4

Pero el vino nada tuvo que ver y, en los días que siguieron a aquella comida con Françoise d’Aubigny, el corazón de Quirke, más y más agitado, le llevó a excesos aún mayores de locura amorosa sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se sentía como un viejo libertino con el corazón de piedra vergonzosamente enfermo del mal de amores de la juventud. Era una locura sentir así a su edad. Igual que de adolescente miraba hacia otro lado cuando se topaba en la calle con una chica que le gustaba, ahora se entretenía con rasgos anecdóticos de Françoise d’Aubigny, como si pensar en ella misma fuese excesivo para él. Francia, no sólo el país, sino la idea de Francia, adquirió una repentina relevancia, como si al desplazar ociosamente una lupa sobre el mapa del mundo se hubiera detenido tembloroso sobre aquella masa grande con forma de fantasma en el extremo occidental de Europa. Le bastaba tomar un sorbo de clarete para encontrarse allí, en un Midi imaginario, bajo coloridas hojas de parra, respirando el aroma de polvo y ajo, o en algún caluroso impasse junto al Sena, entre palomas pavoneándose y con el agua corriendo limpiamente por los canalones adoquinados, la mitad de la calle sumergida en una sombra violácea y la otra mitad cegada por el sol.

Entró en Fox, frente al Trinity College, compró una cajetilla de Gauloise y regresó a casa para sentarse a fumar soñadoramente junto a la ventana, abierta de par en par sobre Mount Street, mientras el horizonte vespertino amarilleaba y las primeras prostitutas llegaban tambaleándose sobre las amplias aceras. Había localizado a un vendedor de periódicos que llevaba ejemplares de Le Monde del día anterior. Los compraba y con sus rudimentos de francés se adentraba mal que bien en los reportajes sobre la guerre d’Algérie y el Tour de France, que comenzaría en un mes. No se había sentido así desde los días lejanos en que cortejaba a Delia y estaba horrorizado consigo mismo. Abochornado, pero también y al mismo tiempo ridículamente feliz. Flotaba sobre los días en un estado de estupefacto éxtasis, y todos los obstáculos se alejaban de él por arte de magia como pompas de jabón.

Françoise y él no habían quedado en encontrarse de nuevo, pero no le importaba, persuadido de que volverían a verse, pues era su sino. El destino se encargaría de todo; él sólo tenía que esperar. Y mientras el joven Lotario caracoleaba en los prados de su fantasía, arrancando ramilletes de flores y declamando gozoso el nombre de su amada, en un rincón desencantado de su cabeza el perro viejo que en realidad era se estremecía consternado al pensar en las violentas y sangrientas circunstancias que le habían llevado a enamorarse.

Al regresar a casa durante uno de aquellos románticos atardeceres —¡aquel cielo albaricoque, aquellas cobrizas nubes viajeras!—, encontró a Jimmy Minor sentado en los escalones de la entrada. El nombre de Minor le iba como anillo al dedo, pues era un hombre diminuto, con un ralo cabello rojizo que dibujaba un pico de viuda en su frente y con un pequeño rostro, demacrado y exangüe, manchado de enormes pecas. Vestía unos pantalones de pana descoloridos, una chaqueta sport de tweed y una corbata verde y estrecha, anudada con fuerza, que parecía un vegetal marchito. Estaba fumando un cigarrillo con obvio desagrado, como si fuese una tarea que le hubiera sido injustamente asignada, pero que no podía eludir.

A Quirke no le sorprendió encontrarlo, llevaba tiempo esperando que Minor le llamara.

—He oído que ahora trabaja en el Clarion —se detuvo ante los escalones mientras el joven se levantaba—. Nunca imaginé que fuese su tipo de periódico.

—Es un trabajo —contestó Minor a la defensiva, dejando a la vista durante un segundo un colmillo manchado de tabaco.

Quirke introdujo la llave en la cerradura.

—Un amigo mío solía decir que el Clarion sólo hablaba de caballos y de curas muertos. Supongo que era así en los viejos tiempos, antes de que los Jewell se hicieran con él y lo convirtieran en un periódico sensacionalista.

Minor suspiró. No debía de ser la primera pulla que su nuevo trabajo provocaba.

—Hay cosas muy fáciles de atacar. Supongo que usted lee el Irish Times… Perdón, supongo que usted recibe el Times.

Quirke entró en el vestíbulo mientras movía negativamente la cabeza:

—Si yo recibiera algo, sería el Indo.

—Allí no escasean los curas muertos y los caballos.

—No es eso lo que me interesa. Lo leo por los juicios.

—Ah, le gusta una pequeña dosis de porquería respetable.

Quirke sonrió levemente.

—Vamos arriba, necesito cambiarme de ropa.

Una vaharada de aire rancio y sofocante los recibió al entrar en el piso, pues Quirke había olvidado dejar abiertas las ventanas de guillotina. Abrió una empujando el vidrio lo más abajo que pudo. Bandas anaranjadas y de un blanco cremoso coloreaban el cielo, teñido de rosa oscuro en el horizonte. Las nubecillas habían desaparecido. Sobre la torre de la iglesia de St. Stephen, que todos llamaban el Pimentero, Venus dibujaba el punto sobre la i, arrancando un destello en el pálido y frío verde.

—¿Le apetece una taza de té? —dijo Quirke girando ligeramente la cabeza hacia atrás—. ¿O prefiere que vayamos al pub?

—Creí que quería cambiarse.

—Sí, no tardo nada.

Minor estaba junto a la librería escrutando los lomos, su pequeña y afilada cabeza echada hacia atrás. Tenía un nuevo cigarrillo en los labios.

—Como es obvio usted sabe por qué estoy aquí —dijo con un tono deliberadamente distraído mientras continuaba ojeando los libros—. Veo que le gusta la poesía. Tiene mucho Yeats. Le gusta Yeats, ¿verdad? —volvió la cabeza hacia él e imitó la voz cantarina del poeta en plena y sonora recitación:

—La furia y el lobo de las humanas venas[1].

Quirke no le siguió el juego.

—¿Qué tal se maneja el Clarion descabezado? —preguntó.

Minor soltó una risilla burlona.

—Descabezado, ¿eh? Menudo humor negro se gasta. Imagino que va con el trabajo —sacó un libro de uno de los estantes superiores y lo hojeó.

Quirke vigilaba la brasa del cigarrillo de Minor, temeroso de que un ascua cayera sobre las páginas. Aquélla era una primera edición de La torre, de Yeats, y la tenía en gran estima.

—El descabezado Clarion deja oír su exquisita nota —dijo Minor, sin levantar la vista de la página—. Como Orfeo.

Al principio Quirke pensó que estaba citando un pasaje del libro que tenía en las manos, pero rápidamente se dio cuenta de su error.

—Es justo al contrario —dijo.

—¿Mmmm?

—Orfeo quedó reducido a la cabeza después de que las Ménades lo despedazaran.

—Ah, doctor Quirke, me rindo ante su refinada educación.

Ahora fue Quirke quien suspiró, repentinamente aburrido. No disfrutaba intercambiando tediosas chanzas con aquel agrio hombrecito. Intuía que sólo le había invitado a subir porque le brindaba la posibilidad de hablar sobre Françoise d’Aubigny.

—He oído que fue usted quien escribió el artículo sobre la muerte de Richard Jewell, aunque no estaba firmado —prendió un Gauloise—. ¿Sabe?, cuando Stalin murió pasaron días antes de que alguno de su cuadrilla de aduladores tuviera el valor de comunicar la noticia al gran público soviético. Como si el viejo monstruo pudiera regresar y liquidarlos.

Minor devolvió el libro a su balda. Quirke advirtió de mala gana la delicadeza con que había manejado el volumen y el cuidado que puso para colocarlo en su sitio.

—No es la clase de artículo que requiere una firma —observó Minor con suavidad—. Su colega Hackett, de Yard, apenas nos dio información. ¿He de suponer que la muerte de Jewell no fue un suicidio?

—¿Eso supone?

—Y difícilmente pudo tratarse de un accidente.

—Difícilmente.

Minor se aproximó a la ventana y los dos hombres permanecieron uno junto al otro contemplando la calle.

—Hay mucha gente que se alegra de la muerte de Dick Jewell.

—Estoy seguro.

—He oído que la propia viuda no se comporta exactamente como si estuviera destrozada por el dolor.

—Creo que ese matrimonio ya había finalizado hacía tiempo.

—¿De verdad?

—Según parece, llevaban vidas separadas.

Minor se encogió de hombros.

—Es difícil saber eso con certeza.

—Ella lo dio a entender…

—Ah, ¿sí?

—… cuando nos vimos —a Quirke le irritó que Minor pareciera no prestarle atención—. Quedamos para comer en el Hibernian pocos días después…, después de que encontraran el cadáver.

—¿Comió con la esposa de Jewell? —Minor había fruncido el ceño.

—Sí —Quirke notó que estaba sudando ligeramente. Hablar así con Minor era peligroso, ¿quién sabía adónde podría llevar esa conversación? Pero era incapaz de detenerse. Se sentía como si estuviera aferrado con la punta de los dedos a un tiovivo que empezaba a descontrolarse y cada vez giraba más deprisa—. Me llamó por teléfono. Deseaba charlar.

—¿Sobre qué? —Minor le observaba con incredulidad—. ¿Sobre la muerte de su esposo?

Quirke se dirigió a la repisa de la chimenea y simuló enderezar una fotografía enmarcada que estaba colgada en la pared. Atget, Versailles, Vénus par Legros. La mirada segura de la estatua de mármol dejaba entrever un poso de sufrimiento. Como la de ella. Sus pensamientos iban y venían, enfrascados en su propio discurso. Se sintió ligeramente mal, como si estuviera pillando un resfriado. Se giró hacia el hombrecito que aguardaba junto a la ventana.

—¿De qué iba a hablar sino de él, de lo sucedido?

—¿Y qué le contó?

¿Qué le contó? Apenas recordaba nada, excepto una cosa, claro.

—Mencionó a Carlton Sumner.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué dijo sobre él?

—Que su marido y él tuvieron una bronca durante una reunión de negocios en la casa de Sumner en Wicklow. Y que su marido se levantó y le dejó plantado. ¿Había escuchado algo sobre eso?

—Sólo rumores. Sumner estaba comprando acciones para quedarse con los periódicos y Jewell no lo aceptaba y tuvieron una trifulca… ¿Qué hay de llamativo en eso? Los negocios son como la guerra.

—Sí, y a la gente la matan en la guerra.

—¿Y piensa que eso no sucede en los negocios? —Minor no dijo más. Estaba de espaldas a la ventana, frente a Quirke. Tenía un nuevo cigarrillo entre los labios… ¿Cómo lo hacía? Los pitillos parecían surgir de la cajetilla ya encendidos, como por arte de magia—. ¿Está sugiriendo lo que creo que está sugiriendo? —preguntó casi riendo—. ¿Que Carlton Sumner…?

—Permítame que me cambie de ropa —dijo Quirke.

La luz postrera de la larga tarde llenaba el dormitorio como un gigantesco artefacto dorado que irrumpiera sesgado por la ventana. Quirke permaneció inmóvil y respiró hondo una vez, luego otra. Se quitó el traje y lo colgó en el armario —la chaqueta despedía un tufillo a sudor rancio— y se puso unos pantalones grises y un jersey de cachemir azul claro que encontró y que no sabía que tenía. Contempló su reflejo en el espejo del armario y le resultó chocante verse en aquellos tonos pastel. Se quitó el jersey y los pantalones, que le quedaban demasiado ajustados, y se puso una vieja chaqueta de tweed y unos pantalones caqui.

Subieron por Baggot Street hasta Toner. No había demasiada gente. El lánguido y azulado anochecer de verano parecía impregnar la atmósfera cargada de humo, adormeciendo aún más las escasas conversaciones. Quirke se sentó en un taburete de madera de la barra y Minor permaneció de pie, de manera que sus ojos quedaron casi a la misma altura. Minor, que por supuesto estaba fumando, hacía tintinear con la mano las monedas que llevaba en el bolsillo del pantalón. Quirke creyó preferible no beber alcohol y eligió un zumo de tomate. Minor pidió una pinta de cerveza negra; cuando levantó el gran vaso para llevarlo a sus labios picudos pareció un colegial fanfarrón envejecido prematuramente.

—Así que usted cree —dijo, secándose la boca con el dorso de la mano— que Carlton Sumner se cargó a Diamante Dick —soltó una carcajada que sonó como un relincho.

Quirke ignoró el comentario.

—¿Suponía realmente una amenaza la compra de acciones de Sumner? —preguntó.

—Sí, según tengo oído. Sumner posee un veintinueve por ciento de la compañía de Jewell. Eso significa un montón de acciones y un gran poder de decisión.

—Ahora renovará su oferta.

—Tal vez no. Dicen que ha perdido interés. Ya sabe cómo son esos niños grandes… No soportan perder y se alejan lo antes posible de sus fracasos. En cualquier caso, ¿en qué le beneficiaría haberse cargado a Dick Jewell?

—¿Venganza, tal vez?

Minor movió la cabeza.

—No tiene sentido.

—No, no lo tiene.

—¿Qué opina Hackett?

—¿Alguien sabe lo que opina Hackett?

Bebieron en silencio durante un rato.

—¿Qué más le contó la esposa…, la viuda? —preguntó Minor.

—Tiene una hija de nueve años. Está preocupada por ella. Es duro perder a un padre a esa edad.

—La esposa es francesa, ¿verdad?

—Françoise d’Aubigny.

—¿Eh? —Minor le lanzó una mirada penetrante. Había captado algo en su tono, tal vez una calidez injustificada.

Quirke jugueteó con su zumo de tomate.

—Se hace llamar por su nombre de soltera: Françoise d’Aubigny.

—No me diga —sonrió abiertamente—. ¿Es eso lo que le contó en el Hibernian, entre las ostras y la vichyssoise? Debió de ser un momento muy especial —Minor se enorgullecía profesionalmente de llevar las situaciones al límite. Se humedeció los labios sin que se le borrara la sonrisa de la cara—. Supongo que ella será la gran heredera.

—¿Eso supone?

Un delgado bigote de espuma se dibujó sobre el labio de Minor, que lo limpió con el dorso de su delicada y pecosa manita.

—Por lo visto existe un fideicomiso. No creo que ella…, la esposa, no creo que tenga ningún interés en hacerse cargo. Probablemente llegará a un acuerdo para recibir dinero en efectivo y volverá a Francia. Dicen que no siente especial apego por este país. Tienen una casa en algún lugar del sur… Creo que en Niza o por ahí —observó a Quirke atentamente—. Parece que ella le ha impresionado. Es un bombón, ¿verdad? Je, je —Quirke no dijo nada—. Es muy extraño —continuó Minor— que le llame por teléfono para quedar a comer cuando su esposo aún está caliente en la tumba. Los franceses son diferentes, desde luego.

Quirke permaneció callado. Se arrepentía de no haber dejado a Minor sentado en las escaleras de entrada, de no haber pasado de largo y continuado con su rutina, en lugar de permitirle entrar y darle la oportunidad de hablar de Françoise d’Aubigny de aquella manera, como si estuviera deslizando sus manitas húmedas y frías sobre ella.

Un hombretón colorado con un sobado traje negro se detuvo al pasar junto a ellos:

—¡Dios mío, Jimmy!, ¿dónde has estado metido? —le dijo a Minor.

El hombre lo miraba con descaro mientras intentaba a duras penas mantenerse en equilibrio; saltaba a la vista que estaba borracho como una cuba. Ambos intercambiaron chanzas durante un minuto y luego el hombretón colorado se alejó tambaleándose. Minor no se lo había presentado a Quirke, ni Quirke había esperado que lo hiciera. «Esta ciudad de extraños de paso», pensó Quirke. Recordó que había quedado en llamar por teléfono después del trabajo a Isabel Galloway antes de que ella saliera al escenario; actuaba en Saint Joan y aquella noche era el preestreno. Se tanteó los bolsillos con gesto culpable en busca de peniques mientras echaba un vistazo a la cabina de teléfono, un pequeño habitáculo con la puerta barnizada con un veteado chillón de modo que pareciese madera y con una ventana circular como un ojo de buey.

—¿Eso es todo lo que contó acerca de Sumner? —preguntó Minor—. ¿Que hubo una bronca en Wicklow?

Quirke apuró el final, acuoso y rosado, del zumo de tomate.

—¿Tiene alguna información nueva?

—¿Sobre qué?

—La muerte de Jewell, la bronca con Sumner. Le recuerdo que fue usted quien vino a verme a .

—Esperaba que usted supiera algo. Normalmente es así. Hackett habla con usted, él es su… —sonrió con una mueca desagradable—, su «amigo especial».

Quirke ignoró la burla.

—Hackett se encuentra tan confundido como todos los demás. ¿Por qué no va usted a hablar con Carlton Sumner?

—No me recibirá. Su gente dice que no habla con la prensa. No lo necesita, imagino.

A Quirke le estaba empezando a doler la cabeza; sentía un latido tras la frente como un pequeño y preciso repiqueteo. Necesitaba un trago, un trago de verdad, pero no se atrevía a pedir una copa. Se levantó del taburete.

—Tengo que irme —dijo.

—Le acompaño.

Hacía una noche ligera y suave. Sobre Baggot Street una nube de estrellas recordaba el lecho de un río sedimentado de plata.

—¿Cómo está Phoebe? —preguntó Minor—. Hace tiempo que no la veo.

—Está bien. Se ha mudado.

—¿Dónde vive ahora?

—Subiendo aquella calle, pasado el puente. Tiene lo que ella llama un cuarto de estar con cama.

Quirke se había preguntado a menudo sobre Minor y su hija. Suponía que sólo eran amigos, que nunca habían sido nada más, pero carecía de pruebas. Phoebe tenía sus secretos. Se preguntó si Sinclair la habría llamado después de aquella cena desastrosa en Jammet. Esperaba que lo hubiera hecho. La idea de que Sinclair cortejara a Phoebe le reconfortaba.

—El capataz de la finca, Maguire —dijo Minor—, pasó una temporada en Mountjoy.

Quirke necesitó un segundo para entender lo que le decía.

—¿Maguire?

—El capataz de Brooklands…, la finca de Jewell.

—¿Qué quiere decir una temporada?

—Tres años. Homicidio involuntario.

Sinclair sí había llamado por teléfono a Phoebe. La invitó al cine. Fueron a ver Centauros del desierto, protagonizada por John Wayne, en el Savoy. Ese segundo encuentro no resultó mucho mejor que la cena en Jammet. La película irritó a Phoebe y a la salida, mientras caminaban por O’Connell Street, habló de ella despectivamente. No le gustaba John Wayne, le resultaba afeminado —«esa manera de andar»— a pesar de su pose de tipo duro; en realidad, no era más que un farsante. Y Natalie Wood interpretando a la niña robada por los comanches… ¡Aquellas trenzas y el ridículo y reluciente maquillaje caoba!

Sinclair escuchó las críticas en silencio, la desproporcionada vehemencia. Phoebe era una criatura mucho más extraña de lo que había imaginado. Notaba en ella una oscuridad, podía incluso visualizarla, una brillante y negra charca circular, como el fondo de un profundo pozo, absolutamente inmóvil excepto en algunas ocasiones, cuando la superficie se estremecía durante unos instantes en respuesta a algún temblor o algún estampido lejanos, y lanzaba un destello de luz fría. La verdad es que ella no era su tipo. A él, por regla general, le gustaban las chicas simples pero ingeniosas, nada de cerebritos; chicas bulliciosas y vitales que hacían el teatro de forcejear para quitárselo de encima cuando él las tumbaba sobre el sofá o, en contadas ocasiones, sobre la cama, y que cedían riendo a borbotones. No podía imaginarse comportándose de una forma tan lasciva con Phoebe; no podía imaginarse ningún tipo de aproximación física. Y luego estaba su delgadez. Era demasiado delgada. Al sentarse en el cine, su mano había rozado accidentalmente la de ella y su tacto, puro hueso, le había hecho pensar, sin que pudiera evitarlo, en la sala de autopsias. ¿Por qué estaba allí con ella? ¿Qué era lo que deseaba? ¿Qué esperaba? No comprendía lo que le pasaba con Phoebe Griffin.

Le sorprendió que ella le invitara a tomar un café en su apartamento. Le invitó con tanta naturalidad y de una forma tan directa que aceptó inmediatamente, sin pensarlo dos veces. Pero casi en el mismo instante empezó a cuestionar su decisión. Había actuado como si fuesen niños y ella le hubiera propuesto ir a su casa a jugar, aunque no eran niños y el juego que podían iniciar no sería infantil. Se trataba de la hija de su jefe, si bien era Quirke quien le había invitado a cenar para que conociera a Phoebe. Pero ¿quién era él para pensar que lo había hecho con la intención de animarle a…? ¿A qué? No lo sabía. Todo resultaba muy confuso. ¿Qué esperaba Quirke de él? ¿Qué esperaba Phoebe de él?… ¿Qué esperaba él de sí mismo? Para empezar, ¿por qué razón había llamado por teléfono a Phoebe? Mientras andaba junto a ella, sin que ninguno dijera una palabra, casi se sentía como un hombre condenado caminando hacia su destino.

Continuaron callados en el autobús. Phoebe pagó los dos billetes antes de que él hubiera podido sacar las monedas del bolsillo. Dobló los resguardos de papel y los introdujo en la mano de Sinclair con una sonrisa de complicidad, como si se tratase de un código secreto que le estuviese confiando. Se sentaron en el piso superior del autobús y vieron pasar las calles, iluminadas débilmente. Aunque eran sólo las diez y media y hacía una temperatura agradable, no se veía a nadie, pues los pubs todavía no habían cerrado sus puertas. Los árboles en Merrion Square parecían una oscura congregación; al paso del autobús, la luz de las farolas rociaba a intervalos regulares y de forma arbitraria las hojas superiores. A Sinclair no le gustaba la noche, nunca le había gustado, desde que era niño le transmitía una vaga sensación de desolación. Pensó con añoranza en su propio piso: el sillón junto a la ventana, las cortinas echadas, el tocadiscos preparado para que lo encendiera.

Phoebe se levantó y tiró del cordón y escucharon el ding de la campana en el piso inferior, en la cabina del conductor.

Su habitación tenía una forma proporcionada, con el techo alto y un raíl para los cuadros que recorría las paredes, pero era demasiado pequeña para ser, al mismo tiempo, cuarto de estar, dormitorio y cocina. Mientras ella preparaba el café, él dio unos pasos alrededor educadamente para mirar sus cosas, intentando parecer interesado pero no curioso. Sobre la repisa de la chimenea, en un marco de plata, había una foto de un joven Quirke con una jovencita cogida de su brazo… No había duda de que se trataba de su esposa, fallecida hacía ya mucho tiempo.

—Es del día de su boda —la voz de Phoebe, desde el otro lado de la habitación, le sobresaltó. Ella se aproximó y le tendió su taza y juntos contemplaron la foto de la feliz pareja—. Se llamaba Delia. ¿No está guapísima hasta con ese traje anticuado? Yo no la conocí… Murió durante mi parto —le lanzó una ojeada maliciosamente traviesa—. Imagínate la culpabilidad que arrastro —dijo imitando la entonación de una estrella de cine. Él no supo qué decir.

La única silla estaba junto a la chimenea y Phoebe le obligó a sentarse en ella. Había cajas de cartón en el suelo; Sinclair recordó a Quirke comentándole que acababa de mudarse. Probó el café. Era demasiado fuerte y tenía un gusto amargo, a quemado; y supo que le iba a mantener despierto durante horas.

—¿Te cae bien mi padre? —le preguntó Phoebe.

Él la miró fijamente, abriendo los ojos con asombro. Estaba sentada en la cama, sobre las piernas encogidas, y con la espalda apoyada en la pared. Llevaba un vestido oscuro con un cuello blanco… ¿Era el mismo que vestía aquella noche en Jammet? Su cabello brillaba bajo la luz de la lámpara, negro azulado como ala de cuervo. Su tez era muy pálida.

—Perdona, imagino que no es el tipo de cosas que uno debería preguntar, pero ¿te cae bien? —insistió Phoebe, y se rió.

—No sé si es cuestión de que me caiga bien —dijo precavido.

—Camina un poco como John Wayne, ¿lo has notado?

—¿De verdad? —él se rió—. Sí, creo que sí, un poco. Tal vez todos los tipos grandes caminan así.

—¿Qué tal es trabajar con él?

Sinclair tuvo la clara impresión de que el objeto de aquellas preguntas no era su padre, sino él.

—Es muy profesional. Y creo que trabajamos bien juntos —se detuvo un instante—. ¿A él le caigo bien yo?

—Nunca hablamos sobre esas cosas —dijo ella alegremente.

Él no sonrió.

—¿De qué cosas habláis? Imagino que no de muchas, conociendo a Quirke.

Ella reflexionó, ladeando la cabeza igual que un pájaro.

—Bueno, me habla del trabajo. De su último caso, por ejemplo… Ese hombre, Jewell, que recibió un disparo —se detuvo mientras clavaba los ojos en la taza—. Me ha contado que tú conoces a su hija… No, a su hermana, ¿no es así?

—Sí, Denise… Dannie, ése es su nombre. La conozco desde la universidad.

—¿La conoces bien?

Él dudó. Aquella pregunta de nuevo, la misma que le había planteado Quirke.

—Quedamos para jugar al tenis de vez en cuando —dijo.

—Mmmm —lo miró con mayor detenimiento—. Estoy segura de que merece la pena tenerte como amigo —estiró las piernas para levantarse de la cama, se encaminó al hornillo eléctrico que había en la esquina y se sirvió más café. Se giró hacia él y levantó la cafetera de filtro por si le apetecía otra taza, pero él movió la cabeza negativamente. Ella regresó a la cama y con cuidado adoptó la misma posición que antes.

Sinclair deseaba fumar un cigarrillo y se preguntaba si podría cuando ella, como si leyera sus pensamientos, le dijo:

—Puedes fumar si te apetece. Hay un cenicero sobre la repisa de la chimenea —observó cómo sacaba los cigarrillos y prendía uno, y cómo se levantaba para coger el cenicero, que colocó en el suelo, al lado de la silla—. ¿Cómo es ser judío? —le preguntó.

Él la miró fijamente de nuevo, expulsando sorprendido una rápida columna de humo. Era una pregunta que nunca le habían hecho, una pregunta que nunca había esperado que le hicieran. Soltó una breve carcajada vulnerable.

—No es algo sobre lo que piense. Quiero decir que tú tampoco piensas sobre lo que eres, ¿verdad?

—Pero yo no soy especial, ¿comprendes? Soy como todo el mundo de aquí. Pero tú…, tú tienes una identidad, una raza.

—No es realmente una raza.

Ella movió con gesto impaciente una mano.

—Ya, ya lo sé. Conozco todo sobre el tema, sobre la gente semítica y eso. Pero el hecho es que tú eres judío, un miembro de una diminuta, diminuta, minoría. Y eso debe de significar algo… Quiero decir que, al menos en algunos momentos, debes de ser consciente de ese hecho.

Él se dio cuenta de qué iba el asunto. A pesar de lo que afirmaba, ella no se consideraba igual que todos los demás, en absoluto; ella pensaba que era como él, o como ella creía que era él, un extraño, un paria incluso, un rostro pálido entre los comanches.

—Mi familia no era religiosa —dijo—, y si no eres al menos un poco religioso no eres realmente judío.

—Pero en la guerra debiste de estar…, debiste de sentir…

Él dejó la taza, que aún tenía café, en el suelo, junto al cenicero.

—Te voy a contar una historia —dijo—. La guerra estaba terminando y las noticias sobre los campos de concentración empezaban a llegar. Era Semana Santa, cuando la Iglesia católica colecta una ofrenda anual entre sus feligreses, ya sabes de lo que te hablo. Una noche muy oscura sonó un golpe en la puerta de casa y mi madre me mandó que fuera a abrir. En el umbral estaba el cura más grande y con la cara más roja que había visto nunca, un auténtico patán con el cuello rebosando sobre el alzacuellos y unos saltones ojillos de cerdo. Me miró desde lo alto y con el acento de Cork más cerrado que puedas imaginar dijo: «¡Vengo a por los judíos!

Phoebe ladeó de nuevo la cabeza mientras fruncía el ceño sin comprender.

—En realidad dijo: «Vengo a por lo debido» —prosiguió Sinclair—, a por la colecta de Pascua, pero su acento de Cork era tan fuerte que yo creí oír «vengo a por los judíos»[2].

—¿Qué hiciste? —preguntó ella, riendo—. ¿Qué le dijiste?

—Le cerré la puerta en las narices y corrí como una bala a la cocina y le dije a mi madre que era un vendedor ambulante de Biblias.

—¿Te asustaste?

—Supongo que sí. En aquellos días, los curas y las personas como ellos…, cualquier funcionario de su mundo te daba miedo.

Ella dio un pequeño brinco.

—¿Lo ves? —exclamó con tono triunfal—. Su mundo. Sí te sientes diferente.

—Todos los niños se sienten diferentes, judíos o no.

—¿Sólo los niños?

—¿Qué quieres decir?

Yo me siento diferente y siempre será así. Imagino que piensas que eso es vanidad, pero no lo es. ¿Me das un cigarrillo?

Él se levantó con presteza de la silla y buscó el paquete de Gold Flake en su bolsillo.

—Lo siento —dijo con torpeza, mientras se oscurecía aún más su semblante—. No pensé que fumaras.

—No fumo. Antes sí, pero lo dejé.

Cogió un cigarrillo, él abrió el mechero de un golpe seco y ella se inclinó hacia la llama, rozando el dorso de la mano de él con la yema de su dedo. Detrás del humo, él percibió un leve soplo de su perfume. Ella levantó los ojos para mirarle, pestañeando.

Sinclair percibió repentinamente la noche que los rodeaba, inmensa y silenciosa.

—Debo irme pronto —dijo.

Ella se echó hacia atrás y colocó una mano bajo el codo flexionado del brazo que sostenía el cigarrillo. Se quitó del labio inferior una hebra de tabaco. Él dio media vuelta y se sentó en la silla, junto a la chimenea.

—Si no creyera que es una tontería —comentó ella en tono despreocupado—, pensaría que te asusto un poco.

La miró con ojos de búho y luego rompió a reír.

—Bueno, claro que estoy atemorizado —dijo—. ¿Qué hombre no se asusta cuando una chica le invita a su habitación?

—¿No se supone que es exactamente al contrario?

—Se supone, pero, como bien sabes, no sucede así nunca. Después de todo, nosotros somos el sexo débil.

—Sí, lo sois, es verdad —asintió ella halagada.

Permanecieron así durante largo rato, sentados y sonriéndose, sin que ninguno supiera qué había ocurrido exactamente entre ellos, pero con la certeza de que algo había sucedido.