A Sinclair la idea le pareció una locura en el mismo instante en que se le ocurrió, pero así y todo poseía un persistente y especial atractivo. Había salido con Phoebe una vez más y creía que ese tercer encuentro había sido su primera cita real, pues si bien ella no le había invitado a subir a su habitación, la tarde había finalizado con un beso largo y serio, incluso solemne, en el umbral de su puerta, y ahora él no conseguía quitársela de la cabeza. Se había rendido a su belleza poco convencional, la delicadeza de sus delgadas manos, el ángulo un tanto felino de su mandíbula, la palidez casi transparente de su piel. Había empezado también a apreciar su humor, esa actitud jovial y sutilmente burlona hacia las cosas, él incluido; tal vez sobre todo hacia él. Poseía una inteligencia brillante y él se preguntaba cómo había terminado trabajando en una tienda de sombreros. No podía dejar de imaginarla sin ropa, reclinada en la cama y girando hacia él apoyada sobre un codo, un mechón sobre la mejilla, su piel desnuda centelleante como la hoja de un cuchillo. Sí, tenía en la cabeza eso, y más. Pero acababa de ocurrírsele la loca idea de presentársela a Dannie Jewell, no sabía por qué. Tal vez quería comprobar cómo reaccionarían la una con la otra. «O tal vez —decía una vocecita maliciosa en su cabeza— estás buscando problemas».
Phoebe y él habían quedado en ir el domingo a ver los rododendros que crecían en las laderas a espaldas de Howth Castle. Su plan era llevar comida y una botella de vino para hacer un picnic. A medida que el día se aproximaba, Sinclair no se decidía a preguntarle si Dannie podía ir con ellos; en más de una ocasión marcó el número de teléfono de la casa donde Phoebe tenía su habitación, pero colgó antes de que alguien respondiera. Estaba claro que la idea era una locura. ¿Qué pretendía conseguir? ¿Para qué iba a servir? A Phoebe, la presencia de Dannie le resultaría probablemente molesta, y a Dannie no le apetecería hacer de carabina. En cualquier caso, si Phoebe aceptaba, lo más seguro era que Dannie no fuera. Al final reunió el valor necesario y llamó a ambas, primero a Phoebe, luego a Dannie. Ambas dijeron que sí. Y en ese mismo instante, por supuesto, él lamentó todo el asunto y se maldijo por su estupidez.
Recogió a Dannie y juntos fueron caminando a casa de Phoebe. La mañana era soleada y calurosa, pero una leve brisa fresca bajaba de las montañas, aligerando el bochorno que pesaba en el aire los días anteriores. Dannie no parecía la misma chica que había visto la última vez, desvalida y encogida sobre la cama en un sueño inducido de pastillas, dos noches después de que su hermano muriera, cuando llamó pidiendo ayuda. Hoy llevaba un vestido blanco que la brisa hinchaba como un globo, haciéndolo ondear en torno a ella, y un jersey de cachemir sobre los hombros, con las mangas anudadas de manera informal sobre el pecho. Se había pintado los labios y perfumado. Cuando ella le abrió la puerta y vio la ansiedad en sus ojos, le puso una mano tranquilizadora sobre el brazo.
—No te preocupes, estoy bien, no me va a dar un ataque de nervios ni nada por el estilo —le dijo.
Se detuvieron ante la puerta de entrada de la casa donde vivía Phoebe y esperaron a que bajara, sonriéndose levemente el uno al otro; las hojas de los plátanos que se alzaban en la acera de enfrente susurraban excitadas como si estuvieran hablando de esos dos jóvenes que aguardaban allí, en plena mañana de un domingo de verano.
Para su sorpresa, Phoebe y Dannie congeniaron desde el primer instante. Mientras las presentaba, percibió cuánto se parecían. No era una cuestión de semejanza física, sino de algo concreto que compartían, aunque no pudiese decir exactamente qué era… La huella de cosas que habían sufrido, de problemas no superados y asumidos dolorosamente con coraje y determinación.
Tomaron el autobús hasta Sutton y allí subieron al pequeño tranvía, que chirrió y traqueteó mientras ascendía la larga ladera de Howth Head. Phoebe se había encargado del picnic: sándwiches de pan integral con jamón, lechuga y tomate en rodajas, y un pepino cortado longitudinalmente en cuatro, y cebollitas y pepinillos en vinagre, y una elegante caja de galletas de Smyths on the Green. Sinclair y Dannie habían traído una botella de vino cada uno, y Dannie sujetaba una cesta con tres vasos envueltos en servilletas. Se miraban sin cesar unos a otros y sonreían con cierta vergüenza, pues aquella excursión al aire libre como gente normal y feliz les hacía sentir vulnerables e igual que niños. En el azul del cielo, las gaviotas volaban en círculos sobre ellos, y en la lejana distancia el sol arrancaba destellos al mar. Nadie dijo una palabra sobre Richard Jewell.
Descendieron cerca de la cumbre y bajaron andando por la carretera, pero ninguno conocía el camino hacia el castillo y en un momento dado se perdieron y al final decidieron olvidar los rododendros y quedarse en la esquina de un campo, donde se sentaron y desenvolvieron los sándwiches y abrieron el vino. La botella de Liebfraumilch de Sinclair ya no estaba fría, pero no les importó; se la bebieron y a continuación abrieron el Burdeos, mucho más espléndido, que había traído Dannie. Cuando apuraron el vino, las chicas se alejaron a buscar un rincón resguardado donde hacer pis, y Sinclair se recostó sobre el suave y exuberante césped y se cubrió los ojos con el brazo y durmió una breve siesta y tuvo un extraño sueño donde Phoebe y Dannie, que se habían fundido en una sola persona, se aproximaban a él, le acariciaban la cara y le revelaban un secreto que olvidó tan pronto como las voces de las chicas de carne y hueso le despertaron. Se sentó y las observó mientras caminaban por el césped hacia él. Habían encontrado el bosque con los rododendros, estaba justo al otro lado del siguiente campo.
—Las flores están a punto de marchitarse, es una pena —dijo Phoebe, mientras se sentaba a su lado y le dedicaba una sonrisa cuyo significado él no supo descifrar, y pensó de nuevo en el extraño sueño.
Encendió un cigarrillo y les tendió el paquete, pero Dannie movió la cabeza negativamente y Phoebe le recordó que había dejado de fumar.
Había vacas al otro lado del sembrado, eran blancas y negras y unas estaban de pie y otras, tumbadas. Un pájaro negro, un grajo o un cuervo, las sobrevoló trabajosamente mientras graznaba.
—Mirad —dijo Phoebe—, es una carrera de barcos.
Hicieron visera con la mano para mirar los yates, que allá abajo se mantenían con esfuerzo contra el viento, y hasta ellos, colina arriba, llegó retrasado por la distancia el bum de la señal de inicio.
—Esas velas blancas parecen alas, mirad —murmuró Phoebe.
Dannie se había tumbado boca abajo sobre el verde, con la barbilla apoyada sobre las manos. Estaba masticando una brizna de hierba. Tres moscas volaban en círculo sobre su cabeza, dibujando el trazo fantasmal de un halo negro. Sinclair admiró lo hermosa que era, con el rostro ancho y la delicada barbilla; mucho más hermosa que Phoebe, aunque no era la mitad de fascinante.
—¿No os resulta extraño pensar —dijo Dannie— que la gente que ahora es vieja fue joven como nosotros? Veo a una anciana en la calle y me digo que hace setenta años era un bebé en los brazos de su madre. ¿Cómo pueden ser la misma persona ella, tal como es ahora, y el bebé de entonces? Algo que está ahí y, al mismo tiempo, es imposible.
Sinclair sintió que una fina mota de oscuridad, un rayo de luz negra perforaba la clara luz; infinitesimalmente fina, pero haciéndose más y más voluminosa.
Huérfanos. La palabra surgió en su cabeza de improviso. «Esos pobres huérfanos», había dicho. Pero ¿a qué huérfanos se refería? No lo iba a preguntar, no en aquel momento.
Aquel mismo domingo por la tarde, Quirke estaba con Françoise d’Aubigny en la cama. Ella le había llamado por teléfono y luego había acudido a su piso. Giselle estaba en Brooklands, al cuidado de Sarah Maguire. No hubo preliminares. La dejó entrar al edificio y subieron las escaleras en silencio y una vez dentro del piso ella se giró hacia él y le ofreció su boca alzada para que la besara. Hicieron el amor torpemente al principio. Quirke se sentía inseguro y Françoise parecía preocupada… Era como si ella estuviera realizando un experimento, o una investigación sobre él, sobre ella, sobre las posibilidades de ambos como pareja. Cuando terminaron, se sentaron sobre la cama en la habitación caliente y umbría, sin hablar, pero dulces el uno con el otro. Quirke prendió un cigarrillo y, de vez en cuando, Françoise lo cogía de entre sus dedos y aspiraba una calada, pero cuando él le ofreció un pitillo de los suyos, ella movió la cabeza y dijo que no, quería compartir aquél porque sabía a él.
—¿Cuándo supiste que esto iba a ocurrir? —le preguntó él.
Ella soltó una suave carcajada.
—El día que nos conocimos, me imagino. ¿Y tú?
—No tan rápido. Las mujeres siempre nos lleváis delantera a los hombres.
Sus pechos parecían pálidas manzanas y sus costillas eran claramente visibles bajo la sedosa piel. No era en absoluto la clase de mujer que le gustaba, percibió él con una especie de alegre consternación… Isabel Galloway tenía, al menos, algo de carne sobre los huesos.
—¿Estás con alguien? —le preguntó ella. Tenía el don de leer sus pensamientos.
—Sí —contestó—, de alguna manera.
—¿Quién es?
—Una actriz.
—¿Famosa? ¿La conozco?
—Lo dudo. Trabaja casi siempre en el Gate.
—Dime su nombre.
—Isabel.
—¿Te sientes culpable por ella ahora?
—Sí.
—Lo siento.
—No lo sientas… Yo no lo siento.
Ella cogió el cigarrillo de nuevo y se lo llevó a los labios, entrecerrando un ojo para protegerlo del humo.
—¿Crees que debemos seguir viéndonos? —preguntó con suavidad—. ¿Tendremos más momentos como éste? —sonrió y le devolvió el pitillo—. ¿O te abrumará la culpa? —dijo con voz teatralmente estremecida.
—Tendremos más momentos como éste. Tendremos todos los momentos del mundo.
—Alors —dijo ella—, ¿es eso una declaración?
—Sí —contestó—, lo es.
Ella se volvió hacia él y lo abrazó. Quirke aplastó el final del pitillo en el cenicero de la mesilla de noche. Su mirada tropezó con el teléfono, jorobado, negro y brillante, un recordatorio de todo lo que existía fuera de esa habitación: el mundo. E Isabel Galloway.
Dos días después de la excursión con Phoebe y Dannie, durante una mañana rutinaria, Sinclair recibió una llamada de teléfono en el hospital. Aquello no era habitual, casi nadie le llamaba al trabajo. La enfermera de recepción que le pasó la llamada le sonó rara, como si intentara no reírse, y la voz que escuchó a continuación estaba extrañamente apagada, como si la persona que hablaba se hubiera colocado un pañuelo delante de la boca.
—Escucha, judío —dijo la voz—, como sigas metiendo tu narizota donde no te llaman, te quedarás sin ella. Y entonces tu cara de judío estará a juego con tu polla.
Sonó una carcajada y se cortó la línea.
Sinclair se quedó mirando el teléfono. Pensó que debía de tratarse de una broma pesada, algún supuesto amigo de su etapa universitaria —estaba seguro de que era la voz de un hombre joven— lo habría hecho tal vez por una apuesta, o por un viejo resentimiento o incluso por un momento de diversión. A pesar de todo, se sintió conmocionado. Nunca le había sucedido nada parecido, desde luego no desde sus años de colegio, y en aquel entonces se trataba más bien de bromas maliciosas, pero nunca de insultos de ese tipo, ni de odio. La impresión era ante todo física, como si le hubieran golpeado en la boca del estómago, y entonces surgió la rabia, como un transparente telón carmesí que descendiera sobre sus ojos. Sintió una imperiosa necesidad de contárselo a alguien, a cualquiera. Quirke estaba en su oficina, podía verle a través del panel de cristal de la puerta; estaba haciendo papeleo y fumando un pitillo de aquella forma malhumorada tan típica suya, expeliendo el humo con rapidez por un lateral de la boca como si no soportara su hedor. Sinclair llamó a la puerta y entró. Quirke lo miró y alzó las cejas.
—Dios mío —dijo—, ¿qué le sucede? ¿Un fiambre ha vuelto a la vida?
De repente, ante su sorpresa y confusión, Sinclair sintió una timidez abrumadora. Sí, timidez, ésa era la palabra.
—He… He recibido una llamada —dijo.
—Ah, ¿de quién?
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—No. De un hombre.
Quirke se retrepó en su silla.
—Un hombre le ha llamado por teléfono y no le ha dicho su nombre. ¿Qué le ha dicho?
Sinclair retiró los faldones de su bata blanca y enterró las manos en los bolsillos de su pantalón. Sus ojos se detuvieron en el ventanal que daba a la sala de disección, exageradamente iluminada por las grandes lámparas blancas de neón del techo.
—Sólo… —se llevó un dedo a la frente—. Insultos.
—Ya. ¿Personales o profesionales?
—Personales. O profesionales, no lo sé.
Quirke giró el paquete abierto de Senior Service sobre la mesa hasta que los cigarrillos, colocados como los tubos de un órgano, estuvieron frente a Sinclair; Sinclair cogió uno y lo encendió con su Zippo.
—Yo he tenido llamadas de ésas —dijo Quirke—. No sirve de nada que le diga que no se preocupe, siempre impresionan —aplastó la colilla de su cigarrillo y cogió otro y se retrepó aún más—. Phoebe me ha contado que fueron a Howth. ¿Es bonito aquello?
Sinclair pensó por un momento en indignarse —¿ella le contaba a Quirke todo lo que hacía?, ¿le había contado también lo del beso?—, pero carecía de la ira necesaria en aquel momento.
—Dannie Jewell vino con nosotros —dijo.
Quirke pareció sorprenderse.
—Ah, ¿sí? Phoebe no me dijo nada. ¿Ellas se conocían?
—No, no se habían visto antes. Pensé que sería bueno para Dannie.
—¿Y lo fue?
Sinclair lo miró. ¿Qué significaba aquella repentina frialdad en los ojos de Quirke? ¿Le preocupaba que a Phoebe le afectaran Dannie y sus problemas? Sinclair sospechaba que Quirke no sabía mucho sobre su hija.
—Dannie se encuentra bien. Está haciéndole frente.
—A su dolor.
—Eso es.
Algo se había tensado entre ellos, como si la atmósfera se hubiera torcido.
—Bien —dijo Quirke bruscamente. Deslizaba la brasa del cigarrillo hacia delante y hacia atrás del cenicero como si estuviera afilando la punta de un lápiz rojo—. Como sabe, al igual que Dannie Jewell, Phoebe también ha de hacer frente a cosas, cosas que sucedieron en el pasado.
Sinclair asintió.
—Ella no habla sobre eso… Al menos no lo hace conmigo de momento.
—Ha sido testigo de más violencia de la que le correspondía. Y en América la…, la asaltaron.
Sinclair ya lo sabía: era tema de conversación en el hospital, un dato que esperaba que Quirke no conociera.
—Si está advirtiéndome de que tenga cuidado, no es necesario. Me gusta Phoebe. Creo que a ella le gusto. Es a lo más lejos que hemos llegado —deseaba añadir: «Y además, fue usted quien nos presentó», pero no lo hizo.
El pitillo de Quirke se había consumido; lo aplastó entre la docena de colillas que había en el cenicero. Sinclair comprendió que el tema de Phoebe había quedado cerrado.
—¿Mencionó nombres ese tipo del teléfono? —dijo Quirke.
Sinclair se había aproximado al ventanal y se apoyó contra él, tenía un pie con la suela del zapato en la pared.
—¿Qué quiere decir con nombres?
—Algunas veces, cuando acaban de perder a alguien, llaman enloquecidos de dolor y se quejan de que sus seres amados van a ser descuartizados. Dios sabe por qué la operadora pasa sus llamadas.
—No, no fue nada parecido. Me dijo que me cortarían mi narizota judía si continuaba metiéndola en los asuntos de los demás.
—Su narizota judía.
Ambos sonrieron.
—De acuerdo —dijo Sinclair—. Lo olvidaré.
Se aproximó, aplastó su pitillo en el cenicero rebosante y se dirigió a la puerta.
—Phoebe y yo vamos a cenar juntos esta noche —dijo Quirke a su espalda—. Es nuestro capricho semanal. Solíamos hacerlo los jueves, pero ahora es un festín movible. ¿Le apetece venir con nosotros?
Sinclair dio media vuelta.
—Gracias, pero no. Tengo algo que hacer. Tal vez en otra ocasión —se encaminó de nuevo hacia la salida.
—Sinclair.
Se detuvo otra vez.
—¿Sí?
—Me alegra que usted y Phoebe sean…, sean amigos —dijo Quirke—. Y agradezco su…, su interés por ella —encajado en aquella silla que era demasiado pequeña para él, con sus manazas sobre la mesa y las palmas hacia arriba, como si suplicara, pareció de repente vulnerable.
Sinclair asintió y salió.