11

A Quirke le agradaba pasar en Bewley las mañanas de verano. El alegre bullicio, admirar a las chicas con sus vestidos ligeros —a su edad, la belleza femenina le causaba a menudo más admiración que deseo— y aposentarse sobre la descolorida felpa carmesí de la banqueta en una de las mesas laterales le recordaba sus días de estudiante y las acaloradas discusiones que él y sus amigos habían mantenido allí ante una taza de café y unos bollos pegajosos, mientras se entrenaban para ser adultos. Aquella época parecía tan lejana como un objeto antiguo moteado por el sol, y su recuerdo le mostraba un ágora en lugar del atestado y cochambroso café de una pequeña y apagada ciudad cuyo pasado resonaba con mucha más fuerza que su presente.

—Bueno —dijo Hackett—, ¿cuáles son esas «cosas» de las que tenemos que hablar?

Estaba sentado igual que un batracio, su postura habitual, con las rodillas separadas y los tirantes a la vista, la panza rebosante sobre la cinturilla del pantalón y el sombrero echado hacia la coronilla. Habían pedido una tetera y un plato de pan con mantequilla y cada uno había colocado ante sí sobre la mesa su paquete de cigarrillos y su mechero. Parecían dos jugadores a punto de comenzar una seria partida de póquer.

—Pensé que estaba sobre la pista del asesinato de Dick Jewell, pero ahora tengo que repensar todo de nuevo —dijo Quirke.

Hackett se inclinó hacia delante, con la cucharilla echó tres terrones de azúcar a su té y lo removió.

—Antes de que comience a repensarlo, tal vez debería contarme qué pista creía tener —dijo con voz serena.

—No, no puedo hacerlo —Quirke, con el ceño fruncido, movió la cabeza.

—¿No «puede»?

—No voy a contárselo, si prefiere que se lo diga así.

El policía suspiró. Sentía mucho respeto por Quirke, pero a veces le resultaba insoportable.

—De acuerdo. Pero ¿puedo preguntarle qué ha ocurrido para que se plantee revisar a fondo lo que pensaba hasta ahora?

Quirke extrajo un cigarrillo del paquete de Senior Service, con la uña del pulgar golpeó un extremo y luego el otro y, sin apresurarse, tomó el mechero, abrió la tapa y giró la rueda contra el pedernal. Hackett esperó sin impacientarse, estaba acostumbrado a situaciones en las que le tocaba aguardar mientras la persona que tenía enfrente hacía tiempo.

—El día que hablamos con Carlton Sumner —Quirke se retrepó en la felpa desvaída y lanzó el humo hacia el techo—, ¿recuerda que mencionó un orfanato que la Fundación Jewell financia, o solía financiar cuando Dick Jewell estaba vivo?

Hackett empujó aún más hacia atrás su sombrero y se rascó la cabeza con el índice.

—No me acuerdo, pero confío en su palabra. ¿Y?

—St. Christopher, a las afueras de Balbriggan. Lo llevan los Redentoristas. Un inmenso caserón gris junto al mar.

Hackett entrecerró los ojos mientras le miraba.

—¿Lo conoce?

—Sí, lo conozco —dijo Quirke, y calló mientras sus ojos seguían el humo del cigarrillo que ascendía en espirales. El policía, que algo conocía de su pasado como huérfano, decidió no insistir; era mejor no sondear en exceso en los recuerdos de Quirke—. El asunto es que alguien más lo conoce.

—¿Quién?

—Maguire, el capataz de Brooklands. Lo mandaron allí cuando su madre murió.

—¿Cómo lo ha averiguado?

—Me lo contó su mujer —levantó la taza por el asa y la puso de nuevo sobre el platillo sin tocar el té—. Como seguramente recuerda, vino a verme, preocupada de que alguien sospechara que su marido era quien había acabado con su jefe. Ese alguien era usted.

Hackett seguía sin ver la conexión con St. Christopher.

—Tampoco yo la veo —comentó Quirke e hizo una pausa antes de proseguir—: Fui allí y hablé con el superior, el padre Ambrose. Me pareció un tipo honesto, ingenuo, como muchos de ellos.

—Ingenuo —repitió Hackett y frunció los labios como si fuera a proferir un silbido de duda—. Yo creo más bien que dirigir un orfanato en este país es una actividad que hace difícil ver la vida color de rosa —sorbió ruidosamente su té.

—Ellos saben lo que pasa igual que todos nosotros, pero consiguen no darse por enterados. Es una habilidad que comparten con muchos de nuestros amigos alemanes.

Hackett se rió.

—¿Qué pasa entonces con Maguire? ¿Está relacionado?

—¿Quiere decir con el asesinato de Dick Jewell? No lo sé. Tal vez. Es otra de las piezas de este rompecabezas que no encaja.

—¿Otra pieza?

Apenas quedaba nada del pitillo de Quirke, que cogió otro y lo encendió con la brasa del anterior, cosa que hacía cuando estaba pensando a fondo, tal como Hackett había advertido a menudo.

—Lo que le ha sucedido a Sinclair es otra incógnita.

—¿Cree que eso tiene relación? —preguntó Hackett.

—No veo que pueda ser de otra manera —tenía la mirada perdida en el techo—. Me enviaron el dedo que le amputaron.

Ahora Hackett sí silbó, lo hizo suavemente, igual que una corriente de aire deslizándose bajo la puerta.

—Se lo enviaron.

—Volvía a casa, en Mount Street, y allí estaba, en un sobre atado al pomo de la puerta.

—¿Sabía a quién pertenecía?

—No, no lo supe hasta que le llamé anoche. Pero sabía qué significaba tras la pequeña charla que tuvo Costigan conmigo.

—¿Y qué significaba?

—Una advertencia. Bastante cruda, esta vez. No del estilo que hubiera imaginado de Costigan.

—¿Cree que yo también debería tener una charla con el señor Costigan? —Hackett removía el té, aunque no parecía darse cuenta.

—No serviría para nada. Cuando me abordó, se cubrió bien las espaldas: no usó ninguna palabra amenazadora y siempre mantuvo la sonrisa. Tiene mucha práctica como ejecutor y no deja pistas que le incriminen, como pudo comprobar usted mismo la última vez. No —finalizó el pitillo y alargó la mano para coger el tercero—, Costigan no tiene importancia. Lo importante es quién está detrás de él.

—¿Quién?

La camarera, una mujer marchita de cuya cofia escapaban rizos grises, se aproximó para preguntarles si deseaban algo más. Hackett pidió otra tetera y ella se fue tambaleándose y mascullando.

—El cura, el padre Ambrose, me dijo algo en St. Christopher. Algo que me ha estado incordiando desde entonces —contó Quirke.

—¿Qué le dijo?

—Me dijo que Dick Jewell no era el único mecenas que tenían, que Carlton Sumner también contribuía.

—¿Cómo contribuía?

—Imagino que en la financiación del orfanato. O ayudando a recaudar fondos. Se trata de una institución gubernamental, pero por el aspecto de las alfombras que cubren los suelos y el lustre del césped, allí dentro hay mucho más dinero que la subvención anual del Gobierno de siete chelines y seis peniques por niño.

Hackett se echó hacia atrás y se masajeó el vientre pensativamente con la palma de su gran mano cuadrada.

—¿Estamos hablando todavía del fallecimiento del señor Richard Jewell?

—Eso creo —contestó Quirke—. Quiero decir que estamos hablando sobre ello, pero no estoy seguro de qué estamos diciendo.

—Más bien, lo que usted está diciendo. Yo me limito a seguirle en la oscuridad —observó su taza con un ojo cerrado—. ¿Por qué no me había contado que le enviaron el dedo de ese pobre muchacho?

—No lo sé. De verdad. En ese tema, ambos avanzamos en la oscuridad.

—¿Ambos?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Quirke, alzando la vista.

El detective le mantuvo la mirada y luego suspiró lenta y profundamente.

—Doctor Quirke, tengo la sensación de que usted va un par de pasos por delante de mí en este asunto. Sospecho, por ejemplo, que ha hablado con la viuda. ¿Me equivoco?

Quirke notó que se ruborizaba. ¿Había imaginado que, a esas alturas, Hackett no sabría que había hecho mucho más que hablar con Françoise d’Aubigny?

—Conversar con la señora Jewell no resulta siempre iluminador. Tiende a ser hermética —dijo precavido.

Hermética, vaya, ésa es una palabra impresionante. ¿Y qué me dice de la otra…, de la hermana?

—Con la señorita Jewell —remarcó sardónico Quirke— no hablo. Como le he dicho, Sinclair la conoce y creo que mi hija también. Me parece que es algo enigmática y que no anda escasa de problemas, incluso antes del desastroso final de su hermano. Problemas —y se tocó la sien con un dedo— en la azotea.

La camarera entrada en años se acercó temblorosa con la nueva tetera. Hackett le pidió una taza limpia, pero ella no le prestó atención, bien porque no lo oyó o bien porque decidió ignorarlo, y se fue. Una mujer cargada de bolsas entró en el café y tomó asiento en una mesa cercana. Algo en su aspecto le recordó a Quirke a Isabel Galloway. Isabel seguía muy presente en su cabeza. Sabía que debía llamarla por teléfono y lo haría. Uno de estos días.

Hackett vertió los restos de su taza en un vaso de agua vacío, la llenó con el té recién traído, añadió leche y azúcar, lo saboreó e hizo una mueca porque estaba muy caliente.

—¿Por dónde íbamos? —dijo tras chasquear con cuidado sus labios escaldados.

—Perdidos en el desierto —contestó Quirke—. Perdidos en el maldito desierto.

Dannie Jewell comprendió qué debía hacer. Un verdadero acto de contrición. La habían escolarizado de niña en el Convento de la Presentación y, sin que lo supiera su madre —a su padre le hubiera dado igual—, se hizo pasar por católica como las demás y asistió a las clases de religión, donde le enseñaron qué significaban la confesión, la absolución y la redención. Le aseguraron que todos somos pecadores y que incluso los mayores pecados son perdonados si la pecadora muestra a Dios que está sinceramente arrepentida por haberle ofendido y hace la firme promesa de no volver a pecar. No estaba segura de si aún creía en Dios —no dedicaba mucho tiempo a esa cuestión—, pero aquellas primeras y profundas enseñanzas le habían dejado una impronta imperecedera. Durante toda su vida se había sentido culpable, o al menos durante toda la vida que conseguía recordar. Sabía que las cosas que le sucedían, e incluso las cosas que les sucedían a las personas que la rodeaban, y de las que ella a duras penas podía ser responsable, eran en el fondo culpa suya, pues ella había sido su causante secreta a través de un mecanismo tan sutilmente perverso que resultaba invisible a los demás. Si sucedían era porque ella había querido que sucedieran, ya que las cosas no suceden a menos que uno lo desee. Ese hondo sentimiento de ser la causa de tanta maldad y la vergüenza que lo acompañaba eran las raíces gemelas de sus problemas. Por todo eso se sentía, simple y repugnantemente, un alma mancillada.

¿Cómo había llegado a pensar que David Sinclair podía ser su amigo? ¿No sabía que su mera presencia en la vida de él, el mero hecho de que su existencia estuviera relacionada con él, le causaría daño? Todos aquellos con quienes entablaba una relación terminaban sufriendo de alguna manera. La primera vez que oyó la historia de Mary Tifoidea, que permanecía inmune mientras contagiaba la enfermedad a los demás, se identificó con ella inmediatamente. Porque la verdad es que ella no sufría, o en ningún caso sufría lo suficiente por las calamidades de las que era responsable, por las heridas de las que era culpable. Eran los otros quienes sufrían. Por su silencio, otros fueron condenados a soportar años de dolor y abuso; debido a su cháchara, alguien había sido atacado en la calle y había perdido un dedo; al igual que otro tuvo que sustituirla y quedar contaminado de por vida porque ella creció y dejó de ser una niña. Entretanto, ella era mimada y protegida, tenía dinero y libertad, bonitas casas donde vivir, un futuro económicamente asegurado… Incluso era hermosa. Y los otros sufrían. Eso tenía que terminar; al menos uno de los numerosos males que había causado debía ser reparado.

No sabía por qué habían atacado a David. Sabía cómo había sucedido, pero no el motivo. Aunque el motivo poco importaba. Desde luego, era parte de un esquema, eso lo sabía, el mismo esquema que existía desde siempre, o eso parecía. Ella lo imaginaba como algo gigantesco y secreto que se propagaba incansable, lanzando millones y millones de esporas, igual que se reproducen los hongos, incesante, imparable. Lo único que podía hacer era cortar una de sus cuerdas, aquella que se había anudado en torno a la gente que tenía la desgracia de quererla.

Un acto firme de contrición, sí. Eso era lo que ahora se requería de ella.

Las oficinas de Carlton Sumner se hallaban en los dos últimos pisos de una de las antiguas casonas georgianas de Leeson Street, cerca de la esquina de St. Stephen’s Green.

—Cualquiera pensaría que el maldito aire es más fresco aquí arriba, pero es peor que en la planta baja —dijo con brusquedad—. Y, por supuesto, aquí nadie ha oído hablar del aire acondicionado.

Era otro de esos días bochornosos bajo un blanco cielo calcinado. En la calle, los coches se acosaban y clamaban como una multitud aterrorizada. En algún lugar había un incendio, pues se escuchaban sirenas lejanas y el aire tenía ese leve tufo acre del humo. Quirke estaba sentado en una incómoda silla de acero y lona junto a uno de los dos ventanales bajos, con un vaso medio vacío de zumo de naranja que había estado muy frío y que ya sólo estaba tibio.

—Bebo litros de zumo —le había dicho Sumner, alzando su vaso esmerilado—. Una de las chicas compra las naranjas de camino al trabajo y las exprime con sus delicadas manitas. ¿Por qué el zumo natural es otra de esas cosas que desconocéis en este país?

Llevaba unos pantalones náuticos blancos, mocasines con borlas y una camisa blanca de seda que tenía una enorme mancha de humedad en la espalda, allí donde se apoyaba contra el respaldo de su silla de cuero negro. Dejó el vaso sobre la mesa y empezó a recorrer la alfombra mientras se lanzaba una sudada pelota de béisbol de una mano a otra. Quirke se acordó de la bola de cristal que Françoise d’Aubigny sujetaba en la mano aquel domingo en Brooklands y se preguntó dónde estaría ahora.

—Hasta pasados los veinte, no vi una naranja. Entonces estalló la guerra y desaparecieron de nuevo —dijo Quirke.

—Sí, tíos, vosotros sí lo habéis pasado mal —comentó con sarcasmo Sumner.

—No fue tan duro. Después de todo, éramos neutrales.

Sumner se detuvo junto a la ventana y miró hacia la calle con la frente fruncida. Lanzaba la bola cada vez con mayor fuerza y la recogía en la otra mano con un impacto sordo. No había mostrado asombro alguno cuando Quirke le telefoneó para preguntar si podía pasarse a verle. Sorprender a Carlton Sumner debía de ser difícil, pensó Quirke, y aún más difícil debía de ser que mostrara su sorpresa.

—Es cierto, neutrales —dijo con tono sombrío y se giró hacia Quirke—. ¿Le apetece un trago de verdad? Tengo Scotch, whisky irlandés, vodka, ginebra… Lo que le apetezca.

—Estoy bien con el zumo.

Sumner atravesó el despacho hasta su mesa y se apoyó contra ella, con el trasero ligeramente posado sobre una esquina. Era una mesa de roble oscuro, grande y antigua, con adornos de metal y muchos cajones y con la parte superior taraceada en cuero verde. Sobre ella había tres teléfonos, uno de ellos blanco, un gran cenicero de cristal, una taza para lápices adornada con el escudo de los Vancouver Mounties —Sumner sorprendió su mirada y le aclaró: «Es del equipo de béisbol, no de la policía montada»—, un tampón secante con mango de madera, una antigua caja de plata para cigarrillos y un elegante mechero Ronson del tamaño de una patata.

—¿En qué puedo ayudarle, doctor Quirke? —el propietario de todo aquello subrayó la palabra doctor con una leve inflexión cómica.

Era una pregunta directa, pero como siempre que la escuchaba, Quirke se sintió indeciso. Había luchado toda su vida contra la vaguedad de conceptos, ideas y formulaciones. ¿Por dónde debía empezar para ordenar aquel material caótico en una secuencia breve de palabras? La tarea siempre le abrumaba.

—Fui a St. Christopher —dijo.

Sumner lo miró inexpresivo.

—¿St. qué?

—El orfanato que Dick Jewell financiaba…

—Ah, sí, es cierto.

—… y que usted también financia.

Al escuchar esto, Sumner frunció levemente el ceño.

—¿Yo financio un orfanato? Se ha equivocado de hombre rico, doctor. ¿No se lo han dicho? Yo no doy nada a los demás, yo se lo quito. Es una vieja y respetable tradición familiar —dejó la pelota de béisbol sobre la mesa, donde rodó brevemente antes de detenerse. Abrió la caja de cigarrillos, escogió uno, empuñó el mechero e hizo aparecer la llama—. ¿Quién le ha contado que financio a niños sin madre?

—El hombre que dirige la institución —contestó Quirke—. Un sacerdote. El padre Ambrose —que fumaba los mismos cigarrillos que Sumner.

—No lo conozco, es la primera vez que oigo su nombre. ¿Cómo es físicamente?

—Me contó que usted y Jewell habían fundado algo con el nombre de Amigos de St. Christopher.

Sumner apuntó de repente con un dedo.

—St. Christopher, ahora me acuerdo… ¿No es allí donde trabajaba Marie Bergin antes de que los Jewell la contrataran?

—Sí.

—Vale, vale —una mirada pensativa había aparecido en los ojos de Sumner, que volvió a fruncir el ceño—. St. Christopher. El proyecto para mascotas de Dick Jewell. Bueno, ¿y qué?

El timbre del teléfono blanco sobresaltó a Quirke, Sumner alzó el auricular, escuchó un instante, dijo «no» y colgó. Sacó un enorme pañuelo del bolsillo superior de su camisa y se secó el cogote.

—¡Santo Dios! ¿No se supone que el clima de aquí es moderado? No soporto este calor, crecí en un lugar de picos nevados y donde el aire fresco olía a pinos —se puso de pie con el pitillo en la mano y se dirigió de nuevo a la ventana—. Mire bien. Podría ser verano en el sur de Detroit.

—Entiendo entonces que usted no es un Amigo de St. Christopher —dijo Quirke.

—Escuche, colega, no soy «amigo» de ningún sitio. Soy un hombre de negocios y los hombres de negocios no pueden permitirse el lujo de ser amistosos —miró a Quirke por encima del hombro—. ¿Me va a contar cuál es la verdadera razón de su visita, doc?

Quirke se enderezó trabajosamente en la holgada silla de lona y posó su vaso en la mesita baja que había frente a él.

—La verdadera razón de mi visita, señor Sumner, se debe a que empiezo a pensar que existe algún tipo de relación entre St. Christopher, por no mencionar a los Amigos de St. Christopher, y la muerte de Richard Jewell.

Sumner desvió la mirada hacia la calle, bajo su ventana. Asentía con lentitud y, alzando una de las comisuras de la boca, succionaba con detenimiento entre los dientes laterales. Su cabello oscuro, generosamente engominado, brillaba en numerosos puntos como una constelación en miniatura.

—¿Dónde ha dejado hoy a su compinche, al viejo Sherlock? ¿Sabe que está aquí o se ha ido usted de juerga sin avisarle? —se volvió con una mano en el bolsillo y el cigarrillo alzado en la otra—. Escuche, Quirke, usted me cae bien. Es un tipo miserable, quiero decir un especialista en miseria, pero a pesar de eso me cae bien. Desde que vino a vernos a Roundwood he estado rebuscando en mis recuerdos de aquellos días dorados, llenos de alegría y de verdad, cuando éramos jóvenes y hermosos y recorríamos como panteras esta miserable ciudad. En aquel tiempo usted era el más prometedor. Muchas jovencitas, incluyendo a la actual señora Sumner si no me equivoco, le habían echado el ojo. No sé qué le ha sucedido desde entonces y la verdad es que no me interesa lo más mínimo, pero lo que es seguro es que anuló su sentido del humor. A mí su juego de detectives no me molesta. Todos buscamos modos de matar el tiempo y aliviar el taedium vitae, como lo llamaba aquel viejo hijo de puta que, se suponía, debía enseñarnos latín en la universidad. ¿Qué daño hacen usted y ese policía de pies planos, amigo suyo, yendo de un sitio a otro preguntando y buscando pistas? Ninguno. Pero escuche —dijo mientras le señalaba con la mano que sujetaba el cigarrillo—, si por un minuto siquiera ha creído que yo tengo algo que ver con que a Diamante Dick Jewell le hayan reventado, déjeme decirle, amigo mío, que está ladrando al sospechoso equivocado.

Sumner rodeó su mesa y se dejó caer en la silla giratoria de cuero, despatarrado y con las piernas hacia un lado.

—Soy un tipo bastante tolerante, doctor Quirke, aunque haya oído lo contrario. Mi lema es «Vive y deja vivir»; no es muy original, lo sé, pero es sensato. Así que no me interesa cómo se divierte usted o qué tipo de juegos le gustan. Eso es asunto suyo y tengo como regla no interferir en los asuntos de los demás, a no ser que me vea obligado. Así que olvide sus sospechas, ¿de acuerdo? Déjeme fuera.

El teléfono blanco sonó de nuevo, como si pusiera fin a su intervención. Sumner agarró con furia el auricular, se lo llevó a la oreja y, antes de que quien fuera que llamara pudiera decir una sola palabra, exclamó:

—¡Ya te dije antes que no! —colgó y sonrió a Quirke con sus grandes dientes perfectamente parejos, perfectamente blancos—. Nunca te escuchan. Nunca, nunca te escuchan —comentó con teatral angustia.

Quirke encendió un cigarrillo.

—Anoche atacaron en la calle al joven que trabaja conmigo.

—¿Y? —Sumner frunció la frente, que pareció arrugarse horizontalmente como una persiana veneciana al abrirse, y la línea de su brillante cabello castaño descendió media pulgada.

—Alguien le había llamado por teléfono antes para insultarle: judío, ese tipo de cosas… Da la casualidad de que es amigo de Dannie.

Sumner se inclinó hacia delante, colocó el codo sobre la mesa y apoyó el mentón en la mano.

—Me he perdido de nuevo, doc —y dedicó a Quirke una sonrisa torcida y llena de dientes de estrella de cine.

—Además —continuó Quirke—, un tipo llamado Costigan se acercó a mí hace varios días, después de mi visita a St. Christopher, y me advirtió que me metiera en mis propios asuntos. ¿Por casualidad no lo conocerá? El tal señor Costigan es uno de los Caballeros de St. Patrick y supongo que, para tener todos los frentes cubiertos, también será Amigo de St. Christopher.

Sumner se quedó mirándole fijamente y luego rompió a reír.

—¿Los Caballeros de St. Patrick? ¿Me está tomando el pelo? ¿De verdad existe algo con ese nombre?

Quirke desvió la vista hacia la ventana. O Sumner era un actor consumado o era inocente… Inocente por lo menos de todo lo que Quirke había pensado que sería culpable.

—Dígame, ¿por qué cree que dispararon a Dick Jewell?

Sumner volvió las manos vacías hacia arriba.

—No tengo ni idea, ya se lo dije. La mitad del país lo odiaba. Tal vez estaba jugando a los médicos con la esposa de alguien… Aunque por lo que he oído no le tiraba mucho ese juego.

Quirke le miró.

—¿Qué quiere decir eso?

—¿Qué quiere decir eso? Se rumoreaba que en ese terreno tenía gustos particulares, eso es todo.

—¿Qué clase de gustos particulares?

—¡Particulares! —exclamó Sumner y se rió con cierta irritación—. Tal vez le gustaba follar ovejas o bóxers… ¡Yo qué sé! Era un tipo bastante raro, se lo aseguro. Claro que, ¿quién decide qué es lo normal? Le repito mi lema: vive…, etcétera.

Quirke se levantó con brusquedad y cogió su sombrero de la mesa baja. Sumner parpadeó sorprendido.

—¿Se va a marchar ahora que lo estábamos pasando tan bien, doc?

—Gracias por recibirme. No le robo más tiempo, sé que es un hombre muy ocupado.

Sumner se levantó y rodeó la mesa con la mano tendida.

—Un placer. Venga por aquí cuando quiera, siempre será bien recibido. Por cierto —con gesto amistoso puso su enorme mano en el hombro de Quirke—, me han dicho que está ayudando a la viuda a superar su dolor. Es muy generoso por su parte.

Los ojos de Quirke pasaron de Sumner a la mano en su hombro y de nuevo a Sumner. El otro no era tan alto como él, pero era un tipo grande, musculoso y fuerte.

—Parece enterarse de muchas cosas aquí arriba, en su atalaya.

—Atalaya —repitió con admiración Sumner—. Nunca se me hubiera ocurrido semejante palabra, gracias —se inclinó levemente hacia delante y apresando el pomo de la puerta la abrió—. Salude a Françoise de mi parte —al otro lado de la puerta, su secretaria, una joven con una excelente figura, se levantó de su mesa de un salto y se apresuró a aproximarse con su falda de tubo y su jersey de angora—. Belinda, guapa, acompaña al doctor Quirke a las escaleras, por favor —y, volviéndose hacia Quirke, se despidió de nuevo—. Hasta pronto, doc, ya nos veremos.

En aquel instante y sin saber por qué, a Quirke se le ocurrió una idea. Aunque sí sabía por qué: acababa de recordar el día que Hackett y él fueron a Roundwood. Estaban a punto de marcharse sin ninguna respuesta cuando Hackett hizo una última pregunta como quien pega un tiro al azar intentando dar en la diana.

Sumner estaba a punto de entrar en su despacho cuando Quirke se dirigió a él.

—Por cierto, señor Sumner —inclinó su cuerpo en el umbral de tal manera que Sumner no pudiera cerrar la puerta—, ¿conocía su hijo a Dick Jewell? ¿O, tal vez, conoce a la hermana de Jewell?

Sumner colocó de nuevo la mano en el hombro de Quirke, pero esta vez lo hizo con mayor firmeza y de forma menos amistosa que antes, lo empujó dentro de su despacho y cerró la puerta en las narices de la sorprendida secretaria.

—¿Qué es lo que quiere? —en sus ojos entrecerrados no quedaba rastro del humor y las chanzas.

—No quiero nada, tan sólo preguntaba —contestó sin inmutarse Quirke.

—¿Qué sabe de mi hijo?

—Apenas nada —dijo Quirke con la voz más suave y neutra que pudo—, lo poco que me contó el inspector Hackett cuando salimos de su casa el día que fuimos a Roundwood.

—Lo que le contó el inspector Hackett —repitió Sumner con calma, aunque una vena latía de forma visible en su sien izquierda. Quirke intuyó que estaba barajando todas las posibles cosas que Hackett podía haberle contado sobre, ¿cómo se llamaba?, Teddy, eso es, sí, Teddy Sumner—. Escúcheme con atención: no me importa que venga y trate de interrogarme, de verdad se lo digo, pero deje en paz a mi hijo, no le mezcle en sus entrometidas pesquisas, sean sobre lo que sean. ¿Me entiende? —le dijo en voz baja.

—No pretendía mezclarle. Sólo le estaba preguntando…

—Sé qué me estaba preguntando, no estoy sordo —Sumner hablaba casi en un susurro y a toda velocidad—. A pesar de los rumores, Quirke, soy un tipo moderado, como se supone que es vuestro clima. No quiero problemas, no busco problemas. Intento vivir mi vida y dirigir mi negocio de forma tranquila y metódica. Pero me doy cuenta de que cuando se trata de mi familia, y de mi hijo especialmente, pierdo los papeles con facilidad. Aquí está sucediendo algo que no comprendo ni me interesa comprender y aún menos entrometerme. No sé nada de ese colega suyo al que le dieron una paliza anoche. No sé quién disparó a Dick Jewell ni me importa. Y, sobre todo, no sé qué demonios le importa a usted a quién conoce o deja de conocer mi hijo. Es más, no sé a qué demonios juega haciendo preguntas sobre él.

Quirke echó un vistazo a la mano sobre su hombro.

—Pregunto porque dos matones a sueldo le dieron una paliza anoche en la calle a mi ayudante, le cortaron un dedo y me lo enviaron, envuelto en una bolsa de patatas fritas, dentro de un sobre. Pregunto también porque conozco el episodio de violencia, como se denomina hoy en día, de su hijo —Sumner hizo ademán de hablar, pero Quirke alzó una mano para detenerle— y me pregunto si puede haber alguna relación entre su Teddy y el dedo amputado de mi colega, aunque admito no saber la respuesta. Y pregunto asimismo porque creo que su hijo conocía a Dick Jewell y porque creo que, al igual que Jewell, pertenecía a los Amigos de St. Christopher —Sumner lo miraba fijamente con los ojos vidriosos, mientras respiraba afanosamente. A Quirke le recordó un toro coceando la arena del ruedo justo antes de embestir y tuvo que esforzarse para no sonreír—. No tengo ni idea de cuál es la relación que une unas cosas con otras, pero estoy convencido de que existe y estoy convencido de que la encontraré. Y cuando lo haga volveré a verle, señor Sumner, y tal vez entonces tengamos otra charla más esclarecedora.

Sumner había retirado la mano del hombro de Quirke y lo observaba con la frente baja, como un toro, y moviendo la mandíbula hacia delante y hacia atrás, mientras rechinaba los dientes.

—Se está arriesgando, Quirke —le dijo.

Mientras descendían las escaleras, Belinda, la secretaria, habló del tiempo y de la persistente ola de calor.

—¿No es horrible? —le preguntó con jovial desmayo.

—Sí, horrible.

A media tarde, mientras Sinclair dormitaba, la enfermera Bunny se aproximó y le zarandeó amablemente para decirle que tenía una llamada de teléfono.

—Nunca he tenido un paciente tan solicitado —le dijo.

Él la contempló aturdido, mientras intentaba con esfuerzo alzar la cabeza de la almohada.

—¿Quién es?

Ella le dijo que era su hermano. Sinclair le pidió que lo repitiera.

—Tu hermano —pronunció las palabras lentamente y delante de su rostro como si fuera medio tonto; le había dado otro de sus analgésicos morados—. Dice que es importante. Dice que tiene noticias de vuestra madre.

La enfermera lo ayudó a levantarse y lo acompañó fuera de la sala y por el pasillo. El brillante color chocolate del linóleo le dio ganas de vomitar. El teléfono estaba encastrado en la pared junto al puesto de las enfermeras; una placa de viejo y rayado plástico a cada lado proporcionaba una precaria intimidad. Bunny le tendió el auricular. Él lo cogió con aprensión, como si pudiera estallarle en la mano.

No tenía ningún hermano y su madre estaba muerta.

—Te has hecho esperar —dijo la voz. Había en ella una aterradora y malintencionada calidez, una sensación de horrible intimidad, como si quien le hablaba estuviera acurrucado en un butacón junto a una chimenea encendida.

—¿Quién es usted? —balbuceó Sinclair.

Escuchó una risilla burlona.

—Soy tu peor pesadilla, judío. Por cierto, ¿qué tal tienes la mano?

¿Quién es usted?

—Calma, calma —y sonó de nuevo la risita chillona—. ¿Le gustó a tu jefe el regalo que le enviamos? Yo tuve una vez un gato que solía dejar cosas en la puerta: ratones a medio masticar, ratitas muertas… Pero nunca trajo un dedo. Te apuesto a que tu jefe pegó un salto. Aunque me imagino que, con su trabajo, debe de estar acostumbrado a cosas así.

—Conteste, ¿quién es usted?

La enfermera, que estaba pendiente de él desde su mesa, salió y le tocó el brazo.

«¿Se encuentra bien?», le preguntó sin hablar, tan sólo moviendo los labios.

Él asintió y, aunque de mala gana, ella regresó a su puesto.

—¿Sigues ahí, judío? ¿Te has desmayado o algo por el estilo? Apuesto a que te duele la mano. ¿Has conseguido pegar ojo? Dicen que por la noche el dolor es mucho peor. ¿Te están cuidando bien las enfermeras? Esta vez ha sido un dedo, la próxima vez será lo-que-tú-ya-sabes…

Sinclair colgó el auricular con torpeza.