Cuando se propagó la noticia de que Richard Jewell había sido encontrado con la cabeza reventada y con una escopeta entre las manos, limpias de sangre, pocas personas ajenas al círculo familiar o pertenecientes al mismo consideraron su muerte una gran pérdida. Jewell, a quien sus detractores más ingeniosos habían bautizado como Diamante Dick, era un hombre rico. El grueso de su fortuna provenía de su padre, el tristemente famoso Francis T. Francie Jewell, que llegó a ser alcalde y el dueño de una exitosa cadena de periódicos, entre ellos el temido y sensacionalista Daily Clarion, el diario más vendido de la ciudad. El viejo Jewell era un diamante en bruto, propenso a venganzas violentas y enemigo a muerte de los sindicatos, pero su hijo, aunque también vengativo y sin escrúpulos, había conseguido limpiar el nombre de la familia mediante actos de filantropía rodeados de una bien orquestada publicidad. Richard Jewell era un conocido mecenas de orfanatos y de escuelas de discapacitados, y el flamante pabellón Jewell del Hospital de la Sagrada Familia estaba en la vanguardia de la lucha contra la tuberculosis. Ésas y otras iniciativas similares en una ciudad castigada por la pobreza y con una mala salud endémica deberían haber convertido a Dick Jewell en un héroe, pero ahora que estaba muerto, muchos ciudadanos se declaraban dispuestos a bailar sobre su tumba.
Su cadáver fue descubierto a primera hora de la tarde del domingo en el despacho que tenía sobre las cuadras de Brooklands, una finca en County Kildare que era propiedad suya y de su esposa. Maguire, el capataz, había subido por la escalera exterior para informarle sobre un caballo que cojeaba y que con toda probabilidad no podría participar en la carrera prevista para el siguiente jueves en Leopardstown. La puerta del despacho estaba entreabierta, pero a Maguire no se le hubiera ocurrido entrar sin dar antes unos golpes con los nudillos. En aquel mismo instante presintió que algo andaba mal. Cuando más tarde se le pidió que describiera el porqué de aquella sensación, no pudo hacerlo. Tan sólo dijo que se le había erizado el cabello en el cogote, y añadió que recordaba claramente haber escuchado el relincho de Blue Lightning en la quietud del cercado. Blue Lightning era el caballo favorito de Dick Jewell, un ejemplar de tres años con un futuro muy prometedor.
El disparo había arrancado a Jewell de su silla y le había lanzado sobre la mesa, dejándole postrado en un extraño ángulo. De la esquina más alejada colgaban un trozo de mandíbula, unos cuantos dientes y un fragmento ensangrentado de la columna, únicos restos de lo que había sido su cabeza. En el ventanal situado frente a la mesa había una gran salpicadura de sangre y sesos como una peonía gigantesca con un agujero abierto en el centro, por el cual se veía un paisaje de prados ondulantes que se perdían en el horizonte. A Maguire, al principio, le costó comprender lo que había sucedido. Parecía que el hombre se había pegado un tiro, pero Diamante Dick Jewell era la última persona de la que Maguire, o cualquiera, habría pensado que se volaría la tapa de los sesos.
Los rumores y las especulaciones no tardaron en dispararse. El hecho de que todo hubiera sucedido en una somnolienta tarde de domingo, mientras las hayas que se extendían a lo largo del camino de entrada de Brooklands se agostaban bajo el sol y el aroma a heno y a caballos pesaba en el aire del verano, aumentaba el impacto del suceso. Casi nadie conocía los detalles de lo que había ocurrido. ¿Quién mejor que los Jewell sabía cómo echar tierra sobre un escándalo? Y un suicidio en aquellos días en ese país era un escándalo muy grave, desde luego.
En la redacción del Clarion, situada en Eden Quay, el ambiente era una mezcla de pandemónium y perpleja incredulidad. Los empleados, desde los linotipistas hasta los editorialistas, tenían la sensación de moverse bajo el agua, o a través de un medio más pesado y entorpecedor que el agua, pero al mismo tiempo todo discurría a gran velocidad, como la crecida de un río que se lleva el mundo por delante. El director, Harry Clancy, había acudido desde Portmarnock, donde un caddy, enviado a buscarle en bicicleta, le había alcanzado en el hoyo 12. Aún vestido de golfista, recorría su despacho de un extremo a otro y los tacos de sus zapatos resonaban marciales sobre el suelo de linóleo mientras dictaba un panegírico a su secretaria, la ya madura y ligeramente bigotuda señorita Somers, que lo taquigrafiaba en un cuaderno de papel carbón.
—… fulminado en la flor de la vida —declamaba Clancy— por una hemorragia cerebral —se interrumpió de golpe para mirar a la señorita Somers, que había cesado de escribir y permanecía inmóvil, con el lápiz suspendido sobre la libreta apoyada en su rodilla—. ¿Qué sucede?
La señorita Somers aparentó no escucharle y comenzó a escribir de nuevo.
—… en la flor de la vida… —murmuró, trazando trabajosamente las palabras sobre el barato papel grisáceo.
—¿Qué se supone que debo decir? —preguntó Clancy—. ¿Que el jefe se voló la tapa de los sesos?
—… por una he-mo-rra-gia ce-re-bral…
—Vale, de acuerdo, quite eso.
Clancy se había sentido muy satisfecho al encontrar aquella fórmula más que aceptable para explicar su muerte. ¿No se había producido una hemorragia? Dado que Jewell utilizó una escopeta, tuvo que perder muchísima sangre. El Clarion no mencionaría el suicidio, tampoco sus rivales: los suicidios, por una norma no escrita, no se publicaban en prensa para no herir los sentimientos de los familiares y para evitar que las compañías de seguros los usaran como excusa para no pagar a las familias. No obstante, pensó Clancy, era mejor no publicar una mentira demasiado obvia. Antes o después se sabría que el jefe se había dado de baja —¡Dios, ésa era una buena frase!—, por muy elaboradas que fuesen las mentiras que se contaran.
—Sólo escriba: «A la trágicamente temprana edad de cuarenta y cinco años y en la plenitud de su carrera profesional», y déjelo así.
Metió las manos en los bolsillos y caminó con gran estruendo hasta la ventana y permaneció allí, con la vista clavada en el río. ¿Es que nadie limpiaba aquel cristal? Apenas conseguía ver el exterior. La ciudad relucía bajo el calor y casi podía saborear la carbonilla en el aire polvoriento. El río despedía un olor nauseabundo que ningún cristal sucio, por grueso que fuese, habría conseguido detener.
—Léame lo que lleva escrito —gruñó. Aquel día había estado en plena forma en el campo de golf: tres bogeys y un birdie en el hoyo nueve.
Su secretaria le miró de reojo. Aquel jersey rosa podía ser adecuado para el campo de golf, pero en la oficina le daba un aire de mariquita jubilado. Clancy era un hombre corpulento, con una mata de rizos cobrizos en los que ya se entreveían canas y una red cárdena de venas en los pómulos, testimonio de una vida bebiendo a conciencia. Era él quien debía preocuparse por una posible hemorragia cerebral, pensó la señorita Somers. En los cuarenta años que ella llevaba en el Clarion, era el cuarto director para el cual trabajaba, sin contar a Eddie Randall, que no aguantó la presión y fue despedido a los quince días de su nombramiento. La señorita Somers recordó al viejo Jewell, a quien todos llamaban Francie; unas Navidades, mientras bebían un vino caliente especiado en Mooney, él le había hecho una proposición indecorosa que ella había simulado no comprender. De todos modos, aquél era un hombre de verdad, no como los de ahora, que se hacían llamar periodistas —¿qué había sido de los reporteros?— y se pasaban la mitad de la semana jugando al golf y la otra mitad en el pub.
Clancy había reanudado sus idas y venidas y su perorata.
—… vastago de una distinguida familia de Dublín y un… —se detuvo de nuevo sofocando su ira, mientras la señorita Somers, delicada pero audiblemente, se aclaraba la garganta—. ¿Qué sucede ahora?
—Perdone, señor Clancy… ¿Qué palabra acaba de decir?
—¿Cuál? —inquirió desconcertado.
—¿Quiere decir vástago? —preguntó la señorita Somers sin alzar la vista del papel—. Creo que es así como se pronuncia, no vastago.
Inmóvil en mitad del despacho, él respiró hondo mientras contemplaba con furia e impotencia la raya blanca que dividía la cabellera plateada por el centro. ¡Maldita solterona amargada!
—Le ruego que perdone mi ignorancia —dijo con fatigado sarcasmo—: Vástago de una distinguida familia de Dublín…
Y un bastardo sin escrúpulos, pensó, capaz de arrancarte el corazón con la misma rapidez con que te miraba. Con gesto impaciente, movió una mano y se sentó tras su mesa.
—Lo terminaremos más tarde —dijo—. Hay tiempo de sobra. Y, por favor, dígale a la operadora que me ponga con Hackett, en Pearse Street.
Pero el inspector Hackett no se encontraba en la comisaría, sino en Brooklands, por supuesto. Y, como Clancy, tampoco estaba de muy buen humor. Acababa de terminar la comida del domingo —una sabrosa pierna de cordero— y se estaba preparando para ir a Wicklow a pescar cuando sonó el teléfono. Una llamada en la tarde del domingo sólo podía ser de su cuñada, amenazando con ir a visitarlos con su prole, o de la comisaría. Hoy, no sabía por qué, al escuchar el timbre agudo del teléfono, había adivinado de quién se trataba y que el asunto era serio. El nuevo policía, Jenkins, había pasado a recogerle en un coche patrulla; él había escuchado el ulular de la sirena cuando aún se hallaba a tres calles de distancia. Su mujer le había preparado un sándwich con los restos del cordero —la tarea esencial de May en la actualidad parecía ser alimentarle— y el peso en el bolsillo del bulto templado del pan y la carne, envuelto en papel encerado, le molestaba. Lo habría arrojado por la ventanilla del coche patrulla tan pronto salieron al campo si no le hubiera parecido una traición.
Jenkins estaba muy excitado. Era su primera misión seria desde que le habían destinado con el inspector Hackett, y el asunto prometía ser importante. Aunque las primeras informaciones de Brooklands sugerían que Richard Jewell se había suicidado, Hackett se mostraba escéptico y sospechaba que había gato encerrado. Jenkins no comprendía cómo el inspector conseguía estar tranquilo, pues, a pesar de todos sus años de servicio, no era probable que se hubiera enfrentado a más de un puñado de asesinatos y ninguno desde luego tan sensacional como éste, en caso de que se tratara de un asesinato. Sin embargo, lo único que parecía preocuparle era haberse visto obligado a cancelar su jornada de pesca. Salió de su casa —su esposa le había seguido con la vista desde la penumbra de la puerta de entrada— con semblante hosco, y lo primero que hizo cuando se metió en el coche fue preguntarle por qué diablos había encendido la sirena si era domingo y prácticamente no había coches en la calle. A partir de aquel momento no pronunció más de una docena de palabras hasta que llegaron al pueblo de Kildare. Allí tuvieron que preguntar cómo se iba a Brooklands, lo que le enojó aún más.
—¿No se le ocurrió mirar el mapa antes de ponerse en camino?
Pero la mayor humillación aguardaba a Jenkins cuando por fin llegaron a Brooklands. Una cosa era un cadáver, y algo muy distinto era un cadáver con sólo un trozo de mandíbula en donde debería estar la cabeza y con un pedacito cartilaginoso de la columna vertebral sobresaliendo de la espalda.
—¡Salga inmediatamente! —gritó el inspector cuando vio que se ponía verde—. ¡Lárguese antes de que vomite sobre las pruebas!
El pobre Jenkins bajó la escalera exterior dando tumbos y, en una esquina del patio empedrado, vomitó lo que quedaba de su comida.
Qué extraño le resultaba a Hackett estar en aquella hermosa casa de campo, con los pájaros cantando y una lámina de sol entrando hasta sus pies por la puerta abierta del despacho de Jewell y, al mismo tiempo, aspirar el viejo olor familiar de una muerte violenta. Y no es que lo hubiera olido a menudo, pero una vez que se percibía no se olvidaba jamás: esa mezcla ligeramente pestilente de sangre y excrementos y algo más, algo tenue, incisivo y larvado, quizá el olor mismo del terror o el de la desesperación. ¿No estaría siendo fantasioso? ¿Podían dejar un rastro la desesperación y el terror? Escuchó el sonido de las arcadas de Jenkins en el patio. No podía recriminar al pobre tipo su debilidad: Jewell era una visión espantosa, arrojado y retorcido sobre la mesa como un sacacorchos y con los sesos esparcidos en la ventana que había tras él. Hackett se fijó en la escopeta, era una belleza: una Purdey, si no se equivocaba.
Jenkins subió a duras penas los escalones de madera, dio un paso dentro del despacho y se detuvo.
—Lo siento, inspector.
Hackett no se giró. Estaba de pie al lado de la mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero echado hacia el cogote. Jenkins se fijó en el brillo de las coderas y de la espalda de la chaqueta azul. Miró por encima del hombro de su jefe a aquella cosa arrojada sobre la mesa como un pedazo de ternera. Se sintió desilusionado. Había esperado que se tratara de un asesinato, pero el cadáver sostenía el arma entre las manos.
Un coche se detuvo en el patio.
—Los forenses —dijo Jenkins, asomándose a la escalera.
Sin moverse, el inspector hizo un ademán tajante con la mano.
—Dígales que esperen un minuto. Dígales —y se rió brevemente— que estoy cavilando.
Jenkins bajó los escalones de madera, sonaron voces en el patio y regresó. Hackett hubiera preferido que le dejaran solo. Siempre sentía una extraña paz en presencia de la muerte; le sobresaltó darse cuenta de que era el mismo sentimiento que tenía últimamente cuando May se iba a la cama temprano y le dejaba en su sillón junto a la chimenea, con una bebida en la mano, observando rostros en las llamas. Ese anhelo de soledad no era un buen signo. No era el olor de la sangre y la violencia, sino aquel otro más dulce a caballos y a heno y a cosas similares el que le llevaba a pensar sobre el pasado, sobre su infancia, sobre la muerte y los seres queridos que ya habían muerto.
—¿Quién lo encontró? —preguntó—. ¿El mozo de cuadra?
—El capataz —contestó Jenkins a su espalda—. Un tal Maguire.
—Maguire, sí —escenas de sangrienta desgracia como aquélla constituían un momento detenido en el tiempo, un segmento rescatado de la corriente rutinaria de las cosas y mantenido en vilo, como un espécimen presionado entre dos láminas de cristal bajo la lente del microscopio—. ¿Oyó el disparo?
—Dice que no.
—¿Dónde se encuentra?
—En la casa. Estaba tan conmocionado que la señora Jewell lo llevó allí.
—¿La esposa está aquí? ¿La viuda? —recordó que la mujer de Jewell era extranjera. ¿Española? No, francesa—. ¿Oyó el disparo?
—No he hablado con ella.
Hackett dio un paso al frente y tocó la muñeca del muerto. Fría. Podía llevar allí horas sin que nadie lo supiera.
—Dígales a los forenses que suban —Jenkins se dirigió a la puerta—. ¿Dónde está Harrison? ¿Viene de camino?
Harrison era el forense local.
—Está enfermo, por lo visto.
—Es más probable que esté en su barco.
—Dicen que tuvo un ataque al corazón.
—¿Cuándo?
—La semana pasada.
—¡Dios!
—Han llamado al doctor Quirke.
—Vale.
Maguire era un hombre corpulento con una gran cabeza cuadrada y manos también cuadradas con venas gruesas como cuerdas, que todavía temblaban visiblemente. Estaba sentado ante la mesa de la cocina en una zona iluminada por el sol, con una taza de té delante y la mirada perdida. Su labio inferior temblaba en el rostro ceniciento. Hackett lo observó con severidad. Aquellos que parecían más duros eran siempre los más vulnerables. Sobre la mesa había un jarrón con tulipanes rosas. Del campo llegaba el sonido de un tractor recolectando el heno en la tarde de domingo para aprovechar el buen tiempo. Habían pronosticado lluvia para el final de la semana. En una repisa sobre el fregadero se oía el grave murmullo de un enorme transistor.
Hackett sólo había coincidido con Richard Jewell en una ocasión, durante una fiesta para recolectar fondos destinados a las viudas de la Garda. Le había dado la impresión de que Jewell tenía ese lustre anodino de los hombres ricos; sólo sus ojos parecían reales, como remaches en una máscara sonriente. Era un tipo apuesto, aunque con un aire lobuno, con demasiados dientes, blancos y grandes, y una nariz como un hacha de piedra. Mientras se movía entre la multitud, saludando sonriente al comisario y al alcalde y haciendo temblar las rodillas de las mujeres, parecía estar exhibiéndose, girando aquí y allá, como si fuese una gema preciosa que admirar y envidiar. Diamante Dick. Era difícil no dejarse impresionar. ¿Por qué iba a quitarse la vida un hombre así?
—¿Le apetece una taza de té, inspector? —le preguntó la señora Jewell.
Alta, delgada y con unos intensos ojos negros, la mujer se hallaba junto al fregadero con un cigarrillo entre los dedos, elegante e inexplicablemente tranquila. Llevaba un vestido de seda gris perla y unos finos zapatos de charol con altísimos stilettos. El cabello, muy negro, estaba recogido hacia atrás, y no llevaba joyas. Algún estilizado pájaro local, digamos una garza, habría desentonado menos en aquel paraje tan irlandés.
—No, gracias, señora —contestó Hackett. Jenkins hizo un ligero ruido y el inspector, girando levemente, le señaló con la mano—. Por cierto, él es el sargento Jenkins.
Tuvo que morderse los labios para no sonreír al pronunciar el nombre de Jenkins. Le sucedía siempre. Por alguna razón, le recordaba una película, que había visto de niño en alguna parte, de un burro que llevaba un sombrero con dos agujeros por los que asomaban sus orejas peludas. Y a decir verdad las orejas de Jenkins eran enormes y ligeramente puntiagudas. Tenía un rostro alargado y muy pálido, y su nuez parecía colgar del extremo de una cuerda elástica. Aunque dispuesto y siempre servicial, no era de gran ayuda. Numerosas son las cosas que surgen en nuestro camino para ponernos a prueba, se dijo Hackett.
—Dígame, señora, ¿se hallaba aquí cuando…, cuando ocurrió? —preguntó con delicadeza.
La señora Jewell enarcó una ceja.
—¿Cuándo ocurrió?
—No lo sabremos con certeza hasta que llegue el forense, pero mis colegas opinan que podría haber sucedido hace unas cuatro o cinco horas.
—En ese caso, no. Llegué a… —miró el reloj de pared que había sobre la cocina—, a las tres, o tres y media. En torno a esa hora.
Hackett asintió. Le gustaba su acento. No parecía francesa, le recordaba más bien a aquella mujer sueca de las películas… ¿Cómo se llamaba?
—¿Existe alguna razón para que su marido…?
Ella casi soltó una carcajada.
—No, por supuesto que no.
Él asintió de nuevo y, frunciendo el ceño, bajó la vista a su sombrero, cuyo borde sujetaba entre las yemas de los dedos. Aquella mujer le hacía sentirse servil y respetuoso, como un aspirante a un puesto de trabajo. Advirtió con sorpresa que todos estaban de pie excepto Maguire, que permanecía sentado a la mesa en estado de shock. ¿Qué le pasaba a aquel tipo? ¿Se había venido completamente abajo?
Centró de nuevo su atención en la mujer.
—Perdone que le diga esto, señora Jewell, pero no parece muy sorprendida.
Ella abrió aún más los ojos; eran extraordinarios, negros y brillantes, los párpados afilados en las esquinas como los de un gato.
—Por supuesto que estoy sorprendida. Estoy… —buscó la palabra—, estoy desconcertada.
Aquello pareció zanjar el tema y el inspector se dirigió al capataz.
—Usted dijo que no oyó el disparo. ¿Es así?
Maguire no se dio cuenta de que se dirigía a él y Hackett tuvo que preguntarle de nuevo, esta vez alzando la voz. El hombre dio un respingo, como si le hubieran empujado por la espalda.
—No —dijo sin levantar la vista del suelo—. Probablemente me hallaba en los gallops.
Hackett miró a la señora Jewell.
—Los gallops son las pistas donde se entrena a los caballos —dijo ella.
Había finalizado el cigarrillo y estaba buscando algo donde dejar la colilla con una vaga y divertida expresión de desorientación, como si nunca hubiera estado en una cocina, ni siquiera en ésta, y se sintiera, al mismo tiempo, admirada y perpleja por todos aquellos extraños utensilios y electrodomésticos. Jenkins vio un cenicero sobre la mesa, lo cogió con presteza y se lo acercó. Fue recompensado con una sonrisa inesperadamente cálida, incluso radiante, y por primera vez Hackett se dio cuenta de lo hermosa que era aquella mujer, demasiado delgada y demasiado fría, pero encantadora a pesar de ello. Y le sorprendió pensar así, ya que nunca había entendido mucho sobre la belleza de las mujeres.
—¿Ha subido al despacho? —le preguntó.
—Sí, por supuesto —respondió ella. Él permaneció en silencio, mientras giraba el sombrero lentamente entre los dedos. La mujer esbozó una media sonrisa—. Estuve en Francia durante la guerra, inspector. No es el primer cadáver que veo.
Ingrid Bergman… Ya lo tenía, ése era su acento. Ella le estaba observando y él bajó la vista. ¿Así que su esposo ya sólo era un cadáver para ella? Qué extraña era, incluso para ser francesa.
De pronto, Maguire rompió a hablar y sus palabras parecieron sorprenderle a él tanto como a ellos.
—Hizo que le limpiara la escopeta. Me la dio ayer y me pidió que se la limpiara —los otros tres le observaban y él les devolvió la mirada, de uno en uno—. Nunca lo hubiera imaginado —dijo con tono asombrado—. Nunca lo hubiera imaginado.
Nadie dijo nada, todos permanecieron tal como estaban antes, como si Maguire no hubiera hablado.
—¿Quién más estaba en la casa? —preguntó Hackett a la señora Jewell.
—Creo que nadie. Sarah, la esposa del señor Maguire, es el ama de llaves de la finca, pero estaba en misa y después tenía pensado ir a ver a su madre. El señor Maguire ya le ha dicho que estaba en las pistas. Y yo venía hacia aquí en el Land Rover.
—¿No hay más empleados? ¿Otros peones, mozos de cuadra…? —se detuvo, pues no conocía los nombres específicos de aquellos trabajos—. ¿Más personal?
—Desde luego, pero hoy es domingo —contestó la señora Jewell.
—Claro, es verdad —el sonido insistente del tractor, aunque lejano, le estaba provocando dolor de cabeza—. ¿Es posible que su marido tuviera en cuenta ese dato, que no habría nadie en la finca?
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez, ¿quién puede saberlo ahora? —unió ligeramente las manos a la altura del pecho—. Debería entender, inspector… —vaciló un momento—. Perdóneme, he olvidado su nombre.
—Hackett.
—Es cierto, disculpe, inspector Hackett. Ha de comprender que mi esposo y yo llevábamos vidas… separadas.
—¿Estaban separados?
—No, no —ella sonrió—. Incluso después de tanto tiempo mi inglés a veces… Lo que quiero decir es que cada uno tenía su propia vida. Es…, quiero decir, era ese tipo de matrimonio —sonrió de nuevo—. Quizá esto le sorprenda un poco.
—No, señora, en absoluto. Sólo estoy intentando comprender las circunstancias. Su marido era una persona muy conocida. Esto va a llenar muchas páginas de los periódicos, habrá muchos comentarios. Todo este asunto es muy… delicado. ¿No es cierto?
—Lo que usted quiere decir es que será un escándalo.
—Lo que quiero decir es que la gente querrá saber, querrá conocer las razones.
—¿La gente? —preguntó ella en tono mordaz, mostrando por primera vez una chispa de pasión, aunque sólo una chispa—. ¿Qué le importa esto a la gente? Mi marido, el padre de mi hija, está muerto. Es un escándalo, sí, pero un escándalo para mí y para mi familia, y para nadie más.
—Sí —dijo Hackett con suavidad, mientras asentía con la cabeza—. Es verdad, pero la curiosidad es insaciable, señora Jewell. Le recomiendo que tenga el teléfono descolgado durante un par de días. ¿Tiene amigos con los que pueda quedarse, alguna casa en la que alojarse?
Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró desde lo alto de su estrecha y elegante nariz.
—Inspector, ¿le parezco el tipo de persona que se esconde? —preguntó con frialdad—. Sé cómo es la gente, conozco cómo les pica la curiosidad, sé lo que significan los interrogatorios. No tengo miedo.
Hubo un breve silencio.
—Estoy seguro de que usted no es ese tipo de persona, señora Jewell —dijo Hackett—. Estoy seguro.
En un segundo plano, Jenkins observaba a la mujer con admirada fascinación. Maguire, aún absorto, dejó escapar un gran suspiro. La señora Jewell, desaparecida su furia, si aquello era furia, giró la cabeza a otro lado. De perfil, parecía un relieve de la tumba de un faraón. El sonido de un coche sobre los adoquines del patio irrumpió en la cocina.
—Ése debe de ser Quirke —dijo el inspector Hackett.
La luz de la tarde había adquirido un tono dorado. Hackett estaba paseando en un paddock detrás de las caballerizas. El césped reseco se quebraba bajo sus pasos, que levantaban nubes de polvo ambarino. Aunque sólo estaban a principios de junio, el campo estaba sediento. Hackett vio al doctor Quirke aproximarse a la casa y se detuvo para esperarle. Aquel hombretón avanzaba vacilante sobre unos pies absurdamente delicados. Más que andar, parecía trastabillar cojeando apenas, como si hubiera tropezado con algo tiempo atrás y todavía estuviera tratando de recuperar el equilibrio. Como de costumbre, vestía un traje de doble botonadura y un sombrero flexible de fieltro negro. Hackett estaba seguro de que si se encontraran por casualidad en medio del desierto del Sahara, Quirke llevaría la misma indumentaria, con la chaqueta abotonada, el sombrero inclinado sobre un ojo y la corbata estrecha con el nudo torcido.
—Doctor Quirke —dijo a guisa de saludo—, ¿nunca ha pensado que nos hemos equivocado de trabajo? Parece que sólo nos encontramos cuando alguien ha muerto.
—Igual que empleados de una funeraria —contestó Quirke. Alzó su sombrero y se pasó la mano por las cejas, brillantes por la humedad—. ¡Qué calor!
—No se queje, después del invierno que hemos tenido —se dieron la vuelta para contemplar la casa y las caballerizas dispersas—. Bonito lugar. Y pensar que es tan sólo el rinconcito que Diamante Dick tenía en el campo.
La casa era tan grande como una mansión, con elegantes ventanas georgianas y una escalinata de granito que conducía a la puerta principal, flanqueada por dos sólidas columnas blancas. Las paredes estaban cubiertas de hiedra y parra virgen, y cada una de las cuatro altas chimeneas de ladrillo color miel tenía una docena de sombreretes por lo menos.
—¿Conoce a la viuda?
Quirke seguía contemplando la casa.
—Sí, la conocí no recuerdo dónde, en algún acto.
—¡Ah! Los Jewell no se perdían un acto.
Ambos eran conscientes de la tensión, ligera pero palpable, que había entre ellos. La muerte tenía ese efecto; era embarazosa, como un mal olor. Hablaron de Harrison y su ataque al corazón. Quirke comentó que no le había molestado que le llamaran el domingo, y Hackett pensó que a los solteros, claro, no les importaban los domingos. Aunque había oído que Quirke estaba saliendo con una mujer… ¿Una actriz, tal vez? Prefirió no preguntar. La vida privada de Quirke era, en las mejores circunstancias, complicada. Si es que existía vida privada en aquel país, pensó el detective.
Se dirigieron hacia la casa paseando a través de la hierba reseca.
—¿Ha echado un vistazo a su señoría? —preguntó el inspector.
Quirke asintió.
—Menudo estropicio.
—Desde luego —Hackett hizo una pausa—. ¿Y qué piensa?
—Bueno, no hay duda sobre la causa de la muerte —contestó Quirke, tajante.
Dejaron el paddock y Hackett cerró la puerta de la verja. De una de las cuadras escapó un sonoro relincho y retumbó el sonido de una coz contra la madera. La agitación se contagió a los demás caballos, aunque el revuelo duró un instante. Una sensación de desasosiego teñía la calma del domingo, ¿o era sólo su imaginación? No, la muerte violenta tenía una presencia incuestionable; Hackett ya había sentido el susurro de su manto oscuro en otras ocasiones.
—Esto va a hacer ruido. Me pregunto qué dirá el Clarion —se rió entre dientes.
—Publicará la verdad sin miedo. Como siempre.
Esta vez rieron ambos.
—¿Y qué será? —preguntó Hackett.
—¿El qué?
—La verdad.
—Ésa es una buena pregunta.
Llegaron a la casa y se detuvieron para admirar su noble fachada.
—¿Hay un heredero? —musitó Hackett.
—La viuda heredará, digo yo.
—No me parece que esté preparada para dirigir un negocio periodístico.
—No lo sé, después de todo es francesa y ellos son diferentes.
—¿Qué edad tiene la hija?
—No estoy seguro… Es una niña. Supongo que debe de tener ocho o nueve años.
Jenkins vino hacia ellos desde la esquina de las cuadras, lívido y todavía tembloroso.
—¿Ya han terminado esos tipos? —le preguntó Hackett. No sabía por qué los equipos forenses siempre le irritaban.
—Están acabando, inspector.
—Ésos no terminan nunca.
Cuando subieron al despacho, el jefe del laboratorio y su ayudante estaban guardando las cosas en sus maletines cuadrados de cuero negro y preparándose para marchar. El de más edad, un tipo corpulento con papada y mirada apesadumbrada, se llamaba Morton.
—¡Por los clavos de Cristo! —dijo quejumbroso—. ¡Escopetas!
—Bueno, son rápidas, de eso no hay duda —observó Hackett en tono ligero.
El ayudante de Morton era tartamudo y pocas veces hablaba. Hackett no conseguía recordar su nombre. Ah, Phelps, eso era. Morton y Phelps, parecía el nombre de un dúo cómico de la radio. El pobre Jenkins miraba a todas partes, excepto a lo que quedaba de Diamante Dick Jewell.
—El informe estará listo mañana por la mañana, ¿verdad? —dijo Hackett a Morton, que alzó la vista como única respuesta; pero el inspector no pensaba permitir que le ignorara—. ¿A las nueve lo tendré ya en mi mesa?
—Estará listo cuando esté listo —murmuró Morton, mientras cogía su maletín.
Una sonrisa burlona apareció en la cara de Phelps, que se mordió el labio. Los dos salieron y descendieron la escalera con gran estruendo.
—¿Qué clase de equipo es el nuestro con expertos como esos dos payasos? —preguntó Hackett, sin dirigirse a nadie en particular. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y tropezó con el bulto del bocadillo, blando y todavía caliente.
De pie en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos del pantalón, Quirke miraba detenidamente el cuerpo sobre la mesa.
—No hay ninguna nota. ¿No escribió ninguna nota de despedida o usted ya la ha encontrado? —Hackett no contestó. Ambos intercambiaron una mirada—. Esto no es lo que uno espera de tipos como Richard Jewell.
Jenkins, con las orejas aguzadas, los observaba expectante.
Hackett suspiró, cerró los ojos y con el pulgar y el índice presionó el puente de su nariz, tan informe como una patata y de un tono grisáceo similar.
—¿Está insinuando que podría no ser un suicidio? —preguntó, mientras abría los párpados y miraba a Quirke.
—¿Hacia dónde se dirigen sus sospechas, inspector? —dijo Quirke con tono teatral. Ambos, que de jóvenes habían sido espectadores entusiastas de cine, esbozaron una sonrisa algo lúgubre.
—Venga, vayamos a hablar con la sufriente viuda —dijo Hackett.
En realidad, Quirke recordaba perfectamente dónde había conocido a Françoise d’Aubigny, pues con ese nombre se presentó la independiente esposa de Richard Jewell. No sabía por qué se lo había ocultado al inspector. Había sucedido el verano anterior, durante el cóctel que dio la embajada francesa para celebrar el día de la Bastilla. Acababa de producirse un pequeño percance diplomático: alguien había rechazado estrechar la mano del embajador, un viejo petainista de modales exquisitos, majestuosa melena plateada y un siniestro tic en la mejilla izquierda. Quirke se aproximó a la mujer, que estaba sola junto a la ventana contemplando el jardín. No sabía qué le había atraído de ella, quizá su belleza clásica y ligeramente severa. Estaba pálida y tensa, llevaba un traje largo de una diáfana blancura y de talle alto, un vestido estilo Imperio, creía él que se llamaba. Una cinta escarlata sujetaba su pelo, también recogido en lo alto. En la luz dorada del jardín, la mujer parecía un retrato de Jacques-Louis David. Sostenía una flauta de champán con los dedos de ambas manos entrelazados y cuando él le habló estuvo a punto de dejarla caer del sobresalto. La mirada que le lanzó, obsesiva y atormentada al mismo tiempo, sorprendió a Quirke. Pero ella se rehízo enseguida y aceptó un cigarrillo.
¿De qué habían hablado? No lo recordaba. Del tiempo probablemente y sin duda de Francia, teniendo en cuenta la fecha y el lugar en que se encontraban. Ella mencionó a su marido, aunque no dijo de quién se trataba; tan sólo le confesó con una sonrisa que se hallaba allí y que no estaba muy contento, pues ella era la persona que se había negado a estrechar la cuidada mano del embajador con su carísima manicura.
—Mi hermano estaba en la Resistencia —dijo y se encogió ligeramente de hombros—. Murió.
Para entonces, otras personas se habían acercado a la ventana y Quirke se despidió. Más tarde, cuando Isabel Galloway, que estaba en la fiesta, le contó quién era aquella francesa, Quirke se sintió sorprendido y también un poco desconcertado: nunca hubiera pensado que Richard Jewell fuera la clase de hombre que se casa con la clase de mujer que él suponía era Françoise d’Aubigny. Isabel, por supuesto, se había sentido molesta y había querido saber sobre qué habían estado confabulando, ésa fue su expresión, ellos dos en la ventana, como si fuesen Danielle Darrieux y Gérard Philipe, u otros actores parecidos. Isabel pensaba que los celos, súbitos y violentos, eran un tributo necesario del amor. Ella y Quirke llevaban juntos sólo… ¿Cuánto? ¿Medio año? Durante ese tiempo habían vivido algunos pasajes tormentosos: Isabel era una actriz y ejercía su teatralidad tanto dentro como fuera del escenario.
Hackett le estaba hablando.
—¿Perdón?
Se encontraban ante la puerta principal, esperando a que alguien respondiera a los golpes que acababan de dar. Jenkins había sido enviado al despacho de Jewell para hacer compañía al cadáver, según le dijo Hackett a Quirke con un guiño.
—Le preguntaba qué debemos decirle. A la esposa, me refiero.
—No me corresponde a mí decirle nada. El detective es usted —repuso Quirke.
—Ya lo he intentado antes y no he averiguado nada.
Sarah Maguire, el ama de llaves, abrió la puerta. Era una criatura macilenta, con pelo de ratón y modales huidizos, como si temiera recibir un golpe en cualquier momento. Sus ojos claros estaban enrojecidos por el llanto. Se echó hacia atrás para dejarlos pasar y, sin una palabra, les guió por el enorme vestíbulo a través del brillante parqué. El lugar olía a flores, a cera de muebles, a dinero.
La señora Jewell, Françoise d’Aubigny —¿cómo debía llamarla?, se preguntaba Quirke—, los esperaba en el salón. Al pasar, los dos hombres sintieron que se adentraban en una tupida gasa, tan densa era la luz que irrumpía por las cuatro altas ventanas de guillotina, distribuidas, dos y dos, en paredes contiguas. Estaban abiertas por la mitad superior y las amplias cortinas de muselina danzaban lánguidamente, como velos, en la brisa. La señora Jewell, de pie en un lateral, sujetaba algo en su mano izquierda, un objeto parecido a una bola de cristal. Se giró apenas y los miró por encima del hombro izquierdo. Qué delgada era, qué estilizado era su rostro con los altos pómulos y la pálida y alta frente. Era mucho más hermosa de lo que recordaba Quirke. Con una media sonrisa, ella le observó intrigada. ¿Recordaría su breve encuentro de hacía un año? No, seguro que no.
—Les presento al doctor Quirke —dijo Hackett—. Ha venido a sustituir al doctor Harrison, el forense local, que no se encuentra bien.
Ella extendió con elegancia la mano para que Quirke la estrechara.
—Nos encontramos de nuevo —dijo. La frase pilló por sorpresa a Quirke, que, incapaz de pensar una respuesta, la saludó inclinando la cabeza con torpeza—. ¿Ya ha visto a mi marido? —se comportaba como si estuviera refiriéndose a una visita de cortesía. Sus ojos negros le contemplaban con calma y en su brillo se perfilaba la sombra de una sonrisa irónica, incluso un poco burlona.
—Sí, eso me temo. Lo siento mucho, madame… —Quirke vaciló un instante—, señora Jewell.
—Es usted muy amable —dijo la mujer, retirando la mano.
Quirke se sobresaltó al percibir con el rabillo del ojo que había otra persona en la habitación, una joven de unos veinte años. Estaba reclinada en un sofá, frente a una de las ventanas, con la cabeza echada hacia atrás y las largas piernas extendidas a un lado con los tobillos cruzados. Llevaba unos pantalones de equitación, unas lustrosas botas de montar negras y una camisa de un verde musgo; el pañuelo, que llevaba suelto en torno al cuello, tenía el mismo tono de oro viejo que la tapicería del sofá. Miraba a Quirke y al policía con una expresión de escaso interés. En equilibrio sobre el brazo del sofá había un vaso de cristal tallado con lo que parecía ser un gin-tonic con unos cubitos de hielo y una rodaja de lima. «A poco más de noventa metros de esta habitación y de estas elegantes y serenas mujeres, Richard Jewell está tirado sobre la mesa de su despacho con la cabeza reventada», pensó Quirke.
—Les presento a la hermana de mi marido, Denise —dijo la señora Jewell—. Nosotros la llamamos Dannie.
Quirke se aproximó con la mano tendida, adelantándose a Hackett. Parecían un par de cortesanos patosos, pensó, tropezando uno en los talones del otro en presencia de la reina y de la princesa heredera. Dannie Jewell era tan delgada como la mujer de su hermano, si bien era de tez clara, frente a la tez morena de aquélla. Llevaba corto el cabello, rubio con reflejos cobrizos, y su rostro, ancho en la frente y afilado en la barbilla, tenía un parecido casi impactante con el del hombre que yacía muerto en su despacho, al otro lado del patio empedrado. Apenas alzó la cabeza del respaldo del sofá cuando, sin sonreír, estrechó la mano de Quirke y luego la del inspector. Dijo algo, pero tan bajo que resultó inaudible, lo que hizo que ambos hombres se inclinaran ostensiblemente hacia ella. Dannie Jewell carraspeó:
—Soy su medio hermana —aclaró en un tono un tanto desafiante—. No tuvimos la misma madre.
Los dos hombres, como si fuesen uno, se giraron al tiempo hacia Françoise d’Aubigny.
—Mi suegro se casó dos veces, ambas mujeres murieron. Una pena —dijo.
Aquella declaración parecía requerir algún comentario, pero ninguno de los dos hombres encontró la frase adecuada y, en el incómodo silencio que siguió, Françoise d’Aubigny tomó de nuevo la palabra:
—Tengo la sensación de que llevo horas ofreciendo té a la gente. ¿Qué le apetece tomar, doctor Quirke? —preguntó. Levantó su vaso de la mesa baja donde se encontraba—. Como pueden ver, Dannie y yo necesitábamos algo más fuerte que un té. ¿Le pido a Sarah que les traiga algo, tal vez un whisky? —se volvió hacia Hackett; la esquina de su boca temblaba burlona—. Aunque imagino, inspector, que usted está «de servicio».
—Efectivamente, señora —dijo Hackett, impasible.
Quirke declinó también el ofrecimiento y ella se llevó la mano a la frente en un gesto que hasta la propia Isabel Galloway hubiera calificado de teatral.
—Qué extraño es todo esto. Y, al mismo tiempo, resulta familiar, como algo que uno podría leer en el periódico.
—¿Fue usted quien llamó a los guardias? —preguntó Hackett—. Me dijeron que fue una mujer, pero que no quiso dar su nombre.
Durante un instante la señora Jewell pareció confusa, luego asintió.
—Sí, sí, fui yo quien llamó —sus ojos iban del detective a Quirke y de Quirke al detective—. Parece que todo pasó hace mucho tiempo.
La habitación quedó en silencio, excepto por el sonido susurrante de las cortinas al ondear. Dannie Jewell se levantó del sofá.
—Tengo que irme —anunció—. ¿No te importa, Françoise?
Hackett se volvió hacia ella.
—¿Podría quedarse un minuto más, señorita Jewell? —dijo con su sonrisa más paternal.
La joven frunció el ceño.
—¿Para qué?
—Estoy intentando hacerme una idea de la…, de la secuencia de los acontecimientos. Y me interesa hablar con todos los que estuvieron aquí durante el día.
—Yo no estaba aquí —exclamó ella, casi indignada—. Quiero decir, no estaba aquí cuando…, no cuando…
—Pero, según veo, va vestida para montar —dijo el inspector, sin dejar de sonreír.
Ahora era ella quien parecía confusa.
—Sí, he estado montando. Tengo un caballo en una de las cuadras. Salimos temprano…
—¿Salimos?
—Sí, Toby y yo. Mi caballo.
—¿Así que no oyó el disparo?
—¿Cómo iba a oírlo? Estaba en Curragh, muy lejos de aquí.
Quirke descubrió que el objeto que la señora Jewell sujetaba en la mano izquierda era una bola de cristal en cuyo interior había una diminuta ciudad francesa, con sus casas y sus calles y un castillo con la bandera tricolor ondeando en su estrecha torrecilla.
—Me da la sensación de que estamos siendo…, ¿cómo dicen ustedes?…, interrogadas —dijo ella, dirigiéndose a Hackett, y añadió con una breve risa conciliadora—. Pero seguro que me equivoco.
Dannie Jewell levantó su vaso del brazo del sofá y tomó un largo sorbo, sedienta como una niña. Lo sujetaba con las dos manos y aquel gesto devolvió a Quirke la imagen de Françoise d’Aubigny con la copa de champán ante la ventana de la embajada aquel día, y recordó la mirada que le había lanzado, aquella extraña desesperación. ¿Quiénes eran realmente aquellas dos mujeres y qué estaba sucediendo?
Hackett levantó ambas manos con las palmas hacia arriba en un gesto tranquilizador dedicado a la señora Jewell.
—Sólo estoy haciendo unas cuantas preguntas, señora —su voz era desenfadada—. Es lo único que estoy haciendo.
—Pensaba que no cabía ninguna duda sobre lo que ha sucedido —dijo la señora Jewell y, durante un instante igual que un destello, su aspecto se endureció.
—Bueno —contestó Hackett, todo calma y sonrisas—, ésa es la cuestión: ¿qué sucedió?
Se hizo un silencio de nuevo. La señora Jewell miró a Quirke como si buscara una aclaración antes de volverse hacia Hackett.
—No le entiendo, inspector —con el vaso de ginebra en una mano y la bola de cristal en la otra, parecía una figura alegórica de un cuadro, ilustrando alguna máxima de equilibrio o justicia.
Dannie Jewell se sentó de nuevo bruscamente en el sofá. Con la cabeza baja, tanteó a ciegas el brazo del asiento y tiró el vaso. Entonces se cubrió el rostro con las manos y dejó escapar un sollozo apagado. Los demás la miraron. La señora Jewell frunció la frente.
—Ha sido un día terrible —dijo con un tono de ligero asombro, como si sólo ahora se diera cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido.
Hackett dio un paso hacia ella y se detuvo.
—Señora, no sé si para usted será mejor o peor si le digo que creemos que su marido no se mató.
En el sofá, la joven separó las manos del rostro, se lanzó hacia atrás contra los cojines, violentamente, y alzó la mirada hacia el techo con aparente furia. O quizás era exasperación.
Françoise d’Aubigny frunció el ceño y se inclinó hacia delante ladeando ligeramente la cabeza, como si fuese dura de oído. De nuevo miró a Quirke en busca de ayuda, pero él no dijo nada.
—Pero entonces… —dijo perpleja la señora Jewell—. Pero entonces ¿quién?…