Por suerte no sucedía a menudo, pero en ocasiones Quirke no recordaba el nombre de pila de su ayudante, pues estaba acostumbrado a dirigirse a él como Sinclair. Aunque trabajaban juntos en el Hospital de la Sagrada Familia desde hacía casi cinco años, prácticamente no sabían nada de la vida del otro fuera del departamento de Patología. Eso no les molestaba demasiado, pues ambos eran muy celosos de su intimidad. Alguna tarde, cuando salían del trabajo a la misma hora, tomaban una copa, nunca más de una, en Lynch, frente a la entrada del hospital, e incluso entonces la conversación jamás sobrepasaba el ámbito profesional. Quirke ni siquiera sabía dónde vivía su joven ayudante y menos aún si tenía novia o mujer e hijos. Debería habérselo preguntado al principio, cuando Sinclair empezó a trabajar con él, pero entonces no se le ocurrió y ahora era demasiado tarde y sólo conseguiría que ambos se sintieran incómodos. Estaba seguro de que a Sinclair no le agradaría; consideraría que su jefe estaba fisgoneando. Los dos parecían satisfechos con la relación que mantenían, carente de hostilidad, aunque tampoco amistosa; estricta y tácitamente limitada. Quirke no tenía ni idea de lo que Sinclair pensaba de él, aunque sabía que deseaba su puesto y percibía en el joven cierta irritación, cierta impaciencia por que se marchara para hacerse cargo del departamento, pero ambos sabían que esa posibilidad no estaba a la vista ni ahora ni en un futuro próximo.
El hecho de que a Sinclair no pareciera importarle que le llamaran del trabajo fuera de horario podía ser un indicio de que vivía solo. Aquella tarde de domingo había algo en él —un aroma de bronceador y de agua salada— que recordaba a la playa. Comentó que había pasado el día en Killiney, y que acababa de entrar en su casa cuando Quirke le llamó por teléfono.
—Killiney —dijo Quirke—. Hace años que no voy. ¿Cómo sigue?
—Pedregosa —contestó Sinclair.
Se puso la bata blanca sobre unos pantalones de pana y una camiseta de cricket —¿cricket?, ¿jugaba Sinclair al cricket?—, mientras silbaba con suavidad. La piel de su rostro era aceitunada, con algunas marcas de viruela, y poseía una espesa cabellera de brillantes rizos negros. Sus labios eran increíblemente rojos para un hombre. Quirke imaginó que debía de resultar atractivo a las mujeres de una forma algo morbosa, con aquella boca que parecía una herida en la parte inferior de su rostro oscuro y un tanto cruel.
—Yo estaba en Kildare —dijo Quirke. Sinclair no parecía escucharle, ni siquiera se había aproximado al cristal que daba a la sala de autopsias y al cadáver cubierto por una sábana de nylon blanca. Quirke aún no le había revelado la identidad del cuerpo sobre el que se disponían a trabajar; estaba disfrutando al imaginar la reacción asombrada del joven cuando escuchara que se trataba del famoso Diamante Dick Jewell—. El inspector Hackett me pidió que fuera porque Harrison está de baja.
—Ah, ¿sí?
—A Brooklands.
—Ah, bien —con las mangas de la bata blanca subidas, Sinclair estaba lavándose minuciosamente las manos y los antebrazos, cubiertos por espirales de rizado vello negro, en el gran lavabo metálico de la esquina.
—A la casa de Richard Jewell.
Sinclair cerró el grifo. Ahora sí estaba escuchando.
—¿Quién ha muerto? —preguntó.
Quirke simuló estar ocupado, garabateando un documento en su mesa.
—¿Perdón? —dijo levantando la vista.
Sinclair se había aproximado al cristal y observaba el cuerpo sobre la plancha metálica.
—¿Quién ha muerto en Brooklands?
—El mismísimo Diamante Dick.
Sinclair pareció quedarse paralizado.
—¿Richard Jewell está muerto? —preguntó en voz baja.
—Ahí delante lo tienes. De un tiro de escopeta.
Muy despacio, como si se tratara de un sonámbulo, Sinclair metió las manos bajo la bata blanca y sacó un paquete de Gold Flake y un mechero Zippo. Tenía los ojos fijos en el cadáver que yacía en el centro de aquel cuarto, al otro lado del ventanal. Bajo la blanca y dura luz fluorescente, la sala más parecía una caja. Encendió un cigarrillo y expulsó una bocanada de humo que, como una trompeta fantasmal, chocó contra la lámina de vidrio y se disolvió lentamente.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Quirke intentando ver el rostro de Sinclair. Sólo distinguía su vago reflejo en el cristal junto al que se encontraba. Su repentina rigidez y la lentitud de sus movimientos eran una reacción mucho mayor de lo que había esperado y por eso le resultaba completamente inesperada. Se acercó al joven y ambos observaron lo que quedaba de Richard Jewell. Al fin, Sinclair se movió mientras carraspeaba para aclararse la garganta.
—Conozco a su hermana —dijo.
Ahora fue Quirke quien abrió los ojos con asombro.
—¿La hermana de Jewell? ¿Cómo se llama?… ¿Dannie?
—Sí, Dannie —contestó Sinclair sin mirarle—. Dannie Jewell. La conozco.
—Lo siento —Quirke también encendió un cigarrillo—. Debería… —¿qué debería haber hecho?—. ¿La conoce bien? —intentó no hacer hincapié en la palabra bien, pero a pesar de sus esfuerzos sonó mojigato y malicioso.
Sinclair soltó una breve carcajada.
—¿Cuánto es «bien»?
Quirke se alejó y se sentó en su mesa. Sinclair se volvió hacia él y permaneció en su postura habitual, con un hombro apoyado contra el cristal, los tobillos cruzados y un brazo doblado sobre el pecho con el cigarrillo en un extraño ángulo, mientras una delgada y rápida voluta de humo se dirigía al techo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ya se lo he dicho —contestó Quirke—. Un tiro de escopeta.
—¿Un suicidio?
—Eso pretendían que pareciera. Un intento bastante patético. Cuando uno se vuela la cabeza no termina con el arma sujeta cuidadosamente entre las manos.
Sinclair le observaba. Con cierta alarma, Quirke pensó que su ayudante despreciaba su fama, no buscada y en su opinión inmerecida, de investigador amateur. Más o menos por casualidad —casi siempre, de hecho, debido a su hija—, Quirke había intervenido en dos o tres casos, que llevaba como en esta ocasión el inspector Hackett. En los dos últimos, el nombre de Quirke había aparecido en los periódicos y había gozado de una breve popularidad. Eso era parte del pasado, pero era obvio que Sinclair no lo había olvidado. ¿Creía aquel joven que él buscaba publicidad? Eso era una tontería; él se había limitado a ser un espectador en varias situaciones de amenaza y violencia, aunque en uno de los casos le habían propinado una tremenda paliza, de la que todavía le quedaba una cojera. No había estado en su mano evitar involucrarse, aunque fuese de forma accidental. Pero se dio cuenta de que su ayudante no lo veía así en absoluto. Bueno, pensó, tal vez descubriría ahora lo que significaba darse de bruces contra la propensión a la maldad de la humanidad; tal vez él también sería conducido por la oscura y tortuosa ruta que aquel cadáver había recorrido hasta llegar a ese lugar, bajo aquella luz inclemente.
—¿Así que fue asesinado? —preguntó Sinclair con escepticismo.
—Eso parece. A menos que él se matara, alguien lo encontrara y, por alguna razón, le colocara la escopeta en las manos. Los forenses están comprobando las huellas, pero Morton tiene la certeza de que sólo encontrarán las de Jewell. En cualquier caso, no es fácil pegarse un tiro con una escopeta.
—¿Qué opina Hackett?
—¡Dios sabe! Ya conoce a Hackett.
Sinclair se aproximó a la mesa y aplastó el cigarrillo medio consumido. Su rostro era una máscara en blanco.
—¿Y Dannie? —preguntó—. ¿Estaba allí?
—Estaba montando a caballo y cuando regresó a la casa se enteró de lo que había sucedido.
—¿La vio usted? ¿Cómo se encontraba?
—Al principio parecía entera, luego se derrumbó. Ella y la señora Jewell representaron una pequeña función para Hackett y para mí.
—¿Una función?
—Gin-tonics y agudas réplicas. No sé por qué pensaron que tenían que simular que no les importaba. Por muy bastardo que fuese el tipo, una de ellas había perdido a su marido, y la otra, a un hermano.
Sinclair se encaminó al armario metálico de la pared, encontró un par de guantes de plástico y se los puso.
—¿Quiere que empiece?
—Vamos.
Entraron en la sala de autopsias, donde resonaba el grave zumbido de las grandes lámparas de neón del techo. Sinclair retiró la sábana de nylon y lanzó un suave silbido.
—La explosión se llevó la mayor parte de la cabeza contra la ventana que había frente a él —dijo Quirke.
Sinclair asintió.
—Un tiro muy cercano… Lo que tiene en la garganta es una quemadura de pólvora, ¿verdad? —retiró completamente la sábana, dejando el cuerpo al descubierto. Jewell estaba circuncidado, pero ninguno comentó nada al respecto—. ¿Lo ha visto Dannie así?
—No creo. Seguro que la esposa la mantuvo alejada. Una mujer con aplomo, la señora Jewell.
—No la conozco.
—Es francesa. Y fuerte.
Sinclair no había apartado la vista del lugar donde debería haberse encontrado la cabeza de Jewell.
—Pobre Dannie. Como si no tuviera bastantes problemas.
Quirke esperó y, tras un instante, repitió:
—¿Problemas? —Sinclair movió la cabeza; no estaba dispuesto a hablar de Dannie Jewell. Quirke cogió un escalpelo de la bandeja metálica donde estaban los instrumentos—. Bueno, vamos a abrirlo.
Cuando terminaron la autopsia, Quirke pidió un taxi para ir a la ciudad y se ofreció a llevar a Sinclair. Para su sorpresa, Sinclair aceptó. Se instalaron en los extremos del asiento trasero, dándose la espalda y mirando cada uno por su ventanilla, sin decir una palabra. Eran las nueve de la noche y en el horizonte el cielo poseía un intenso tono violeta, aunque en el cénit todavía había luz. Fueron al bar Horseshoe, en el hotel Shelbourne. Aunque no habían planeado salir a tomar una copa, allí estaban, acodados en la barra negra, incómodos en la compañía poco habitual del otro. Sinclair pidió una cerveza y Quirke un prudente vaso de vino; se suponía que había dejado definitivamente el alcohol después de haber pasado varias semanas desintoxicándose en St. John el invierno anterior. La experiencia le había reformado en más de un sentido. No quería regresar jamás a aquel lugar.
Sinclair empezó a hablar de Dannie Jewell. Se habían conocido en la universidad y todavía quedaban para jugar al tenis en Belfield.
—Sabe perder —afirmó.
Quirke no supo qué decir. Desconocía qué significaba «saber perder» para una mujer, y sobre todo para aquella mujer en concreto. Intentó imaginar a Sinclair en la pista de tenis, lanzándose y rematando, o inclinándose amenazadoramente junto a la red, con sus velludos antebrazos al aire y los brillantes rizos pegados en la frente sudorosa. Deseaba saber más sobre la relación de Sinclair con Dannie Jewell y, al mismo tiempo, no quería saber nada. Lo que más le disgustaba a Quirke en la vida, lo que más temía, eran los cambios. Él y Sinclair tenían una relación laboral perfecta, pero si abrían la puerta de las confidencias, ¿adónde los llevaría?
—¿Conociste a su hermano? —preguntó.
Después de cada sorbo de cerveza, Sinclair se chupaba el labio superior como si fuese un gato: desplazaba con lentitud la punta roja de la lengua desde el extremo izquierdo al derecho. A Quirke le resultaba ligeramente asqueroso, pero no podía separar la vista, fascinado.
—Sí, coincidí con él un par de veces —dijo Sinclair—. No me causó mala impresión: alguien a quien es mejor no tener como enemigo.
—Tengo la sensación de que él tenía bastantes… enemigos.
Estaban solos en la barra en aquella tranquila noche de domingo. Con su pelambrera pelirroja, el barman aparentaba ser poco más que un chaval demasiado grande para su edad. Limpiaba el mostrador con un paño mojado que dibujaba sobre el mármol negro círculos grisáceos que desaparecían a la misma velocidad con que aparecían.
Sinclair frunció el ceño.
—Dannie me comentó algo sobre él la última vez que nos vimos. Algo sobre un negocio que había salido mal.
Quirke sintió una sacudida dentro de su cabeza, un pellizco de interés, de curiosidad, la misma curiosidad que le había metido en problemas tantas veces en la vida.
—¿Sí? —fue lo único que dijo, pero temió que incluso aquello fuese demasiado. Presentía que debía mantenerse al margen de la misteriosa muerte de Richard Jewell; no sabía por qué, pero lo sentía.
—No recuerdo los detalles del asunto, si es que Dannie me los llegó a contar. Todo muy secreto, no apareció nada en los periódicos, ni siquiera en aquellos que no pertenecían a Jewell. Carlton Sumner tenía algo que ver.
Quirke sabía quién era Carlton Sumner… ¿Quién no? El único hombre en la ciudad cuya reputación de crueldad y tejemanejes rivalizaba con la de Richard Jewell. Sumner era el hijo de un magnate de la madera canadiense que le envió a estudiar al University College, en Dublín, pues la familia era católica. Pero Sumner dejó embarazada a una chica y tuvo que casarse para evitar que el padre de la joven, que era miembro del Gobierno, cumpliera su amenaza de armar un escándalo y deportarle. Quirke, que estaba en la universidad en aquella época, recordaba a Sumner y a la chica, aunque él estaba un curso o dos por encima de ellos. Formaban una pareja dorada y su brillo parecía aún mayor en la grisura de la época. Después de casarse y de que su hijo naciera, desaparecieron de la circulación. Pero unos años más tarde, Sumner, con apoyo de la fortuna paterna, reapareció como un potentado hecho y derecho. Su especialidad era comprar respetables negocios antiguos de perfil bajo —la marca de ropa de caballeros Benson, la cadena de cafés Darley—, despedir a los directivos y a la mitad de los empleados y convertirlos en rutilantes máquinas de hacer dinero. La rivalidad existente entre él y Richard Jewell era motivo de cotilleos y de encubierto placer en la ciudad. Y ahora Diamante Dick estaba muerto.
—¿Por qué crees que se produjo el desacuerdo? —preguntó Quirke—. ¿Tal vez por una compra de acciones?
—No lo sé, imagino que sería por algo parecido. Se celebró una reunión en casa de Sumner, en Wicklow, y en plena discusión, Richard Jewell la abandonó hecho una furia.
—Eso suena serio.
Sinclair tenía la vista clavada en los posos de su cerveza. Parecía ausente, y Quirke se preguntó si sabría más de lo que estaba dispuesto a contar sobre aquella reunión en Roundwood que tan mal había terminado. Pero ¿por qué iba a ocultarlo? El interés de Quirke crecía por minutos. Lo único que apaciguaría su curiosidad sería preguntar, pero una parte de él prefería soportar la comezón que cargar con los sórdidos secretos de otras personas. Por propia experiencia, sabía mucho de secretos y de lo sórdidos que pueden llegar a ser.
—¿Me dijo antes que la chica, Dannie, tenía problemas?
Sinclair salió de su ensimismamiento.
—Tuvo una crisis nerviosa, no sé más detalles.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace unos meses. La internaron en un lugar en Londres, una especie de residencia. Estuvo allí durante semanas. No me enteré hasta que regresó.
—¿No le dijo adónde iba?
Sinclair le miró de reojo.
—No conoce a Dannie. Incluso cuando estaba bien hacía cosas así, como irse de viaje sin decir una palabra a nadie. El año pasado se fue a Marrakech y nadie supo nada hasta que regresó, morena y con el aspecto de alguien que ha hecho cosas que no debería. Tiene dinero, que heredó de su padre. Probablemente no sea lo que más le convenga.
—Pero ahora se encuentra mejor, ¿no? Quiero decir de la cabeza.
—Sí —contestó Sinclair, pero parecía preocupado—. Sí, está mejor.
—Pero aun así le preocupa cómo reaccionará a la muerte de su hermano.
—¿Qué aspecto tenía hoy cuando la vio?
—Ya se lo he contado: ella y la esposa de Jewell hicieron ese teatro de que todo estaba bien, aunque al final no pudo ocultar lo mal que se sentía. Tal vez debería usted llamarla, ir a visitarla. ¿Dónde vive?
—Tiene un piso en Pembroke Street —dijo Sinclair, que parecía tener la mente en otra parte. Quirke esperó—. Es una persona peculiar, muy reservada. No cuenta nada, especialmente sobre ella. Pero tiene sus demonios interiores —se rió—: Debería verla jugando al tenis.
Quirke había terminado su copa de vino y se preguntaba si podría arriesgarse a tomar otra. El sabor, al mismo tiempo ácido y afrutadamente añejo, le había provocado unas ligeras náuseas al principio, pero el alcohol, como una brillante aguja de metal, las había atravesado hasta llegar a algún lugar vital dentro de él, un lugar que ahora clamaba por más.
—¿Qué sucedió cuando tuvo la crisis nerviosa? —preguntó.
—Estrelló el coche de su hermano en la carretera de doble sentido de Naas. No me extrañaría que lo hubiera hecho deliberadamente.
—¿Sufrió alguna herida?
—No, estampó el coche contra un árbol y salió andando sin un rasguño. Hacía bromas sobre ello. Decía: «Hazme caso. He aplastado el maldito coche y ni siquiera así he conseguido quitarme de en medio».
—¿Cree que eso era lo que buscaba, matarse?
—No lo sé. Ya le he dicho que tiene sus demonios interiores.
Quirke permaneció en silencio, luego hizo una seña al barman para que trajera lo mismo; seguro que una copa más no sería peligrosa. Era evidente que Sinclair se interesaba por Dannie Jewell más de lo que estaba dispuesto a admitir… ¿Estaba interesado por ella? ¿O estaba interesado en ella? A Quirke le sorprendió un repentino sentimiento protector hacia Sinclair, y aún le sorprendió más escucharse invitándole a cenar con él y su hija el martes.
—Conoce a Phoebe, ¿verdad?
—No, no la conozco —Sinclair parecía incómodo—. El martes. No estoy seguro de si podré el martes… —dijo haciendo tiempo.
—A las ocho en Jammet. Yo invito —llegaron las bebidas y Quirke alzó su copa—. Bueno, salud.
Sinclair sonrió intranquilo; tenía el aspecto ligeramente aturdido del hombre que se da cuenta cuando ya es demasiado tarde de dónde le han metido. Quirke se preguntó qué pensaría Phoebe de él y se llevó la copa a los labios; era increíble cómo el sabor del vino se suavizaba con cada nuevo sorbo.
En los periódicos del día siguiente la noticia de la muerte de Richard Jewell apenas ocupaba espacio. El Clarion la sacaba en la portada, por supuesto, pero en una sola columna en la parte inferior derecha. No obstante, dedicaba el editorial a narrar la vida y logros de su último propietario, junto al artículo de Clancy, a la que la señorita Somers había dado una forma más o menos literaria. El Times contaba la historia en tres párrafos en un faldón de portada e incluía en su interior un obituario, varios de cuyos datos estaban desfasados. El Independent, el principal rival del Clarion, podría haberse explayado con el suceso, pero le dedicaba tan sólo dos columnas en la página tres, bajo una foto de hacía tres años de un Richard Jewell con aspecto sospechoso en el momento de recibir una insignia de caballero de manos del Papa. Daba la sensación de que toda la prensa actuaba con semejante contención por cautela. Ninguno de los artículos especificaba la causa de la muerte, aunque el Clarion mencionaba un «colapso fatal».
Quirke resopló al leer esto. Estaba sentado en la cama, en la pequeña casa de Isabel Galloway en Portobello. Sobre la sábana tenía un cenicero con un cigarrillo encendido y en la mesilla de noche había una humeante taza de té, que aún no había tocado. El sol de la mañana inundaba la ventana baja; afuera, el calor ya hacía vibrar el aire azulado sobre el canal. Vestida con su bata larga de seda, Isabel estaba sentada en el tocador, frente al espejo, sujetándose con horquillas el cabello.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Quirke levantó la vista del diario.
—Diamante Dick —contestó—. Los periódicos no saben qué hacer con la noticia.
Admiró la forma de chelo de la espalda de la mujer y las curvas gemelas de su bonito trasero sobre el taburete de felpa roja. Isabel sintió sus ojos sobre ella y, a través del hueco de su brazo levantado, lo miró.
—¿Y tú sabes qué hacer con esa noticia? —preguntó complacida.
A él le resultaba incomprensible que ella pudiera hablar con tres horquillas en la boca. La manga de seda de la bata se había replegado sobre su hombro y dejaba entrever una sombra malva en el hueco de la axila. La áspera luz del sol iluminaba el abanico de finas líneas en la comisura del ojo y la suave pelusa de su mejilla.
—Alguien le disparó, eso es seguro —dijo.
—¿Su mujer?
Él echó la cabeza hacia atrás y la miró fijamente.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno —ella cogió una de las horquillas que tenía en la boca y fijó una onda en su lugar—, ¿no es siempre la mujer? ¡Dios sabe! Las esposas suelen tener buenas razones para asesinar a sus atroces maridos.
Quirke recordó a Françoise d’Aubigny, de pie entre los dos ventanales de ondulantes cortinas, girando hacia él con una bola de cristal en la mano izquierda.
—No creo que la señora Jewell sea ese tipo de mujer.
Algo en su tono hizo que ella se volviera a mirarle.
—¿De qué tipo es?
—Muy francesa, muy segura de sí misma. Un poco fría.
¿Era fría realmente? No lo creía.
—Y, por si fuera poco, de una belleza deslumbrante.
—Sí, es guapa…
—Mmm —murmuró ella contemplándose en el espejo—. No me gusta nada cómo suena eso.
—… se parece un poco a ti, de hecho.
—Alors, Monsieur, vous êtes très galant.
Quirke dobló el periódico, lo dejó a un lado y salió de la cama. Iba en calzoncillos y con una vieja camiseta calada de tirantes que Isabel había encontrado en el fondo de un cajón y que podía ser suya o no, eso era algo que no merecía la pena averiguar. Ella le preguntó si quería desayunar, pero él le respondió que tomaría algo en el hospital.
—Me encantaría que comieras bien. Además, necesitas ponerte a régimen —le dijo ella.
Él echó una ojeada a su barriga. Isabel tenía razón: estaba engordando. De nuevo le vino a la cabeza la imagen de la viuda de Richard Jewell girándose para mirarle por encima del hombro en la vaporosa luz del sol.
—¿Comemos juntos? —preguntó Isabel.
—Hoy no, lo siento.
—Casi mejor… Tengo ensayo por la tarde.
Estaba representando algo de Shaw en el Gate. Empezó a quejarse del director. Quirke, como siempre, ya no la escuchaba.
De camino al trabajo, se detuvo en Pearse Street y preguntó por el inspector Hackett. El detective bajó de su despacho y juntos salieron a dar un paseo. Como de costumbre, Hackett llevaba echado hacia atrás su viejo sombrero de fieltro, y las coderas y rodilleras de su traje azul brillaban bajo el resplandor del sol. Al meter las manos en los bolsillos del pantalón dejó a la vista los tirantes, anchos y pasados de moda, con sus tiras de cuero para los botones, que sujetaban la cinturilla del pantalón como dos pares de dedos abiertos. Como hacía tan buen día, el inspector propuso ir por el río. El tráfico atascado hacía que Westmoreland Street pareciese un corral repleto de impacientes y bruñidos animales oscuros, que no cesaban de bramar y rebuznar mientras arrojaban nubes malolientes de humo y polvo. Eran las diez y media en el reloj de Ballast Office. Quirke dijo que debería ir a trabajar, pero el policía hizo un gesto de rechazo con la mano y comentó que los muertos podían esperar y, al decirlo, rió como una gallina vieja. En Aston Quay, un joven gitano pelirrojo pasó a galope y sin silla sobre un caballo moteado, ignorando a los estruendosos coches y autobuses que tenían que maniobrar para dejarle paso. Un fotógrafo callejero, vestido con un impermeable y un sombrero de fieltro, hacía fotos entre la gente que pasaba. Las gaviotas se lanzaban en picado sobre el agua, chillando.
—¿No le parece un escándalo este río? —dijo Hackett—. El hedor podría matar a un cachorro.
Lo atravesaron y comenzaron a caminar a lo largo del murete del canal.
—¿Ha visto los periódicos? —preguntó Quirke.
—Sí… Bueno, he visto el Clarion. ¿No le parece que han sido excesivamente prudentes?
—¿Hablaron con usted?
—Sí, me enviaron a un joven llamado Minor. Creo que usted lo conoce.
—¿Jimmy Minor? ¿Está ahora en el Clarion? —Minor, un viejo amigo de su hija, antes trabajaba en el Evening Mail. Al oír su nombre, Quirke sintió una vaga punzada de desagrado; no le gustaba Minor y le preocupaba la amistad que tenía con su hija. No se había fijado en que Minor firmaba la pieza del Clarion.— Tan insistente como de costumbre, me imagino.
—Sí, como un perro de presa.
—¿Qué sabía exactamente?
Hackett miró de soslayo el cielo.
—No mucho, lo que escribió en el periódico.
—¿Un «colapso fatal»? —preguntó Quirke con sarcasmo.
—Bueno, si lo piensa bien, ¿no es eso más o menos lo que sucedió?
—¿Y la investigación?
—Imagino que se inventarán algo, como de costumbre —se detuvieron ante Ha’penny Bridge y permanecieron allí, de espaldas al río, acodados en la barandilla del canal—. Me gustaría saber cuál será la línea oficial, si el suicidio u otra cosa —dijo el inspector, pensativo.
—¿Qué me dice de su informe? ¿Cuál será su línea?
En lugar de contestar, el inspector miró la puntera de sus botas, movió la cabeza y sonrió. Reanudaron el paseo y atravesaron la joroba del pequeño puente. Delante de ellos, en la esquina de Liffey Street, un chaval harapiento que vendía periódicos gritaba con voz ronca:
—¡Muerte trágica de un magnate de la prensa! ¡Lea todo lo sucedido!
—¿No le parece extraño que el suicidio sea considerado un crimen? —preguntó Hackett—. Nunca lo he comprendido. Imagino que es cosa de los curas, con su discurso sobre el alma inmortal y cómo no te pertenece a ti, sino a Dios. Pero sigo sin entender qué pinta ahí el cuerpo mortal; está claro que no vale gran cosa y que cada uno debería poder hacer con él lo que le apeteciera. Existe, sin duda, el pecado de la desesperación, pero ¿no podría verse de otra forma, que alguien tuviese tanta prisa por llegar al Cielo que decidiera poner fin a su vida para acortar la espera? —se detuvo en la acera y se giró hacia Quirke—. ¿Qué opina, doctor? Usted es un hombre culto, ¿qué piensa sobre el asunto?
Quirke conocía de antiguo la costumbre del policía de dar vueltas en torno a un tema en elaborados arabescos.
—Creo que tiene razón, inspector. Creo que no tiene mucho sentido.
—¿Se refiere al acto mismo o a la manera en que es considerado?
—Para mí tiene sentido que alguien desee poner punto final a todo.
Hackett le observaba con ironía, su amorfa cabezota ladeada, sus ojillos brillantes y astutos como los de un mirlo.
—Perdone que le pregunte: ¿alguna vez ha pensado en suicidarse?
Quirke rehuyó con presteza aquella mirada inquisitiva.
—¿No le sucede a todo el mundo en algún momento de su vida? —dijo con calma.
—¿Eso piensa? —preguntó Hackett con tono de enorme sorpresa—. ¡Por Cristo nuestro Señor! A mí nunca se me ha pasado por la cabeza. Ni se me ocurriría pensarlo por si terminaba gustándome la idea. ¿Qué haría mi mujer? Sin mencionar a mis dos hijos, en América. Les destrozaría el corazón… —sonrió abiertamente, levantando las esquinas de sus finos labios de sapo—. Al menos, eso espero.
Quirke sabía que se estaba burlando de él: Hackett lo utilizaba a menudo como si fuese el payaso serio que da la réplica al gracioso. Siguieron caminando.
—En cualquier caso, Richard Jewell no se mató, ¿verdad? —dijo Quirke.
—¿Está seguro? —de nuevo el policía se mostró sorprendido, aunque Quirke no sabía si su sorpresa era real o fingida.
—Usted vio la escopeta, la forma en que la sujetaba.
—¿No piensa que alguien pudo encontrarle, recoger la escopeta y colocársela entre las manos?
—Lo he pensado… Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien haría eso?
—No lo sé. ¿Tal vez para que todo quedara en orden? —soltó una risita—. La gente hace las cosas más extrañas cuando se encuentra de improviso con un cadáver… ¿No lo ha comprobado en sus años de trabajo?
En O’Connell Bridge, el fotógrafo con su grasiento sombrero de fieltro estaba fotografiando a una mujer ataviada con un vestido blanco y sandalias, que llevaba de la mano a un niño con una pistola de vaquero de juguete colgada en la cadera; la madre sonreía tímidamente, mientras que el niño fruncía el ceño. Quirke los observó con envidia; huérfano desde muy temprano, no había conocido a su madre, ni siquiera sabía quién había sido.
—En cualquier caso, no me afecta lo que digan los periódicos o sus especulaciones sobre lo que pasó. Yo tengo que hacer mi trabajo, como siempre —dijo el inspector Hackett, y de nuevo ahogó una risita—. Déjeme que le diga, doctor Quirke, ¿no formamos una extraña pareja? Conocedores de la muerte, eso es lo que somos nosotros, usted a su manera y yo a la mía —empujó su sombrero aún más hacia atrás, sobre el cogote—. ¿Qué le parece que nos paremos en Bewley a tomar una taza de té?
—Tengo que ir al hospital.
—Ah, olvidaba que es usted un hombre ocupado.
Quirke no comprendía por qué, pero la cena con Sinclair y Phoebe no había funcionado. La comida había sido buena, como siempre en Jammet, y habían bebido dos botellas de un estupendo Chablis, premier cru… O, más bien, Quirke había bebido, mientras que Phoebe sólo tomó una copa y Sinclair olisqueó y dio pequeños sorbos a la suya como si fuese un cáliz envenenado… Pero nada había conseguido mejorar el ambiente de velatorio que se creó en la mesa tan pronto se sentaron. Sinclair se había mostrado más hermético que nunca y prácticamente no había pronunciado una sola palabra, mientras que Phoebe parecía contener la risa, y no porque se estuviera divirtiendo. Sinclair se marchó pronto, murmurando que había quedado con alguien en un pub. Quirke permaneció sentado, con la copa de vino sujeta amorosamente en una mano y la vista perdida en la pared.
—Gracias por la cena. Ha sido estupenda —dijo Phoebe. Quirke se removió ligeramente haciendo crujir la pequeña silla dorada—. Me gusta tu doctor Sinclair —prosiguió su hija con determinación—. ¿Es judío?
Quirke se sorprendió.
—¿Cómo lo sabes?
—No tengo ni idea. Sólo se me ocurrió que lo era. ¡Qué curioso! Nunca habría pensado que existieran judíos irlandeses.
—Es de Cork —dijo Quirke.
—Ah, ¿sí? Sinclair… ¿Es un nombre judío?
—No lo sé. Es probable que cambiaran el apellido.
Ella le observó con una sonrisa desvaída.
—Vamos, Quirke, no te enfurruñes. Pareces un ratón con dolor de muelas —siempre lo llamaba Quirke.
Él pagó la cuenta y salieron. Un suave resplandor grisáceo flotaba en el aire. Hacía poco que Phoebe se había mudado de su piso anterior en Haddington Road, que no le gustaba, a una habitación alquilada en Baggot Street. Quirke le había pedido insistentemente que buscara algo mejor; le había ofrecido pagar la mitad del alquiler, e incluso todo el alquiler, pero ella había insistido, con amabilidad pero con firmeza, en que la pequeña habitación era perfecta. El canal próximo era muy bonito, el trabajo le quedaba a diez minutos andando y podía hacer la compra en Q&L… ¿Qué más necesitaba? Él le dijo que odiaba imaginarla enjaulada en un sitio tan diminuto, sin más que un hornillo eléctrico Baby Belling, y teniendo que compartir el baño con otros dos inquilinos. Sin embargo, desistió cuando ella le miró con aquella sonrisa testaruda que él conocía tan bien. En una ocasión, Quirke le había sugerido que podría vivir con él, pero ambos sabían que aquello era imposible y ella se alegró de que no se volviera a tocar el tema.
Subieron por Kildare Street, pasaron la Biblioteca Nacional y el Parlamento. Un murciélago aleteó sobre ellos en el aire violeta como una rápida mota de oscuridad.
—Deberías llamarlo —dijo Quirke—. Deberías llamar a Sinclair.
Ella le cogió del brazo.
—¿Qué estás tramando? —dijo riendo—. Serías un pésimo casamentero.
—Lo único que digo es que deberías llamarlo.
—Además, si alguien tiene que llamar, debería ser él. ¿No sabes que las chicas no llaman a los chicos?
Él sonrió a su pesar; le gustaba que ella se burlara de él.
—Siento que estuviera tan callado. Ha sufrido un shock; conoce a la hermana de Richard Jewell.
—¿El hombre que se suicidó?
Él volvió la cabeza y la miró.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sé qué?
—Que se suicidó.
—¿No es así? Eso es lo que dice todo el mundo.
—¡Qué ciudad! —suspiró Quirke.
Al final de la calle, doblaron a la izquierda.
—Teniendo en cuenta quién era, sería difícil mantenerlo en secreto —dijo Phoebe.
—Sí. Las noticias vuelan, pero las noticias casi siempre están equivocadas.
En la menguada luz del crepúsculo, la oscuridad parecía irradiar de la densa arboleda que se alzaba tras la verja del parque St. Stephen’s Green, como si la noche anidara allí.
—¿Está saliendo con ella?… ¿Con la hermana? —preguntó Phoebe.
—¿Sinclair? ¿Con Dannie Jewell? No creo. Ella tiene problemas. Ella sí intentó quitarse la vida.
—Ah, debe de ser un rasgo de la familia.
Él dudó un instante, luego dijo:
—Richard Jewell no se mató.
—¿No se mató?
—No, alguien lo hizo por él.
—¡No me digas que fue la hermana!
—Es muy poco probable.
—Entonces ¿quién?
—Ésa es la cuestión.
Ella se detuvo, obligándolo a detenerse.
—¿No estarás involucrándote en esto, Quirke? —dijo con dureza—. Dime que no.
Él rehuyó sus ojos.
—Involucrándome no es la palabra que yo elegiría. Tuve que ir y echar un vistazo al cadáver… El forense local estaba enfermo, era domingo y me llamaron a mí.
—¿Te llamaron?
—Sí, adivina quién.
—¿El inspector Hackett? Ay, Quirke, no puedes resistirte, ¿verdad? Deberías haber sido policía… Probablemente serías mejor que él. Venga, cuéntame.
Él le explicó brevemente lo que había sucedido. Cuando terminó, ya habían llegado a la puerta de la casa. Se había hecho de noche sin que se dieran cuenta, aunque aún flotaba en el aire un tenue resplandor malva. Ella le invitó a subir. Quirke se sentó en la única silla, mientras su hija preparaba café en el hornillo eléctrico que había sobre la encimera de formica de la esquina, junto al fregadero. La mayor parte de sus cosas, que no eran muchas, aún estaba metida en cajas de cartón apiladas a los pies de la estrecha cama. La única luz del cuarto era una bombilla de sesenta vatios sin pantalla, que colgaba del centro del techo como un ahorcado.
—Sí, ya lo sé —Phoebe miró la bombilla—. Voy a comprar una lámpara de pie. No pongas esa cara de reproche. La próxima vez que vengas no reconocerás la habitación. Tengo algunos planes —dijo, mientras le acercaba una taza de café.
Se sentó en el suelo, sobre las piernas dobladas, junto a él y colocó su taza en el regazo. Llevaba un vestido negro con el cuello blanco de encaje y el pelo recogido sobriamente con horquillas tras las orejas. Con aquel aspecto parecía una monja, pensó Quirke, pero no se atrevió a decírselo: ya la había herido bastante en el pasado, era mejor que cerrara la boca.
—Así que, obviamente, piensas que la muerte de Richard Jewell está relacionada de alguna manera con la discusión que tuvo con Carlton Sumner.
—¿Yo he dicho eso? —no lo creía; se dio cuenta de que estaba un poco borracho.
Ella sonrió.
—No necesitas decirlo. Puedo adivinarlo.
—Sí, estás haciéndote una experta en el tema de la muerte.
Los rostros de ambos se ensombrecieron y rehuyeron mirarse. Varios conocidos de Phoebe, entre ellos una amiga, habían muerto violentamente. Ella bromeaba diciendo que deberían llamarla la Viuda Negra, aunque nunca se hubiera casado. Quirke bebió el último sorbo del amargo café y llevó la taza al fregadero. La aclaró y la colocó boca abajo en el escurridor.
—Había algo extraño en aquella casa —dijo mientras se secaba las manos en un paño de cocina—. En Brooklands, me refiero.
—Bueno, teniendo en cuenta que alguien acababa de suicidarse, o de ser asesinado, o lo que fuera…
—No, era otra cosa —dijo él.
Encendió un cigarrillo. Ella lo observaba desde donde estaba sentada. En cierto sentido, él siempre sería un extraño, un extraño íntimo, ese padre que había fingido que ella no era su hija hasta que cumplió veinte años. Y mientras lo contemplaba, con el traje negro demasiado estrecho para aquel corpachón que hacía que su cuarto pareciera enano, se dio cuenta de que, casi sin saberlo, le había perdonado, había perdonado sus mentiras y subterfugios, los años de cruel desinterés, todo aquello. Él estaba demasiado triste y su alma demasiado herida para que ella pudiera continuar recriminándole.
—Cuéntame más cosas de la historia —le dijo con un ligero escalofrío. Se obligó a sonreír—. Háblame de la viuda y de la chica que intentó matarse. Cuéntamelo todo.
David Sinclair se sentía confuso. Estaba molesto con Quirke por su torpe tentativa de emparejarle con su hija aquella noche, y también estaba molesto con Phoebe por seguirle el juego. Además, aquel restaurante atroz le había recordado a la sala de autopsias, con aquella sucesión de platos con pálidos y húmedos cadáveres. Aún tenía el gusto del lenguado en la garganta, ese sabor a limo salado y mantequilla. ¿Por qué había aceptado la invitación? Habría podido inventarse alguna excusa. Siempre había sabido que sería un error dejar que Quirke entablara una relación más cercana que la exigida por la etiqueta profesional. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Ir al cine juntos? ¿Visitarse las mañanas de los domingos? ¿Pasar la tarde en la playa, con termos de té y sándwiches arenosos, la chica y él saltando las olas de la mano mientras Quirke, con las perneras enrolladas y un pañuelo anudado en la cabeza, los observaba sentado en la arena con una complacida sonrisa paternal? No, no, tenía que cortar eso antes de que empezara. Fuera lo que fuese eso.
Y luego estaba la chica, sí. No era gran cosa, con aquella carita severa y el cabello sujeto con horquillas, como si aquel peinado fuese un castigo por haber incumplido alguna regla religiosa. Parecía un retrato en blanco y negro: su pálido rostro, el pelo tirante hacia atrás, el tejido negro azabache de su vestido y el almidonado cuello de encaje. Como si fuese el negativo de una fotografía. Y su actitud, como si supiera algo que nadie más sabía, algo divertido y ligeramente ridículo, era desconcertante. Ésa era la palabra perfecta: desconcertante. Había intentado recordar lo que había oído sobre ella y Quirke, una historia de que Quirke había insistido durante años en que ella no era su hija, sino la hija de su cuñado, Malachy Griffin, el jefe del departamento de Obstetricia del Hospital de la Sagrada Familia, que estaba a punto de jubilarse. En su momento no había prestado ninguna atención al cotilleo. ¿Qué le importaba a él si Quirke había decidido rechazar tener un hogar con hijos no deseados?
Pero Phoebe. Sin embargo, Phoebe. A pesar de todo, no conseguía quitársela de la cabeza y aquello le molestaba.
Oyó el teléfono tan pronto pisó el vestíbulo. Su apartamento estaba en el segundo piso; subió las escaleras de dos en dos, impulsándose con el pasamanos, que estaba ligeramente pegajoso. Estaba seguro de que se trataba de Quirke. Una llamada como la que había recibido hacía dos días, pero esta vez no sería para requerirle que fuese a trabajar, sino para otra cosa. ¿De qué podía tratarse? ¿Otra cita con él y con su hija? Seguramente no. Llegó al rellano del segundo piso sin aliento y un tanto mareado; el teléfono seguía sonando. Quienquiera que fuese el que llamaba, estaba decidido a hablar con él. Entró en el piso a toda prisa y atropelladamente se llevó el receptor a la oreja. ¿Por qué se comportaba de aquella manera? Sabía la razón, desde luego; por improbable que fuera, estaba seguro de que se trataba de Quirke, que le llamaba para hablarle de Phoebe.
Estaba tan confuso que, al principio, no reconoció la voz, y cuando lo hizo tuvo que contenerse para no delatar su decepción.
—Dannie, ¿te encuentras bien? —preguntó, aunque sabía, por supuesto, que la respuesta era no.
Dejó que el taxi siguiera hasta el final de Pembroke Street; no deseaba bajarse justo delante del portal, aunque no sabía por qué. Cuando ella le abrió la puerta, iba con bata. No había encendido la luz de la escalera al bajar, así que subieron al piso a oscuras. En el tragaluz que había sobre la puerta de entrada brillaba tenuemente una estrella solitaria con forma de estilete. Dannie no había dicho ni una sola palabra. Un mal presentimiento aguijoneaba a Sinclair, casi podía notar cómo se derramaba dentro de él igual que un repugnante líquido aceitoso. ¿Por qué había contestado aquel maldito teléfono? Ahora no tenía escapatoria. Dannie lo retendría toda la noche. Él ya había pasado por eso: la avalancha de palabras, las lágrimas, los tenues gemidos, los ruegos pidiendo comprensión, ternura, piedad. Llegaron a la puerta abierta del piso y, cuando ella entró arrastrando los pies, él permaneció un instante en el umbral, preguntándose si sería capaz de dar media vuelta y salir corriendo escaleras abajo tan rápido como había corrido en su casa escaleras arriba para contestar su angustiada llamada de socorro.
El piso tenía aquel olor familiar, opaco y dulzón, que aparecía cuando Dannie sufría una de sus recaídas. Era como el olor del cabello cuando no se ha lavado en mucho tiempo; quizá era justo eso. Dannie tenía dos comportamientos claramente diferenciados. La mayor parte del tiempo era una hija de clase media, serena y segura de sí, amante de los placeres, un poco aburrida, un tanto mimada. Entonces algo ocurría, alguna combinación química en su cerebro provocaba una reacción equivocada, y ella se hundía en lo que parecía un abismo sin fondo de dolor y amarga angustia. Sus amigos temían esos lapsos y en cuanto aparecía el primer síntoma buscaban excusas para no estar disponibles. Pero Sinclair era incapaz de rechazarla cuando se hallaba así, tan triste y desvalida. Aunque también resultaba muy irritante, es cierto. Su despiadado sufrimiento era muy difícil de soportar y, después de horas aguantando su martilleo, sentía deseos de sujetarla por los hombros y sacudirla hasta que le castañetearan los dientes.
Una vez que la depresión desaparecía y recuperaba el equilibrio, Dannie se deshacía en disculpas, inclinando la cabeza de esa forma infantil propia de ella y soltando avergonzadas risitas. Aunque nunca lo habían hablado, sabía que ella le agradecía muchísimo que no se aprovechara de su estado cuando se encontraba hundida, pues Dannie entonces hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa para conseguir una migaja de simpatía. Más de una vez Sinclair se había sentido tentado, cuando ella caía en sus brazos y se aferraba a él, pero siempre recordaba un sabio y cruel dicho de sus días de estudiante: con los locos no se juega. En cualquier caso, sospechaba que a ella no le interesaba mucho ese tipo de historia. Tenía un aire de virgen corrompida, si algo así era posible. Pobre Dannie, tan hermosa, tan dañada, tan digna de lástima.
En la habitación principal, se sentaron en el asiento corrido del ventanal abombado que daba a la calle vacía. Aunque casi era medianoche, un resplandor azulado flotaba en el aire y las farolas brillaban débilmente.
—Siento lo de tu hermano —dijo Sinclair. No sabía qué otra cosa decirle.
—¿De verdad? —preguntó ella con desgana—. No sé si yo lo siento. ¿No es raro? —miraba la calle. Parecía tranquila excepto por sus manos, que movía en el regazo convulsivamente, como si las estuviera lavando—. Tal vez no es extraño. Tal vez nadie se entristece de verdad cuando alguien muere, sólo lo aparenta. ¿No se dice que no nos lamentamos por la persona que ha muerto, sino por nosotros mismos, porque sabemos que también moriremos? Y así y todo la gente llora junto a la tumba, y no creo que sienta tanta lástima de sí misma como para llorar, ¿verdad? ¿Alguna vez te has fijado en los niños durante un funeral, lo hartos que parecen, lo enfadados que están por tener que asistir a algo tan aburrido, de pie en el frío y bajo la lluvia, mientras el cura pronuncia oraciones que ellos no pueden entender y todo el mundo se comporta de forma tan solemne? Recuerdo cuando papá murió y yo…
Sinclair se dejó llevar por sus pensamientos. A pesar de todo, estar sentado ahí en la oscuridad, mientras la voz de la joven caía sobre él como un bálsamo caliente, tenía un efecto sedante… Sedante, siempre que no prestara atención a lo que decía. Recordó un encuentro, si podía llamarse así, que él había presenciado entre ella y su hermano fallecido. Había sucedido una tarde de primavera, mientras Sinclair y Dannie caminaban por Dawson Street. Habían estado en McGonagle bebiendo y Dannie estaba un poco achispada. Hablaban y se reían de dos escritores que se encontraban junto a ellos en el bar y que habían estado discutiendo, en plena borrachera, sobre si el país podía aún jactarse de tener un campesinado digno de ese nombre. A las puertas del Hibernian se detuvo un reluciente Mercedes negro de maletero cuadrado conducido por un chófer; tres hombres salieron del hotel, hablando a voces y riendo. Al verlos, Dannie enmudeció bruscamente y, aunque continuó caminando, Sinclair la sintió titubeante y recelosa, como un corcel nervioso que se aproximara a un salto difícil. Uno de los hombres era Richard Jewell. Ella lo había reconocido antes de que él la viera; entonces él se giró hacia ellos, tal vez porque sintió su mirada, y cuando la reconoció también vaciló un instante y luego echó la cabeza atrás, las aletas de su nariz se ensancharon y sonrió. Era una sonrisa extraña, feroz de alguna manera, casi un gruñido. Los hermanos no se saludaron, se limitaron a intercambiar aquella mirada rauda e intensa, sonriendo uno y la otra con aspecto de haber sido súbitamente golpeada. Jewell se volvió hacia sus compañeros, se despidió con unos golpes amistosos en los hombros y subió a toda prisa al asiento trasero del Mercedes, que arrancó con suavidad alejándose del bordillo. Sí, dijo Dannie entre dientes, sí, aquél era su hermano. Estaba muy pálida y caminaba deprisa, con la espalda envarada y la vista al frente. Estaba claro que no iba a hablar más del tema y Sinclair no preguntó. Pero recordaba la expresión tensa y dura en el rostro de Dannie y la manera casi violenta en que caminaba, con la espina dorsal rígida y los hombros alzados de forma exagerada. McGonagle y los graciosos escritorzuelos borrachos habían caído en el olvido.
—… y, sin embargo, es extraño cómo la gente desaparece cuando muere —estaba diciendo ahora—. Me refiero a que están todavía aquí, su cuerpo está todavía aquí, pero ellos se han ido. Lo que fuera que ellos eran se ha extinguido, como una luz que se acabara de apagar —se calló y giró su rostro hacia Sinclair, sentado a su lado, una figura opaca en la claridad postrera del crepúsculo—. Me alegro de que esté muerto —dijo casi susurrando, como si hubiera alguien en la habitación que pudiera oírla—. Sí, me alegro.
Vio que ella estaba llorando, las lágrimas corrían por su rostro sin que pareciera darse cuenta. Pensó en algo que decirle, algo que la consolara, que estaba siendo muy dura consigo misma, que estaba en estado de shock, algo parecido, pero las palabras no le salían e, incluso si lo hubieran hecho, él sabía que estaban fuera de lugar, palabras débiles y necias, incluso ridículas en aquellas circunstancias. Él no sabía cómo comportarse ante el dolor ajeno.
—Cuéntame qué ocurrió —le dijo.
Ella estaba absorta de nuevo. Al oír sus palabras, dio un respingo, como si la hubiera arrancado del sueño, y frunció el ceño:
—¿Qué ocurrió dónde?
—En Brooklands. El domingo.
Se detuvo un instante a pensar antes de hablar.
—No me dejaron verlo. Yo quería, pero no me dejaron. Me imagino que tenía un aspecto terrible, con la sangre y todo eso. Fue un disparo con su propia escopeta, aquella que le gustaba tanto —se volvió hacia él de nuevo y habló rápidamente, con urgencia—. Primero dijeron que él se había disparado, pero luego llegó un policía, un detective, y dijo que no, que otra persona lo había hecho. Pero ¿quién iba a ir allí un domingo y dispararle? ¿Quién haría eso? —salió de la sombra y buscó su mano, que reposaba sobre el banco, la sujetó, la apretó—. ¿Quién haría algo así?
Sinclair fue a la cocina a preparar café para ambos. Dannie tenía toda clase de electrodomésticos caros para cocinar que él estaba seguro de que nunca usaba. «Pobre chica rica», pensó y sonrió irónicamente. Mientras esperaba que hirviera el café, se aproximó a la ventana con las manos en los bolsillos y recorrió la calle con la vista, pero no vio nada. Intentó imaginar lo que había sucedido en Brooklands, un lugar que nunca había visto. Quirke le había descrito la escena: el despacho sobre las cuadras, al que se llegaba por una escalera exterior de madera; la mesa; el cuerpo dislocado sobre ella; la mancha en la ventana como una gigantesca flor roja. Alguien había subido por aquella escalera sin hacer ruido, se había aproximado sigilosamente a Richard Jewell por la espalda y cuando Jewell se dio la vuelta le apuntaban los cañones gemelos de una escopeta que reconoció de inmediato, una Purdey calibre doce con cañones de veintiséis pulgadas, expulsora automática y una culata de castaño turco. El padre de Sinclair había trabajado toda su vida en la propiedad de los condes de Lismore y Sinclair sabía de armas de caza. A su espalda, el café había empezado a borbotear sobre el fuego.
Hasta las primeras horas de la madrugada no logró persuadir a Dannie para que se acostara. Estaba agotada, pero continuaba hablando, dando vueltas al tema de la muerte y lo difícil que es saber cómo comportarse frente a ella. Él le hizo tomar una pastilla, que seleccionó entre la legión de botellitas marrones que ella tenía colocadas en un estante del armarito del baño. Dannie no apartó la colcha, sino que se tendió sobre ella sin quitarse la bata y se colocó de costado, con las rodillas dobladas y una mano bajo la mejilla, mirando más allá de él, a las sombras. Sinclair apagó la lámpara de la mesilla y se sentó a su lado, en una silla de respaldo recto. Así estuvo durante largo tiempo, mientras encendía un pitillo con otro y bebía los posos fríos de café de su taza.
Alrededor de ellos, la ciudad estaba silenciosa. Cuando ella habló, él dio un brinco, ya que pensaba, esperaba, que estuviera dormida.
—Esos pobres huérfanos —dijo.
No la comprendió; en la oscuridad tampoco podía ver su cara, su expresión. Richard Jewell sólo tenía una hija, él lo sabía, y además la madre de la niña no estaba muerta. Entonces ¿a qué huérfanos se refería? Pero ella no añadió ni una palabra más; la pastilla empezaba a hacer efecto y su respiración adquirió un ritmo lento y profundo, y él sintió cómo su conciencia la abandonaba. Esperó otro cuarto de hora, observando cómo la luz fosforescente del segundero de su reloj daba vueltas a la esfera. Se levantó de la silla con cuidado, sintiendo una repentina punzada de dolor en una rodilla entumecida, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
No encontró el interruptor de la luz en el rellano y tuvo que bajar las escaleras a tientas, con el corazón acelerado por el exceso de café y de cigarrillos. En el tragaluz sobre la puerta todavía brillaba la estrella en forma de daga. Al salir del portal, sintió el aire frío y húmedo en el rostro, dobló a la izquierda y se encaminó a Baggot Street. Pensaba que la calle estaba vacía cuando una joven, casi una niña realmente, salió de la oscuridad de un dintel y le preguntó si tenía fuego. No podía tener más de dieciséis años. Su rostro era pálido y delgado, y sus lívidas manos le hicieron pensar en garras. En aquel instante, sin ninguna razón, le vino a la cabeza la imagen nítida del rostro de Phoebe, sonriéndole levemente desde el otro lado de la mesa del restaurante. Sin prestar atención a la caja de cerillas que él le tendía, la chica le preguntó si le apetecía pasar un rato con ella. Él dijo que no y luego se disculpó, sintiéndose ridículo. Se alejó, mientras la puta le soltaba una ingenua obscenidad.
«¿Qué huérfanos?»