El dolor había sido una sorpresa, y también un correctivo ejemplar. Como si un inmenso y violento brazo hubiese barrido de golpe todos los juguetes y chucherías de colores que él había confundido con objetos propios de la vida adulta y hubiera dejado desnudo el suelo de piedra. Eso, comprendió, eso era la realidad y lo demás sólo era teatro y fantasías. Todo había quedado reducido a unos cuantos elementos esenciales, el principal de los cuales estaba localizado en el tercer nudillo de su mano izquierda.
Cuando recuperó la conciencia, tirado como una bolsa de basura en la esquina del callejón, lo primero que sintió fue una enorme confusión y pensó que todo aquello era un error que pronto se aclararía. Nada tenía sentido. ¿Qué hacía allí tumbado sobre los adoquines? ¿Qué había sucedido? Estaba oscuro y alguien que hedía a alcohol y a descomposición se inclinaba sobre él. Sintió una mano adentrarse en su chaqueta y, de forma instintiva, presionó el brazo contra el costado. El tipo encorvado retrocedió.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó una voz ronca aterrorizada—. Pensaba que estabas muerto.
No estaba muerto, desde luego que no, pues de ser así no sentiría aquel dolor intenso, tan intenso.
Le martilleaba la cabeza, algo no iba bien en su espalda y su tobillo izquierdo estaba apresado y torcido bajo su cuerpo, pero nada de eso era comparable a lo que sentía en la mano. Como si un dolor semejante debiera ser visible, la imaginó envuelta por una bola de fuego encarnada y palpitante. Cuando la aproximó a su rostro, comprobó que no había fuego, pero tampoco parecía su mano, como si la perspectiva o el ángulo estuvieran equivocados. ¿Aquello era sangre? Sí, muchísima sangre. E inexplicablemente le faltaba una parte de la mano.
—No está en muy buenas condiciones, jefe. ¿Puede levantarse? —le preguntó la voz pestilente.
Su cartera. Eso era lo que el tipo había rebuscado dentro de su chaqueta. Dado el estado de su mano izquierda, no podía utilizarla para comprobar si seguía dentro del bolsillo interior derecho. Era imposible. Hizo una tentativa con la mano derecha, pero el movimiento forzado y el esfuerzo le marearon y sintió náuseas. Se inclinó a un lado y vomitó sobre el suelo.
—¡Santo Dios! —exclamó compasiva la voz.
Que aquel sujeto apestoso siguiera allí era buena señal, pues de haber encontrado la cartera habría salido corriendo.
Sobre el muro, en el otro lado del callejón, había un gato sentado. Veía su perfil contra la última y débil claridad del cielo. ¿Qué pensarían los animales de los hombres y sus actos?, se preguntó. Debíamos de parecerles locos de remate.
El tipo que estaba junto a él era un hombre joven, mellado y con una barba rala. Olía como una cena de Navidad rancia. Juntos, lograron ponerse en pie. Sinclair sintió que él ayudaba al joven tanto como el joven le ayudaba a él. La idea le hizo gracia y se habría reído si hubiera podido. Sujetándose el uno al otro, recorrieron tambaleantes el callejón hasta llegar a Fitzwilliam Place. Casi era medianoche y la calle estaba desierta. Le dio al joven media corona, que encontró en el bolsillo del reloj de su chaleco. Él hizo un elegante gesto de agradecimiento, le llamó de nuevo «jefe», le preguntó si se encontraba bien y desapareció rápidamente.
¿Y ahora qué? Hizo señal a un taxi para que se detuviera, pero cuando el conductor se aproximó y vio su estado, movió la cabeza y pasó de largo. Podía intentar llegar a su casa andando, pero algo se había desgarrado en su espalda y notaba el tobillo que había permanecido torcido bajo su cuerpo tan frágil como si fuese cristal y, al mismo tiempo, pesado y caliente como un leño que ardiera lentamente. Con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, presionaba con ademán protector la mano sin el dedo en el hueco de la clavícula. El dolor era un inmenso latido constante y sordo. Se preguntó cuánta sangre habría perdido; mucha, dada la debilidad que sentía.
Atravesó la plaza y renqueó a lo largo de la verja, bajo los árboles silenciosos, inmerso en los tiernos y despiadados perfumes de la noche. Una chica aguardaba como una negra sombra en la esquina. Al aproximarse, advirtió el brillo cauteloso de sus ojos.
—No tengas miedo —le dijo—, ha sido un accidente. ¿Puedes ayudarme?
No debía de tener más de dieciséis o diecisiete años, era extremadamente flaca y su rostro enfermizo estaba coronado por un sombrerito negro, sujeto por una aguja. Lo llevaba ladeado, con un toque desenfadado que sólo acentuaba la melancolía de su aspecto.
Sinclair le pidió de nuevo que le ayudara y ella, que seguía observándole con desconfianza, le dijo que sólo era una chica trabajadora y además qué tipo de ayuda quería. Él le contestó que necesitaba una ambulancia, que su mano estaba herida y que había sufrido una caída y le resultaba difícil andar. ¿Podía llamar por teléfono a una ambulancia?
—¿Qué te ha pasado en realidad? No tienes pinta de haber tenido un accidente —dijo ella.
—Tienes razón, me han atacado —él percibió que su miedo había disminuido.
—¿Ha sido ese que te estaba ayudando? Lo conozco, es un borrachín.
—No, no creo que fuera él, estoy seguro de que no fue él.
—El tío tampoco sería capaz.
Él cerró los ojos un instante.
—Me duele muchísimo la mano. ¿Podrías hacer una llamada por mí? ¿Podrías llamar al nueve-nueve-nueve?
Ella vaciló. Ya no tenía miedo, sólo estaba impaciente y molesta, pero era una mujer y no podía evitar sentir un poco de compasión, adivinó Sinclair.
—Hay una cabina en la esquina de allí abajo. ¿Tienes peniques? —le dio las monedas y aguardó, mientras observaba cómo descendía Baggot Street tambaleándose ligeramente sobre los altos tacones y entraba en la cabina telefónica iluminada. El dolor de la mano le hacía chirriar los dientes. Temió desmayarse, pero la chica no tardó en regresar.
—Una ambulancia está de camino. Tienes que esperar aquí —le dijo.
Sinclair apoyó la espalda en la verja y ella se despidió.
—¿Puedes quedarte conmigo a esperar? —le pidió. Un sentimiento de pena hacia sí mismo le invadió, intenso pero ajeno, como si no fuese él, sino una criatura sufriente que se hubiera arrastrado hasta él para pedir ayuda, igual que él había hecho con la chica—. Por favor. Te pagaré. Ahora —introdujo con torpeza la mano derecha bajo la solapa de la chaqueta y esta vez alcanzó la cartera, que seguía milagrosamente allí, intacta. La abrió ante ella—, hay un billete de cinco libras dentro. Cógelo.
—Dame un pitillo. No quiero tu dinero —le dijo ella con acritud.
Sinclair sacó un paquete de Gold Flake y se desplazó de manera que ella pudiera introducir la mano en su bolsillo y coger el encendedor. Después de prender los pitillos, le preguntó su nombre.
—Teri. Con una r y una i —contestó la chica.
—Teri, qué bonito —con la primera bocanada de humo, la cabeza le dio vueltas.
—En realidad, me llamo Philomena. Teri es mi nombre de trabajo. ¿Y tú cómo te llamas?
—John —respondió él sin vacilar.
Ella le clavó los ojos encima.
—No, estás mintiendo.
Sinclair iba a protestar, pero la expresión de la chica le hizo cambiar de opinión.
—Perdona. Me llamo David. De verdad.
—David. Es un buen nombre. ¿No te llaman Dave o Davy?
—No, sólo David.
La noche les trajo el ulular de una sirena que se aproximaba.
—Te habría llevado a mi habitación, pero si mi hombre hubiera aparecido, nos habría dado una paliza.
—¿Tu hombre?
Ella se encogió de hombros.
—Ya me entiendes.
—Me gustaría que te quedaras con el billete de cinco —tenía los ojos húmedos de emoción, ante su propia sorpresa—. Es sólo una forma de darte las gracias.
El rostro de la chica se endureció.
—De dar las gracias a una puta con un corazón de oro, ¿no? —y, al decirlo, pareció tener muchos más años de los que tenía. Al final de la larga avenida apareció una luz azul parpadeante—. Ahí está tu ambulancia.
Le dio la espalda y se marchó taconeando.
La mano de Sinclair palpitaba con fuerza.
Su confusión no desapareció en el hospital, donde todo le resultaba familiar y, al mismo tiempo, desatinado. La ambulancia lo llevó a la Sagrada Familia, desde luego, ¿dónde si no, dado lo grotesco de todo lo que estaba acaeciendo? Su lugar de trabajo estaba en el sótano, pero le acomodaron arriba, en el nuevo pabellón, en una gran sala con unas treinta camas. El primero en atenderle en Urgencias fue un interno indio al que conocía de vista, un tipo peculiar con una risa aguda y unas manos delgadas y llamativamente hermosas con el dorso color chocolate y las palmas de un rosa tostado.
—Vaya, vaya —dijo al ver la herida—. ¿Qué le ha pasado, amigo?
No supo qué contestar. Habían sido dos: el tipo con la cazadora y el que se le acercó por la espalda y le golpeó con destreza detrás de la oreja derecha con algo sólido, pero flexible, una cachiporra, suponía, en caso de que existiera algo semejante fuera de las películas de gánsteres. Estaba inconsciente cuando le seccionaron el dedo anular de la mano izquierda. No habían utilizado un cuchillo, sino unas tijeras para cortar metales, ya que la piel del nudillo estaba magullada y el hueso, lejos de tener un corte limpio, había sido aplastado y cercenado. El indio le inyectó morfina y limpió la herida. A continuación lo llevaron al quirófano, donde le pusieron anestesia local. El cirujano, un hombre rubicundo que se llamaba Hodnett, recortó la punta del hueso y lo cubrió con la piel, que estiró hasta formar una pequeña solapa, y dio unos puntos de sutura siguiendo el borde de la palma de la mano, y todo ello mientras charlaba con el anestesista sobre la regata Royal St. George que se celebraría el siguiente domingo en Dun Laoghaire. Sinclair no recibió ningún trato especial, a pesar de que él también trabajaba en la Sagrada Familia. Sólo al final Hodnett se inclinó sobre él para hablarle.
—Sinclair, muchacho, parece que hay alguien a quien no le gustas —soltó una carcajada y se alejó silbando con su andar encorvado de cirujano.
El agotamiento y la morfina le hundieron en el sueño, ya de vuelta en la sala. Se despertó a las cuatro y a partir de aquel momento fue presa del dolor. Su mano, cubierta por un aparatoso vendaje, colgaba de un cabestrillo sujeto a un soporte de metal. Sinclair tenía el brazo alzado y estirado como si le hubieran derribado y congelado mientras hacía un saludo marcial. El dolor era un gigante oscuro que se había apoderado de él en silencio y le apaleaba lenta, metódica y monótonamente. Era la primera vez en su vida que comprendía lo que significaba concentrarse en algo concreto e implacable que excluía todo lo demás. Los ruidos que hacían los otros pacientes —los gemidos y gruñidos, los agitados suspiros— parecían llegar desde muy arriba, desde otro plano de la existencia. El gigante y él se encontraban en el fondo de un profundo barranco, una hendidura secreta en el paisaje habitual del mundo, y no parecía existir forma de escapar.
Al amanecer el dolor aminoró algo, o tal vez fue tan sólo que la luz del día le dio ánimos nuevos para soportarlo. La enfermera de noche había hecho oídos sordos a sus súplicas para que le diera analgésicos. La persona que tomó el relevo en el turno de mañana era una muchacha de rostro luminoso con la que Sinclair había bailado las Navidades anteriores, durante una fiesta del personal médico. Su nombre se le escapaba, pero escuchó que las demás enfermeras la llamaban Bunny. Ella lo recordaba y le trajo en secreto, con el desayuno, una cápsula grande morada. Se negó a decirle qué era —«¡La monja encargada de la sala me despediría!»—, pero le aseguró que funcionaría y, con un guiño, se alejó contoneando las caderas.
Quirke llegó temprano, acompañado por el inspector Hackett. Era una situación muy rara. A Sinclair, felizmente atontado por la cápsula morada, le recordó cuando, de niño, sus padres fueron a visitarle a la escuela Quaker en Waterford, donde estaba interno, porque había cogido paperas. El tutor, un hombre amable con el apropiado nombre de Bland, los guió hasta la enfermería. La madre de Sinclair se abalanzó sobre su cama y por supuesto lloró, pero su padre se mantuvo a una distancia prudencial, pues dijo que los «doctores» —como si se tratara de un equipo de hombres respetables con barba y bata blanca— habían aconsejado no aproximarse al paciente para prevenir consecuencias que no especificó, pero que se sobreentendía eran muy graves.
Quirke tomó asiento en una silla de metal junto a la taquilla de noche; el inspector Hackett se quedó a los pies de la cama con una mano en el bolsillo del pantalón, mientras con la otra se acariciaba pensativamente la sombra azulada del mentón. Sinclair les contó lo poco que recordaba del ataque mientras ellos asentían. A pesar de sus preguntas y de sus exclamaciones sobre cuánto sentía lo sucedido, Quirke parecía tener la cabeza en otra parte.
—¿Ha sido el tipo del teléfono? —preguntó.
Sinclair sabía a quién se refería.
—No, ése tenía voz de persona educada y éste era un simple matón.
—¿De qué tipo del teléfono hablan? —intervino Hackett.
—El otro día alguien le llamó al trabajo —contestó Quirke, aún abstraído.
—¿Y?
—Me llamó judío y me advirtió que no metiera mi narizota judía en los asuntos de los demás o la perdería —dijo Sinclair secamente—. Al menos se han conformado con un dedo.
Nadie dijo nada hasta que Hackett rompió el silencio.
—¿Qué aspecto tenía el tipo que le abordó en el callejón? Me refiero al matón.
—No sé… Normal, unos veinte años, de cara flaca.
—¿Y su acento?
—De Dublín.
—¿Y el otro, el que le atacó por la espalda?
—A ése no lo vi. Más bien lo sentí —Sinclair llevó su mano buena a la contusión detrás de la oreja.
Quirke le ofreció un cigarrillo y Sinclair le indicó que prefería uno de los suyos.
—Están en mi chaqueta, ahí dentro de la taquilla.
Quirke cogió el paquete de Gold Flake y encendió el mechero.
—¿No sabe a qué podía referirse el del teléfono al decir «los asuntos de los demás»? ¿Cuáles fueron exactamente sus palabras? —preguntó Hackett.
Sinclair comenzaba a estar harto de lo que parecía un interrogatorio, sin contar con que el efecto del filtro morado mágico de la enfermera Bunny empezaba a desaparecer.
—No me acuerdo. Pensé simplemente que se trataba de una broma pesada de algún gracioso.
El detective miró la mano vendada.
—Una broma pesada, desde luego.
Un viejo comenzó a toser en una de las camas que estaban enfrente. Su tos recordaba el ruido de succión de una bomba en un pozo negro profundo y viscoso.
—¿No había nadie cuando esos dos sinvergüenzas le atacaron?
—No que yo viera. Cuando recobré el conocimiento había un vagabundo, un borrachín, intentando robarme la cartera.
—¿La cartera? —comentó sorprendido el inspector—. ¿Los otros dos no se la llevaron?
—No se llevaron nada. Excepto mi dedo, claro.
—Así que había un vagabundo. ¿Nadie más?
El viejo había parado de toser y ahora luchaba por meter aire en sus pulmones. Nadie parecía hacerle caso.
—Sí, una chica —dijo Sinclair.
—¿Una chica?
—En una esquina, haciendo la calle. Fue ella quien llamó a la ambulancia.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Hackett.
—No me lo dijo —una r y una i. La puta con el corazón de oro. Ojalá hubiera aceptado el billete de cinco que él le había ofrecido.
Hackett y Quirke no se quedaron mucho más, una enfermera se acercó al viejo que tosía, fueron a buscar a un médico, echaron la cortina alrededor de la cama del anciano y de cualquier otro asunto de interés.
Sinclair se hundió en un inquieto duermevela y soñó que gente sin rostro le perseguía por una oscura calle, ancha e interminable. Teri, con una i, también estaba allí, en su esquina junto a la verja y con su sombrerito negro, pero de alguna manera le seguía mientras él corría, y los dos charlaban tranquilamente mientras los peniques tintineaban en su bolsito.
La enfermera Bunny colocó una mano en su hombro para despertarle y le dijo que tenía otra visita.
—Eres muy popular.
Tenía el brazo dormido, pero el dolor palpitante en su mano era peor que nunca. La cortina de la cama de enfrente estaba de nuevo abierta: el viejo había desaparecido. ¿Cuánto tiempo había dormido? La enfermera retrocedió y dejó paso a Phoebe Griffin, que se aproximó titubeante y sonriente, con una expresión de dolor y simpatía en su rostro.
—Pobre. Quirke me ha contado lo que te sucedió.
A él no le agradó verla. Estaba cansado, mareado y dolorido y deseaba estar solo para poner en claro sus pensamientos. Aquel sueño entrecortado únicamente había servido para acentuar el carácter inverosímil e irreal de lo ocurrido: la agresiva llamada de teléfono, el ataque callejero, su dedo cercenado, aquella cama, el viejo moribundo enfrente, y ahora Phoebe Griffin con su sonrisa nerviosa, el bolso apretado contra el pecho y aquel sombrero tan parecido al que llevaba la prostituta.
—Estoy bien —dijo con sequedad, esbozando una sonrisa forzada mientras intentaba apoyarse sobre el codo.
—Pero tu dedo… ¿Qué ha pasado?
—Sólo puedo contarte lo que ya le he dicho a Quirke, que no lo sé —se sentía cansado, muy, muy cansado—. ¿Cómo estás tú?
—Bien —contestó ella y enseguida volvió a interesarse por él—. Pero tú… ¡Dios mío!
Él se retrepó en las almohadas. La imagen de su madre llorando sin consuelo en la enfermería de la escuela Newtown y de su padre con expresión aburrida a una distancia prudencial le asaltó de nuevo. El súbito pensamiento de que se había equivocado al creer que se había enamorado de Phoebe Griffin resonaba en su interior como una campana agrietada. Y, sin embargo, al mismo tiempo le invadió la ternura y la preocupación por ella y, si hubiera podido, la habría tomado en sus brazos y la habría acunado como a un bebé.
—Has sido muy amable al venir —le dijo con voz débil mientras intentaba sonreír.
Al oírle, ella, que estaba inclinada sobre él, se quedó rígida y se enderezó ligeramente. Sinclair comprendió que se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo en su cabeza. Y lo lamentó.
—¿Cómo no iba a venir? —exclamó ella con una risita vacilante. Dudó un momento antes de sentarse en la silla de metal que antes había ocupado Quirke—. Si no quieres, no me cuentes nada. Debió de ser horrible.
—No me acuerdo de casi nada.
—Eso es bueno, estoy segura. La mente olvida para protegerse.
—Sí.
Sinclair se preguntó si ella pensaba en sí misma al decir eso, en las cosas que necesitaba no recordar para protegerse. Sabía tan poco de ella, ¿cómo podía haber creído que la amaba? Inmediatamente sintió una cálida corriente de ternura y piedad. ¿Qué iba a hacer con Phoebe? ¿Cómo iba a olvidarse de ella?
—He hablado con Dannie —dijo Phoebe.
—¿Sí? —sin saber por qué, Sinclair sintió una fría punzada de alarma. Pensar en Phoebe y en Dannie juntas sin que él estuviera presente le perturbaba. ¿Cómo había conseguido Phoebe el teléfono de Dannie?
—Espero no haber metido la pata —dijo Phoebe, al sorprender la expresión de su rostro—. Pensé que querría saber lo sucedido.
—Está bien, no importa —él desvió la mirada, ausente—. ¿Qué te dijo?
—Se disgustó, claro. Y desde luego estaba desconcertada, como todos nosotros.
—Sí. Ella se pone… nerviosa.
—Lo sé.
Callaron. A medida que la mañana avanzaba crecía el ruido en la sala, y ahora la algarabía era tal que bien podrían estar charlando en la calle de una ajetreada ciudad. A Sinclair siempre le habían fascinado los sonidos del hospital. Era como si el edificio produjera aquel clamor, el zumbido incesante de las conversaciones, las distantes llamadas exhortatorias de la megafonía y un estruendo ilocalizable de colisiones y objetos que caían, como si cajones de cubertería fuesen arrojados a las baldosas.
—¿Crees que… —comenzó vacilante Phoebe—, crees que este ataque está relacionado con la muerte del hermano de Dannie?
Él clavó los ojos en ella: eso era exactamente lo que pensaba, aunque no lo había sabido hasta aquel instante.
—¿Cómo? ¿Qué conexión puede haber?
—No lo sé —las manos de Phoebe estaban sobre el regazo y las yemas de sus dedos se unían y se separaban como criaturas acuáticas que se encontraban y se apareaban—. Sólo que aquel día en Howth Head me pareció tan extraño…
—¿Qué te pareció extraño?
—No sé… No sé cómo explicarlo, pero presentí algo…, algo que ni tú ni yo conocíamos —los ojos de Phoebe se detuvieron en él—. David, ¿quién mató a su hermano? ¿Lo sabes?
Él no dijo nada, menos sorprendido por la pregunta que por la manera plañidera en que ella había pronunciado su nombre. Jamás debería haber llegado a ese grado de confianza con ella. Como si no tuviera suficiente con Dannie Jewell y sus problemas. Y ahora se le había sumado una segunda mujer atormentada.
Bunny apareció para tomarle la temperatura.
—Espero que no te hayan sobreexcitado —dijo, ignorando a Phoebe y con una leve sonrisa amarga que empañó su rostro luminoso.
Su marcha dejó a Phoebe y a Sinclair desorientados, como dos extraños que han compartido un momento íntimo y después no saben cómo separarse y retroceder hasta encontrar la distancia adecuada.
—Debo irme —dijo Phoebe—. La enfermera tiene razón, seguro que estás cansado. Si te apetece, puedo venir otro día.
Él captó el ruego casi inaudible en sus palabras, pero lo ignoró.
—En un par de días me mandarán a casa. Quizá mañana mismo. Seguro que hay alguien realmente enfermo que necesita una cama.
Ambos sonrieron, pero Phoebe desvió a toda prisa la mirada.
—Siento haber llamado a Dannie —murmuró—. Sé que no debería haberlo hecho.
—¿Por qué no? Me parece bien, ya te lo he dicho —la brusquedad de su respuesta asqueó a Sinclair. Ella no merecía que la trataran así—. Lo siento. Tienes razón, estoy cansado —dijo con voz vacilante y comprendió que ella sabía de qué se estaba disculpando exactamente—. Me gustaría que volvieras a verme, si puedes.
—Bueno, adiós —Phoebe se puso en pie con una valerosa sonrisa.
—Adiós —Sinclair intentó decir su nombre, pero no pudo—. Y gracias de nuevo por venir, me ha alegrado mucho verte.
La joven asintió brevemente antes de darle la espalda y alejarse con rapidez entre las largas hileras de camas. Sinclair se acomodó de nuevo sobre las almohadas. Traían en una camilla con ruedas al viejo de la cama de enfrente. Debían de haberle operado, pues estaba inconsciente, pero no había muerto.
Con cierta ansiedad, el sargento Jenkins miraba una y otra vez por el espejo interior del coche, intentando descubrir qué ocurría en el asiento trasero. Nada parecía suceder y eso era precisamente lo que le inquietaba. Sabía que su jefe y el doctor Quirke eran medio colegas desde hacía mucho tiempo y que habían trabajado juntos en varios casos, pero aquella mañana permanecían callados, sentados en los extremos del asiento y con los ojos clavados en sus respectivas ventanas. El silencio entre ellos era tenso, incluso cargado de rencor, o eso le parecía a Jenkins.
A su titubeante manera, Jenkins veneraba a su jefe. Aunque llevaba poco tiempo junto al inspector, sentía que ya conocía sus modos y costumbres —lo que no era lo mismo, desde luego, que conocer a la persona— y se identificaba con él, al menos en el nivel profesional. Aquella mañana, el inspector estaba preocupado y molesto, y Jenkins hubiera deseado saber por qué. Los dos hombres habían estado en el hospital donde trabajaba el doctor Quirke para visitar a su ayudante, a quien habían atacado en la calle y mutilado una mano, y aparentemente lo sucedido estaba relacionado con la muerte de Richard Jewell, aunque nadie parecía capaz de determinar cuál era la relación entre ambos hechos.
Quirke también percibía el remolino de desconfianza y resentimiento que agitaba a Hackett, provocado sin duda por la sospecha de que Quirke se guardaba información. Y Hackett tenía razón, pues Quirke no le había contado lo que había encontrado la noche anterior atado al pomo de la puerta cuando regresó a casa. No sabía por qué no se lo había dicho ni por qué persistía en ocultárselo. Había creído que ya tenía en su poder todas las piezas del puzle y que le bastaba unirlas —¡tan sólo eso!— para resolver el misterio de la muerte de Richard Jewell. Pero el ataque a Sinclair había aportado una pieza extra de lóbrego cariz, con un perfil irremediablemente vago, una pieza que parecía pertenecer a otro puzle completamente distinto. Aunque no tenía ninguna prueba, estaba convencido de que el ataque a su ayudante era una advertencia para él y no para Sinclair; una violenta versión de la advertencia que le hizo Costigan en el banco del canal aquella mañana de domingo. Pero ¿por qué se habían fijado en Sinclair, fueran quienes fueran? Debía de ser porque Sinclair conocía a Dannie Jewell; ésa era la única conexión posible.
El coche los llevaba por el río y la luz sesgada de la mañana que atravesaba los espacios vacíos entre los edificios le provocaba cierto aturdimiento. Su cerebro movía sin descanso las piezas del puzle, intentando en vano encontrar una solución razonable. Pensaba en el cadáver de Richard Jewell despatarrado sobre la mesa; en su mujer y su hermana sosteniendo vasos de cristal tallado con ginebra en la soleada habitación al otro lado del patio; en la conversación vivaz de Françoise d’Aubigny; en Maguire, el capataz, abatido por la conmoción; en la mujer de Maguire, con su vehemencia ratonil. Pensaba en Carlton Sumner con su camiseta dorada a lomos de su imponente caballo; en Gloria Sumner, a quien había besado una noche olvidada y muy lejana; en St. Christopher, amenazante en su peñasco sobre las olas de acero; en el padre Ambrose, con su voz sosegada, capaz de ver el alma de los hombres. Y ahora se había sumado el pobre Sinclair, golpeado salvajemente y mutilado por dos matones desconocidos. Costigan tenía razón: existían dos mundos diferentes y separados, aquel en el que creemos vivir y el real.
—¿Podrá volver a trabajar? —preguntó Hackett de repente.
Quirke volvió en sí con cierto esfuerzo.
—¿Qué?
—El joven… ¿Afectará esto a su trabajo? ¿Es diestro?
—Necesita ambas manos, pero se acostumbrará.
Quirke observó a Jenkins en el asiento delantero y pensó lo bien que le iba el dicho de que era todo orejas. Doblaron a la derecha en O’Connell Bridge. Hackett continuaba con la cabeza girada hacia su ventana.
—Un suceso bien raro, ¿no es cierto? —dijo.
—Sí es raro, sí.
—¿No me contó usted que él conocía a la hermana de Jewell, la joven con la que hablamos la mañana que fuimos a Brooklands?
—Sí, la conoce —Quirke intentó que su voz fuese lo más neutra posible.
—Qué extraña coincidencia que los dos se conozcan y que a él le den semejante paliza.
Las gaviotas giraban sobre Ballast Office, sus poderosas alas blancas resplandecientes bajo el sol. Qué alto volaban y qué tranquilas parecían a aquella altura, pensó Quirke. «Girad hasta mí». ¿Cómo era la frase de Yeats que Jimmy Minor había citado? Algo sobre las venas del hombre: la sangre y el lodo de las humanas venas. Algo así.
—¿Recuerda a Costigan? —preguntó.
—Costigan, aquel tipo que conocía al viejo juez Griffin —Hackett balanceó su peso de una nalga a otra y la sarga brillante de la culera de sus pantalones chirrió sobre el asiento de cuero.
—Sí. El tipo que se presentó ante mí hace tres años para aconsejarme que no me entrometiera en los asuntos del juez. Uno de los leales miembros de aquella disciplinada pandilla, los Caballeros de St. Patrick. El tipo cuya advertencia ignoré y como resultado me llevé una paliza de muerte.
Hackett se removió en el asiento y de nuevo se escuchó aquel ruido, como un leve chillido.
—Me acuerdo.
—Entonces no fue tras él.
Jenkins aparcó junto al cuartel haciendo un complicado cambio de sentido en tres maniobras. Desde sus nichos, sobre la puerta de entrada, miraban imperturbables hacia abajo diminutas cabezas encasquetadas de policía esculpidas con mortero, gárgolas extrañas, pero familiares. Salieron del coche. El aire denso estaba cargado de polución y del polvo recalentado de las calles que removía el tráfico. Se adentraron en la fresca sombra del zaguán.
—Ya no le necesitaremos más, Jenkins —dijo Hackett, y el sargento se fue de mala gana hacia la doble puerta batiente—. El muchacho no se pierde una sola palabra —comentó enojado el inspector.
Quirke le ofreció un cigarrillo y, uno después del otro, se inclinaron sobre la llama del mechero.
—¿Fue tras Costigan?
—Sí, fui tras él. Fui tras casi todos ellos, con el resultado que usted ya conoce, que es ninguno —tenía los ojos fijos en la brasa de su pitillo.
Quirke asintió.
—Le vi el otro día.
—¿Cómo?
—La misma historia de siempre. Yo estaba en el canal sentado en un banco, entretenido con mis cosas, y entonces apareció, simulando que se trataba de una casualidad.
—¿Y qué le dijo?
—Me hizo otra advertencia.
—Ya, pero ¿acerca de qué?
Dos guardias uniformados entraron de la calle, sudorosos en sus uniformes azules y sus gorras con las viseras brillantes. Saludaron a Hackett y continuaron su camino arrastrando los pies.
—Vamos a Bewley —dijo Quirke—. Tenemos cosas de que hablar.
—Ay, eso pensaba yo —repuso el detective.
Cruzaron la calle, subieron por Fleet Street y dejaron atrás la puerta trasera del Irish Times.
—¿Se ha dado cuenta de dónde han instalado a Sinclair? —preguntó Quirke. El detective le miró con curiosidad—. En el Pabellón Jewell. A cada paso que damos nos tropezamos con Diamante Dick.
Tan pronto escuchó la voz de Dannie Jewell en el teléfono, Phoebe lamentó haberla llamado. Y no fue porque la voz de Dannie sonara como si ella estuviera en una de sus fases, esas de las que David Sinclair le había hablado. Más bien fue por lo contrario, porque su voz sonó vivaz y atenta, el mismo timbre que ella había envidiado al principio de aquella tarde extraña y mágica en Howth. Phoebe se dio cuenta en aquel momento de que lo que se disponía a contar era algo terrible y que tendría un efecto también terrible en aquella joven inquieta que no era su amiga, pero que podría llegar a serlo un día. Durante un instante, después de que Dannie contestara pero antes de que Phoebe hablara para decir quién era, tuvo la oportunidad de permanecer en silencio y colgar, pero no pudo hacerlo; de alguna manera, hubiera sido una traición, aunque no sabía exactamente a qué, a algo, quizá a la promesa de una futura amistad.
—Ha ocurrido… —dijo indecisa—, ha ocurrido un accidente —se detuvo haciendo muecas al agujero negro del auricular. ¿Por qué había dicho que era un accidente cuando no lo era?… Además, ¿por qué un accidente iba a sonar menos siniestro que otra cosa? Pero no podía pensar en una palabra adecuada para describir lo que había sucedido. «Un ataque» podía significar cualquier cosa, desde un ataque al corazón hasta un asesinato. Se obligó a continuar—: Se trata de David. Le han golpeado… y ha perdido un dedo, pero se encuentra bien, aunque con magulladuras.
Oyó tragar a Dannie.
—¿Qué le ha pasado? —su voz era ahora tenue y tensa.
—Se encuentra bien, de verdad, aunque con dolores y medicado, claro —¿podían ser los medicamentos la causa de que ella hubiera sentido, cuando estaba junto a su cama, que la rechazaba, que de repente la apartaba de él? No, habría sido un consuelo pensar así, pero no era cierto.
—Cuenta —la voz de Dannie seguía tensa pero, al mismo tiempo, extrañamente serena—, cuéntame qué pasó.
—Alguien lo atacó en la calle.
—Acabas de decir que fue un accidente.
—Sí, pero no lo fue.
—¿Quién lo atacó?
—No lo sé.
—¿Un ladrón?
—No, no se llevaron nada, ni su cartera, ni su reloj, nada. Pero le cortaron el dedo, el dedo anular de la mano izquierda. Lo siento, Dannie.
Dannie ignoró su leve intento de excusarse. Además, ¿de qué se excusaba?
—¿David sabe quién lo hizo?
—No.
—Pero has dicho «le cortaron». ¿Eran varios?
—Parece que fueron dos. Uno le paró para pedirle una cerilla y el otro se aproximó por la espalda y le golpeó con algo en la cabeza. Es lo único que recuerda.
—¿Dónde ocurrió?
—En un callejón cerca de Fitzwilliam Square. Me dijo el nombre del callejón, pero no me acuerdo.
—¿Y cuándo ha sido? ¿Cuándo ha pasado?
—Anoche.
—Estuvo aquí anoche.
—¿Dónde?
—Aquí, en mi piso.
Phoebe rechazó pensar en las posibles implicaciones de aquellas palabras.
—Entonces debió de suceder después de dejarte.
Silencio.
—¿Estás ahí? —preguntó Phoebe.
—Sí, estoy aquí —su voz era ahora fría como el hielo—. Gracias por llamar —y colgó.
Durante unos minutos Phoebe se quedó de pie en el vestíbulo, con el teléfono pegado a la oreja, furiosa. Y de repente sintió pánico. Imaginó a Dannie colgando el teléfono, alejándose y…, ¿y luego qué? Presionó los dos botones en la horquilla para cortar la línea y, a continuación, llamó al número directo del trabajo de su padre. Pero nadie descolgó.