6

Cuando la recepcionista del hospital le llamó para anunciarle que tenía una visita, Quirke no reconoció al principio el nombre de la persona. Luego se acordó.

—Dígale que ahora subo —dijo y alejó lentamente el auricular para colgar.

El sótano, donde estaba su oficina, era un lugar fresco, pero el calor del día había descendido hasta allí. Dio un par de rápidas caladas al cigarrillo, aplastó la colilla en el cenicero de cristal que había sobre la mesa y se levantó. Se puso la bata blanca, que no había utilizado hasta aquel momento; la bata, al igual que una máscara, le proporcionaba anonimato y autoridad. Recorrió la curva del pasillo pintado de verde y subió la extravagante escalinata de mármol que conducía al vestíbulo de entrada del hospital. Aquel edificio había sido construido en el pasado para albergar oficinas de la administración pública, cuando el Gobierno podía permitirse ese tipo de dispendios.

Ella le esperaba en el mostrador de recepción, nerviosa y un poco perdida.

—Señora Maguire —le dijo—, ¿cómo está?

Llevaba un horrible sombrerito ladeado a la izquierda, sujeto con un alfiler de perla. Un bolso de cuero color caramelo colgaba de su brazo. Quirke reparó en las sandalias baratas.

—Doctor Quirke, espero que no le moleste que me haya presentado de esta manera, sólo quería hablar con usted de… —dijo de forma atropellada.

—Está bien —dijo él con voz pausada y, colocando un dedo en el codo de Sarah Maguire, la alejó del radio de las dos recepcionistas, que la miraban con franca curiosidad. Había pensado en ir con ella a la cafetería, pero decidió que era mejor salir del edificio… Había algo histérico en su actitud y la perspectiva de una escena no le agradaba. Se quitó la bata blanca, la dobló y le pidió a una de las recepcionistas que se la guardara hasta su regreso.

—Acompáñeme —le dijo a la señora Maguire—. Una taza de té no le sentará mal.

Salieron al ruido y al calor de la tarde. El aire azulado era plúmbeo y sofocante. Los autobuses bramaban y los curvos tejados negros de los coches despedían un brillo como de metal fundido. Entraron en el café Kylemore de la esquina. A esa hora los escasos parroquianos eran en su mayoría mujeres acaloradas y con aire enojado, que habían hecho un alto en las compras. Quirke se encaminó a una mesa esquinada. Aún no se habían sentado y ya tenía un cigarrillo en la boca. La camarera, con uniforme marrón chocolate, se aproximó; le pidió té con galletas y un agua de Seltz para él. La señora Maguire se replegó con su silla hacia la esquina, igual que un ratón encogiéndose para pasar por la oscura entrada a su agujero. Tenía una calentura en la comisura de la boca. Sus ojos, tan pálidos que resultaba difícil saber el color, le recordaron a Quirke aquellas canicas de color lechoso tan cotizadas cuando era niño.

—Bueno, dígame de qué desea hablarme —dijo como si no lo supiera.

—De William, mi marido. Él…

Fue oír el nombre y Quirke se acordó. ¿Cómo podía haber olvidado, cuando Jimmy Minor le contó que Maguire había estado preso en Mountjoy, que él había testificado como médico en el juicio? Billy Maguire…, claro. Hacía diez años… Más, casi quince. Un tratante de ganado había resultado muerto en una refriega al término de una jornada de feria en Monasterevin. Un puñetazo en la garganta había aplastado la arteria carótida y, como si eso no bastara, el tipo había caído hacia atrás golpeándose el cráneo con el bordillo. Billy Maguire desconocía su propia fuerza o, según parecía, su genio excesivo. El tribunal se había compadecido del asustado y desolado joven, hundido en el asiento con su traje de domingo, día tras día, esforzándose en comprender los procedimientos judiciales como el chico con menos luces de una clase. Le habían caído cinco años, que se quedaron en tres por buena conducta. ¿Sabía Dick Jewell que había cumplido condena cuando lo contrató como capataz en Brooklands? No, pensó Quirke. Jewell, el conocido filántropo, era en gran medida un hábil producto de la imaginación de los articulistas del Clarion.

—Pero ésa no es razón para que ahora vayan difamándolo —decía la esposa de Maguire, inclinada hacia él y con su cuello delgado y vulnerable proyectado hacia delante—. William es un buen hombre y aquello pertenece al pasado, ¿no es verdad, doctor Quirke?

—¿Difamándolo? —dijo Quirke—. ¿Cómo?

Ella miró de soslayo con amargura.

—Bueno, en la ciudad dicen que el señor Jewell no se quitó de en medio, sino que alguien que estaba allí aquel día lo dispuso todo para que lo pareciera. Pero fue un suicidio, ¿no es así, doctor?

Quirke se esforzó en esbozar la sonrisa más amable que pudo.

—No ha probado su té —dijo—. Beba un poco, la tranquilizará.

—¡Tranquilizarme! —exclamó ella con una risita agria—. Tengo los nervios destrozados.

Quirke dio un sorbo a su agua de Seltz, las burbujas subían por su nariz con cosquillas menudas que le daban ganas de estornudar.

—¿Qué piensa usted que puedo hacer yo, señora Maguire?

—Podría hablar con él, decirle que no se amilane y que no escuche todos esos chismes que se cuentan a sus espaldas en la ciudad. Él se acuerda de usted en el…, en el juicio, recuerda que parecía muy comprensivo.

Él apartó la vista. Aunque le avergonzara reconocerlo, aquella mirada implorante le estaba sacando de quicio.

—¿Y qué piensa él que ocurrió aquel día? —preguntó.

Sin quitarle los ojos de encima, ella bajó el mentón hacia la garganta, inclinando ligeramente la cabeza.

—¿Qué quiere decir?

—Su marido… ¿Piensa él que Richard Jewell se mató?

Notó el titubeo en sus ojos antes de que ella desviara la mirada.

—No sabe lo que sucedió. Sabe lo mismo que los demás —lo miró de nuevo, con los párpados entrecerrados—, lo mismo que los guardias, que cualquiera que lee entre líneas lo que publican los periódicos, incluso el Clarion —se rió de nuevo con aquella risita áspera—. Sobre todo el Clarion.

Él le sirvió más té. Ella contempló sus manos como si estuviera ejecutando una maniobra exótica e inmensamente delicada.

—¿Cuánto tiempo llevan usted y su marido en Brooklands?

—Desde el año después de que él…, que él saliera. La señora Jewell lo contrató.

—¿La señora Jewell? —dijo él subrayando las palabras—. ¿Françoise? Quiero decir…

—Sí, ella. Es la copropietaria de Brooklands y la finca siempre la ha llevado ella.

—Así que ella contrató a su marido como capataz de la finca. ¿Sabía que…?

Ella le lanzó una mirada de conmiseración.

—¿Que había estado en la cárcel? ¿Usted cree que es posible mantener en secreto algo así en un pueblo como aquél?

—¿Nunca pensaron en marcharse de allí para vivir en otro lugar?

Ella movió la cabeza, asombrada de su ingenuidad.

—¿Y dónde podríamos haber ido? —dio un sorbo a su té e hizo una mueca—: Se ha quedado frío —refunfuñó, pero cuando él le propuso pedir otro, dijo que no, que estaba tan nerviosa que no le entraba nada. Pareció cavilar durante un rato, mientras hurgaba la calentura de la boca con la punta de la lengua—. Pobre William, ha tenido mala suerte desde que nació. Su madre murió cuando tenía siete años y su padre le internó en St. Christopher.

—St. Christopher —repitió Quirke con voz repentinamente opaca.

—Sí, el orfanato —su rostro era ahora inexpresivo—. Menudo sitio. ¡Las cosas que William me ha contado! ¿Y se hacen llamar curas?… ¡Ja!

Él desvió la mirada. Las volutas de humo de su cigarrillo se estiraban con pereza en la luz del sol que entraba a raudales por la puerta, brillaban las patas rozadas de las mesas y el polvo bailaba en el suelo.

—Señora Maguire, dígame qué puedo hacer por usted —le repitió.

—Por mí, no —dijo ella con aspereza mientras le lanzaba una mirada.

—Bueno, por su marido entonces.

—Ya se lo he dicho… Podría hablar con él.

—Sinceramente, no sé para qué serviría. Si él no tiene nada de que culparse, entonces…

¿Si?

De nuevo aquella mirada. Tenía un ligero estrabismo en el ojo izquierdo que le daba un aspecto raro y algo desquiciado. ¿Por qué razón había acudido a hablar con él?

—Como ya le he dicho, si él no tiene nada por lo que sentirse culpable, entonces no comprendo por qué necesita que yo o cualquier otro hable con él. ¿Le preocupan a usted sus nervios?

—Está muy agobiado. Se toma su trabajo muy en serio, ¿sabe? Encargarse de la finca es una gran responsabilidad. Y a eso se suma ahora la preocupación por el futuro. Dicen que ella la venderá y se irá a vivir a Francia —al pronunciar la palabra ella, su delgada boca se convirtió en una línea—. El hermano del señor Jewell, que vive en Rodesia, tiene previsto venir y hacerse cargo del negocio, pero el señor Jewell le dejó a ella su mitad de Brooklands para que hiciera lo que quisiera.

—Estoy seguro de que la señora Jewell se encargará de que usted y su marido no pasen necesidad.

—¿Usted cree? —se rió con frialdad—. No me fío nada de ella.

Él encendió un cigarrillo.

—Aquella mañana usted estaba en la casa, ¿verdad? ¿Oyó el disparo?

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—No oí ni un ruido hasta que William bajó de la oficina y nos contó lo que había sucedido.

—¿Nos contó?

—A mí y a ella… A su señoría, la señora Jewell.

—Creí que ella había llegado más tarde, desde Dublín.

—Ah, ¿sí? —su voz se hizo imprecisa—. No lo sé, pensé que estaba allí. Lo recuerdo todo confuso. No me lo podía creer cuando William nos dijo lo que había ocurrido. Y después los guardias, y aquel detective… —sus ojos estrábicos se clavaron en él de nuevo—. ¿Por qué el señor Jewell iba a hacer semejante barbaridad, quitarse la vida de un tiro?

Quirke aplastó la colilla en el cenicero de hojalata. Pensaba en la manera de terminar la conversación, si aquello podía llamarse conversación, y regresar al trabajo. Le irritaba aquella mujer con su actitud al mismo tiempo obsequiosa y amarga como la hiel.

—No creo que él disparase el gatillo.

—Entonces ¿qué…?

—Otra persona lo hizo, señora Maguire —dijo—. Otra persona.

La mujer soltó el aire con fuerza.

—Así que lo que dicen en la ciudad es cierto.

—¿Que fue asesinado? Sí, eso creo. Y la policía también lo piensa.

Ella se inclinó hacia él y le aferró la muñeca.

—Tiene que hablar con aquel detective y decirle que no fue William. Mi William no haría algo así. Aquel asunto del pasado fue un accidente… Usted mismo testificó en el juicio. Entonces le ayudó… ¿Le ayudará otra vez ahora? —y le soltó la muñeca.

Él la miraba intentando ocultar su desagrado.

—No sé qué ayuda puedo ofrecerle a William. No comprendo que necesite ayuda si no es culpable de nada.

—Pero la gente está diciendo que…

—Señora Maguire, yo no puedo evitar que la gente chismorree. Nadie puede.

La mujer soltó una larga exhalación y se quedó encogida, desinflada.

—Siempre pasa lo mismo —sus palabras estaban cargadas de ponzoña—. Los ricos hacen lo que les place y a los demás que nos cuelguen. Ella venderá, estoy segura, y se irá con esa piltrafa de hija a tomar el sol a Francia y nos dejará colgados, como Jesús dejó a los judíos.

—Se equivoca, estoy seguro —dijo Quirke y su voz, aun sin quererlo, sonó áspera. No podía negarlo, aquella mujer le resultaba repelente con su tono lastimero y el ojo atravesado y la llaga en el labio. Se repitió que no era culpa de ella, que era otra víctima más de la vida, pero ni por ésas: deseaba con todas sus fuerzas librarse de ella—. Es hora de que regrese al trabajo —dijo con exagerada energía, empujó hacia atrás la silla y rebuscó media corona para pagar la cuenta.

Se levantó para irse, pero ella permaneció sentada con la vista perdida a la altura de su diafragma.

—Eso es —murmuró con vehemencia—, márchese a su importante trabajo. Todos ustedes son iguales, todos.

Con un sollozo ahogado, agarró su bolso, se deslizó fuera de la silla y, con la cabeza baja, marchó presurosa hacia la puerta y desapareció, absorbida por la soleada luz polvorienta de la calle. Quirke dejó la moneda sobre la mesa y suspiró. ¿Tenía razón aquella mujer? ¿Vendería Françoise la finca y se iría a Francia? Después de todo, ¿qué la retenía aquí?

Salió para enfrentarse al día. A pesar del calor, su corazón estaba helado. De repente no podía imaginar su vida sin Françoise d’Aubigny.

El sábado, el inspector Hackett y él viajaron a Roundwood. Hackett pidió a Quirke que lo acompañara, «a ver qué le saca al tal Carlton Sumner». Se acomodaron en el asiento trasero del coche policial, un gran auto sin distintivos, y permanecieron en amistoso silencio durante la mayor parte del viaje, observando los campos calcinados que se abrían en torno a ellos como un abanico mientras conducían por las estrechas carreteras rectilíneas. El sargento Jenkins estaba al volante y su cogote estrecho y las grandes orejas puntiagudas que sobresalían a los lados eran la única visión que encontraban cuando miraban al frente.

—¿Sigue sin coche, doctor Quirke? —preguntó Hackett.

Quirke no respondió. Sabía que le estaba tomando el pelo. Su Alvis, una bestia magnífica y asombrosamente cara, se había abalanzado al mar una tarde nevosa del invierno pasado con un hombre muerto en su interior.

Pasaron por Dundrum y desde allí emprendieron el largo ascenso por las montañas. El tojo luchaba por florecer, pero la sequía había atrofiado los nuevos brotes. Hacía semanas que no llovía y los pinos y abetos, que se extendían en hileras formando cuadrados sobre las laderas de las colinas, doblaban sus copas.

—Habrá incendios —dijo Hackett— y será el fin de estas plantaciones. ¡Ya era hora, por cierto! Quiero decir… que deberíamos estar plantando robles y fresnos y no esos horribles y malditos arbolejos.

El pintoresco pueblecito de Enniskerry estaba congestionado por el tráfico de fin de semana que se dirigía hacia Powerscourt y Glencree. Jenkins era un conductor nervioso y avanzaba a sacudidas, entre golpes sincopados de pedal y tirones a la palanca de cambios, de tal manera que los dos hombres en la parte trasera eran lanzados hacia delante y hacia atrás como un par de muñecos. Ninguno dijo nada.

Quirke narró la visita de Sarah Maguire.

—Revisé el expediente de su hombre, el marido. Usted testificó en el juicio —dijo Hackett.

—Sí, lo había olvidado.

—Fue benévolo con él.

—Y el juez también. Fue un asunto desgraciado; nadie salió indemne.

El detective rió brevemente.

—En especial el pobre imbécil que murió —ofreció un cigarrillo a Quirke, éste sacó el encendedor y prendieron sus pitillos—. ¿Qué deseaba la parienta?

—No lo sé. Me pidió que hablara con usted, que le dijera que su Billy no había tenido nada que ver con lo de Diamante Dick.

Hackett no dijo nada, tan sólo miró de soslayo a Quirke con una sonrisa torcida.

La finca de los Sumner tenía el aspecto de un rancho: edificios de una sola planta y con azotea formaban un gran y feo rectángulo en torno a un patio central cubierto por hierba reseca y achaparrada. Atravesaron una verja de hierro forjado que bien podría haber estado decorada con unos cuernos de vaca y un par de revólveres cruzados. Al final de un camino de acceso corto y polvoriento, entraron por una arcada baja al patio, donde los esperaba una mujer vestida con unos pantalones holgados y una blusa azul celeste. Quirke la reconoció. Gloria Sumner apenas había cambiado desde que la viera por última vez, hacía ya un cuarto de siglo. Era alta y rubia y de hombros estrechos, con un rostro cuadrado y de rasgos fuertes que había sido hermoso y que ahora resultaba atractivo. Se aproximó con la mano extendida:

—¿El inspector Hackett?

Hackett presentó a Quirke. La educada sonrisa de bienvenida de la mujer no varió un ápice; ¿le recordaba, pero había decidido ocultarlo? Probablemente no le gustaba rememorar la época en que se conocieron —las chicas de su clase y posición no se quedaban embarazadas antes del matrimonio— y, en cualquier caso, su relación había sido mínima.

—Doctor Quirke —dijo—, bienvenido.

Condujo a los dos hombres al interior de la casa a través de un porche acristalado; Jenkins había recibido órdenes de esperar en el coche. Por un pasillo ancho y de techo bajo, descendieron hasta una estancia que bien podría ser el salón, amueblado con sillones bajos y un gran sofá tapizado en cuero. Una de sus paredes era de cristal y había macetas con cactus y una piel de lobo tendida sobre el suelo, con su cabeza y sus brillantes y fieros ojos de cristal. Gloria Sumner sorprendió la mirada de Quirke y le dedicó una sonrisa jocosa.

—A mi marido le gusta recordar el salvaje espíritu canadiense de su juventud —se giró hacia Hackett—. ¿Té, inspector? —una luz juguetona brilló en su mirada—. Tiene aspecto de necesitar una taza de té bien cargado.

Debió de presionar un timbre oculto, pues casi al instante apareció una niña o una joven —era difícil adivinar su edad— con unos bastos pantalones de pana y una camisa de cuadros. Era baja y fornida, con un rostro huesudo quemado por el sol y un cabello fino tan rubio que parecía blanco. No era un fantasma, pero se desplazaba tan sigilosamente, intentando resultar invisible y sin mirar a nadie, que resultaba inquietante.

—Ah, Marie —dijo Gloria Sumner—. Té, por favor —se volvió hacia Quirke—. Y a usted, doctor Quirke, ¿le apetece té u otra cosa?

—Nada, gracias —dijo Quirke—. Bueno, un vaso de agua.

La niña Marie asintió, sin decir una palabra, y se marchó tan silenciosamente como había aparecido.

—Siéntense, caballeros —dijo Gloria Sumner. Los hombres se dirigieron a los sillones, mientras la mujer se acomodaba en el sofá y medio reclinada los observó con un interés tranquilo. Llevaba unas sandalias griegas con tiras cruzadas en los tobillos—. Mi marido está montando a caballo. Debería haber vuelto ya, espero que no se haya caído —esbozó de nuevo una sonrisa jocosa en la dirección de Quirke—. Me temo que le sucede a menudo, aunque a él no le gustaría que se supiese.

Hablaron del tiempo, del intenso calor, de la falta de lluvia.

—Los caballos odian este tiempo —dijo Gloria Sumner—. El polvo es terrible para ellos… Oigo cómo se pasan la mitad de la noche tosiendo en las cuadras. ¿Sabe de caballos, doctor Quirke?

Para entonces, Quirke estaba convencido de que ella le recordaba y de que por alguna razón le divertía no manifestarlo.

—No —dijo—, no sé nada. Lo siento.

—Oh, no se disculpe. Yo odio los animales —se giró hacia Hackett—. Y usted, inspector, ¿es aficionado a los caballos?

—La verdad es que no, señora —dijo Hackett. Se había quitado el sombrero y jugaba a mantenerlo en equilibrio sobre una rodilla; la banda interior le había dejado una muesca roja en la frente, bajo la línea del pelo. Su traje tenía un tono azul eléctrico en la dura luz de la habitación—. Mi tío disponía de un par de caballos de tiro cuando yo era joven. Y también de un viejo burdégano que solíamos montar.

La mujer le miró sin comprender.

—¿Un burdégano?

Hackett sonrió con benevolencia ante su ignorancia.

—Señora, es un híbrido entre un caballo y una asna, creo.

—Ah.

Marie apareció sigilosamente con el té y con el vaso de agua para Quirke. Tuvo cuidado en no cruzar la mirada con nadie. Tendió el vaso a Quirke y cuando él se lo agradeció, se ruborizó. Se fue rápidamente, y pareció que se esforzaba en no echar a correr.

—Imagino que han venido a hablar de Dick Jewell —dijo Gloria Sumner. Sus ojos iban de un hombre al otro—. ¡Qué historia! Cuando me enteré, no me lo creía. Aún me resulta difícil creérmelo.

—¿Lo conocía? —preguntó Hackett. Había colocado el sombrero en el suelo, entre sus pies, y sostenía la taza y el platillo en equilibrio sobre la rodilla.

—Sí, claro. Lo crea o no, hubo una época en que Carl y yo éramos bastante amigos de los Jewell.

—¿Y puedo preguntarle qué sucedió para que se rompiera esa excelente relación?

Ella sonrió.

—Tendrá que preguntárselo a mi marido, inspector.

Quirke había escuchado, o más bien sentido, el sonido de unos golpes lentos y pesados que se aproximaban y de repente, en la luz deslumbradora, tras la pared de cristal, surgió un hombre dorado en un brillante y gigantesco caballo negro. Gloria Sumner giró la cintura y se colocó la mano sobre los ojos a modo de visera.

—Aquí tienen al mismísimo chevalier —dijo—. ¿Le apetece un poco más de té, inspector?

Carlton Sumner era un hombre grande, con una cabeza que parecía una caja de zapatos y que tenía casi el mismo tamaño. Su cabello era rizado y castaño, lucía un bigote negro y cuadrado y sus ojos, redondos y algo caídos, eran de un sorprendente y dulce color avellana. Vestía una camisa de lana dorada de manga corta, unos pantalones de montar beis y unas botas muy ajustadas y lustrosas, ahora cubiertas de polvo, y espuelas, auténticas espuelas de vaquero, que tintineaban y resonaban cuando caminaba. Sus antebrazos eran increíblemente velludos.

—¡Cristo! —dijo al entrar—. ¡Qué calor!

Su esposa hizo las presentaciones, pero aún no había terminado cuando Sumner se volvió hacia Hackett y le dijo:

—Está aquí por Dick Jewell… Lo asesinaron, ¿no es cierto?

—Sí, eso parece —contestó el detective. Se había levantado y sujetaba la taza y el platillo con la mano izquierda. Tenía esa sonrisa de labios finos que recordaba a una rana—. No parece muy sorprendido, señor Sumner.

Sumner se rió con una risa lenta y generosa.

—¿Sorprendido? Sí, estoy sorprendido… Sorprendido de que alguien no lo hiciera hace años —su acento canadiense daba a sus palabras un tono áspero que parecía intencionado. Se giró hacia su mujer—. ¿Dónde está Marie? Necesito beber algo, una bebida larga y refrescante, lo contrario de Marie.

Gloria Sumner esbozó una pequeña reverencia sardónica.

—Iré yo a prepararla, si su señoría puede esperar un momento.

Sumner ignoró la ironía y se volvió hacia Quirke.

—¿Usted es…?

—Quirke. Soy forense.

—¿Es qué? —miró a Hackett—. ¿Trabajan juntos? ¿Forman alguna especie de equipo? —dijo, mientras dirigía un dedo acusador de uno a otro. Luego se giró de nuevo hacia Quirke—. ¿Cómo dice que se llama?… ¿Quirke? Usted debe de ser el doctor Watson, ¿no? El refuerzo del detective aquí presente —no hubo ninguna respuesta. Sumner negó con la cabeza mientras se reía—. ¡Qué país!

Su mujer regresó con una bebida rosa pálido en un vaso de tubo con cubitos de hielo y una ramita verde que sobresalía.

—¿Qué diablos es eso? —Sumner cogió el vaso, lo alzó a contraluz y lo miró fijamente.

—Pimm’s —dijo la mujer—. Alto y refrescante, como querías.

Sumner dio un sorbo, tragó, hizo una mueca.

—Bebida de mariquitas —dijo—. Oigan, ¿podemos sentarnos? Estoy molido.

Quirke no pudo evitar admirar la actuación: la arrogante indiferencia, la despreocupada agresividad.

Todos se sentaron, menos Gloria Sumner.

—Les dejo para que hablen.

Miró de reojo a Quirke mientras daba la vuelta y él percibió en su actitud algo levemente perturbador. ¿La había besado en el pasado, cuando eran jóvenes? ¿La había besado en la lluvia, bajo los árboles, cuando amanecía, al final de alguna fiesta? ¿Era ella en quien estaba pensando o era otra? Había besado a muchas chicas, en muchos amaneceres, en el pasado.

—Bueno, caballeros —dijo Sumner cuando ella se marchó. Soltó las hebillas de sus espuelas y las lanzó, tintineantes y estruendosas, sobre la mesa baja que había frente a él—. ¿En qué puedo ayudarles?

Se despatarró en el sofá con un tobillo cruzado sobre la rodilla y la bebida en alto. Gotas de humedad se deslizaban por el cristal del vaso. Su cabello y el bigote relucían como si cada pelo hubiese sido encerado y lustrado con betún castaño oscuro.

—Usted se reunió aquí con Richard Jewell aproximadamente una semana antes de que él…, antes de que él muriera —dijo Hackett—. ¿Es así?

Sumner cerró un ojo y dirigió el otro a Hackett como si estuviera apuntando el cañón de una pistola.

—Imagino que han escuchado que él cogió una rabieta y se marchó.

—Sí —dijo Hackett—, eso hemos escuchado. ¿Qué sucedió?

Sumner levantó una mano y la dejó caer de nuevo.

—Negocios. Sólo negocios.

—Usted le hizo una oferta para hacerse con el control de la compañía —dijo Quirke.

—Ah, ¿sí? —dijo Sumner, arrastrando las palabras y sin molestarse en mirarle—. Estaba negociando una fusión. Dick era reacio. Tuvimos unas palabras. Se marchó furioso. Eso fue todo.

—¿No le volvió a ver después de aquello? —preguntó Hackett.

—No. O sí, espere, claro, lo olvidaba: lo volví a ver el día que fui a su casa y le volé la cabeza con su propia escopeta.

—¿Cómo sabe que fue con su escopeta? —preguntó Hackett con tono distendido.

Sumner se llevó la mano a la boca y miró al policía con los ojos muy abiertos.

—¡Dios! —exclamó—. Ya lo he hecho… Se me ha escapado una pista clave —se retrepó en el sofá de nuevo, tomó un trago de su bebida rosa y chasqueó los labios—. En este país todos saben todo… ¿No se había dado cuenta todavía, señor Holmes?

En el vaso de Quirke, el agua estaba ahora tibia y algo turbia. Recordó a Sumner cuando era joven, el aspecto que tenía, las cosas que decía. Entonces ya era un bravucón, un hijo de rico, arrogante y despectivo. Tenía dinero cuando todos los demás estaban sin blanca y le gustaba alardear de ello, rondas gratis, ropa llamativa, comidas con largas sobremesas, coches rápidos y chicas fáciles; y entonces sucedió lo de Gloria y el bebé. Era sorprendente que siguieran juntos, en caso de que así fuera más allá de la mera apariencia.

—Mire —le dijo Sumner a Hackett—, no puedo ayudarle en este asunto. No tengo ni idea de qué demonios le pasó a Dick. Primero dijeron que se había disparado, luego la fábrica de rumores empezó a trabajar y ahora, según parece, fue asesinado. ¿Fue un asesinato? —Hackett no respondió y Sumner se dirigió a Quirke—. Aun en el caso de que él no lo supiera, usted sí lo sabría, ¿no? Teniendo en cuenta que usted es forense —aguardó una respuesta—. ¿No? ¿Nada que contar? No me lo diga… Usted se debe a un juramento sagrado.

Se rió entre dientes y dio otro sorbo a su vaso; sacó la ramita y se la comió con hojas y todo, mientras le oían masticar.

—De todos modos, ¿qué más da? —dijo—. Dick está muerto, el resto son tonterías —se levantó, caminó hacia la pared de cristal y se detuvo a la luz del sol, mientras se rascaba enérgicamente la entrepierna—. Françoise venderá —dijo, mirando hacia el patio y la hierba quemada—. El hermano, ¿cómo se llama?, Ronnie Rodesia, ése es otro cantar, él no negociará. Pero encontraré la forma de persuadirlo —se giró hacia ellos y los miró—. Quiero esos periódicos. Necesito una voz. Los conseguiré.

Un reloj dio la hora en alguna habitación lejana. Entre los cactus y la piel de lobo y la violenta luz bien podían encontrarse en algún lugar del desierto, muy lejos, en el otro extremo del mundo.

—La señora Sumner me ha contado —dijo Hackett— que usted y ella fueron buenos amigos de los Jewell en otra época. ¿Es cierto?

Sumner se alejó del cristal, golpeado por el sol, y se sentó de nuevo en el sofá.

—¡Dios! —murmuró, llevando la nariz a una axila y luego a la otra—. Apesto —alzó la vista—. Compañeros, ¿vais a necesitarme mucho más tiempo? Tengo que ir a ducharme —Hackett le miró impasible y Sumner exhaló un suspiro y se retrepó de nuevo contra los cojines de cuero—. Sí, teníamos amistad —dijo con voz fatigada—. Tuve un par de caballos en Brooklands durante un tiempo y Gloria y yo íbamos a cenar o a lo que fuera. Las dos mujeres empezaron a trabajar juntas en obras de caridad… Dick financiaba ese lugar con críos, Saint-como-se-llame. Incluso pasamos unas vacaciones juntos en la casa que tienen en el sur de Francia —soltó una risilla burlona—. No fue ningún éxito. A Dickie y a mí nos costaba congeniar en un espacio reducido.

—¿Se pelearon? —preguntó Quirke.

—¿Qué quiere decir? ¿Con los puños, a la vieja usanza, un izquierdazo seguido de un derechazo? No, por supuesto que no. Riñas. Discusiones. Françoise es muy francesa, especialmente cuando está en Francia. Hubo… —se rió con incredulidad al recordar—, hubo un problema con las toallas. Imagínese… ¡Toallas! Nos fuimos antes de lo previsto, regresamos a Irlanda, a nuestra casa, y juramos no volver a ir jamás de invitados a ninguna parte. Nos dimos cuenta de que donde nos gustaba estar de verdad era en casa… —se detuvo. Había estado escrutando a Quirke y ahora, frunciendo la frente, dijo—: Espere… Yo le conozco. Quirke. ¿Usted estaba en la universidad cuando yo estudiaba? —Quirke asintió—. ¿Por qué no lo dijo? Supe que le conocía en cuanto entré, pero no podía situarle. Quirke. Dios. Han debido de pasar… ¿Cuánto? ¿Veinticinco años? ¿Más? Así que terminó, se licenció. Ninguno de nosotros creía que lo conseguiría, ¿sabe?

Rió, pero Quirke siguió callado.

—Bueno —dijo Sumner, alzando su vaso—, por los viejos tiempos, doctor Quirke —se giró hacia Hackett—. Oiga, ¿por qué no se quedan a comer? Podrían agasajarnos con historias de detectives, y hablarnos de los grandes delincuentes que han cazado, ese tipo de cosas. ¿Qué me dicen?

Marie, la criada, apareció para recoger el té.

—Aquí donde la ven, Marie conoció a Diamante Dick, ¿verdad, Marie? —ella le miró temerosa—. El señor Jewell. Tu benefactor —pareció gustarle aquella palabra y, riendo, la repitió—. Tu amado benefactor. ¡Ja!

La joven levantó la bandeja con la tetera y la taza vacía de Hackett.

—¿Desea algo más? —le preguntó a Sumner, y cuando él negó con la cabeza se escabulló a toda prisa.

—¿Qué hizo exactamente Jewell por ella? —preguntó Quirke.

—¿Por Marie, el ratoncito? La sacó de aquel orfanato que fundó… ¿Cómo se llama?… St. Christopher. Ella era una especie de fregona allí.

—¿Trabajó para él?… ¿Para él y su esposa?

—Durante algún tiempo, pero algo ocurrió y Françoise nos la encasquetó. Es buena chica… No demasiado lista, pero buena.

—¿Qué sucedió, señor Sumner? —preguntó Hackett—. ¿Lo sabe?

—Bah, algún lío. Nadie dura mucho tiempo con Françoise. Hablando de personas sufridas, ¿conoce al tipo que lleva la finca? ¿A él y a su mujer, la otra ratoncita? ¿Cómo se llamaba?

—Maguire —dijo Quirke.

—Eso es. Eh —alzó un dedo—, acabo de recordar algo. Maguire mató a un tipo hace años, le rompió el cuello o algo así en una pelea de bar. ¿Sabía eso, doctor?

Quirke asintió.

—Estuve metido en ese caso.

—No me diga —apuró la última gota de su bebida—. ¿Qué le parece?… Tal vez fue él quien empuñó el arma contra el viejo Dickie —paseó su mirada de un hombre al otro—. ¿Han pensado en eso? No aguantaba más el calor y subió y mató al jefe. Aunque creo que primero hubiera ido a por Françoise.

—Señor Sumner, apreciaría sinceramente que nos contara cuál fue la causa de la pelea que tuvieron usted y Richard Jewell aquí aquel día —dijo Hackett.

—Ya se lo he dicho… Negocios. Siempre hay peleas cuando se hacen negocios, es la naturaleza del juego —se rascó el bigote con el índice haciendo un sonido áspero. Suspiró—. De acuerdo, soy el propietario de una parte de su compañía. Le ofrecí asociarnos, me mandó al infierno, las cosas se calentaron, se marchó. Eso fue todo. Si creen que me quedé aquí sentado durante una semana cavilando hasta que una mañana fui a su finca y le volé los sesos… Vamos, por favor.

—¿No le volvió a ver después de aquel día? —preguntó Hackett.

—No —se levantó del sofá—. No, no volví a verle, ni a hablar con él, ni a saber nada de él… Nada. Ahora, si no les importa, tengo que ir a ducharme… Me estoy empezando a cocer.

Hackett seguía sentado, con el sombrero en el suelo, entre sus pies. Lo cogió y miró el ala con detenimiento.

—Y supongo que no tiene ni idea de quién podría desear su muerte.

—¿Me está tomando el pelo? Podría darle una lista de nombres tan larga como su brazo. Pero escuche —levantó una mano y se rió—, tal vez lo hizo Françoise. Dios sabe cuánto lo odiaba.

Quirke ya estaba de pie y Hackett finalmente se levantó, dando vueltas al sombrero entre las manos.

—¿Cómo está su hijo, señor Sumner? —preguntó.

Sumner se quedó repentinamente paralizado, bajó su gran cabeza y le lanzó una mirada furibunda entre sus hirsutas cejas castañas.

—Está bien… ¿Por qué?

El aire entre ambos parecía restallar, como si lo hubiera atravesado una fuerte descarga eléctrica. Quirke los observaba, a uno y a otro.

—Curiosidad —dijo Hackett—. ¿Está en Canadá?

—No, ha vuelto.

—¿Qué hace?

—Trabaja para mí.

—Eso está bien. Está muy bien —el detective sonrió—. Bueno, le dejamos tranquilo para que vaya a ducharse. Por favor, despídanos de la señora Sumner.

Gloria Sumner apareció en el umbral de la puerta.

—Estos caballeros se van —le dijo Sumner. Su humor había cambiado, su brillante arrogancia había desaparecido y su voz estaba cargada de rencor.

—Los acompañaré a la puerta —dijo Gloria Sumner y condujo a ambos hombres por el pasillo de techos bajos hasta el porche acristalado, donde hacía un calor de justicia—. Dios mío, su chófer se ha debido de cocer, pobre hombre. Podría haber pedido a Marie que le llevara un refresco.

—¿Cuánto tiempo lleva la criada con usted? —preguntó Quirke.

—¿Marie? Es gracioso, nunca pienso en ella como «la criada». Tres o cuatro años, supongo. ¿Por qué me lo pregunta?

Quirke no contestó, se limitó a encogerse de hombros.

—Que tenga un buen día, señora —dijo Hackett y se puso el sombrero.

—Adiós. Y adiós, doctor Quirke. Es agradable verle de nuevo después de tantos años —le sonrió abiertamente—. Creyó que yo no le recordaría, pero se equivocó.

Jenkins había movido el coche hasta la sombra escasa de un abedul y tenía todas las ventanillas abiertas de par en par, pero aun así, y a pesar de haberse quitado la chaqueta y la corbata, estaba sudando. Saludó a Hackett con una mirada dolida y arrancó el motor. Gloria Sumner permanecía en el porche y los despidió moviendo lentamente la mano mientras se alejaban.

—¿Qué era esa historia del hijo? —preguntó Quirke.

—Teddy Sumner —contestó Hackett—. Menuda pieza. Tiene antecedentes. Le dio una paliza a una chica una noche, después de una fiesta en Powerscourt. Habría pasado una temporada a la sombra si su padre no fuera quien es. Le enviaron con la familia a Canadá. Según parece, ya ha vuelto.

Atravesaron el pueblo de Roundwood. El embalse centelleaba como peltre entre los árboles que se alzaban a la derecha. Desde el asiento de atrás, Quirke observaba las grandes orejas rosadas de Jenkins.

—A Sumner no le gustó que le preguntara por él —dijo.

—Por supuesto que no, ya me di cuenta.

Quirke aguardó, pero Hackett no dijo más.

—¿Cree que puede tener alguna relación con lo sucedido a Dick Jewell?

—Parece difícil —dijo Hackett. Tenía la mirada afable y vacía de cuando pensaba profundamente—. Pero me pregunto si Teddy estaba aquí el día que Jewell y Sumner se pelearon. Debería habérselo preguntado.

—Sí —dijo Quirke—. Debería haberlo hecho.