Las mañanas de domingo, cuando el tiempo lo permitía, Quirke compraba un buen puñado de periódicos ingleses y se sentaba en un banco junto al canal, un poco más abajo de Huband Bridge. Leía, fumaba e intentaba olvidar durante un rato las complicaciones emocionales en las que se había enredado a lo largo de los años. Aquel día los periódicos estaban repletos de noticias amenazadoras. Que el mundo estuviera en un estado tan lamentable como él confortaba a Quirke, aunque no demasiado.
La mañana era calurosa, pero al menos el cielo encapotado de los días previos había desaparecido y el sol brillaba en un azul que parecía recién lacado. Una polla de agua nadaba en el canal, muy atareada con sus cinco crías, que la seguían en fila como cinco bolas emplumadas cubiertas de hollín, y una libélula irisada hacía cabriolas entre los altos juncos. Gamal Abdel Nasser había sido elegido presidente de Egipto. La polio seguía aumentando. Quirke prendió otro Senior Service, se reclinó y cerró los ojos. Gamasser elegido presi. Egipto aumentando. Gamdel Abel Nassolio…
—Doctor Quirke, ¿me equivoco?
Despertó de la cabezada con un sobresalto.
¿Quién?
Traje azul, gafas de montura de concha, pelo negro engominado y peinado vigorosamente hacia atrás desde la frente marcada de viruelas. Estaba sentado en el otro extremo del banco, con las piernas cruzadas y un brazo extendido cómodamente sobre el respaldo. Le resultaba familiar, pero ¿quién era?
Del cigarrillo olvidado de Quirke sobresalían cuatro centímetros de ceniza, que se desprendió y cayó suavemente al suelo.
—Costigan —dijo el hombre, que separó el brazo del respaldo del banco y enlazó las manos delante del pecho. Al sonreír, quedaron al aire sus dientes inferiores, amarillos y superpuestos—. No se acuerda de mí.
—Siento no acordarme de…
—Yo conocí a su padre adoptivo, el juez Griffin. Y a Malachy Griffin, claro. Y usted y yo hemos tomado un trago juntos en el pub McGonagle, si no recuerdo mal. Tomamos un trago y tuvimos una charla —aquellos dientes quedaron a la vista de nuevo.
Costigan. Sí, claro.
—Ya me acuerdo —dijo Quirke.
—¿Sí? —Costigan pareció exageradamente complacido.
Sí, Quirke se acordaba. Aquel día, Costigan había entrado en el pub sin llamar la atención y le había hecho una advertencia que Quirke ignoró y, después de aquello, le atacaron en la calle y le dieron una paliza que le dejó con una rodilla rota y con una cojera de por vida. ¿Cómo iba a olvidarlo? Aplastó la colilla con el tacón y empezó a recoger los periódicos.
—Ha sido un placer verle de nuevo —dijo mientras se levantaba.
—¡Qué triste lo del pobre Diamante Dick! —dijo Costigan.
Quirke, lentamente, se sentó de nuevo. Esperó. Costigan miraba la polla de agua y sus crías.
—Éste es un sitio precioso. Vive cerca, ¿verdad? —apuntó con el pulgar sobre su hombro—. ¿En Mount Street? ¿El portal treinta y nueve?
—¿Qué quiere, Costigan?
Costigan le miró con expresión de inocente sorpresa.
—¿Que qué quiero, doctor Quirke? Tan sólo estaba paseando y le he visto sentado y he pensado en detenerme para decirle hola. ¿Cómo se encuentra? ¿Se recuperó de aquel contratiempo que tuvo? Una caída por las escaleras, ¿no? ¡Qué mala suerte!
Costigan era una de las figuras principales de los Caballeros de St. Patrick, una oscura y poderosa organización católica de empresarios, profesionales y políticos. Quirke había irritado a los Caballeros, entre otros, y por eso aquella noche —¿hacía tres años, o hacía cuatro?— acabó con una rodilla machacada al pie de las escaleras.
—¿Por qué no me dice lo que tiene que decir, Costigan?
Costigan asintió con la cabeza, como si hubiera llegado a un acuerdo consigo mismo.
—Mientras paseaba al sol en esta encantadora mañana pensaba en qué diferentes son las cosas de como parecen. Fíjese en el canal, por ejemplo. Suave como un espejo, con esos patos o lo que sean y el reflejo de aquella nube blanca y los mosquitos subiendo y bajando como burbujas en una botella de agua con gas… Una imagen perfecta de paz y sosiego. Pero piense en lo que ocurre bajo la superficie: el pez grande comiéndose los pequeños y los bichos del fondo luchando por las migajas que se hunden, y todo cubierto de cieno y fango.
Contempló a Quirke con una mirada inexpresiva y sonrió.
—Usted podría decirme que así es el mundo. Podría decirme, de hecho, que hay dos mundos: está el mundo donde todo parece genial, honesto y sencillo; ése es el mundo donde vive la mayoría de la gente, o al menos eso creen. Y luego está el mundo real, donde suceden las cosas reales.
Sacó una pitillera dorada, la abrió en la palma de la mano y se la tendió a Quirke.
—No, gracias —sabía que era el momento de levantarse e irse. Pero no pudo.
Costigan prendió una cerilla, encendió un pitillo y lanzó el fósforo usado al suelo, justo al lado del zapato derecho de Quirke.
—No necesito preguntarle cuál es su mundo —dijo Quirke.
—Ah, pero ahí se equivoca, doctor Quirke. Ahí se equivoca. No trabajo únicamente en uno de esos mundos, sino en un espacio entre ambos. Conozco los dos. Como se diría, tengo un pie en cada uno. La gente ha de tener sol y un agua tranquila con patitos para no hundirse en la desesperación. En el fondo todos saben cómo son realmente las cosas, pero prefieren ignorarlo y logran convencerse a sí mismos, o convencerse lo suficiente, para que la farsa continúe. Y ahí es donde intervengo yo, yo y otros con una mentalidad similar. Nos movemos entre ambos mundos y nuestra misión es lograr que las apariencias se mantengan, esconder la parte oscura y subrayar la parte luminosa. Es una gran responsabilidad, se lo aseguro.
Ambos callaron. Costigan parecía tranquilo, casi alegre, como si su pequeño discurso le hubiera dejado muy satisfecho y estuviera repensándolo con admiración.
—¿Conocía a Dick Jewell? —preguntó Quirke.
—Sí.
—Nunca hubiera pensado que él fuese el tipo de persona que usted y sus amigotes encuentran simpático. No me irá a decir que era miembro de los Caballeros, siendo judío.
—No he dicho que lo conociera bien.
—Desde luego él vivía en el segundo mundo, entre los grandes peces.
—Y también era benefactor de muchos de nuestros proyectos.
—¿Como St. Christopher?
Costigan sonrió y asintió pausadamente. Quirke se preguntó si no sería un cura frustrado, pues parecía un sacerdote en su forma de expresarse, comedida y suave pero con un interior tan duro como una piedra.
—Sí, como St. Christopher, donde, según creo, usted pasó una temporadita cuando era pequeño y donde, según creo, estuvo de visita el otro día. ¿Puedo preguntarle, doctor Quirke, qué era lo que buscaba?
—¿Y a usted qué le importa?
—Es sólo curiosidad, doctor Quirke, sólo curiosidad. Como es su caso, imagino, pues sé que es un hombre muy curioso. Tiene esa fama.
Quirke se obligó a levantarse. El fardo de periódicos bajo su brazo tenía el tamaño y el volumen de una cartera de colegio, y durante un extraño momento se sintió de nuevo como un niño reprendido ante el hermano principal o el deán encargado de la disciplina.
—¿Ha venido a amenazarme como la última vez? —preguntó.
Costigan alzó las cejas y las manos al mismo tiempo.
—Nada más lejos de mi intención, doctor Quirke. Al igual que la última vez, le voy a dar un consejo amistoso para que evite meterse en…, ¿cómo diríamos?, en una situación peligrosa.
—¿Y cuál es ese consejo?
Costigan le observaba con aparente simpatía, aunque estaba reprimiendo una sonrisa burlona.
—Olvídese de su papel de detective aficionado, doctor Quirke. Ése es mi consejo. Deje el asunto en manos del detective auténtico, de…, ¿cómo se llama? Hackett. Dick Jewell, St. Christopher, los Sumner…
—¿Los Sumner? ¿Qué sucede con los Sumner?
—Se lo estoy diciendo —su voz tenía ahora una nota de fatigada exasperación—, lo mejor que puede hacer es quitarse de en medio. Es usted un hombre muy curioso, doctor Quirke, muy curioso. Eso le ha metido en problemas antes y le volverá a meter de nuevo. Y hablando de problemas, ¿cómo dicen los franceses?, ¿cherchez la femme? ¿O más bien debería decir: renuncie a cherchez la femme? Si es que acepta mi consejo, como espero que haga si es inteligente.
Los dos hombres se miraron fijamente, Costigan tan tranquilo como desde el principio y Quirke pálido de indignación y rabia. Costigan rió entre dientes.
—Como ve, se averiguan muchas cosas moviéndose entre los dos mundos —dijo.
Quirke comenzó a alejarse. Costigan gritó su nombre y, a su pesar, él se volvió. En el banco, el hombre hizo un movimiento ondulante de natación con una mano.
—Recuerde, el pez pequeño y el pez grande. Y el barro en el fondo.
Dannie Jewell conocía a Teddy Sumner desde que eran niños, cuando los Sumner y los Jewell eran amigos. La verdad es que Teddy no le gustaba —era una persona que difícilmente resultaba agradable—, pero sentía algo por él. Ambos arrastraban problemas, para empezar sus respectivas familias. Pero Teddy era raro y tenía comportamientos raros. Estaba el hecho de que no le interesaban las chicas. Dannie se preguntaba a menudo si no sería simplemente que ella no le interesaba, pero no, estaba segura de que esa indiferencia era general. Para ella eso era un punto a su favor. Resultaba tranquilizador estar con alguien con quien no tenías que vigilar cada palabra que dijeras; alguien que, cuando hablabas, no pensaba que lo que habías dicho significaba algo, como los chicos casi siempre hacían. De hecho, tampoco ella tenía mucho interés en los chicos. Estaban bien para jugar al tenis o para llamarlos cuando te sentías deprimida, como ella hacía con David Sinclair, pero cuando empezaban a ponerse ñoños o, aún peor, cuando intentaban algo y eran rechazados y entonces se cabreaban, eran temibles o unos pelmazos.
Sin embargo, tampoco creía que a Teddy le gustaran los del otro bando.
Era velludo y musculoso como su padre, pero sólo tenía dos tercios de su tamaño, un chaval menudo y peludo de frente estrecha y barbilla cuadrada. Sus ojos eran de un tierno y dulce castaño, de nuevo como su padre, y sus andares, con las piernas arqueadas, resultaban extrañamente atractivos. Tenía un carácter terrible y se ofendía con facilidad, lo que le convertía a veces en un tipo imposible. Dannie imaginaba que se despreciaba a sí mismo, pero eso a duras penas lo habría hecho especial.
Era malvado, ella lo sabía, malvado y probablemente peligroso. Se dejaba arrastrar por él, igual que si fuese un pecado horrible y secreto. Él la hacía regodearse —ésa era la palabra— y, al mismo tiempo, la hacía sentirse avergonzada. Pero incluso esa vergüenza le resultaba deliciosa. El mero hecho de estar con Teddy ya suponía haber ido demasiado lejos. Era como un crío voluntarioso y cruel, y en su compañía ella se permitía también ser infantil. Teddy era sucio y ella podía ser sucia cuando estaba con él.
Sabía que no debería haberle hablado de la tarde que pasó en Howth Head con David Sinclair y Phoebe Griffin. Pero también sabía que a Teddy le fascinaban las cosas que los demás hacían, las cosas simples que conforman una vida para quienes son capaces de vivirla. Él era como una criatura de otro planeta, encantado y desconcertado por las acciones de aquellos terrícolas entre los cuales se veía obligado a llevar una precaria existencia.
Fue durante una de sus salidas con Teddy cuando le describió burlonamente la visita a Howth con todo detalle. Sabía que estaba traicionando a David Sinclair al hablar así, pero no podía detenerse, sentía un placer culpable, como mojar la cama cuando era pequeña.
Teddy tenía un Morgan que sus padres le habían regalado cuando cumplió veintiún años. Era un coche pequeño y vistoso, verde como un escarabajo, con tapicería de cuero color crema y ruedas de radios. Con él pasaban tardes felices, conduciendo por las afueras de la ciudad con la capota bajada, Dannie con un fular de seda danzando en el viento y Teddy con un pañuelo en el cuello y gafas de sol italianas.
Para sus expediciones, como llamaban a sus salidas en homenaje a los dibujos de Winnie the Pooh —ella interpretaba el papel de Winnie y él era Igor—, elegían los barrios más anodinos, donde vivían las clases obreras: deprimentes urbanizaciones con viviendas idénticas de mampostería de guijarros, tres dormitorios arriba y dos habitaciones abajo, o viviendas de alquiler de protección oficial, construidas antes de la guerra, que luchaban por adquirir un estatus burgués, y donde el Morgan debía parecer tan estrafalario y costoso como una nave espacial. Se señalaban el uno al otro los esfuerzos más patéticos de los propietarios para añadir algo de clase a su propiedad: las elegantes placas atornilladas a las verjas de hierro forjado con nombres pomposos como Dunroamin o Lisieux o St. Jude; las persianas de lamas en todas las ventanas, por pequeñas o estrechas que fueran; los ridículos porches levantados con vidrieras emplomadas de colores, y las estatuas de escayola en miniatura del Sagrado Corazón o la Virgen María o Santa Teresa de Lisieux, la Pequeña Flor, presidiendo las hornacinas sobre la puerta principal. Y luego estaban los adornos del jardín: las fuentes falsas, los Bambis de plástico, los alegres gnomos de mejillas rojas atisbando lo que sucedía entre los lechos de hortensias y bocas de dragón y phlox. Cómo se reían de todo eso, con una mano contra la boca y los ojos saliéndose de las órbitas. Y qué sucia la hacía sentir todo eso a Dannie, qué gloriosamente sucia.
Se divertían con graciosos juegos. Paraban frente a una casa donde un jubilado cortaba el césped y se limitaban a permanecer sentados, mirándole fijamente hasta que él se asustaba y se metía a toda prisa en la casa, y allí le veían, la vieja nariz colorada y un ojo extraviado, emboscado tras las cortinas de encaje como un animal aterrorizado dentro de su madriguera. O se fijaban en un ama de casa que volvía de hacer la compra, cargada con bolsas repletas de comestibles, y la seguían, con el coche en primera, al mismo ritmo que ella caminaba durante un par de yardas. A los niños solían dejarlos en paz —no hacía demasiado que ellos mismos habían sido niños y recordaban lo que eso significaba—, pero de vez en cuando detenían el coche en el bordillo y Dannie preguntaba una dirección a un crío gordo con pantalones cortos y las costuras a reventar o a una niña descolorida con trenzas, pero no les hablaba en inglés, sino en francés, y simulaba asombro y enfado porque no la comprendían. Cuando se cansaban de esos juegos, regresaban a la ciudad para tomar el té en el Shelbourne o en el Hibernian, y Teddy se entretenía hundiendo monedas de medio penique en el azucarero y en los tarritos de mermelada o aplastando las colillas en los pequeños floreros que adornaban las mesas.
Aquel día Teddy escuchaba entusiasmado todos los detalles de la excursión a Howth. Conocía poco a David Sinclair, pero no dudaba en definirlo como embaucador y taimado «como todos los judíos», decía con tono sombrío. A Phoebe nunca la había visto, pero palmoteó y graznó de placer al escuchar la maliciosa descripción de Dannie: la carita pálida y afilada, las manitas de ratón, la negra melena de paje, aquel vestido que parecía un traje regional austriaco con el corpiño elástico y el cuello de encaje, como de colegio de monjas.
—Pero ¿no era una cita? —preguntó Teddy—. ¿Por qué te llevó Sinclair?
Dannie calló un momento. No le había gustado el tono despectivo de Teddy. ¿Por qué no iba a invitarla David a que los acompañara, a él y a Phoebe, incluso aunque se tratara de una cita?
—No era como tú dices. No era una cita cita —dijo de mal humor.
El coche descendía lentamente por una larga calle de casas uniformes en algún lugar de Finglas o tal vez de Cabra, pensó ella, mientras buscaban víctimas adecuadas para seguirlas y mirarlas fijamente.
—¿Crees que están…, ya sabes, que están haciéndolo? —preguntó Teddy.
—Ella no me parece de ese tipo. Además, creo que le sucedió algo en América.
—¿Qué clase de algo? —preguntó Teddy. Vestía una americana azul con botones dorados y un escudo en un bolsillo y pantalones holgados beis. Ella notó que había comenzado a usar perfume, aunque imaginó que él diría que se trataba de loción de afeitar.
—Creo que a lo mejor la… —ella dudó: aquello era demasiado, demasiado, debía parar y no decir ni una sola palabra más sobre el asunto.
—¿A lo mejor qué? —inquirió Teddy.
—Pues —no podía parar— la forzaron, eso creo.
Los ojos castaños de Teddy se abrieron tanto como si fuesen peniques.
—¿Forzada? —susurró con voz ronca—. Cuéntame.
—No puedo —dijo ella—. No sé qué pasó. Es tan sólo un comentario que hizo sobre que alguien la metió en un coche cuando estaba en América. Sucedió hace años. Tan pronto notó mi interés, cambió de tema.
Decepcionado, Teddy hizo un mohín.
—¿No le has preguntado al rabino Sinclair?
—¿Preguntado qué?
—¡Si lo están haciendo o no!
—Claro que no, aunque supongo que tú lo habrías hecho.
—Desde luego.
No había nada por lo que Teddy no preguntara, nada que no indagara, por íntimo o doloroso que fuera. Había conseguido que ella le describiera aquella mañana de domingo en Brooklands, la sangre y el horror. Ella había visto en sus ojos cómo la envidiaba, la expresión casi de anhelo.
—Eh, mira —dijo él con premura—, mira a esa señora gorda que está tendiendo sus bragas en la cuerda de la ropa, vamos a echarle un buen vistazo —aproximó el coche al bordillo y se detuvo. La mujer aún no los había visto. Tenía un puñado de pinzas de la ropa en la boca—. El tendedero en el jardín delantero —murmuró Teddy—, lo nunca visto.
Dannie se alegró de que la nueva distracción hubiera conseguido que él cambiara de tema. Se sentía cada vez más culpable por haber hablado como lo había hecho. Le gustaba Phoebe; Phoebe era divertida de una forma inteligente y sutil, algo que Dannie nunca conseguiría. Y era obvio que a Phoebe le gustaba David Sinclair y tal vez a él también le gustaba ella, aunque con David eso era difícil de saber. Dannie deseaba que él fuera feliz. Se preguntó si quizá no estaba un poco enamorada. Pero en tal caso, ¿no estaría celosa de Phoebe? No comprendía esas cosas: el amor, la pasión, el deseo por alguien. Hacía mucho tiempo que todo eso había sido sofocado en ella, anudado igual que hace un doctor cuando liga las trompas de una mujer para que no tenga hijos. De hecho, eso era algo que iba a hacer tan pronto encontrara el lugar al que ir. Imaginaba que tendría que ser en Londres. Le preguntaría a Françoise; era la clase de asunto que Françoise conocía.
La mujer gorda resultó una decepción; cuando terminó de tender la colada, les lanzó una mirada, se rió entre dientes y se marchó contoneándose a la casa.
—Vaca —dijo Teddy con asco y se alejaron en el coche.
Aquel día no fueron a tomar el té, sino que condujeron hasta Phoenix Park. Teddy aparcó junto al monumento a Wellington y pasearon por el césped, bajo los árboles. La luz parecía débil y difusa, como si el sol estuviera agotado tras brillar sin descanso durante horas. Una manada de ciervos pacía en una nube de pálido polvo. Cuando se aproximaron a ellos se quedaron inmóviles; alzaron las cabezas, sus ollares vibrando, sus cortas orejas agitándose. Qué animales tan estúpidos, pensó Dannie, sólo parecen bonitos desde lejos; cuando te acercas, resultan cochambrosos y sus pelajes parecen líquenes.
—Dicen ahora que Richard fue asesinado —dijo.
Teddy no pareció sorprendido, ni siquiera interesado, y ella lamentó haber hablado. Siempre que estaba aburrida contaba cosas sin pensarlas. Recordó cómo, de niña, en Brooklands, se acuclillaba junto al estanque, al final de Long Field, hundía un palo en la orilla embarrada y poco profunda y contemplaba las chinches de agua que huían nadando enloquecidas. Era precioso ver cómo el barro del fondo ascendía en espirales chocolate y luego se extendía hasta que toda el agua se teñía del color del té o de la turba o de hojas muertas y ya no se podía ver toda aquella vida escondida en el fondo, toda aquella vida que se retorcía desesperada.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Teddy de pasada—. ¿Lo saben?
Parecía muy tranquilo, casi indiferente. ¿Había conocido bien a Richard, su forma de ser, las cosas que hacía? Tal vez todos estaban al tanto. Sintió un ligero estremecimiento de terror. Recordó los momentos de zozobrante espera en el colegio, después de haber hecho algo malo y antes de que fuera descubierta. Aquellos tensos intervalos le producían el mismo estremecimiento que ahora, esa sensación de flotar en un medio más ligero que el aire y que, sin embargo, la sostenía sin esfuerzo. Pero ¿qué había hecho ella ahora que estaba esperando que descubrieran? ¿Y cómo la iban a castigar, si ella no era en realidad culpable?
—No —contestó—, no saben quién lo mató. O por lo menos, si lo saben, no han dicho nada —le dio un ataque de risa floja, un auténtico ataque de risa, que la asustó—. Françoise está intentando que piensen que fue tu padre.
Teddy se detuvo y se inclinó para quitarse una ramita de una pernera del pantalón.
—Que piensen… ¿quiénes?
—La policía. Y ese médico, Quirke, con quien trabaja David.
—Quirke.
—Sí. Da la casualidad de que es el padre de Phoebe.
Teddy se enderezó.
—¿No me has dicho que se apellida Griffin?
—La adoptaron o algo así, no estoy segura.
—¿Es médico?
—Forense. Aquel día vino con los guardias.
—Pero ¿por qué iba a intentar tu cuñada convencerle de lo que sea?
Dannie se detuvo e hizo que él también se detuviera; ambos se miraron.
—Teddy Sumner —dijo ella—, dime por qué no te escandaliza que Françoise intente persuadir a la gente de que tu padre mató a mi hermano.
—¿Querías escandalizarme?
—Sí… Por supuesto.
Una sonrisa taimada apareció en el rostro de él.
—A estas alturas deberías saber que nada me escandaliza.
—Tu padre no… lo hizo, por cierto.
—Me costaría pensar que lo hubiera hecho.
—No sé. Podría. Richard y tu padre siempre se estaban peleando.
Pero Teddy estaba pensando en otra cosa.
—¿Le contaste todo esto a Sinclair?
—Algo, no mucho. Él no pregunta.
—Pero sí le hablaste sobre ello —ella comenzó a caminar y él se apresuró a seguirla—. Le cuentas secretos, estoy seguro.
—No, mis secretos no se los cuento a nadie.
—¿Tampoco a mí?
—A ti menos que a nadie —se detuvieron en un alto desde el cual se extendía una vista de los tejados de la ciudad, sofocados bajo la temblorosa nube de calor—. Ojalá cambie el tiempo.
—Conocía bastante bien a tu hermano —dijo Teddy con estudiado pudor.
—¿De verdad? ¿Y cómo es eso?
—Existe una especie de club al que pertenecemos… Quiero decir, al que él pertenecía, e imagino que yo aún pertenezco.
—¿Qué club?
—No importa. Es una especie de organización. Richard me metió. Dijo que era —soltó una fría risita— perfecta para mí.
—¿Y lo fue…, lo es?
Él golpeó malhumoradamente el césped con la punta de su zapato bicolor.
—No lo sé. Me siento un poco fuera de lugar, si te digo la verdad.
—¿Qué hacen en ese club?
—No mucho. Visitan sitios…
—¿En el extranjero?
—No, no. Es una cosa de caridad. Colegios —silbó breve y suavemente mientras echaba una ojeada a la ciudad—. Orfanatos.
—¿Sí? —se notó palidecer. ¿Qué quería decir?—. Nunca hubiera pensado que a ti te interesaran ese tipo de cosas, Teddy: visitar escuelas y ser agradable con los huérfanos —dijo con el tono más ligero posible.
—No me interesan. O al menos eso pensaba hasta que tu hermano me convenció.
Dannie no tuvo coraje para seguir mirándole y volvió el rostro hacia la ciudad.
—¿Cuándo te uniste al club? —su voz temblaba.
—Cuando dejé la universidad. No tenía nada que hacer y Richard… Richard me animó. Y entré en el club.
—Y empezaste a visitar sitios.
—Sí.
Él se volvió hacia ella y algo en su mirada, una especie de angustia, hizo que ella comprendiera de repente y ya no quiso oír más, ni una sola palabra más. Dio la vuelta y se encaminó al coche. Allí seguían los ciervos, con su pelaje roído por las polillas, con aquellas asquerosas marcas negras bajo los ojos como si desde su nacimiento hubieran estado sollozando, sollozando, sollozando.
—Winnie the Pooh —Teddy la llamó dulce y quejumbrosamente imitando la voz de Igor—, ¡Winnie!
Ella no se detuvo.
Se alegró de que él no intentara alcanzarla. Corrió colina abajo hasta la verja del parque, cruzó el río y tomó un taxi en la puerta de la estación de tren. Tenía la mente en blanco, aunque más bien su mente era un caos. Como un desván tras un terremoto, pensó, pues conocía bien su estado, ese estado en que caía cada vez que sentía aproximarse un ataque de ansiedad, o de lo que quiera que fuese.
Debía regresar a su casa, estar entre sus cosas.
La tarde era tan calurosa y agobiante que apenas podía respirar.
El taxista tenía mal aliento, podía olerlo desde el asiento trasero. Le estaba contando algo por encima del hombro, pero ella no le escuchaba.
Orfanatos.
Cuando entró en su piso en Pembroke Street, se preparó un baño templado y permaneció allí tumbada durante largo rato intentando calmar su mente enloquecida. En el alféizar de la ventana había palomas, oía cómo se arrullaban de aquella discreta y secreta manera, como si estuvieran exclamando asombradas al escuchar algún pasmoso escándalo.
Cuando salió del baño, se sentó en bata a la mesa de la cocina y bebió café, una taza tras otra. Sabía que era malo para ella, pues la cafeína aceleraría aún más sus pensamientos, pero no podía parar.
Se encaminó al salón y se tumbó en el sofá. Se sentía más serena después del baño. Hubiera deseado tener algo a lo que agarrarse, algo que abrazar. Phoebe Griffin le había confesado que todavía conservaba su osito de peluche de la infancia, su teddy bear. Algo similar le serviría, pero ¿qué podía ser? No tenía nada parecido, nunca lo había tenido.
Pensar en el teddy bear de Phoebe le recordó, a su pesar, a Teddy Sumner. ¡Teddy, qué nombre tan estúpido! Y, sin embargo, le iba bien, aunque él no se parecía en nada a un osito de peluche.
Al final, llamó por teléfono a David Sinclair. Sabía que no era justo llamarle cuando se encontraba así. Ella no era nada más que una amiga. David era muy amable… ¿Qué otro hombre vendría a cuidarla como él hacía sin obtener nada a cambio?
David no estaba en casa, así que buscó el número de teléfono del hospital donde trabajaba y le llamó allí. Cuando él la oyó no dijo nada durante un segundo o dos y ella temió que le colgara. Podía oír su respiración.
—Lo siento —le dijo—. Nunca me viene a la cabeza otra persona a quien llamar.
David llegó al piso una hora más tarde, se sentó a su lado y le cogió la mano. Le soltó su discurso habitual sobre la necesidad de «ver» a alguien, de «hablar» con alguien, pero ¿para qué le serviría ver o hablar? El daño era muy antiguo y sus cicatrices eran tan profundas como intrincados surcos horadados en algún tipo de piedra, de mármol o, ¿cómo se llamaba lo otro? ¿Alabastro? Sí, alabastro. Le gustaba su sonido. Su piel de alabastro. Sabía que era hermosa, siempre le habían dicho que lo era. Aunque la belleza no le era de gran ayuda. Una muñeca podía ser bella, una muñeca a la que los demás podían hacer lo que quisieran: amarla o abrazarla o golpearla o…, o cualquier otra cosa. Pero David era tan bueno con ella, tan paciente, tan amable. Sabía que él se enorgullecía de ser un tipo duro, aunque en realidad no lo era. Cauteloso, eso es lo que era, precavido para no mostrar sus sentimientos, pero tras esa aparente fachada de dureza se escondía un tierno corazón. Algún día le contaría todo lo que le había sucedido, todo lo que la había hecho ser como era, una criatura temblorosa acurrucada en el sofá, con las cortinas echadas mientras los demás estaban en la calle, disfrutando de la tarde veraniega. Sí, algún día se lo contaría todo.
Como siempre, él se quedó hasta que ella se durmió. No tardó mucho en cerrar los ojos —él era su sedante, se dijo David con cierta tristeza—; aún era temprano, ni siquiera habían dado las nueve, cuando él salió en silencio de la casa y girando a la izquierda se encaminó hacia Fitzwilliam Square. El coche que estaba aparcado en la acera de enfrente cuando llegó al piso —un Morgan verde con la capota puesta y alguien dentro, una sombra tras el volante— había desaparecido. David siguió su camino.
Un vago resplandor verde flotaba sobre la plaza y, tras las verjas negras, la neblina planeaba sobre el césped. Había cuatro o cinco prostitutas, dos de ellas se hacían compañía, flacas y vestidas de negro, ambas de una palidez absoluta como las vampiras en el castillo de Drácula. Cuando pasó, le lanzaron una mirada, pero no le hicieron ninguna proposición; tal vez creyeron que se trataba de un policía vestido de paisano para tenderles una trampa. Una de ellas cojeaba, probablemente debido a la gonorrea. Tal vez un día no muy lejano él levantaría la esquina de una sábana y encontraría sobre la camilla aquel rostro consumido, los párpados azulados, los labios todavía turgentes. Se preguntó, como hacía a menudo, si debía abandonar la ciudad y probar suerte en algún otro lugar, en Londres, incluso en Nueva York. Quirke nunca se retiraría y cuando eso ocurriera sería demasiado tarde para él; algo que ahora estaba vivo en su interior ya estaría agotado, un elemento vital habría desaparecido.
Había emprendido aquel camino, en lugar de bajar por Baggot Street, para evitar la tentación de llamar a Phoebe. No sabía por qué se sentía reacio a verla. Además, probablemente no estaría en casa, Quirke le había dicho algo sobre llevarla a cenar aquella noche. Cayó en la cuenta de que no tenía amigos. No es que le importara. Por supuesto, conocía a gente de sus años de la universidad, del trabajo, pero apenas la veía. Prefería su propia compañía. No soportaba a los idiotas y el mundo estaba lleno de idiotas. Pero no era eso lo que le frenaba con Phoebe, pues Phoebe no era una idiota en absoluto.
Pobre Dannie. ¿No existía nada que pudiera ayudarla? Algo había sucedido en su vida que ella no quería contar, algo, por tanto, inenarrable.
Recorrió dos laterales de la plaza y giró hacia Leeson Street. Podía ir a Hartigan y tomar una cerveza; le gustaba sentarse en un taburete en la esquina y observar la vida del pub, lo que la gente consideraba vida. Mientras pasaba por Kingram Place, un tipo con una cazadora se aproximó mostrando un cigarrillo.
—¿Tienes fuego, tío?
Estaba buscando el mechero en el bolsillo de la chaqueta cuando escuchó pasos rápidos a su espalda y entonces sintió un golpe y un estallido de luz y después nada, excepto oscuridad.
Quirke había salido a cenar, pero no con Phoebe. Françoise le había invitado a su casa de Stephen’s Green. Le había dicho que estaría sola y que cocinaría para los dos, pero cuando él llegó Giselle estaba allí, lo que le sorprendió e irritó. No sentía ninguna antipatía particular hacia la niña —¿qué podía tener contra una cría de nueve años?—, pero su peculiar personalidad le hacía sentirse incómodo. Era como una mascota de la familia real, tan mimada y consentida que los de su raza ya no la aceptan y ni siquiera la reconocen. Él siempre tenía la sensación de que la cría se le aproximaba de una forma perturbadora.
Françoise no parecía darle importancia a la presencia de la niña y, si notó su enojo, no hizo ningún comentario. Aquella noche llevaba una blusa de seda escarlata y una falda negra y, como siempre, no lucía ninguna joya. Quirke se dio cuenta de que se esforzaba en mantener sus manos fuera de la vista; sabía que las mujeres de cierta edad eran muy conscientes de sus manos. Pero ella no podía tener más de… ¿cuánto?, ¿treinta y ocho?, ¿cuarenta? Isabel Galloway era más joven, pero no mucho más. El recuerdo de Isabel ensombreció aún más su humor.
Comieron espárragos que alguien de la embajada francesa había enviado; habían llegado de París aquella mañana por valija diplomática. A Quirke no le gustaban especialmente, pero no dijo nada; más tarde su orina olería a repollo cocido. Comieron en un reducido anexo al aparatoso comedor, un pequeño espacio cuadrado revestido de madera con techo artesonado y ventanas a ambos lados que miraban al jardín japonés. La atmósfera tranquila y gris, teñida por el reflejo de la grava en el exterior, bruñía la cubertería y provocaba que la única y alta vela, en su candelabro de peltre, pareciera no arrojar luz sino una pálida y fina neblina. Giselle se sentó con ellos y comió un cuenco de una papilla hecha con pan, azúcar y leche caliente. Estaba en pijama y sus trenzas, peinadas en apretados rodetes a ambos lados de la cabeza, parecían dos grandes auriculares negros. La luz que entraba por las ventanas hacía opacos los cristales de sus gafas y sólo de vez en cuando y por un segundo aparecían sus ojos, grandes, rápidos, escrutadores. Quirke languidecía pensando cuándo llegaría su hora de irse a la cama. Ella hablaba del colegio y de una niña de su clase, llamada Rosemary, que era su amiga y le daba caramelos. Françoise la escuchaba con expresión de gran interés, asintiendo o sonriendo o frunciendo el ceño cuando era preciso. Quirke no pudo evitar pensar que parecía estar interpretando un papel ensayado a conciencia y por tanto tiempo que había devenido automático, incluso natural.
Su mente divagaba. Llevaba varios días debatiéndose con el viejo problema del amor. No había razón para ello: la gente se enamoraba y desenamoraba continuamente. Se habían escrito innumerables poemas sobre ese tema; se habían cantado innumerables canciones alabándolo. Hacía que el mundo girara, según se decía. Imaginó las hordas de enamorados embelesados a través de los siglos, millones y millones azotando al pobre y viejo globo terráqueo con la fusta de su pasión y haciendo que girara como un torbellino sobre su eje tambaleante, igual que una peonza. El amor del que tanto hablaba todo el mundo era como una nube de miasmas, una especie de éter atestado de bacilos en el que nos movíamos, igual que nos movemos en el aire cotidiano, inmunes a la infección la mayor parte del tiempo, pero destinados a sucumbir antes o después, en un lugar u otro, y abatirnos en nuestros lechos para retorcernos entre dulces tormentos.
Con Isabel Galloway había sido fácil. Ella y Quirke sabían más o menos lo que querían: un poco de placer, algo de compañía, alguien a quien admirar y que te admirara. Con Françoise d’Aubigny era distinto. El calor que generaban juntos despedía una vaharada de azufre. Él sabía con qué fuego jugaba, el daño que podía causar. Isabel había sido la primera víctima. ¿Quién sería la siguiente? ¿Él? ¿Françoise? ¿Giselle?… Quirke no tenía duda de que la niña también formaba parte de la historia, estaba entre ellos hasta en sus momentos más íntimos, como un recién nacido estrechamente envuelto en su arrullo.
Volvió en sí: ¿Isabel, la primera víctima? Ah, no.
La cría había terminado su papilla y Françoise se levantó de la mesa y la cogió de la mano.
—Di buenas noches al doctor Quirke —dijo y la niña le lanzó una mirada poco amistosa.
Tan pronto salieron de la estancia, Quirke alejó el plato y encendió un cigarrillo. La luz menguante de la tarde había adquirido un matiz pardo. Se sentía inquieto. No había pensado que la niña estuviera en la casa —aunque, ¿en qué otro lugar iba a estar?— y no sabía qué esperar de Françoise o qué esperaba ella de él. Se imaginó a la cría en aquella estrecha cama blanca, en aquella fantasmal habitación blanca, insomne y vigilante durante horas, pendiente del más mínimo ruido en torno a ella. Quirke no se había acostado con Françoise en aquella casa y parecía improbable que lo hiciera, al menos esa noche. Y, sin embargo, no estaba seguro. Con Françoise no estaba seguro de nada. Tal vez se había acostado con él en su piso en un momento de debilidad, porque necesitaba un cuerpo al que aferrarse durante unos instantes en un intento de recuperar el calor para volver a la vida. Cuando su esposo murió debió de haber sentido que algo moría también en ella. ¿Cómo no iba a sentirse así? Esos pensamientos provocaban a menudo en Quirke una especie de violento sobresalto, como la sensación de perder pie en el sueño que te devuelve a la vigilia sin aliento y conmocionado… Conmocionado consigo mismo, con Françoise d’Aubigny, con lo que estaban haciendo. Se preguntaba cómo, en aquellas circunstancias, podía imaginar que estaba enamorado. Y en cada ocasión percibía el olor sulfuroso que ascendía de las profundidades.
¿Qué haría si ella le pedía que se quedara esa noche? Además de Giselle había otra presencia en la casa, un fantasma atento y tan vigilante como la cría.
Había terminado el cigarrillo y encendido otro cuando regresó Françoise y tomó asiento frente a él —siempre encontraba excitante ese gesto de las mujeres, deslizando una mano bajo sus traseros para alisar la falda cuando se sientan— y, con una sonrisa, le dijo que en la cocina había dos escalopes de ternera listos para ser cocinados.
—Espera un minuto —dijo Quirke—. No tengo mucha hambre.
Le ofreció un cigarrillo y aproximó el mechero.
—He notado que no te parece bien que Giselle permanezca levantada hasta tan tarde —dijo ella.
—No es cierto. Tú eres su madre. No es asunto mío.
—Se lo permito porque tiene pesadillas.
Él asintió.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—¿Con qué sueñas?
Ella se rió con la mirada baja.
—Yo no sueño. Y si sueño, nunca recuerdo qué he soñado.
Permanecieron en silencio un instante.
—¿Qué hacemos aquí, tú y yo? —le preguntó él.
—¿Aquí, esta noche? —sus ojos negros se abrieron más—. Creo que estamos cenando.
Quirke se retrepó en la silla.
—Háblame de Marie Bergin.
Ella dio un respingo, como si la hubieran pinchado.
—¿Marie? ¿De qué conoces a Marie?
—Fui a ver a Carlton Sumner siguiendo tu consejo. El inspector Hackett y yo nos presentamos en Roundwood.
—Ya veo —tenía la vista fija en la brasa del cigarrillo—. Y hablaste con él…, con Carlton.
—Sí.
—¿Y? —estaba expectante.
Quirke contempló a través de la ventana que había tras ella el azul cada vez más sombrío del cielo sobre Iveagh Gardens.
—Dijo que tu marido y tú habíais sido amigos de él y su esposa. Que los invitasteis a vuestra casa en el sur de Francia.
Françoise movió la mano izquierda con un gesto rápido.
—No fue una buena idea.
—Un problema con las toallas.
—¿Toallas? ¿Qué tienen que ver las toallas? Carl Sumner intentó acostarse conmigo. Me voy a preparar la cena.
Se levantó, atravesó el cuarto, cruzó rápidamente el comedor y desapareció, cerrando la puerta tras ella. Había dejado el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. La mancha de carmín en la boquilla era otra cosa que siempre excitaba a Quirke, fueran cuales fuesen las circunstancias. La imagen del recio pelo del bigote de Carlton Sumner, de las manchas de sudor en las axilas de su camisa dorada le vino a la cabeza. Se levantó de la mesa y fue hacia la puerta por la que había desaparecido Françoise. El silencio pesaba en el vestíbulo como un cortinaje. Recordó que había entrado a la vivienda por la cocina el día de la fiesta conmemorativa y encaminó sus pasos en aquella dirección.
Ella estaba junto al fregadero con una copa de vino blanco en las manos, los dedos entrelazados en torno a la base. En un plato junto al fogón estaba la ternera y sobre una tabla esperaban las zanahorias y el brócoli. Françoise no se dio la vuelta cuando él entró. El azul casi negro de la noche llenaba ahora la ventana.
—No sé qué estamos haciendo —dijo.
—Lo siento. Ha sido una estupidez contártelo, preguntarte —se aproximó a ella y contempló su perfil. Las lágrimas humedecían su rostro. Le acarició las manos, cerradas en torno a la copa, y ella retrocedió para alejarse de él—. Perdóname.
Ella respiró hondo y se secó las lágrimas con la base de la mano. Se volvió para mirarle y él comprobó que estaba enfadada.
—No sabes nada —le dijo—, nada.
—Te equivocas, sé bastantes cosas, por eso estoy aquí.
Ella movió la cabeza.
—No te comprendo.
—Tampoco yo, pero estoy aquí.
Françoise dejó la copa de vino y fue hacia él, que la abrazó y la besó, saboreando el vino en su aliento. Sin deshacer el abrazo, ella apoyó la mejilla contra su hombro.
—No sé qué hacer.
Tampoco él. Con Isabel se había sentido libre, o tan libre como se puede ser con alguien, pero ahora, con ella, lo que creyó cuerdas de seda habían resultado ser los rígidos barrotes de una jaula en la que estaba prisionero.
La condujo hasta una pequeña mesa con el tablero de plástico y se sentaron, cada uno en un extremo, con las manos entrelazadas en el centro.
—Háblame de Sumner —le dijo.
—¿Qué puedo contarte? Lo intenta con todas las mujeres que conoce.
—Pero Richard, tú y él erais amigos.
Ella se rió.
—¿Crees que eso le importa a un hombre como Carlton Sumner?
—¿Se enteró Richard del acoso al que Sumner te sometió?
—Por supuesto, yo se lo conté.
—¿Y qué hizo?
—Les pidió que se marcharan.
—Y se marcharon.
—Sí. No sé qué le contaría Carl a Gloria para explicarle aquella partida repentina. Supongo que ella se lo imaginó.
—¿Pudo ser la causa de la pelea entre tu marido y Sumner en la reunión de negocios?
Ella le observó un momento y de repente comenzó a reír.
—Ah, chéri, eres tan ingenuo y anticuado. A Richard esas cosas le daban igual. Cuando se lo conté, le hizo gracia. La verdad es que se alegró de tener una razón para pedirles que se fueran porque ya se había aburrido de su compañía. De hecho, sospecho que Gloria también le acosó a él, como tú dices. Los Sumner eran, son ese tipo de personas —separó su mano y él aprovechó para sacar los cigarrillos—. ¿Qué te contó él cuando hablasteis? ¿También estaba el policía? Eso le habría divertido a Carlton, una visita de la policía.
—Me contó muy poco. Que aquel día había ofrecido a tu marido asociarse y que tu marido se marchó.
—¿Asociarse? Eso es mentira. Quería, quiere apoderarse de todo el negocio. Quería quitarse a Richard de en medio nombrándole algún cargo estúpido, director ejecutivo o algo similar, ésa era su idea de asociarse —le dio la espalda y señaló con gesto vago la comida que había sobre la encimera—. Deberíamos cenar…
—Ya te lo he dicho, no tengo hambre.
—Tengo la impresión de que vives de cigarrillos.
—Sin olvidar el alcohol. También de eso.
Salieron de la cocina y regresaron al recoveco en el comedor. La noche presionaba su brillante negrura contra la ventana. Un rastro nudoso de cera descendía por la vela, a medio consumir, hasta la mesa. Quirke levantó la botella de Burdeos.
—¿En la cocina estabas bebiendo blanco?…
—No importa, el tinto me sentará bien… Nunca presto atención a lo que bebo. ¿Por qué me preguntaste por Marie Bergin? ¿La viste en casa de los Sumner? ¿Hablaste con ella? —preguntó mientras le observaba escanciar.
—Sí, la vi, pero no hablé con ella. No parece muy habladora. Me dio la sensación de que estaba asustada.
—¿Asustada de qué?
—No lo sé. Tal vez de Sumner. ¿Por qué se fue de tu casa?
—Ya sabes cómo es el servicio.
—No, no lo sé.
—Van y vienen. Siempre piensan que se les trata mal y que las cosas serán mucho mejor en otra casa —estaba inclinada hacia delante, con las manos unidas sobre la mesa. Al hablar, su aliento hacía ondular la llama de la vela y sombras fantasmales brincaban sobre las paredes, en torno a ellos—. Marie era una buena chica, pero tonta. No sé por qué te interesa.
También él se inclinó hacia el vacilante cono de luz de la vela.
—Intento comprender por qué mataron a tu marido —a Quirke le llamó la atención cómo ambos evitaban dirigirse al otro por su nombre.
—¿Y qué tiene que ver la criada con eso?
—No lo sé. Pero tiene que haber una razón para su muerte —esta vez ella no replicó. Las sombras saltarinas que los rodeaban apenas se movían ahora—. Me parece que es hora de volver a casa.
Ella le acarició con las yemas de los dedos el dorso de la mano, que tenía apoyada sobre la mesa.
—Esperaba que te quedaras.
Él pensó en el duende que yacía en la habitación blanca, con la vista fija en la oscuridad, escuchando.
—Es mejor que me vaya.
Ella le clavó ligeramente las uñas en la piel.
—Te quiero.
Lo dijo de una manera tan rutinaria como si le estuviera diciendo la hora.
El eco de sus pasos en el pavimento de granito resonaba mientras caminaba por un lateral del Green. Los árboles se alzaban inmóviles tras las rejas; bajo la luz de las farolas, esas inmensas criaturas vivas parecían inclinarse vigilantes a su paso. ¿Qué debía hacer? Su cabeza era un torbellino de dudas y confusión. No se conocía a sí mismo, nunca se había conocido; no sabía cómo vivir. Se llevó una mano al rostro y sintió en sus dedos la huella del perfume de ella, ¿o era tan sólo su imaginación? No conseguía sacársela de la cabeza; el recuerdo de la mujer le infectaba como un gusano alojado en su cerebro. Si, aunque sólo fuera por un minuto o dos, se librara de ella, si de alguna manera dejara de existir para él, entonces podría pensar con claridad, pero se sentía inmerso en un laberinto y, tomaran la dirección que tomasen sus pensamientos, siempre se topaba con ella, su imagen bloqueaba todos los senderos. ¿Qué debía hacer?
El Shelbourne estaba iluminado igual que un transatlántico. Dejó atrás Doheny & Nesbit en Merrion Row y al llegar a Baggot Street giró hacia la imponente Merrion Street y pasó junto a Government Buildings. Aquélla era su ciudad y, sin embargo, le resultaba extraña. No importaba cuántos años viviera allí, una parte de él siempre permanecería ajena. ¿Existía algún lugar al que perteneciera? Recordó el oeste del país, donde en el pasado había sido un niño de orfanato, aquella tierra de brezos crepitantes y árboles atrofiados azotados por el viento. Todos los árboles se inclinaban tierra adentro, detenidos en una huida eterna, con sus ramas delgadas y desnudas tendidas hacia delante como si huyeran de aquel terrible paraje. Ése era el oeste que conocía. Ahora intentaban vendérselo a los americanos como la tierra de las truchas, las colmenas y los cielos que pintó Paul Henry. Cualquier día se llevarían de Carricklea a los huérfanos y a los chicos conflictivos y lo convertirían en un hotel de lujo. Carricklea, Carricklea. El nombre resonaba dentro de él como el oscuro tañido de una campana lejana.
Mount Street estaba vacía. En el número treinta y nueve algo blanco colgaba de la aldaba de la puerta. Era un sobre arrugado y sucio, atado por una cuerda que atravesaba una de sus esquinas y acababa en la aldaba con un limpio lazo. Tenía su nombre escrito. Retrocedió, no quería tocarlo, pero ¿cómo iba a evitarlo? Alargó una mano y tiró de los extremos sueltos del lazo con una delicadeza escrupulosa. El nudo se deshizo sin esfuerzo, como si lo hubieran empapado de aceite. Dentro del sobre había algo, por el tacto parecía un objeto de carne y hueso, ¿qué podía ser?
Descendió los escalones hasta la acera y se aproximó a la luz de la farola. Su nombre, al que le faltaba la e final, había sido garabateado en informes letras capitales, como si lo hubiera escrito un niño. Rasgó la solapa. Por el olor reconoció el envoltorio que cubría el objeto que había dentro, un jirón de una bolsa de patatas fritas. Al abrirlo, arrojó instintivamente su contenido al canalón. Se acuclilló para observarlo, retorció el sobre hasta darle la forma de un palo y lo utilizó para tocar el objeto. Comprobó con alivio que no se trataba de lo que había pensado. Era un dedo de una palidez amarillenta y un poco doblado, como si estuviera señalando. Lo habían cortado por la articulación que lo unía a la mano y mostraba sangre y el destello blanco del hueso. Alisó el sobre de nuevo para mirar en su interior. No había ningún mensaje, nada. Se enderezó, su corazón latía sorda y trabajosamente y durante un instante sintió un mareo y temió caer. Sus ojos recorrieron la calle, pero no vio a nadie en la oscuridad. Pasó un coche, pero su conductor ni siquiera le miró. Se inclinó de nuevo, cogió el dedo del canalón y lo dejó caer en el interior del sobre, que dobló con rapidez e introdujo en el bolsillo.
Cuando entró en el piso, se dirigió a la cocina y dejó el sobre en el fregadero. Intentó calmarse, no había razón para estar tan agitado teniendo en cuenta que trabajaba con cadáveres todos los días. Era el dedo de un hombre y eso le alivió, pues al verlo su primer pensamiento había sido Phoebe, a quien él había llevado a situaciones poco seguras en demasiadas ocasiones y sin saberlo. Se encaminó al salón, levantó el auricular del teléfono y, de manera casi automática, marcó el número del despacho de Hackett. No había encendido ninguna luz desde que entró en la casa. ¿Cómo iba a estar Hackett en su despacho a aquella hora? Pero estaba. Su voz familiar pareció abrir un agujero en la oscuridad.
—Doctor Quirke, le he llamado varias veces —dijo.
Quirke no comprendió qué quería decir. Era él quien estaba llamando a Hackett, ¿por qué quería Hackett hablar con él? Clavó la vista en el teléfono.
—¿Cuándo? —dijo con voz apagada—. ¿Cuándo me ha llamado?
—Durante la última hora. Se trata de su colega Sinclair, lo han atacado.
—¿Atacado? ¿Qué quiere decir?
—Está en el hospital.
Quirke cerró los ojos y se presionó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—No le entiendo. ¿Qué ha sucedido?
—Está bien, le dieron una paliza, pero aún puede contarlo. Sólo que… —Hackett hizo una pausa, cuando habló su voz era más grave—, ha perdido un dedo.