De algún modo Quirke había presentido que ella le llamaría. Aunque le había dado su número de casa, por alguna razón prefirió llamarlo al hospital.
—Soy Françoise d’Aubigny —dijo, y añadió—: La señora Jewell.
Como si él pudiera haberlo olvidado. Supo que era ella desde la primera palabra que dijo. Aquella voz. Después de los saludos, ninguno dijo nada durante unos instantes. Quirke creyó oír la respiración de la mujer. Sintió que le ardía la frente. Aquello era absurdo, él estaba siendo absurdo.
—¿Cómo está? —le preguntó.
El juez de instrucción había pronunciado un veredicto abierto sobre Richard Jewel, un dictamen en el que no se determinaban las causas del fallecimiento. Una farsa que, desde luego, no sorprendió a nadie. El Clarion dedicó dos párrafos, enterrados en página interior, a informar sobre el juicio.
—Me siento muy rara, la verdad —dijo Françoise d’Aubigny—. Como si estuviera subida en un globo, flotando por encima de todo. Nada parece tener ninguna consistencia.
Durante días, el recuerdo de la mujer había entreverado los pensamientos de Quirke, escurridizo e insignificante como el hilo suelto de una telaraña, e igual de persistente. Incluso cuando se encontraba en la cama de Isabel Galloway, su rostro aparecía sobre él, suspendido en la oscuridad. Se sentía culpable y, al mismo tiempo, molesto, ya que no había sucedido nada de que sentirse culpable, o nada importante al menos. «O todavía no», como susurraba en su cabeza una vocecita.
—Sí, el dolor es un extraño estado de ánimo —dijo él.
—Ah… Parece que ese sentimiento le resulta familiar.
—Mi mujer murió. Sucedió hace mucho tiempo —ella no dijo nada. De nuevo la línea telefónica quedó en silencio—. Y su hija, ¿cómo lo lleva?
—No demasiado mal. Es una niña muy valiente. Se llama Giselle —ahora fue él quien no supo qué decir—. No quiso ir al funeral.
—¿Cuántos años tiene?
—Nueve. Es muy pequeña, pero al mismo tiempo es suficientemente mayor para saber lo que quiere. Me acuerdo bien de cómo me sentía yo a esa edad y del daño intenso que entonces hacían las cosas.
Otra vez se hizo en la línea el silencio, resonante, ligeramente perturbador.
—¿Le gustaría que nos viéramos? —se oyó preguntar Quirke.
Ella respondió al instante.
—Sí, me gustaría.
Quedaron para comer en el Hibernian. Había el bullicio habitual a aquella hora. En el movimiento de abrir y cerrarse, la puerta acristalada de la entrada proyectaba un fogonazo de luz solar, que se reflejaba sobre el suelo de mármol y entre los pies de la gente que entraba y salía. Cuando Quirke llegó, ella ya estaba sentada a la mesa, muy recta, con los hombros hacia atrás y los ojos expectantes, fijos en la puerta. Llevaba un ligero vestido de verano azul pálido con lunares y un diminuto sombrero sujeto con una pluma y un alfiler, que él sospechó que podía haber comprado en la Maison des Chapeaux, donde trabajaba su hija… Quizá se lo había vendido la misma Phoebe. Le tendió el dorso de la mano, como si él fuese a besarla; Quirke la estrechó y, al hacerlo, se sintió muy torpe.
—No sé si hice bien al elegir este lugar… —dijo Françoise d’Aubigny, mirando en derredor—. Richard venía a comer aquí muy a menudo. De hecho, creo que he sorprendido una o dos miradas reprobadoras. ¿Debería al menos ir de luto?
Ella pidió una ensalada y un vaso de agua con hielo. A Quirke le hubiera gustado pedir media botella de vino, pero se lo pensó mejor. Miró detenidamente el menú sin decidirse y finalmente eligió una tortilla.
—Sí, a Richard le encantaba este lugar —dijo—. Decía en broma que era el equivalente al Club de Kildare Street, donde obviamente él no hubiera sido bien recibido —miró a Quirke con un destello de curiosidad—. ¿Sabe que su familia es judía? No es algo que suela mencionarse.
¿Lo sabía? No estaba seguro. Jewell había sido circuncidado, pero ese hecho no era una prueba concluyente. No sabía qué pensar sobre ello ni qué relevancia podría tener. ¿Y ella? ¿Era D’Aubigny un nombre judío? Podía preguntarle a Sinclair; quizá él lo supiera.
—Dudo que los tipos de Kildare Street me admitieran tampoco a mí —contestó, aunque esquivó su mirada. Pensó otra vez en el vino; ¿y si pidiera una sola copa?
—Creo, doctor Quirke, que no se encuentra del todo cómodo —en su cara había una leve sonrisa.
Sintió un repentino brote de impaciencia, incluso de enojo. Ella tenía razón: no deberían haber ido a comer allí; probablemente no deberían haber quedado.
—La verdad, señora Jewell, es que no estoy seguro de qué está pasando… Quiero decir, de por qué estamos aquí —era tan hermosa que casi le hacía daño mirarla.
Ella bajó los ojos como si quisiera esconder su rostro.
—Sí, ya le he dicho que quizá no haya sido una buena idea. Pero creo recordar sin equivocarme que fue usted quien propuso la cita —y alzó la vista con una abierta sonrisa.
La comida llegó. Quirke pidió al camarero un vaso de Chablis. Con sorpresa, vio cómo Françoise d’Aubigny pedía otro. Tal vez ella estaba tan nerviosa como él, a pesar de su aplomo y su aparente serenidad.
—El detective… ¿Cómo se llama? —preguntó ella cuando se alejó el camarero.
—Hackett.
—Eso es, Hackett. ¿Todos los policías de aquí son como él?
A Quirke le alegró tener un motivo para reírse. Se retrepó en su asiento.
—No, no lo creo. Pero él no es tan corto como parece.
—¿Corto?
—Torpe. Lento.
—Ah, no… No me parece así para nada. Al contrario.
—Sí, es un zorro ese Hackett —estaba pendiente de cómo el camarero se abría paso hacia ellos, entre las mesas, sujetando en alto una bandeja con dos copas.
—Al principio, pensé que usted era el detective de la ciudad y que él era… No sé —dijo ella—. Tal vez alguien del pueblo. Apenas conozco Kildare, a pesar de todos los años que llevamos en Brooklands.
El camarero dejó las copas encima de la mesa. Dos guiños de luz de una ventana lejana brillaron en el interior del líquido pajizo. Sin tocar su copa, Quirke empezó a contar lentamente hasta diez dentro de su cabeza.
—A Hackett no le gusta mucho la parte mundana de su trabajo; creo que por eso me lleva con él —estaba pensando en el vino y no en lo que decía. Sintió cómo enrojecía bajo la mirada de ella—. Y eso que yo no soy demasiado sofisticado —levantó la copa y notó el leve temblor de su mano. Bebió. ¡Ah!
—¿Usted comparte su opinión?… Quiero decir, ¿usted también cree que mi marido no se quitó la vida?
Mientras giraba el tallo de la copa entre sus dedos, Quirke intentaba no sonreír de pura felicidad. La euforia creciente que sentía, a medida que el alcohol extendía sus filamentos dentro de él como las raíces de una zarza ardiendo, era irresistible. Debía tener cuidado, se dijo, debía vigilar sus palabras.
—Señora Jewell, creo que está más allá de toda duda que su marido fue asesinado —dijo.
Ella parpadeó y él observó el leve movimiento de su garganta al tragar.
—¿Qué encontró cuando…, cuando hizo lo que quiera que haga en su trabajo? —preguntó Françoise d’Aubigny.
—¿Quiere decir en la autopsia? Se trata de una mera formalidad. Usted vio cómo estaba aquel día, la manera en que su marido yacía atravesado sobre la mesa con la escopeta entre las manos.
—¿Sí?
Ella aguardaba, los ojos fijos en él, y Quirke se removió en la silla. No era posible que ella dudara, estaba aferrándose a la esperanza de… ¿De qué? ¿Prefería realmente pensar que él se había suicidado?
—Es muy difícil hablar de esto, señora Jewell.
—¿Difícil para usted o para mí? —su rostro se endureció.
—Para usted, desde luego, pero también para mí.
Permanecieron en silencio. Ella no había probado la ensalada ni el vino. No separaba sus ojos negros de él, mientras Quirke, incómodo, miraba alrededor.
—Señora Jewell —dijo, inclinándose sobre la mesa con aire de ir a explicar de nuevo en términos más sencillos algo que de por sí era obvio—, no es fácil suicidarse con una escopeta. Piense en la longitud del cañón y en la dificultad para colocar la escopeta en la posición adecuada. Y desde luego es imposible que su esposo lo hiciera y terminara con la escopeta entre las manos y cruzada sobre el pecho. Como usted pudo ver, fue…
—¿Qué pude ver? —espetó ella. La pareja en la mesa vecina detuvo su conversación y la miró con asombro—. ¿Qué cree usted que pude ver? Con mi marido tumbado allí de aquella horrible manera… ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Tomar nota de todo como si yo fuese alguien como usted? —sus ojos relampagueaban—. ¿Cree que soy un monstruo, que no tengo sentimientos, que nada me asombra?
—Desde luego que no…
—Entonces, por favor, no me hable así, como si estuviera tratando con su inspector Hackett.
Ella calló y ambos miraron el interior de sus copas, la suya todavía llena, la de él casi vacía.
—Le ruego que me disculpe, señora Jewell. Usted me preguntó qué había encontrado y trataba de explicárselo.
—Sí, sí, sí, desde luego —murmuró ella—. Soy yo la que debería disculparse —se encogió de hombros, conciliadora, y esbozó una sonrisa fugaz—. Por favor, continúe.
Él le mostró las manos vacías.
—¿Qué más puedo contarle? Su esposo no se suicidó, señora Jewell. El inspector Hackett ya se lo ha dicho y tiene razón. Se trata de un asesinato. Lo siento.
Ella le miró fijamente durante un largo rato. Una venita palpitaba en un lateral de su barbilla. Luego agarró su copa y se bebió la mitad del vino de un trago. Ahora era su mano la que temblaba.
—¿Qué debo hacer, doctor Quirke? —preguntó—. Dígame, ¿qué debo hacer? Es como si mi vida se hubiera hecho añicos de repente. No pretendo hacerle creer que Richard y yo estuviéramos…, que estuviéramos como dos tortolitos, como dicen aquí. Pero era mi marido, era el padre de Giselle. Y ahora nos hemos quedado solas.
Los ojos de la mujer brillaban y él temió que empezara a llorar. Su mente se agitaba, impotente. ¿Cómo iba él a decirle qué hacer, cómo vivir? Su propia vida era para él un misterio, un misterio insoluble. ¿Cómo iba entonces a comprender la vida de los demás?
—¿Ha oído usted hablar de un hombre llamado Sumner, Carlton Sumner?
—Sí, claro —Quirke sintió cómo su corazón se calmaba.
—Debería hablar con él. El inspector Hackett debería entrevistarle.
—¿Por qué?
Ella miró en torno con el ceño fruncido, como si le urgiera encontrar algo.
—Si mi marido tenía enemigos, y desde luego que los tenía, Carlton Sumner era el principal.
Al igual que los latidos de su corazón, todo se había calmado y Quirke tuvo la sensación de estar flotando, inmerso en alguna sustancia densa pero maravillosamente transparente.
—¿Está diciéndome que cree que Carlton Sumner pudo tener algo que ver con la muerte de su esposo? —dijo.
Ella movió la cabeza con gesto impaciente.
—No puedo decirlo. Pero creo que usted debería conocer, que su amigo detective debería conocer, cómo era la relación entre ese hombre y mi marido.
Él miró la tortilla a medio comer en su plato, la gota restante de vino brillando en el fondo de su copa. Apoyó las manos en los brazos de su silla y se puso en pie.
—Perdone, tengo que… —dijo.
Se alejó apresuradamente de la mesa y se dirigió al vestíbulo. ¿Dónde estaban los servicios? Vio la indicación y la siguió. Dos religiosos, un párroco y el que debía de ser su obispo estaban charlando junto a una palmera encajada en un tiesto. Un botones con su simpático sombrerito le observaba y, al sorprender su mirada, le guiñó un ojo sonriendo. Quirke empujó la puerta batiente y entró en el lavabo de caballeros. No había nadie. Se aproximó al gran espejo sobre los lavabos y se encaró a sí mismo, los ojos fijos en su reflejo, pero su mirada le hizo echarse atrás, sobrecogido. No la reconocía, ajena a él. El goteo de una cisterna estropeada resonaba como si estuviera hablando consigo misma.
Respiró hondo una vez y luego otra sin apenas notar el aire fétido que entraba en sus pulmones. Se lavó las manos, se las secó con la toalla, se arriesgó a mirarse de nuevo en el espejo y regresó al vestíbulo. Se detuvo un instante en la puerta del comedor para observar a Françoise d’Aubigny. Estaba encendiendo un cigarrillo. Pensó vagamente que debía preguntarle a Phoebe si había sido ella quien le había vendido aquel sombrero. Respiró hondo de nuevo, mientras se presionaba brevemente el esternón con la mano, y por fin avanzó entre las mesas. Françoise d’Aubigny le contempló mientras expulsaba hacia un lado el humo del cigarrillo.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó.
—Sí —tomó asiento—. No debería beber vino.
—¿Mmmm?
No le apetecía hablar sobre el tema, ni siquiera para eludir el otro asunto.
—Sumner y su esposo, ¿hacían negocios juntos? —le pareció que de su boca sólo salía un hilo de voz.
Françoise d’Aubigny se inclinó hacia delante y, con el codo sobre la mesa, sostuvo el cigarrillo apartado. Sus labios estaban maquillados de un escarlata intenso, casi violento. Aún no había tocado su ensalada y la lechuga empezaba a marchitarse.
—Carlton Sumner estaba intentando hacerse con el negocio de mi marido —dijo.
—¿Quiere decir que estaba intentando hacerse un hueco en ese mercado o que…?
—Estaba intentando apoderarse de su negocio. Estaba interesado…, está interesado especialmente en el Clarion. Compró acciones en secreto.
—¿Cuántas?
—No sé… No lo recuerdo. Me parece que bastantes. Richard estaba preocupado. Creo que tenía miedo de Sumner —una comisura de su boca se alzó en una leve sonrisa irónica—. No había mucha gente de la que Richard tuviera miedo, doctor Quirke.
—Lo creo —Quirke encendió uno de sus propios cigarrillos. Deseaba otra copa de vino—. ¿Así que Sumner estaba planeando hacerse con el negocio?
—Eso creo. Se celebró una reunión en la casa de campo de Sumner. Algo se torció y Richard se marchó.
—¿Por qué?
—No lo sé. Richard no me hablaba de esas cosas —entrecerró los párpados y ladeó ligeramente la cabeza—. Usted ya conocía eso, ¿verdad? Sabía de la discusión y que Richard se marchó.
—¿Lo sabía?
—Lo veo en su cara.
Hizo una seña al camarero, levantó la copa vacía y la movió.
—Mi ayudante en el hospital conoce a su cuñada.
Ella se echó ligeramente hacia atrás con el ceño fruncido.
—¿Dannie? ¿Ha sido paciente de su hospital?
—No, no. Son amigos, se conocieron en la universidad —se preguntó cómo se habrían conocido, dado que Sinclair debía de ser dos o tres años mayor que Dannie Jewell. ¿Era Sinclair uno de esos aprovechados que persiguen a las jovencitas en su primer año de facultad?—. Juegan juntos al tenis.
—Sí, Dannie es una buena jugadora —murmuró ella. Era obvio que estaba pensando en otra cosa—. ¿Cómo se llama su ayudante?
—Sinclair —él hizo una pausa—. Es judío.
—Ah, ¿sí? —aquella información no le interesaba; Quirke ni siquiera estaba seguro de si le había escuchado. Estaba distraída, con expresión preocupada y la mirada perdida—. Pobre Dannie, esta muerte ha sido algo muy duro para ella.
El camarero trajo la segunda copa de vino de Quirke. Esta vez contó hasta veinte, pero lo hizo mucho más rápido que antes.
—Hábleme de la guerra —dijo. Ella parpadeó sorprendida—. Dijo que a su hermano lo mataron.
—Ah, sí —apartó la cabeza durante un instante—. Lo llevaron a Breendonk… Era un campo, una fortaleza para prisioneros en Bélgica.
—¿Porque era judío?
Sus ojos se clavaron en él.
—¿Qué? No, claro que no, él no era judío —su rostro se iluminó—. Ah, ya veo. Pensó que… —rompió a reír. Era la primera vez que él oía su risa—. No somos judíos. ¡Qué idea! —sacudió la cabeza mientras reía de nuevo—. Mi padre aborrecía a los judíos.
—A pesar de eso…
—… ¿a pesar de eso me casé con un judío? —ella asintió con la cabeza y su sonrisa se volvió amarga—. Fue el peor crimen que podía haber cometido. Mi padre…, ¿cómo se dice?, me desheredó. Dijo que ya no era su hija. Fue una lástima, la verdad. Le gustaba Richard antes de averiguar que era judío. Ambos son…, eran muy parecidos en muchos aspectos. No fui a su funeral. Ahora lo lamento. Por eso si no insistí en que Giselle estuviera presente cuando enterraron a su padre fue porque la comprendía.
Permanecieron en silencio. Quirke se bebió el vino. Debería haber comido más de la tortilla, le hubiera ayudado con el alcohol, pero se había quedado fría y una fina y brillante capa, igual que sudor, empezaba a cubrirla. Siempre le pasaba lo mismo: la bebida le estropeaba el apetito y le revolvía el estómago, pero cantaba tan dulcemente en sus venas…
—¿Qué le sucedió a su hermano? —dijo.
Ella encendió otro cigarrillo. Él observó que su mano estaba firme ahora.
—No tuvimos más noticias de él. Ninguna. Probablemente lo llevaron al este. No sé qué le dolió más a mi padre, si que su hijo muriera o que muriera entre judíos —miró a Quirke y desvió rápidamente la vista—. Lo siento —murmuró—, no debería hablar así. Mi padre no podía evitar ser como era, después de todo. Ninguno de nosotros puede evitar ser como es.
Se quedaron en silencio unos instantes, una muestra de respeto o algo parecido por los muertos, bien podía ser por el padre tanto como por el hijo. Entonces Françoise d’Aubigny se enderezó y apagó el cigarrillo contra el cenicero de cristal en la mesa.
—Debo irme —dijo. Quirke hizo una señal al camarero, mientras ella, los ojos fijos en él, sopesaba algo—. ¿Le hablará al inspector sobre Carlton Sumner?
—Sí, se lo mencionaré. Tenga en cuenta que tal vez necesite hacerle algunas preguntas… Hackett, quiero decir —dijo Quirke, sin mirarla.
Ella se encogió de hombros, pero él se dio cuenta de que le preocupaba más de lo que quería dar a entender.
—Si mi marido fue asesinado, entonces alguien lo hizo. Debemos averiguar quién fue el asesino —arqueó una ceja buscando su complicidad—. ¿No es así?
Hacía un día extraordinariamente brillante cuando salieron del hotel y el resplandor en los tejados, en las ventanas y en los coches que pasaban los obligó a entornar los ojos. Se despidieron en la acera.
—Gracias por la comida. Ha sido muy agradable —dijo ella.
—No ha probado bocado.
—¿No? En estos días apenas me doy cuenta —de nuevo le ofreció brevemente su mano suave y fresca—. Au revoir, doctor Quirke. Espero que nos volvamos a ver.
Se quedó mirándola mientras se alejaba por Nassau Street. Caminaba con viveza, pero sin prisa, con pasos gráciles y ligeros, la cabeza inclinada hacia delante, mirando al suelo, como si vigilara cualquier pequeño obstáculo que pudiera surgir en su camino. Él se dio la vuelta y caminó en la dirección contraria, sin pensar adónde iba, sin importarle.
En el cruce de Molesworth Street, una brisa cálida lo sorprendió y su sombrero habría volado si no lo hubiera sujetado; el borde de fieltro aleteaba y chascaba como el pico de un pato y él sonrió con los ojos enrojecidos. El alcohol en su sangre —no era bastante, no era suficiente— empezaba a evaporarse y Quirke se aferró a sus últimos efectos con una alegre y tenue desesperación. En Stephen’s Green los árboles, salpicados por la luz del sol, parecían aturdidos por el calor, con sus hojas brillantes y de un verde tan oscuro que se dirían negras. De repente, Quirke tuvo una visión del verano mismo, más allá del calor pegajoso y del ruido y de la suciedad, enfrascado alegremente en su eterna tarea azul y dorada, y en aquel instante le asaltó el atroz presentimiento de que se había enamorado. Confió en que fuese efecto del vino.