Lo que el destino dispuso, o lo que el destino en forma de la propia Françoise d’Aubigny dispuso, entre todas las posibilidades existentes, fue una fiesta. No fue así como ella la denominó: en la pequeña tarjeta con filo dorado decía «Copa Conmemorativa», un nombre que Quirke encontró ligeramente cómico. La invitación era a las cinco de la tarde en la mansión que poseían los Jewell —ahora Françoise d’Aubigny— al final de St. Stephen’s Green. Era una casa imponente con un gran jardín japonés de grava en la parte posterior, y allí se encontraban los invitados. Nadie sabía cuál era la indumentaria adecuada para una ocasión tan extraña. Los hombres iban trajeados de forma sobria y apropiada, pero las mujeres se habían visto obligadas a improvisar y abundaban la seda negra y los tocados de un oscuro azul cobalto adornados con plumas negras, y una o dos señoras, entre las más maduras, lucían guantes largos de algodón negro. Camareros vestidos de esmoquin y con corbata blanca se movían entre la multitud manteniendo en equilibrio en el aire bandejas de plata con flautas de champán. Sobre una mesa de caballetes, cubierta por un mantel de blancura deslumbrante, había canapés y cuencos con aceitunas y cebolletas en vinagre y, en el centro, un imponente salmón de un suculento e indecente color rosado, dispuesto sobre una fuente metálica y punteado con pizcas de mayonesa y unas relucientes bolitas similares a cuentas que sólo unos cuantos identificaron como exquisito caviar de beluga.
—C’est très joli, n’est-ce-pas? —dijo Françoise d’Aubigny a su espalda. Quirke se volvió con tanta rapidez que casi derramó el champán.
—Sí —contestó—, muy apetitoso… Quiero decir, muy elegante.
Ella llevaba un vestido de cóctel de raso azul metálico y no lucía más adorno que un diminuto reloj de diamantes en la muñeca izquierda. Rozó el borde de la copa de Quirke con la suya, produciendo un leve tañido.
—Gracias por venir —susurró.
Quirke dio una respuesta cortés, que sonó como un balbuceo. Había pasado días y días pensando en ella, recordándola, y ahora la súbita realidad de su presencia le resultaba abrumadora.
Ella giró la cabeza para escudriñar a la multitud murmuradora.
—¿Cree que los he escandalizado de nuevo? —preguntó.
—Bueno, no han declinado su invitación —dijo Quirke—. Ya sabe que los irlandeses adoran los velatorios.
—¿Velatorios? Claro, tiene razón, imagino que eso piensan que es esto.
—¿Y no lo es?
Ella no apartó la vista de los invitados.
—Tal vez debería haber ofrecido whisky en lugar de champán —dijo con una leve sonrisa juiciosa—. Es lo que se bebe en un velatorio irlandés, ¿no?
—Y cerveza negra, no olvide la cerveza negra y botellas de cerveza bien tostada y manitas de cerdo en un cubo.
—¿Manitas de cerdo?
—Pezuñas de cerdo… Pieds de porc.
Ella se rió sin hacer ruido, bajando la cabeza.
—Me temo que soy una anfitriona terrible. Me despellejarán cuando se marchen.
—Ni siquiera las manitas de cerdo podrían evitar que la despellejaran. Esto es Dublín.
—Es usted muy… —buscó la palabra adecuada—, cynique, doctor Quirke —y sonrió.
—¿Cínico? Espero que no. Realista diría más bien.
—No, ya sé la palabra perfecta para usted… Desencantado. Una palabra hermosa, pero triste.
Con gesto de reconocimiento, él inclinó la cabeza en una pequeña reverencia —estaba pillándole el truco a la reverencia gala—, detuvo a un camarero que pasaba y cambió su copa vacía por una llena. Dos eran el límite, se dijo, ya se sentía suficientemente trastornado en presencia de aquella mujer embriagadora.
—Coma algo, doctor Quirke —le dijo ella—. Estoy segura de que no echará de menos las manitas de cerdo. Ahora debo…, ¿cómo se dice?…, saludar.
Empezaba a alejarse cuando se detuvo y posó dos dedos en la muñeca de él.
—No se marche sin despedirse, por favor.
Contempló cómo se alejaba con sus largos y ágiles pasos, la cabeza inclinada hacia delante y la copa de champán entre las dos manos y contra su pecho. Junto a él se alzaba un ginkgo; el árbol, apenas un esbelto retoño que no le sobrepasaba la cabeza, temblaba y su temblor agitaba cada una de sus hojas.
Durante la media hora que siguió, Quirke conversó con varias personas; una cierta dosis de vida mundana era inevitable, aunque si hubiera podido la habría evitado. Deseaba estar solo para rememorar sin distracciones los momentos que Françoise d’Aubigny y él habían compartido junto a la mesa de caballetes con sus coquetos cuencos de brillantes aperitivos y su espléndido salmón. Se encontró con un antiguo juez que había conocido a su padre adoptivo y tuvo que detenerse para escucharle durante cinco insufribles minutos —el viejo estaba sordo y hablaba a gritos, como si los demás padecieran también del oído—, y tuvo que detenerse asimismo con una actriz del Abbey Theatre, que le lanzó una juguetona mirada reprobadora mientras le preguntaba con dulzura venenosa por qué no le había acompañado Isabel Galloway. De vez en cuando se abría un hueco entre las cabezas parlanchinas y Quirke sorprendía un tentador atisbo de Françoise —en su imaginación, al menos, se permitía prescindir de la formalidad del apellido—, pero por más que se las ingeniara para abrirse paso entre la multitud no conseguía aproximarse a ella. Bebió una tercera copa de champán, y luego cogió una cuarta y con ella en la mano atravesó las puertas cristaleras para deambular por la casa.
La primera estancia que pisó fue una cocina espaciosa y moderna, donde el atareado personal contratado para el catering le ignoró. Continuó por un largo pasillo que fue ensanchándose a medida que atravesaba una puerta entelada de verde y a continuación otra, hasta convertirse en el vestíbulo de entrada. Aquella parte de la casa parecía vacía. Contempló las pinturas —un par de insípidos cuadros de Paul Henry y un cuestionable retrato al óleo de un tipo remilgado con peluca— y una mesita antigua de roble y sobre ella un gran espejo enmarcado en dorado. El espejo estaba colgado creando un ángulo con la pared y transmitía una sensación de vigilancia y de leve amenaza. A derecha e izquierda había dos grandes puertas blancas, una frente a otra. La de la derecha estaba cerrada, hecho que le sorprendió un poco. La otra se abría a una sala de estar cuadrada y de altos techos, incendiada por la luz dorada de la tarde. Quirke entró.
Dos inmensas ventanas miraban a St. Stephen’s Green y sus árboles, al otro lado de la calle, y la luz, que entraba a raudales, tenía el verde matiz fresco de las hojas. En una de las paredes había un anticuado reloj de pie con su pesado y vacilante tictac. Un jarrón de rosas de un encendido amarillo descansaba en un aparador. Quirke se aproximó a una de las ventanas y dejó que el suave y tranquilo resplandor del cielo bañara su rostro alzado. El champán había despertado en su cabeza un ligero zumbido que no le resultaba molesto. «Desencantado», le había dicho ella. Sí, era una hermosa palabra y sí, era cierto que estaba cargada de tristeza, pero poseía también un matiz duro, duro e inflexible. Recordó que una muerte violenta era la sombría causa de que estuviese allí, achispado por el champán del muerto y encaprichado más allá de todo límite con la encantadora y peligrosa viuda. Conocía los riesgos de la situación en la que torpemente se había metido y los aceptaba. Los aceptaba sin cuestionarlos, pues ¿qué era la pasión sin aventura, sin transgresión? Se reconocía culpable de muchas mentiras y escapatorias imperdonables, pero nunca se había ocultado a sí mismo la atracción por los peligros del pecado. Y eso exactamente era lo que Françoise d’Aubigny representaba para él.
Sintió de repente una ligera e incómoda sensación en el cogote. Se volvió: una niña menuda, pálida y no muy guapa, de rostro alargado y estrecho y con gafas redondas de montura metálica, le observaba desde un sillón junto a la chimenea. El sillón estaba tapizado con una lujosa seda amarilla estampada sutilmente con flores de lis, y también era amarillo, o para ser más precisos dorado, el vestido de la niña, un atuendo nada adecuado para la ocasión con lazos y volantes, más propio del siglo XVIII y que la hacía parecer una mujer mayor vista desde una perspectiva equivocada y muy lejana. Llevaba el cabello recogido en dos gruesas trenzas negras, adornadas al final con un lazo dorado a juego con el vestido. Parecía tranquila y su mirada directa y atrevida hizo que Quirke, inmerso en aquella luz verdosa repentinamente dura, se sintiera como un espécimen seleccionado y situado allí para que ella lo examinase.
—Hola —su voz resonó bajo el alto techo.
La niña no respondió y continuó examinándole; los cristales de sus gafas eran dos redondeles de luz opaca.
—¿Eres amigo de papá? ¿O eres amigo de Maman? —preguntó finalmente.
Le resultó difícil encontrar una respuesta satisfactoria, o al menos plausible, a aquella pregunta perfectamente razonable.
—Bueno, creo que no soy amigo de ninguno —dijo—. Con tu padre sólo hablé en una ocasión, hace ya tiempo, aunque he coincidido con tu madre varias veces.
Arrugó la frente mientras observaba cómo ella asimilaba la información. Era obvio que su respuesta la había satisfecho tan poco como a él.
—¿Eres detective? —preguntó con el leve eco de un acento.
—No —contestó él riendo—, no, soy… Soy una especie de médico. Y tú debes de ser Giselle, ¿verdad?
—Claro —dijo ella con tono desdeñoso.
En su regazo había un libro abierto, un grueso volumen con ilustraciones de colores apagados.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó.
—La Belle et la bête. Maman me lo compró en París.
—¿Y lees en francés?
A ella no le pareció una pregunta digna de respuesta y se limitó a encogerse de hombros, como si dijera de nuevo: claro.
En momentos socialmente incómodos, Quirke era consciente con especial intensidad de su gran envergadura; bajo la mirada descarada de aquella personita desconcertante se sentía como el desmañado gigante de un cuento de hadas. La niña cerró su libro, lo encajó entre el cojín y el brazo del sillón y se levantó, alisando la parte delantera de su vestido dorado.
—¿Por qué no estás en la fiesta?
—Estaba, pero entré a…, a ver la casa. Nunca había estado aquí. Es una casa muy bonita.
—Sí, es verdad. Tenemos otra en el campo, Brooklands… Pero seguro que ya lo sabes. Y tenemos otra en Francia. ¿Conoces la Côte d’Azur?
—Me temo que no muy bien.
—Nuestra casa está en Cap Ferrat, justo a las afuera de Niza, sobre una colina que da a la bahía de Villefranche —arrugó la frente pensativamente—. Me gusta mucho.
Se aproximó a él. Era alta para su edad, pero aun así su cabeza apenas le llegaba al diafragma. Aspiró su aroma infantil; olía a pan del día anterior. Tenía el cabello de su madre, de un negro intenso y brillante.
—¿Te gustaría ver mi habitación? —le preguntó.
—¿Tu habitación?
—Sí, me has dicho que habías entrado para ver la casa, así que tienes que ver también el piso de arriba —él trató de encontrar alguna forma de declinar la invitación, pero no se le ocurrió. Era una personita con un extraño poder de convicción. Le cogió la mano izquierda con su mano derecha y dijo enérgica—: Ven, por aquí.
Le condujo a través de la habitación y abrió la puerta. Tuvo que utilizar ambas manos para girar el enorme pomo de latón. En el vestíbulo le dio de nuevo la mano y juntos subieron la escalera. Sí, era así como se sentía: un ogro incomprendido, monstruoso y desmañado, pero inofensivo.
—¿Cómo supiste quién era yo? —preguntó la niña—. ¿Me habías visto antes?
—No, qué va, pero tu madre me dijo cómo te llamabas y pensé que tenías que ser tú.
—Así que conoces bastante bien a Maman, ¿no?
Él se tomó su tiempo antes de contestar; ella parecía exigir respuestas serias.
—No, no muy bien —contestó—. Quedamos a comer en una ocasión.
—Ah, ¿sí? —dijo ella sin hace hincapié—. Como eres médico, me imagino que la conociste cuando papá murió. ¿Intentaste salvar su vida?
Su mano era huesuda, fría y seca, como un polluelo que hubiera caído del nido, pensó él, pero éste era un polluelo caído que sin duda sobreviviría.
—No, no soy ese tipo de doctor.
—¿Qué otros tipos de doctor hay?
Le llevaba ahora por un ancho rellano cubierto por una alfombra en varios tonos de rojo, desde el óxido hasta un brillante color sangre.
—De todas clases —dijo.
Esta respuesta pareció bastarle a la niña.
Su habitación era desmesuradamente grande, un inmenso espacio cuadrado pintado todo de blanco, con el techo blanco y una inmaculada alfombra blanca y hasta un edredón blanco sobre la estrecha camita. Estaba alarmantemente ordenada, no se veía un solo juguete ni una prenda de vestir, y ningún cuadro colgaba de las paredes. Podría haber sido la celda de un anacoreta profundamente religioso, pero incongruentemente acomodado. A Quirke le dio escalofríos. La única nota de color venía de la alta ventana de guillotina que había frente a la puerta y que daba a Iveagh Gardens: un rectángulo azul y dorado y de espléndidos verdes suspendido en medio de toda aquella blancura inexpresiva, como un cuadro del Douanier Rousseau.
—Paso mucho tiempo aquí —dijo la niña—. ¿Te gusta?
—Sí —mintió Quirke—. Mucho.
—Invito a subir a muy poca gente, ¿sabes?
Quirke practicó su recién aprendida reverencia francesa.
—Es un honor.
Ella soltó un pequeño suspiro y dijo como si tal cosa:
—No lo dices en serio.
Él no intentó convencerla. Caminaron juntos hacia la ventana.
—Me gusta mirar a la gente en los jardines —dijo la niña—. Vienen toda clase de personas. Pasean. Algunas tienen perros y otras no. Algunas veces hacen picnics. Y hay un viejo. Yo creo que vive aquí…, le veo siempre, caminando por los senderos o sentado en la hierba. Lleva una botella dentro de una bolsa de papel marrón. Una vez le saludé con la mano, pero no me vio.
Se quedó callada. Quirke pensó en algo que decir, pero no se le ocurrió nada. Podía imaginarla asomada a la ventana, en silencio, mirando pasar la vida a través de sus grandes gafas.
—¿Te apetece jugar? —le preguntó la niña.
Estaba muy cerca de él y le miraba con seriedad, con aquellos brillantes cristales redondos y las gruesas trenzas colgando. Tenía una poderosa presencia física, o más bien hacía tangible con extraordinaria intensidad lo físico. De hecho, no era la proximidad de la niña lo que sentía Quirke, sino su propia carnalidad, su propia temperatura corporal.
—¿A qué tipo de juego? —preguntó precavido.
—Cualquiera. ¿A qué jugabas tú cuando eras pequeño?
Él se rió, aunque su risa le sonó más bien como un nervioso grito ahogado.
—No me acuerdo —contestó—. Ha pasado mucho tiempo. ¿A qué juegas tú con tus amigos?
Algo sucedió tras los brillantes cristales de las gafas, un breve destello de ironía y diversión que la hizo parecer mucho mayor de lo que era, y por primera vez Quirke percibió el parecido con su madre.
—A lo de siempre —dijo—, ya sabes.
Él notó que se burlaba. Seguía mirándole, tenía un pie apoyado en el empeine del otro y balanceaba ligeramente sus pequeñas caderas. A Quirke le resultaba imposible adivinar qué estaría pasando por su cabecita.
—El escondite —dijo a la desesperada—. Me acuerdo de ese juego.
—Ah, sí, papá y yo jugábamos a eso. Él jugaba muy bien y siempre me encontraba, me escondiera donde me escondiera.
Ella se quedó en silencio como si aguardara una respuesta concreta. Quirke sintió que estaba, no sobre una alfombra, sino sobre una lámina de hielo quebradizo. ¿Debía decirle algo acerca de su padre, unas palabras de consuelo? ¿O debía simplemente darle la oportunidad de que siguiera hablando de él? Era huérfano y no sabía qué podía significar perder a un padre de forma violenta y repentina, y aun así la calma y seguridad de aquella cría no le resultaban normales. Aunque era cierto que para él los niños eran una especie aparte, insondable como, digamos, los gatos o los cisnes.
—Podrías hacerme un favor —dijo la niña.
—¿Qué? —exclamó con vehemencia.
—Papá me regaló una cosa y no sé dónde está. Podrías mirar encima de ese armario —lo señaló— y comprobar si está ahí. Eres muy alto y seguro que llegas.
—¿Qué clase de cosa es?
—Un juguete. Una bola de cristal con líquido y nieve dentro.
Le observaba ahora con cierto entusiasmo, como si sintiera curiosidad por ver qué haría, cómo respondería a su petición. Se dirigió al armario que ella había señalado —estaba hecho de una madera casi blanca, abedul o fresno— y tanteó con la mano el borde superior. No había nada, ni siquiera polvo.
—Creo que no hay nada —comentó—. ¿Dices que es una bola de cristal con nieve en el interior? ¿Hay una pequeña ciudad dentro?
—Tal vez está más al fondo. No has buscado en el fondo.
—Está demasiado alto —dijo él—. No llego.
—Súbete a esta silla —se la acercó. Tenía las patas curvas y el asiento era de raso blanco. Él la miró indeciso—. Vamos —le animó ella—. Súbete; si la manchas, la criada la limpiará.
A él no se le ocurría cómo detener aquello… Detener ¿qué exactamente? ¿Estaba jugando con él o se estaba burlando de él? El rostro de la niña tenía una expresión casi ansiosa y él se sintió más ridículo que nunca. Levantó el pie derecho —ninguna parte de su cuerpo había resultado nunca tan enorme e inapropiada—, lo colocó sobre la silla y se preparó para alzarse en el aire. En ese mismo instante se abrió la puerta y Françoise d’Aubigny asomó la cabeza y llamó a su hija. Todo se detuvo, igual que la escena de un cuadro: la mujer en la puerta con la mano posada en el pomo, el hombre tambaleándose sobre una pierna y la niña de pie junto a él con las manos unidas con recato ante su pecho. Entonces Françoise d’Aubigny dijo algo en francés; el sonido de sus palabras era enojado, casi violento. Quirke quitó el pie de la silla y lo bajó a la alfombra como si no fuese suyo, sino un pesado objeto que le hubieran amarrado.
—Lo siento —dijo, sin saber por qué exactamente pedía disculpas, pero la mujer hizo caso omiso.
—¿Qué está haciendo? ¿Por qué está aquí? —sus ojos, fijos en Quirke, lanzaban destellos de ira. Él tuvo la impresión de que ella ni siquiera había echado un vistazo a la cría. No intentó responder… ¿Qué podía decir? Ella avanzó a grandes zancadas y aferró con una mano que parecía una garra el hombro de la niña, pero su atención seguía volcada en Quirke—. ¡Por Dios! —dijo entre dientes.
Él se dio cuenta de que aún llevaba la copa de champán en la mano, aunque ya estaba vacía. ¿Estaba un poco borracho? ¿Era eso lo que había provocado la ira de la mujer? En un instante se había transformado en una arpía, su delgado rostro estaba blanco como las paredes y su boca parecía una cuchillada sangrienta. ¿Qué había hecho él? ¿De qué ultraje le consideraba ella culpable? La escena que ella había sorprendido era como mucho absurda. Dio un paso, alzando una mano con gesto conciliador, pero Françoise d’Aubigny le dio la espalda y, sujetando a la niña, la hizo salir de la habitación. La cría se resistió durante un segundo en la puerta, giró la cabeza y lanzó a Quirke una mirada donde él sólo vio pura y jovial malicia. Y entonces desapareció, dejándole confuso y agitado y con la boca abierta.
Sin dilación, él se dirigió a la escalera y descendió, deteniéndose cada tres o cuatro escalones, atento a los sonidos de la casa, buscando no sabía qué: ¿recriminaciones, lágrimas, los gritos doloridos de un niño al ser golpeado? Pero lo único que escuchó fue el zumbido distante de las voces en el exterior, donde continuaba aquella grotesca fiesta conmemorativa. Al pasar por el cuarto de estar, la puerta se abrió y apareció Françoise d’Aubigny; su aspecto ya no era airado, sino ojeroso y consumido.
—Por favor, no se marche —le dijo mientras retrocedía y abría más la puerta, indicándole que entrara.
El enojo le hizo vacilar. ¿Iba a olvidar cómo no hacía ni siquiera tres minutos ella se había encolerizado con él como si fuese un intruso o, peor aún, una especie de pederasta? Pero no pudo pasar de largo: su belleza, su esplendor, sí, lo atraían con excesiva fuerza. Al cruzar la puerta le alivió comprobar que la cría no estaba allí, aunque vio que el libro seguía encajado junto al brazo del sillón donde lo había dejado. La luz que entraba por la ventana ya no era la misma, se había consumido hasta condensarse en una lámina de un intenso dorado.
Françoise d’Aubigny se aproximó a la chimenea, mientras estrujaba un pañuelo de encaje entre las manos.
—Discúlpeme. Debe de pensar que soy una persona horrible por haberle hablado de esa manera.
—No, soy yo quien debe disculparse. No era mi intención invadir la intimidad de su hogar. En ningún momento sentí que hacía tal cosa. Su hija es una niña encantadora.
Ella le miró de inmediato.
—¿De verdad? —parecía una pregunta sincera que requería una respuesta sincera.
—Sí, desde luego —dijo de forma poco convincente, mintiendo de nuevo—. Encantadora… e irresistible —esbozó una sonrisa triunfal, aunque no estaba seguro de si había algo que ganar—. Insistió en mostrarme su habitación.
Françoise ya no parecía escucharle. Estaba junto a la repisa de la chimenea con expresión atormentada y los ojos fijos en el hogar de mármol, vacío.
—Esta última semana ha sido tan dura —murmuró como si hablara consigo misma—, tan dura. ¿Cómo puedes explicarle a una niña que su padre ha…, ha desaparecido de repente y de una forma tan horrible?
—Los niños lo aguantan todo —dijo Quirke, consciente de lo torpes y banales que sonaban sus palabras—. Superan cosas que acabarían con nosotros.
Ella continuaba con la vista fija en la parrilla de la chimenea; volvió en sí con un pequeño estremecimiento y le miró.
—¿Es eso cierto?
Él titubeó:
—Eso dicen.
—¿No tiene hijos?
—No… Quiero decir, sí. Tuve… Tengo una hija. Ya es mayor. No tuve mucho trato con ella cuando era pequeña.
Ella empezó a llorar, sin preámbulo, sin alboroto, sin hacer ruido, con pequeñas sacudidas de los hombros. Él no dudó en cruzar la habitación y abrazarla. Era muy delgada y, de repente, también muy frágil, como un pájaro alto y desprotegido. A través del raso de su vestido, sintió el borde afilado de sus escápulas, que se contraían con los sollozos como alas tensamente plegadas. Al aproximarse él, ella había entrelazado las manos, con el pañuelo entre ellas, y las había llevado a su pecho y ahora estaban también junto al pecho de Quirke, que lejos de percibirlas como una barrera las sentía como una petición, un gesto de súplica. De alguna manera, encontró su boca y saboreó sus lágrimas, cálidas y ácidas. La besó, pero ella no le devolvió el beso, sólo toleró sus labios sobre los de ella, aparentemente reacia o tal vez sin ni siquiera darse cuenta. Podría haber sido una sonámbula que se hubiera tropezado con él en la oscuridad sin despertar. Ella se liberó de su abrazo y retrocedió.
—Lo siento —dijo él, aunque no lo sentía.
Ella parpadeó y él percibió cómo intentaba concentrarse.
—No, no, por favor, no siga disculpándose. Me alegro. Era —Françoise se esforzó en sonreír, con las mejillas aún brillantes por las lágrimas— inevitable.
Y sin que él lo comprendiera, todo —la incertidumbre y las dudas, el sentimiento de titubeo adolescente…—, todo desapareció. Se había librado de ello en un instante y en su lugar había surgido algo más profundo y oscuro, de mayor peso, como si aquel beso hubiera sido la culminación de una ceremonia de la que él no había sido consciente y que había finalizado allí, junto al hogar frío de la chimenea, al sellar ambos un solemne pacto de confianza y tensa colaboración, y él supo que no era la proximidad de la chimenea lo que daba a su boca aquel amargo sabor a cenizas.