las hubieran tirado con una plomada. Se vanagloriaba de estar siempre preparada para cualquier eventualidad. Cuando Phoebe llamó, la escuchó en silencio, sin hacer comentarios ni preguntas, y a continuación le pidió que cogieran un taxi y fueran a Ailesbury Road.

—Enviaría el coche a recogeros, pero le dije al chófer que lo aparcara en el garaje y se fuera a casa.

Se detuvo y abrió una puerta. Entraron en un estudio de dimensiones reducidas, pero magnífico, con sillones de cuero y un exquisito y pequeño escritorio Luis XIV. Una alfombra persa cubría el suelo, las cortinas eran de seda amarilla y de las paredes colgaban pequeños óleos. Uno de ellos, obra de Patrick Tuohy, era un retrato de su primer marido, el difunto abuelo de Phoebe, el rico y malvado Josh Crawford. Un modesto fuego de leña de pino ardía sobre la parrilla.

—Se supone que es verano, lo sé —dijo Rose—, pero mi sangre americana es débil y necesita calor en este clima. Sentaos, queridas, por favor. ¿Queréis que avise a la criada para que nos traiga algo: un té o un sándwich? Sé que anda despierta.

Dannie se sentía aún aturdida por el sueño, pero estaba tranquila. Acudir allí la había apaciguado; Phoebe lo achacaba a que Rose era el tipo de persona al que estaba acostumbrada: rica, serena y con esa educación formal que resultaba tan tranquilizadora. Al ofrecimiento de Rose, Phoebe contestó que no, que no le apetecía nada y tampoco a Dannie, pues habían tomado café y, de hecho, ella todavía se sentía un poco eléctrica. Era verdad que tenía los nervios de punta, aunque no sólo por la cafeína. Las cosas que habían ocurrido y que todavía estaban ocurriendo habían dado a la noche el lustre oscuro de un sueño. Tal vez Jimmy Minor tenía razón, tal vez Dannie deliraba y ella estaba alimentando sus delirios y había pedido a Rose que hiciera lo mismo. Pero Rose sí era real, con su forma de hablar arrastrando las palabras y su sonrisa fácil y su aspecto tolerante y escéptico al mismo tiempo. Phoebe confiaba en ella más que en nadie en el mundo.

Dannie se sentó en uno de los sillones de cuero y, retrepada entre los voluminosos brazos, cruzó con fuerza los brazos sobre el pecho, como si también ella tuviera frío. De pie, apoyada contra el escritorio, Rose encendió un cigarrillo y observó a Dannie con interés.

—Conozco a tu cuñada, la señora Jewell…, Françoise. He hablado con ella en alguna ocasión.

Con expresión somnolienta, Dannie miraba el fuego sin parecer escucharla. Phoebe pensó que quizá no volvería a hablar. Tal vez ya había hablado lo suficiente, sentada en su cama, mientras crecía la oscuridad en torno a ellas. Tal vez ahora que ya se había confesado durante una hora, su corazón estaba en paz y no necesitaba lacerarse más. Phoebe lanzó una ojeada a Rose y Rose arqueó una ceja.

Entonces Dannie empezó a hablar. Parecía un largo gruñido, un sonido que surgía hondo de su garganta.

—Perdona, querida —dijo Rose inclinándose hacia ella—, no te he entendido.

Dannie la miró como si la viera por primera vez. Tosió, se dio unos pequeños golpecitos y volvió a cruzar los brazos, con mayor fuerza aún, como si se abrazara.

—Yo lo he matado —dijo de pronto firme y serena—. He matado a mi hermano. He sido yo. Cogí su escopeta y le disparé —se rió y su risa sonó como un ladrido breve y áspero mientras asentía vigorosamente con la cabeza, como si alguien la estuviera contradiciendo—. Fui yo —repitió y añadió con cierto orgullo—: Lo hice yo.

Phoebe se dedicó a recorrer las impresionantes habitaciones de la casa, mientras Rose y Dannie hablaban en el estudio. Los cuartos tenían ese aire de estancias preparadas para ser contempladas y admiradas, pero no para ser habitadas. Estaban iluminadas en exceso por lámparas de araña con innumerables bombillas, que colgaban de los techos como espectaculares tormentas de hielo. Tenía la sensación de ser observada, no sólo por los vivaces ojos de los retratos en las paredes, sino también por el mobiliario, por los adornos, por el propio lugar. Observada y criticada. Rose le había hecho en silencio una señal para que las dejara solas y ahora Phoebe paseaba escuchando sus propios pasos como si fueran el eco de los pasos de otra persona que la seguía de cerca, pegada a sus talones.

La puerta del estudio se abrió y se cerró suavemente y, a continuación, escuchó el repiqueteo de los tacones de Rose en el parqué. Se encontraron en el vestíbulo.

—¡Señor! ¡Qué jovencita tan extraña! Vamos, querida, necesito una copa, aunque tú no me acompañes.

La condujo a un amplio salón con las paredes empapeladas en un pálido beis. Entre las pequeñas y numerosas sillas doradas dispersas aquí y allá destacaba una chaise-longue. También en aquella habitación ardía un fuego. En una esquina había un clavicordio, posado sobre sus delgadas patas como un elegante y gigantesco mosquito. Suspendido sobre él en ángulo inclinado, un gran espejo dorado parecía aguardar con expectación su conversación.

—Mira bien esto —dijo Rose—. Debieron de creer que estaban construyendo Versalles.

Se aproximó a un enorme aparador de palo de rosa y se sirvió medio vaso de whisky escocés, al que añadió un chorrito burbujeante de una botella de agua de Vichy. Dio un par de sorbos antes de girarse hacia Phoebe.

—Bueno, cuéntame qué piensas tú.

En el centro de la habitación, un sentimiento de desamparo invadió a Phoebe en medio de tanto espacio, de tantos objetos.

—¿Sobre Dannie?

—Sobre todo el asunto. ¿Crees que es verdad esa historia de que le disparó a su hermano?

—No lo sé. Parece que alguien lo hizo. O eso dice Quirke. Él cree que no fue un suicidio y su amigo policía piensa lo mismo.

Rose dio otro sorbo a su bebida. Con la frente fruncida, movía la cabeza con asombro e incredulidad. Phoebe nunca la había visto tan agitada.

—Y la otra historia sobre lo que su hermano le hizo. Y los huérfanos… ¿Crees que es posible? —miró a Phoebe buscando una respuesta—. ¿Es posible?

—No lo sé, pero ella cree que todas esas cosas han sucedido, ella lo cree.

Con el vaso en la mano, Rose se aproximó a una de las ventanas, alzó ligeramente un lateral de la cortina y miró al exterior. A la oscuridad.

—Crees que conoces lo peor de este mundo, pero el mundo siempre te sorprende con sus perversiones —dejó caer la cortina y se volvió hacia Phoebe—. ¿Has hablado con Quirke?

—No, todavía no —no hubiera tenido sentido llevar a Dannie a ver a Quirke, tenía que llevarla a ver a una mujer.

—Me parece que ha llegado el momento de hablar con él —dijo Rose con un sombrío mohín.