8

St. Christopher era un caserón de un gris desvaído y falso estilo gótico situado sobre un promontorio rocoso que miraba hacia Lambay Island. Los sacerdotes más sofisticados de la Orden Redentorista, que administraba el lugar, se referían jocosamente a él como el Château d’If, aunque era otro bien distinto el nombre que le daban los internos. Era un orfanato sólo para chicos. Aquellos que habían pasado por allí recordaban con especial viveza el olor del lugar, una intrincada mezcla de piedra húmeda, lana mojada, orina rancia, repollo cocido y otro olor delgado, afilado y ácido que los supervivientes de St. Christopher identificaban con el hedor de la propia miseria. La institución tenía una fama terrible en la zona. Las madres amenazaban a los hijos rebeldes con enviarlos allí, pues no todos los internos eran huérfanos, de ninguna manera. St. Christopher acogía a todos los que llegaban y recogía la parte del subsidio estatal que cada uno de ellos traía. El hacinamiento nunca era un problema, ya que los niños son pequeños y los niños de St. Christopher tendían a ser más pequeños que la mayoría gracias a la frugal dieta que disfrutaban. Los pasajeros del tren de Belfast tenían la mejor vista de la gran casa erguida sobre la roca, con sus muros de auténtico granito, sus torrecillas amenazadoras, sus chimeneas erizadas escupiendo escuálidos penachos de humo de carbón. Pero pocos se demoraban en contemplarla; al contrario, desviaban la vista, incómodos, con un ligero estremecimiento.

Quirke viajó en tren hasta Balbriggan y en la estación contrató un coche con conductor que le llevó por la costa hasta Baytown, un grupo de casas apiñadas y lindantes con St. Christopher, que recordaban esos conglomerados de cascotes y restos de albañilería que quedan olvidados a la intemperie una vez finaliza una obra. Aunque estaba muy nublado, hacía calor y el día tenía un aspecto hosco, decidido como estaba a retener la lluvia que henchía las gruesas nubes y que los campos abrasados ansiaban con tanta intensidad. Ante las altas puertas, Quirke tiró de la cadena que servía de timbre y un anciano salió de la garita junto a la verja con una gran llave de hierro y le dejó entrar. Sí, dijo Quirke, le esperaban. El anciano observó su traje bien cortado y sus caros zapatos y resopló con desprecio.

El camino de entrada era, en el recuerdo de Quirke, mucho más largo y mucho más ancho, una amplia curva que conducía majestuosamente hasta la casa, pero de hecho era poco más que una pista sin vallar con una zanja a cada lado, ahora secas. Imaginó que ése sería el tenor general de su visita aquella tarde, todo desproporcionado y confundido en el engaño de la memoria. Había vivido allí menos de un año antes de marchar a Carricklea, la supuesta escuela de artes y oficios al oeste de país, adonde le enviaron porque nadie sabía qué hacer con él. No había sido muy desgraciado en St. Christopher, no si medía la infelicidad con la escala de lo que había sufrido en su corta vida hasta aquel momento, y desde luego no lo había sido si lo comparaba con lo que encontraría más tarde en Carricklea. Uno o dos monjes de St. Christopher habían sido amables, o al menos habían mostrado una afabilidad intermitente, y no todos los chicos mayores le habían pegado. A pesar de todo, caminar por aquel sendero polvoriento bajo aquella luz brillante y sucia le hacía temblar y sus piernas parecían hundirse más y más en la tierra con cada paso que daba.

Un chaval larguirucho con el pelo rubio rapado, un interno de confianza, lo condujo por un silencioso pasillo hasta una habitación de techos altos y luz débil con una mesa de comedor de roble donde probablemente nadie había comido nunca y con tres ventanas inmensas que, sin embargo, sólo parecían filtrar un hilo de luz del exterior. El tiempo que vivió allí nunca supo de la existencia de aquella sala tan imponente, como la hubiera descrito entonces, pues así le habría parecido. Aguardó con las manos en los bolsillos y la mirada perdida fuera —un fragmento de un prado, un sendero de grava, un retal de mar—, escuchando los tenues y nerviosos restallidos y quejidos en su intestino. La comida no le había sentado bien.

El padre Ambrose era alto, delgado y canoso, como uno de esos sacerdotes generosos y consumidos que labran los campos de la misión o cuidan a los leprosos.

—Buenas tardes, doctor Quirke —tenía la voz tensa y aguda de un asceta—. En St. Christopher siempre nos alegra reencontrar a los antiguos internos.

Al sonreír, un abanico de finas arrugas se abrió en la comisura de sus ojos. Su mano parecía un haz de ramitas secas envuelto en papel encerado. Despedía un vago olor a vela. Era un ejemplar inverosímilmente perfecto de cómo debía parecer, sonar e incluso oler un sacerdote, y Quirke se preguntó si lo mantenían encerrado en una celda y sólo lo sacaban y lo ponían a trabajar cuando aparecía un visitante.

—Busco información sobre una chica, una joven llamada Marie Bergin —Quirke deletreó el apellido—. Por lo visto trabajó aquí durante un tiempo hace años.

El padre Ambrose, sin soltar la mano que le había tendido Quirke, examinó muy de cerca y minuciosamente sus rasgos, moviendo los ojos rápidamente de aquí para allá, y Quirke tuvo la extraña sensación de que no le observaba, sino que más bien le palpaba, suave y delicadamente, como un ciego que recorriera su rostro con las yemas de los dedos.

—Acompáñeme, doctor Quirke —dijo con su voz susurrante y confidencial—, acompáñeme y tome asiento.

Se sentaron en una esquina de la mesa de comedor, en dos de las sillas de respaldo alto ordenadas en torno a ella como efigies de antiguos sacerdotes, los fundadores del lugar. Quirke se preguntaba si le permitirían fumar cuando el cura rebuscó en un pliegue de su sotana y extrajo un paquete de Lucky Strike.

—Me los envía uno de los padres en América.

Rasgó el papel de plata y con un dedo golpeó con destreza la base de la cajetilla hasta que salió un pitillo. Se lo ofreció a Quirke y a continuación dio de nuevo unos golpecitos para sacar otro. La primera calada de aquel humo de sabor exótico retrotrajo inmediatamente a Quirke unos años atrás, a una gran casa cerca del mar en el sur de Boston.

—¿Recuerda su estancia aquí? —le estaba preguntando el sacerdote.

—Era muy pequeño, padre, tenía siete u ocho años. Recuerdo la comida.

El rostro del padre Ambrose se arrugó en una sonrisa.

—Me temo que nuestros cocineros nunca han sido famosos por sus dotes culinarias —aspiraba su cigarrillo como si estuviera saboreando una cosecha excepcional y costosa. Era otro detalle que Quirke recordaba de las distintas instituciones que había padecido, esa manera en que sacerdotes y monjes fumaban, como libertinos ansiosos, concentrando todos sus sentidos en uno de los pocos placeres permitidos—. Debió de ser hace tiempo, mucho antes de la guerra. Hemos cambiado enormemente desde entonces. Éste es un hogar feliz, doctor Quirke —no hablaba a la defensiva, pero una viva luz apareció en sus ojos.

—No tengo un mal recuerdo.

—Me alegra oírlo.

—También es verdad que en aquella época mis expectativas eran modestas. Al fin y al cabo, yo era un huérfano.

¿Cuál era la verdadera razón que le había llevado allí? Buscar información sobre la criada de los Sumner era sólo un pretexto. Estaba rascando una vieja herida.

—Así que le dejaron en St. Christopher. Dios suaviza el viento para el cordero esquilado, como dice el salmo. ¿De dónde venía cuando le trajeron aquí?

—No tengo familia, padre. Sospecho quiénes pueden ser mis padres, pero si mis sospechas son correctas, prefiero no confirmarlas.

El sacerdote le escrutaba de nuevo, recorriendo con dedos fantasmales el braille del alma de Quirke.

—Hay cosas que es mejor no saber. Esa chica, esa… ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Marie… Marie Bergin.

—Sí —el sacerdote frunció la frente—. No la recuerdo. ¿Trabajaba en las cocinas?

—Eso creo.

—Sí, no hay otra posibilidad, porque no tenemos criadas, los chavales hacen turnos para limpiar. Es una buena disciplina para la vida aprender a hacer bien las camas y a ordenar las cosas. Enviamos al mundo a muchos jóvenes independientes y bien formados. ¿Dice que esa Marie Bergin trabaja ahora para alguien que usted conoce?

¿Había dicho eso? No lo creía.

—Sí, trabajaba para la familia Jewell y luego…

El padre Ambrose abrió las manos.

—¡Los Jewell! ¡Ah! —su rostro se ensombreció—. Pobre señora Jewell. ¡Qué tragedia!

—Tengo oído que él era uno de sus benefactores.

—Es cierto. Ha sido una gran pérdida para nosotros, una trágica pérdida.

—¿Recaudaba fondos para la institución?

—Sí, y también contribuía personalmente de forma muy generosa. Existe un pequeño comité no oficial —pronunció co-mi-té— que él creó con unos cuantos amigos, hombres de negocios como él. No sé qué haríamos sin los Amigos de St. Christopher, como les gustaba hacerse llamar, y éste es, sin duda, un momento de tribulación para nosotros, ahora que el señor Jewell ya no está —su mirada se desplazó hacia la ventana, su perfil de hombre santo aún más afilado a contraluz—. Un hombre tan bueno, sobre todo si se tiene en cuenta que no pertenecía a nuestro credo. Pero, como ya sabe, existe una historia de discreta colaboración entre la comunidad judía de aquí y la Santa Iglesia Católica. El señor Briscoe, nuestro nuevo alcalde, es un gran amigo de Roma, oh, sí —se detuvo y miró el paquete de cigarrillos que estaba en la mesa frente a él, tendió la mano y luego la apartó. Sonrió disculpándose—. Me raciono, sólo fumo diez al día. Es una pequeña mortificación de la carne que me impongo. Si me fumo otro ahora, tendré que sacrificar el cigarrillo de después de la cena… Pero, perdóneme, doctor Quirke, no le he ofrecido nada. ¿Le apetece un té o tal vez una copita de jerez?… Estoy seguro de que hay una botella en alguna parte.

Quirke movió la cabeza.

—Nada, gracias —a su pesar, empezaba a sentir afecto por aquel hombre amable y sencillo. ¿Cómo podía sobrevivir alguien así en un sitio como St. Christopher?—. ¿Es posible que alguien en las cocinas recuerde a Marie Bergin?

El sacerdote abrió la boca en forma de o.

—Lo dudo, doctor Quirke. Aquí hay mucho movimiento de personal, las chicas suelen quedarse pocos meses. Intentamos buscarles hogares con buenas familias. Un orfanato de chicos no es un sitio para una jovencita. La mayoría, como sabe, son ingenuas personas del campo sin la más mínima noción de los peligros que las esperan en el ancho mundo.

—Ahora trabaja para el señor y la señora Sumner —dijo Quirke.

—Ah, ¿sí? Otro apellido que conozco bien.

—¿Mmm?

—Sí… El señor Sumner es uno de los Amigos de St. Christopher.

—¿De verdad?

El padre Ambrose sonrió e inclinó su estrecha cabeza.

—Le sorprende, lo entiendo. Pero ahí lo tiene, a menudo aquellos que menos lo parecen esconden un lado bueno. ¿Le gustaría ver algo del trabajo que hacemos aquí? Podría ofrecerle una pequeña visita. No le quitará más de un cuarto de hora de su tiempo.

La casona se hallaba extrañamente tranquila mientras la recorrían. Quirke tuvo la sensación de que una multitud silenciosa permanecía tras las puertas cerradas, escuchando. Todos los chavales con los que se cruzaban pasaban arrastrando los pies y con los ojos bajos. Ahí estaban los talleres, con brillantes herramientas colocadas en perfecto orden, donde se fabricaban crucifijos y cuadros enmarcados de santos para su distribución entre los fieles de África, de China, de Sudamérica; allí estaba la sala de recreo, con dianas de dardos y una mesa de ping-pong; en el refectorio se sucedían en hilera largas mesas de pino, las superficies refregadas hasta quedar blancas y las vetas de la madera visibles como suaves venas. Contemplaron el huerto de la cocina, donde muchachos con delantales marrones se agachaban entre los surcos de las patatas y las hileras de judías como gnomos trabajadores.

—Nuestras cosechas son tan abundantes que a menudo debemos vender el excedente a las tiendas de alrededor… —confesó con orgullo el padre Ambrose—. Una fuente de ingresos muy necesaria en los meses de verano, se lo aseguro.

Cruzaron la pradera que llegaba hasta el mismo borde del mar y permanecieron en la cornisa, observando las negras rocas, allá abajo, donde incluso en un día tan tranquilo como aquél las olas rompían con ensordecedores y blancos estallidos de espuma.

—Esto es lo que no recuerdo de cuando estaba aquí —dijo Quirke—, el mar. Y sin embargo, tuvo que ser una presencia constante.

Sintió la mirada escrutadora del padre Ambrose, a su lado.

—Espero que disculpe lo que le voy a decir, doctor Quirke —dijo el sacerdote—, pero percibo en usted un alma atormentada.

A Quirke le sorprendió no sentirse sorprendido. No dijo nada durante un instante y luego asintió.

—¿Conoce algún alma que no esté atormentada, padre?

—Oh, sí, muchas.

—Se mueve en círculos diferentes a los míos.

El sacerdote rió.

—Estoy seguro. Pero usted es doctor y debe conocer a enfermeras, monjas, colegas médicos cuyas almas están en paz.

—Soy forense.

—Aun así. Después de todo, es posible encontrar una gran paz entre los muertos, una vez que sus almas han partido en pos de la recompensa eterna.

—Si existe, yo no la he experimentado —Quirke observó cómo un alcatraz se lanzaba en picado, igual que un dardo blando, perforaba limpiamente la superficie del agua y desaparecía sin apenas dejar rastro—. Tal vez busco en el lugar equivocado, o desde el punto de vista equivocado.

Un pálido sol rasgó las nubes en el horizonte y dos anchos haces de luz se proyectaron sobre el mar.

—Es muy posible —dijo el sacerdote. Dieron la vuelta y se dirigieron a la casa—. Esa joven, esa Marie Bergin…, ¿tiene algún problema?

—No, no que yo sepa.

El césped bajo sus pies era fuerte y flexible como la piel de una cama elástica. La bruma marina debía de regarlo, pensó Quirke.

—¿Puedo preguntarle las razones de su interés por ella?

Se hallaban ya en el sendero de grava. Quirke se detuvo, también el sacerdote y quedaron uno frente al otro.

—Padre, parece que Richard Jewell no se mató, sino que lo mataron.

—¿Cómo que lo mataron?

—Lo asesinaron.

El sacerdote se llevó una mano marchita a la boca.

—Santo Dios. ¿Y usted cree que Marie Bergin tiene algo que ver?

—No directamente, no. Padre, lo que intento comprender es por qué mataron a Dick Jewell.

—Pero ¿pensar que una pobre criada que trabajó para él?…

—Ella no lo mató, por supuesto que no. Pero ella puede ser parte de la razón por la que alguien lo hizo.

—Lo siento, doctor Quirke, no lo comprendo.

—Yo tampoco.

Descendió por el camino polvoriento. El olor a yodo del mar era más intenso ahora; o tal vez antes, al subir, no lo había percibido. En la verja pensó en preguntarle al anciano de la llave si había conocido a Marie Bergin, pero por la mirada recelosa de aquellos ojos vidriosos supo que, aun en el caso de que supiera quién era la chica, no sacaría mucho de él. Había pedido al conductor que había contratado que lo aguardara y lo encontró dormido tras el volante, con la cabeza colgando a un lado y un reguero de saliva seca escapando de la boca entreabierta. El interior del coche apestaba al rancio olor del hombre. Marcharon por la costa. El lejano desgarrón de las nubes había sido zurcido y el cielo era de nuevo una extensión sin costuras que se estiraba hasta el horizonte como una llanura invertida de color gris azulado.

¿Por qué Carlton Sumner no le había dicho que pertenecía a los Amigos de St. Christopher? ¿Y quiénes eran los otros Amigos, además de él y de Dick Jewell?

Rose Crawford, o Rose Griffin en la actualidad, invitó a comer a Phoebe en un pequeño restaurante cerca de Dawson Street que había descubierto y que trataba como un secreto que debía ser celosamente guardado. A Phoebe no le pareció gran cosa, aunque no dijo nada. Era diminuto y oscuro y olía a alcantarilla. Estaba decorado con sobrecargados detalles marinos, con metros de redes tapizando las paredes, conchas pegadas en todos los rincones y un timón auténtico anclado en la mesa de la caja registradora. La dueña, o tal vez se trataba sólo de la encargada, una rubia gorda ataviada con un vestido negro de lana y medias de rejilla, despedía un aire a paseo marítimo e incluso se movía con un cierto balanceo patizambo de hombre de mar. Rose se acomodó en medio de aquella fantasía marina con aire satisfecho de propietaria. Phoebe no pudo evitar sentirse ligeramente mareada. Había que aceptar que Rose era propensa a sorprender con sus gustos.

Phoebe pidió un filete, no porque le apeteciera, sino porque era la única alternativa al pescado en el menú.

—Bueno, querida —dijo Rose, arrastrando las palabras con su acento nasal de belleza sureña—, cuéntame todo sobre él.

Phoebe detuvo los ojos en ella y luego empezó a reír.

—¿Todo sobre quién?

—No te hagas la inocente conmigo, jovencita. Conozco esa mirada. Tienes un pretendiente, ¿verdad?

Phoebe dejó el tenedor.

—Rose, no se te puede ocultar nada.

—¿Ves? Lo sabía. ¿Quién es él?

Phoebe, ignorándola, tomó lentamente un sorbo de vino de su copa. Había otras personas en las mesas vecinas, parejas en su mayoría, pero en la penumbra —las lámparas rojas sobre las mesas no parecían arrojar luz, sino lóbregas sombras— eran irreconocibles y su aspecto, inclinadas sobre los platos y hablando en susurros, resultaba algo siniestro.

—Me temo que no es nadie muy apasionante —dijo.

—Eso lo decidiré yo. Venga, cuéntame.

—Trabaja con Quirke.

—¿Sí? Entonces es médico.

—Sí, es forense o está en prácticas para serlo, no estoy segura. Es el ayudante de Quirke.

—Ah, entonces se trata de ese joven, ¿cómo se llama?

—David Sinclair.

—Ese mismo. Bueno.

Fue Rose quien posó ahora el tenedor. Se echó hacia atrás en la silla, enderezó la columna y alargó su ya estilizado y grácil cuello. La edad precisa de Rose era un tema esporádico de debate en la familia, aunque no se había llegado a ninguna conclusión. Phoebe sospechaba que ni siquiera su último y flamante marido, Malachy Griffin, sabía sus años con precisión. Que Rose hubiera elegido a Malachy había sorprendido a muchos y horrorizado a otros tantos, incluida la propia Phoebe aunque disimulara su consternación. Hacían una extraña pareja: Rose, la flor madura del sur, y Malachy, el topo. Él era obstetra en el Hospital de la Sagrada Familia, un trabajo del que llevaba largo tiempo pensando en jubilarse. También era el hombre que había ejercido de padre de Phoebe durante sus primeros diecinueve años de vida, pues Quirke se la había entregado en secreto a él y a su esposa cuando la madre murió en el parto. Después de todas las vicisitudes que Phoebe había sufrido desde que lo descubrió —de boca de Quirke, de hecho, en un espantoso e inolvidable día de nieve en una casa del sur de Boston—, ese subterfugio ya no le parecía tanto una traición antinatural y cruel, sino más bien parte del esquema, del concepto que Quirke tenía de la vida y de cómo debía ser vivida.

Rose esbozó una mueca de payaso, tirando de una de las comisuras de la boca hacia abajo.

—No sé si lo apruebo —dijo.

—¿Quieres decir que no apruebas a David o que no apruebas que yo salga con él?

—No he dicho que lo desapruebe. Aún no lo he decidido.

—¿Conoces a David? —preguntó dulcemente Phoebe.

—¿Lo conozco? Puede que hayamos coincidido. En cualquier caso, he oído hablar de él.

—Es judío.

—No me digas.

Se produjo un pausa breve y reflexiva, que Phoebe aprovechó para concentrarse en el filete, duro y demasiado hecho, sobre su plato. Bebió más vino, necesitaba que le diera fuerzas.

—¿Desapruebas eso? —preguntó sin alzar la vista.

—¿Eso?

—Sabes muy bien a qué me refiero…, que David sea judío.

—No siento más que admiración por los judíos —dijo Rose en tono respetuoso—. Personas trabajadoras, cuidadosas con el dinero, listas, ingeniosas, con ambiciones para sus hijos. No sabía que tuvierais en este país.

—Tampoco lo sabía yo, pero tenemos —dijo Phoebe riendo.

Una expresión soñadora apareció en el rostro de Rose.

—Los judíos que conozco, o al menos de los que he oído hablar, son en su mayoría de Nueva York, médicos y dentistas y gente así, y sus esposas son señoras enormes con bigote y voz chillona.

—¿Ves? —exclamó Phoebe, riéndose de nuevo—. Eres intolerante.

Sin ofenderse, Rose levantó desdeñosa la nariz y desvió la mirada.

—Algunos de los hombres más encantadores y cultos que he conocido eran intolerantes hasta la médula.

—En cualquier caso, no creas que me vas poner en contra de David, por horrible que seas con él. De hecho, no es más judío que yo.

—¿Y qué se supone que significa eso, si puedo preguntar?

—El judaísmo es un estado mental…

—Puedes estar segura de que es algo más que un estado mental, mi niña. Hay una cosa que se llama la sangre.

—Por favor —dijo Phoebe, quejándose y riendo al mismo tiempo—, eres tan antigua. ¡La sangre! Pareces un personaje de la Biblia.

—Que fue escrita por judíos, te recuerdo. Ellos saben de esas cosas.

—¿Esas cosas?… ¿Qué cosas?

—¿Puedo preguntarte, jovencita, si te suena la palabra mes-ti-za-je?

Phoebe dejó los cubiertos sobre la mesa con un pequeño golpe.

—No quiero hablar más de esto —dijo, aunque sin conseguir enfadarse con Rose, pues sabía que hablaba de aquella forma provocadora tan sólo para divertirse. Rose no daba mucha importancia a ningún asunto; ésa era una de las razones de que a Phoebe le gustara tanto—. Hablando de mi padre, sospecho que está a punto de volver a meterse en problemas.

—Si crees que puedes cambiar de tema, ya te digo yo que no.

—Acabo de hacerlo. Por cierto, no estás comiendo el pescado… ¿No está bueno?

—Estoy ocupada con otro asunto, como tú bien sabes. Ese Sinclair…

—El problema —dijo Phoebe con firmeza— en el que está metiéndose Quirke tiene que ver con ese hombre que murió, al que le dispararon, Richard Jewell.

—¿Dispararon? —repitió Rose, cambiando de tema sin poder evitarlo—. ¿No se pegó un tiro él? Eso es lo que dieron a entender los periódicos.

—Quirke cree que alguien lo hizo.

—Dios —con su acento sonaba como: Di-os—, ¿no me digas que otra vez está jugando a los policías?

—Eso me temo. Está colaborando con ese inspector Hackett…

—¡No me fastidies!

—… van por ahí entrevistando a gente y todo eso, y comportándose en general como dos colegiales.

Phoebe clavó de nuevo los ojos en su plato. A pesar del tono ligero de la conversación, ella y Rose sabían muy bien que los delitos a los que se había enfrentado Quirke no eran juegos de niños; habían sucedido cosas espantosas y no todos los autores habían acabado ante la justicia. Quirke y el inspector Hackett habían enseñado a Phoebe que el mundo es más tenebrosamente ambiguo de lo que ella hubiera imaginado muy pocos años antes.

—¿Y cómo está mi padre ficticio? —preguntó, cambiando de tema una vez más.

—¿Ficticio? Qué manera de hablar tenéis las gentes de aquí… Es como estar permanentemente en una obra de Shakespeare. Si te refieres a Malachy, mi marido actual, bueno, querida, te diré que cada día está más raro —a Phoebe le encantaba aquel acento, capaz de alargar la primera sílaba de raro como si fuese una palabra separada—. Es pura bondad, desde luego, y yo lo adoro, pero Dios mío, si alguna vez pensé que podría cambiar y moldear al hombre tras casarme con él, me equivoqué de cabo a rabo. Mi Mal es tozudo como una mula. Pero —suspiró—, así y todo, no lo cambiaría por nada en el mundo —alejó el plato con un dedo. A pesar de tener la cabeza ocupada con otro asunto, según había dicho, no había dejado más que la raspa. Rose había sido pobre de joven, antes de casarse con un rico, y conservaba la vieja costumbre de no desperdiciar nada—. ¿Sabías que hubo un tiempo en que me interesé por tu…?, ¿qué es lo contrario de apócrifo?, bueno, ¿… por tu verdadero padre, el imposible doctor Quirke?

—Sí, lo sé —dijo Phoebe, intentando que no le traicionara la voz; hubo un tiempo en que ella también imaginó a Rose como su madrastra, y se había sentido amargamente decepcionada y resentida cuando Rose se decidió por Malachy.

—Hubiera sido un desastre, seguro… Un de-sas-tre, querida.

—Sí, probablemente.

—Quirke me habría plantado cara y hubiéramos tenido peleas… Sí, hubiéramos tenido peleas.

—Pero acabas de decir que Malachy también es cabezota.

—Ser cabezota es una cosa; implacable, otra. Y despiadado. Ya conoces a Quirke.

¿Lo conocía? En el fondo, lo dudaba. En realidad, pensó Phoebe, era imposible conocer de verdad a Quirke. Ni siquiera él se conocía a sí mismo.

—Implacable —dijo Phoebe—, sí, supongo que lo es.

Rose estudió el menú de postres detenidamente; tenía una debilidad por lo dulce que intentaba controlar sin mucho éxito. Pidió merengue con nata y salsa de frambuesa. Phoebe dijo que sólo tomaría café; su lucha con el filete le había dejado un ligero mal cuerpo.

—E imagino —dijo Rose— que no soltará ese asunto del tipo al que le dispararon hasta que haya originado suficiente alboroto y molestado a gente importante y le hayan dado una paliza y se haya puesto a todo el mundo en contra. A pesar de todo, Quirke es un ingenuo. Eso decía tu difunto abuelo. «Quirke es un maldito idiota», decía Josh. «Cree que un hombre bueno puede enderezar el mundo, y no se da cuenta de que lo último que la gente desea es que el mundo sea como debería ser». Y mi Josh sabía del mundo y de la gente.

Trajeron el merengue de Rose; parecía nieve sucia y salpicada de sangre. Phoebe apartó la vista.

—Pero dijiste que Quirke es despiadado —dijo.

—Y lo es cuando se trata de conseguir lo que desea… para él. Así son los que se autoproclaman caballeros en sus brillantes armaduras: bajo el acero resplandeciente son como todos nosotros, codiciosos, egoístas y crueles. No me malinterpretes —agitó su cucharilla de postre—, quiero mucho a Quirke, de verdad. Estuve enamorada de él hace tiempo, pero eso no impidió que le viera tal y como es —lanzó a Phoebe una mirada penetrante y sonrió abiertamente—. Ya sé lo que está pasando por tu cabecita: piensa el ladrón que todos son de su condición. Y tienes razón —de repente, comenzó a hablar con el descaro de una chica de barrio—, no soy ninguna santa ni tampoco lo pretendo.

—Eres mejor de lo que crees —dijo Phoebe sonriendo—. Y también Quirke es mejor de lo que crees.

—Bueno, querida, tal vez tengas razón, pero déjame que te diga, cielo, que aún te queda mucho por aprender. Por cierto, el merengue está simplemente de-li-cioooo-so.

Un plomizo amanecer luchaba por despuntar cuando sonó el teléfono en la mesilla de noche de Quirke. Se alzó con sobresalto, luchando por liberar el brazo de la maraña de sábanas, el corazón martilleando. Su agitación era tal, que tiró el auricular de un golpe y tuvo que tantear el suelo para encontrarlo. Temía y odiaba los teléfonos. Era Isabel Galloway; antes incluso de escuchar su voz supo que era ella.

—¡Cabrón! —dijo con voz entrecortada, sus labios presionados contra el micrófono, y colgó.

Con la cabeza inclinada hacia delante y los ojos cerrados con fuerza, Quirke mantuvo el auricular en la oreja, escuchando el zumbido hueco de la línea. Dios santo.

Hacía un calor sofocante en el cuarto, que olía a él. Encontró los cigarrillos sobre la mesilla y prendió uno. Salió de la cama y abrió del todo las cortinas. Tres pisos más abajo, bajo la luz grisácea del día, el descuidado y estrecho jardín era un irascible caos verde. Se encorvó tosiendo y resollando por el humo del pitillo. Necesitaba un trago, hubiera dado lo que fuese por un trago en aquel instante, a pesar de la hora y de la boca pastosa del despertar. Se sentó en un lado de la cama y marcó el número de Isabel. La línea estaba ocupada, probablemente lo había dejado descolgado. Se la imaginó tumbada en la cama, cubierta con el quimono de seda de grandes flores y la cara enterrada en las almohadas, sollozando y maldiciéndole entre sollozos.

¿Cómo se había enterado? ¿Cómo lo había averiguado?

No se dio cuenta hasta más tarde del error que había cometido al no acudir inmediatamente a casa de ella en Portobello, por muy temprano que fuera, cuando lo llamó. Ahora era él quien se maldecía. Estaba seccionando la caja torácica de una anciana que vivía al cuidado de una hija solterona y había muerto en extrañas circunstancias, cuando apareció Sinclair para avisarle de que tenía una llamada urgente en el teléfono —¡el teléfono, otra vez!— e inmediatamente sintió un frío helador en su interior.

La habían llevado a St. James. De todos los hospitales de la ciudad, era el que menos le gustaba. Cada vez que pensaba en aquel lugar, recordaba una oscura noche de tormenta que había pasado guarecido en un zaguán inhóspito, bajo la luz enloquecida de una lámpara de aceite —¿una lámpara de aceite?, ¿no se equivocaba?—, mientras esperaba a una enfermera que trabajaba en Urgencias y con quien había quedado, pero que al final lo dejó plantado. No descubrió por qué llevaron allí a Isabel, tal vez ella llamó para pedir una ambulancia antes de ingerir las pastillas. No le habría extrañado.

Estaba en una habitación diminuta con una angosta ventana que daba al edificio de ladrillo de las calderas. La cama era estrecha, demasiado estrecha para una persona de un tamaño normal e incluso para alguien tan delgado como Isabel. Estaba demacrada y su piel tenía un matiz verdoso. Llevaba una bata de hospital. Sus brazos estaban extendidos y rígidos a los costados, por encima de las sábanas. «Al menos no se ha cortado las venas», pensó.

—Eso que has hecho es malísimo para la salud —le dijo.

Ella lo miró en silencio. Parecía una mártir de El Greco.

—Eso es, ríete. Una broma para cada ocasión —le dijo.

Estaba ronca. Quirke imaginó que era a causa de los tubos que le habrían introducido por la garganta para hacerle un lavado de estómago. Había hablado con la monja que estaba de guardia, una religiosa de rostro desabrido bajo la toca blanca, que había rehuido mirarle, pero que le había dicho con los labios apretados que la señorita Galloway había sido muy negligente al tragarse todas aquellas pastillas por accidente; y que no, que no estaba realmente en peligro; y que sí, que la tendrían en el hospital aquella noche y que la enviarían a casa por la mañana.

—¿Quieres que abra la ventana? —le preguntó—. La habitación está muy cargada.

—Por Dios, ¿eso es lo único que se te ocurre decir, que la habitación está cargada?

—¿Qué quieres que diga?

Sentía compasión por Isabel, pero al mismo tiempo se sentía muy distante de ella y de todo lo que había en aquella habitación cochambrosa, como si estuviera flotando y contemplara la escena desde el techo con una ligera curiosidad.

—No creía que pudieses ser tan cruel —dijo la mujer.

—No creía que pudieses ser tan estúpida —hizo una mueca apesadumbrada, las palabras se le habían escapado antes de que pudiera darse cuenta. Alzó los hombros y los dejó caer—. Lo siento.

Ella se removió en la cama como si hubiera sentido una punzada.

—No lo sientes la mitad de lo que lo siento yo.

—¿Cómo te enteraste? ¿Quién te lo dijo?

Isabel intentó reír, pero sólo consiguió toser, una tos esforzada y seca.

—¿Creías que podías meterte en la cama con la viuda de ese como-se-llame, Diamante Dick, no?, ¿mientras su cuerpo aún estaba caliente en la tumba y que la mitad de la ciudad no lo sabría antes incluso de que volvieras a ponerte los calcetines? Además de sinvergüenza, Quirke, eres idiota —giró el rostro hacia la pared.

Él no quería verla sufrir, pero se sentía paralizado y no sabía cómo ayudarla.

—Lo siento —repitió más débilmente que nunca.

Ella no le estaba escuchando.

—¿Cómo es? —le preguntó—. ¿Qué tipo de francesa es? ¿Sensual y ardiente o fría y distante?

—No hagas esto.

—Me imagino que tú las prefieres del tipo fría y distante. No te va mucho la pasión, ¿verdad?

Él deseó que se callara, no quería verse empujado a compadecerla.

—Siento haberte hecho daño. Estas cosas pasan, nadie tiene la culpa.

—No —dijo ella con amargura—, no hay nada que reprochar y aún menos a ti. Dame un cigarrillo, por favor.

—No creo que te convenga fumar.

—¿Es malo para mi salud? —volvió el rostro de la pared hacia él y lo observó con detenimiento y él supo que estaba buscando por dónde atacarle—. ¿Sabes que se ha acostado con todos los hombres medio presentables de esta ciudad? ¿O creías que eras el primero? Odiaba a ese marido que tenía, probablemente fue ella quien lo mató. Debe de tener una debilidad por los cabrones…, primero él y ahora tú. ¡Dios mío! ¡Cómo somos las mujeres!… Unas imbéciles.

—Mañana vendré a buscarte —le dijo él—. Te llevaré a casa.

—No te molestes —forcejeó para sentarse. Él intentó ayudarla con las almohadas, pero Isabel le abofeteó con las dos manos y le ordenó que se alejara de ella—. Nunca me quisiste, Quirke.

—Creo que nunca he querido a nadie —dijo él con suavidad.

—Excepto a ti mismo.

—A mí menos que a nadie.

—¿Y a aquella esposa tuya de la que tanto hablas? ¿Cómo se llamaba? ¿Delia?

—Murió.

—¿Y? ¿No está permitido morir? —lo miró y vio el lamentable personaje en que se había convertido—. Casi siento pena por ti.

—Preferiría no darte pena.

Ella desvió el rostro de nuevo.

—Adiós, Quirke.

Se alejó por los largos pasillos sintiendo un dolor pequeño y sostenido, como si le hubieran disparado un tiro de gracia desde otro planeta y la herida fuese tan diminuta que apenas la advirtiera.

El olor de hospital era el olor de su vida.

Cuando salió a la calle, se refugió en una cabina de teléfono y llamó a Françoise.

—¿Qué sucede?

Se lo contó. Se hizo un largo silencio en la línea. Entonces ella le dijo:

—Ven a casa.