Y finalmente terminó.
Elfriede Kuhr permanecía en el mismo sitio que cuando empezó la guerra cuatro años antes: en Schneidemühl. Por lo menos una escena era exactamente la misma que entonces: la gente se había aglomerado ante la oficina del diario y, al igual que en 1914, la situación evolucionaba con tanta rapidez que las últimas noticias se anunciaban mediante hojas extras redactadas a mano, escritas con lápiz azul sobre papel de periódico. A diferencia de hace cuatro años, sin embargo, ahora la confusión se había vuelto máxima y el consenso reducido al mínimo. Elfriede vio a un niño que lloraba desconsoladamente debido a que había dicho algo inadecuado y alguien de entre la muchedumbre le había dado un bofetón. Los vítores también eran menos numerosos, en cambio, se discutía más y más ruidosamente. Los soldados bajaban por las calles cantando, cogidos del brazo. A un teniente que empezó a gritarles le saltó la gorra de una manotada; pálido, el hombre tuvo que pescarla en la alcantarilla. Unos civiles tildaron a los soldados de traidores. Elfriede se fue corriendo a su casa. No tardó en sonar el timbre de la puerta. Era el amigo de su hermano, Androwski, que se derrumbó en una silla y exclamó: «¡La guerra ha muerto! ¡Viva la guerra!». Al cabo de poco llegó también el hermano. Le faltaban la gorra y el cinturón, el capote de su uniforme estaba roto, los botones arrancados, las charreteras lo mismo, y los parches de cuello le colgaban medio descosidos. Su rostro expresaba conmoción y trastorno. Androwski estalló en carcajadas ante esa visión, luego, tras vacilar unos instantes, también el hermano empezó a sonreír.
Herbert Sulzbach se hallaba entre Beaumont y Saint Eustache, en Bélgica. La orden llegó por la mañana, las hostilidades iban a cesar a las 11 horas. La leyó ante sus tropas con el corazón helado. Muchas veces había soñado con que llegaría este día, y con la paz. En su imaginación siempre constituía el punto culminante de su vida. Ante sí solía verse desfilar por las calles de Fráncfort del Meno, recibiendo las ovaciones de las mismas masas que les vieron partir entre vítores ese día de agosto de hace cuatro años. (¿Cuatro años? ¿De verdad solo han pasado cuatro años? Durante este largo y pesaroso otoño ha tenido la impresión de que más bien se trataba de 20). Y en cambio, lo que hay es… ¿esto? La antítesis de su sueño, su negación: «Aquí estamos ahora, humillados, desgarrados por dentro». Al día siguiente continúan la marcha rumbo a la frontera alemana. Hasta transcurridos unos días no cae en la cuenta de que ha cumplido 50 meses de servicio en el frente sin recibir un solo rasguño. Un destello minúsculo, muy minúsculo, de alegría prende de repente en su ánimo, por lo demás, tan sombrío.
Richard Stumpf todavía se encontraba en Wilhelmshaven. Lo que empezó como una locura acababa en histerismo. Corrían rumores de que les habían traicionado y de que tropas leales al antiguo régimen estaban de camino: «Las calles parecían un manicomio. Gente armada corría como loca sin ton ni son; hasta se veían algunas mujeres arrastrando cajas de municiones. ¡Cuánta locura! ¿Así es como va acabar todo? Después de cinco años de brutales combates, ¿vamos a apuntar las armas contra nuestros propios compatriotas?». Más tarde se hallaba escribiendo cuando de repente le llegó el sonido de vítores, gritos y correteos, de sirenas aullando y de disparos, tanto de armas cortas como de cañones. En lo alto del cielo crepuscular chisporroteaban los cohetes de señalización en una inagotable combinación de rojo, verde y blanco. Pensó: «Un poco más de dignidad no vendría mal».
Andrei Lobanov-Rostovski se hallaba en un campamento de instrucción en Sables d’Olonne, junto a la costa atlántica. Él y su compañía de rebeldes nunca entraron a servir en el frente sino que, por el contrario, vivieron una lenta y desmoralizante espera como reservas en la retaguardia, espera seguida de un brote de gripe española. Él mismo estuvo gravemente enfermo, con alucinaciones febriles, pero se recuperó, aunque entonces le informaron de que había sido destituido como jefe de la compañía, cosa que en el fondo le produjo un gran alivio. Por esta época sintió un amor no correspondido por una rusa afincada en Niza. Durante la ociosidad general dominante siguió leyendo ávidamente tratados de historia, y esos estudios reforzaron su convencimiento de que los bolcheviques no iban a durar mucho en el poder. Aunque él, como tantos otros, auguraba que la guerra se abocaba a su fin no podía imaginarse una vida sin ella y sin el uniforme. «Mi personalidad había sido absorbida por el contexto general. Creo que era una reacción adecuada a la mentalidad bélica y algo que, probablemente, afectó a millones de soldados». Entre sus camaradas oficiales rusos se barajaba la posibilidad de unirse a los blancos y tomar parte de la guerra civil que se cernía sobre Rusia. Lobanov-Rostovski no sabía qué hacer[290]. Esta mañana estaban ejercitándose en el lanzamiento de granadas como de costumbre cuando apareció un oficial francés y muy excitado anunció: «Interrumpa todos los ejercicios. El armisticio está firmado». En el centro de la ciudad se celebraba «un desenfrenado carnaval»; la gente se abrazaba y bailaba por las calles. El jolgorio continuó hasta altas horas de la noche.
La guerra de Florence Farmborough terminó en el momento en que el barco en el que viajaban ella y los demás refugiados zarpó del puerto de Vladivostok. La nave se le antojó un palacio flotante. Subieron a bordo al son de una música, y cuando finalmente entró en su camarote se vio en mitad de un ensueño de sábanas blancas, toallas blancas y visillos blancos[291]. Luego estuvo en cubierta contemplando cómo aquel país llamado Rusia —«al que había amado con tanto sentimiento y servido con tantas ganas»— se desvanecía despacio, muy despacio, hasta que lo único que quedó de él fue una tenue sombra gris en la línea del horizonte. Para entonces una niebla azulada se había levantado sobre el mar impidiéndole ver nada más. Así que bajó a su camarote, y decidió quedarse. La excusa que dio a los demás fue que estaba mareada.
La familia de Kresten Andresen albergó durante mucho tiempo la esperanza de que fuera prisionero de los ingleses, de que tal vez estuviera internado en algún campo lejano, en África, por ejemplo. Nunca más supieron de él, y sus averiguaciones fueron infructuosas[292].
Michel Corday, para variar, no se hallaba en París, sino en una pequeña ciudad de provincias. Como muchos otros, hacía semanas que preveía que el final estaba al caer. Entre las actitudes de la gente con las que se cruzaba hubo de todo hasta el último momento. La alegría por los éxitos era general, las sonrisas numerosas. Algunos, sin embargo, insistían en que no había que conformarse con lo logrado sino seguir, someter a Alemania al mismo tormento que había sufrido Francia e invadirla. Otros no se atrevían a albergar esperanzas; bastantes decepciones se habían llevado ya. Otros aún seguían en sus trece con la idea de que «paz» era una palabra malsonante y se mantenían a la expectativa. Una frase corriente era decir con incredulidad: «¡Quién lo habría dicho hace cuatro meses!». Corday había visto soldados italianos de camino a sus casas, radiantes de felicidad porque su guerra, en la práctica, ya había terminado. Y a las siete de esta mañana el cuartel general local del ejército recibió una comunicación por radio informando de que el armisticio había sido firmado. Doblaron las campanas, por las calles los soldados bailaron con banderas y ramilletes de flores en las manos. Al mediodía oyeron que el káiser Guillermo había huido a Holanda.
Alfred Pollard se hallaba en el cuartel general del cuerpo expedicionario británico en Montreuil. Su batallón había sido enviado allí de nuevo para servir como fuerza de vigilancia. A principios de noviembre la unidad estuvo deambulando en calidad de reserva móvil sin tomar parte en ningún combate, circunstancia que Pollard celebró por sus jóvenes e inexpertos soldados pero que habría lamentado de estar él en su lugar; «habría detestado perderme ese espectáculo». A estas alturas Pollard se había restablecido de la gripe española, y cuando algunos minutos después de las once les llegó la noticia del armisticio, todos «se volvieron locos de alegría». El resto del día se destinó a vitorear, cantar e ir de ronda por las distintas cantinas de oficiales, a brindar por la victoria y a pronunciar palabras en conmemoración de los caídos. Cabe creer que estaba bastante achispado cuando por la tarde alguien le invitó a entrar en el cuarto secreto del comando de operaciones para mirar un gran mapa donde estaban indicadas las posiciones de las divisiones del ejército alemán. Pollard constató satisfecho que la más densa concentración de unidades alemanas estaba desplegada frente a las posiciones británicas, mientras que alcanzaba su densidad más baja frente a los ejércitos americano y belga.
William Henry Dawkins fue enterrado en la puesta de sol del mismo día en que cayó en combate, en un cementerio improvisado algo al sur de la cueva de Anzac. Allí reposan sus restos todavía, a menos de 20 metros de la orilla[293].
Sophie Bocharski estaba dando un paseo por un Moscú frío y nevado en compañía de un grupo de amigos de su época en el ejército. La gran ciudad era un lugar oscuro y deprimente, oscuro también en un sentido literal: tras la mayoría de las ventanas las luces estaban apagadas, y debido a la escasez de gas solo se habían encendido una de cada dos farolas. Muchas tiendas estaban cerradas a cal y canto, algunas con orificios de bala en las paredes. Por las calles no circulaba apenas ni un alma. Un camión con hombres armados pasó de largo: bolcheviques. En una acera vio a dos hombres que quitaban nieve, vestían los viejos uniformes y por las charreteras arrancadas de sus hombros dedujo que se trataba de antiguos oficiales. Luego ella y sus amigos pasaron frente a un anciano que también daba la impresión de pertenecer al grupo de los desclasados, era un hombre «que tenía la testa de un erudito y vendía periódicos con tanta cortesía que nadie le hacía caso». Doblaron por un callejón cubierto de nieve. Entonces vieron avanzar hacia ellos a un grupo de soldados. Bocharski y los demás se pusieron alerta, máxime al descubrir que unos cuantos de ellos cargaban pesadamente con una ametralladora. En el momento en que ambos grupos se cruzaron, Bocharski reconoció de improviso a uno de los soldados, Alexis. Fue un reencuentro alegre pero breve. Él y los demás se habían desmovilizado por cuenta propia. Sin embargo, se les había acabado la comida, y ya apenas circulaban los trenes. Habían decidido llevarse la ametralladora al pueblo, «por si acaso». Ella dijo: «Son tiempos muy lúgubres». Él replicó: «Huelen a sangre».
René Arnaud se encontraba en el frente una vez más, en el fondo de un embudo de granada que provisionalmente cumplía las funciones de cuartel general del batallón. Allí cayó en la cuenta de que acababa de cumplir 25 años y que se le había pasado por alto. De las tinieblas salió un comandante que le dijo que venía a relevarle, a Arnaud se le encomendaba un destino en la retaguardia. Explica:
Comprendí de golpe que para mí la guerra había terminado, que estaba a salvo, de repente me libraba de la cruel angustia que me había oprimido durante tres años y medio; el espectro de la muerte, que me había invadido como invade a los hombres viejos, ya no me acosaría más.
Y se lo enseñó todo a su reemplazo, por una vez sin preocuparse del fuego de las ametralladoras ni de las detonaciones de las granadas, porque «estaba rebosante de júbilo y se me había alegrado el corazón, y tenía la impresión de ser invulnerable».
Rafael de Nogales se hallaba en un vapor rumbo al Bósforo. Veía banderas por doquier, banderas del enemigo: italianas, francesas, británicas. Creía saber que la mayoría de ellas ondeaban sobre casas que pertenecían a «armenios, griegos y levantinos[294]». Por la noche acabó en una fiesta organizada por unas damas griegas que querían celebrar el armisticio. Circulaban rumores. Varios de los líderes del Partido de los Jóvenes Turcos habían huido de la ciudad en una lancha torpedera alemana. En Anatolia se fraguaba una rebelión militar en protesta contra «la intervención en los asuntos internos de Turquía» de las potencias vencedoras y, añade de Nogales, este tipo de intervenciones «continuarán creando graves conflictos armados mientras los aliados persistan en dividir Siria, Palestina, Arabia y Mesopotamia en mandatos y protectorados». Una semana más tarde se dirigió al Ministerio de la Guerra y solicitó la baja. Esta vez se la concedieron, y fue incondicional.
Harvey Cushing seguía ingresado en el hospital de Priez. Este día su asistente se presentó con un espejo de afeitar y un cepillo de uñas y se llevó su guerrera para coserle nuevos distintivos de rango. Pues precisamente este día Cushing fue ascendido a coronel. Durante un tiempo y con creciente asombro, Cushing estuvo estudiando los triunfalistas informes de los periódicos —¡quién iba a pensar que iría todo tan rápido!— y mediante unos alfileres y un poco de hilo fue siguiendo el avance de los ejércitos aliados en un mapa. A las cuatro y media de la tarde él, la gobernanta, el capellán del hospital y un médico colega suyo celebraron el armisticio en su habitación. Lo hicieron sin mayor jolgorio. Estaban sentados frente al fuego del hogar, tomando té y hablando de religión y del futuro.
Angus Buchanan se encontraba en un hospital de campaña en Narunyu. Aproximadamente una semana antes él y el resto de la 25th Royal Fusiliers habían relevado una unidad de infantería sudafricana. Los soldados estaban más bien apáticos bajo el insufrible calor. La hilera de soldados y porteadores se reducía por momentos. Uno de aquellos hombres extenuados y enfermos era Buchanan. Durante un par de días, y pese a la fiebre, se debatió por permanecer en su puesto; haciendo un gran esfuerzo conseguía estar presente cuando pasaban revista por las mañanas. Al final ya no tuvo fuerzas para caminar. Buchanan fue trasladado a un hospital: «Sucumbí, estaba irremisiblemente agotado». Se temió por su vida. Yacía en una choza esperando ser evacuado primero a Lindi y después en barco hasta Dar es-Salaam. Aquí la guerra de Angus Buchanan llegó a su fin. Un hombre uniformado penetró en la choza. Era O’Grady, el comandante en jefe de este sector, persona con quien Buchanan había trabajado antes. O’Grady le dijo unas palabras amables para darle ánimos, se lamentó de que le hubiese ido tan mal. Y después, «cuando se hubo marchado, hundí la cabeza en la penumbra de la angosta choza de maleza y me vine abajo como una mujer».
Willy Coppens se encontraba en el hospital de De Panne, donde recibía tratamiento desde que resultó herido a mediados de octubre. Habían surgido complicaciones. La incisión de la amputación permanecía abierta, y su depresión no había remitido. (Bien es verdad que le habían llovido las medallas, concedidas por casi todas las potencias aliadas, incluyendo Serbia y Portugal; pero pese a que siempre le habían interesado las condecoraciones ahora no sirvieron de mucho. Sabía que no podría lucirlas en su uniforme y comprendía, además, que la inminente paz supondría una depreciación sin igual de las medallas). Al anochecer oyó de repente que el sonido de violentos gritos, vítores y risas rebotaba en oleadas por las salas, las escaleras y los pasillos. En sus oídos el alborozo se distorsionaba hasta semejar los estertores finales de un moribundo, si bien era un sonido infinitamente más fuerte y deformado. Acababan de anunciar el armisticio. Coppens estaba hecho un lío: «Debería haber experimentado una gran alegría, y en cambio era como si una mano fría me apretase la garganta. Me invadió la angustia ante el futuro. Comprendí que una fase de mi vida tocaba a su fin».
Olive King se hallaba en Salónica, donde acababa de llegar procedente de Inglaterra. (La razón por la cual había viajado a Inglaterra era que precisaba tramitar una serie de permisos oficiales imprescindibles para poder realizar su próximo gran proyecto, es decir, la creación de toda una cadena de cantinas destinadas a aliviar las necesidades de los refugiados y soldados serbios que volvían a casa). El viaje a Inglaterra había sido una experiencia desconcertante, por no decir otra cosa. De entrada se sintió sola y llena de añoranza, pero con el tiempo el recuerdo de Salónica le producía hastío y la idea de volver allí, aversión. Aunque, de todos modos, eso fue lo que acabó haciendo, y su regreso fue singularmente feliz. Su unidad hacía ya tiempo que se había trasladado al norte yendo en pos del desmoronado ejército búlgaro. (Resulta que en el último minuto de la guerra todos aquellos soldados acantonados en Salónica tuvieron una verdadera misión que cumplir, así que en septiembre obligaron a una Bulgaria muy acosada a capitular. El ejemplo búlgaro no tardó en ser seguido por el Imperio Otomano, culminando esa reacción en cadena con la capitulación de Austria-Hungría). Sus dos ambulancias desaparecieron junto con las tropas que avanzaban. Su cabaña de madera fue trasladada y vaciada casi por completo; todas sus pertenencias fueron minuciosamente empaquetadas por sus camaradas serbios. De cara al inminente viaje a la liberada Belgrado, King revisó todo cuanto había ido acumulando durante aquellos años. La mayoría de las cosas se le antojaron «simple basura». Entre otros objetos tiró un baúl entero lleno de ropa vieja y pilas de periódicos y boletines. Todo eso había pasado a la historia.
Vincenzo D’Aquila se hallaba en un carguero frente a las Bermudas de camino a Estados Unidos. Es muy probable que fuera su ciudadanía norteamericana, en combinación con el hecho de que formalmente nunca prestara juramento al ejército, lo que le salvó. En vistas a la opinión americana, las autoridades italianas se sentían, sin duda, reacias a convertir a D’Aquila en mártir. De modo que, aunque lo retuvieron en Italia y uniformado, no tuvo que regresar al frente. Por intricados vericuetos D’Aquila logró al fin obtener el permiso para regresar a Estados Unidos. Tras perder el barco correo de Nueva York encontró plaza en un vapor de carga, el Carolyn, que zarpó de Génova en septiembre. En Gibraltar cargaron mena. Debido a la alerta por peligro de ataques de submarinos, el capitán eligió la ruta, bastante más larga pero también bastante más segura, vía Brasil. Navegando en rumbo norte una noche de noviembre vieron algo inusual: un buque que surcaba las aguas nocturnas con todas las luces prendidas. Al alba avistaron otra nave. Le hicieron señales con las banderas: «¿Se ha terminado la guerra?». Desde el punto de vista técnico, la respuesta fue del todo correcta: «No, solo es un armisticio».
La guerra de Edward Mousley acabó cuando subió a bordo del barco que le llevaría de su prisión en Constantinopla a la libertad en Esmirna. «Reinan la excitación y el desorden —escribe en su diario—. Por cada segundo que pasa me desprendo de siglos de cautiverio. Por fuera parezco tranquilo, y estoy demasiado ocupado para ponerme a hacer psicología sobre el fantástico final de esta eternidad terrible». A bordo del barco había varios prisioneros de guerra recién liberados. Mousley compartió su camarote con un hombre que también había sido artillero en Kut al-Amara y que fingió estar loco para que le pusieran en libertad. Cuando el barco soltó amarras ya había oscurecido. Los contornos de la ciudad se fundían con la noche. Primero desaparecieron las suaves formas de las mezquitas, por último las afiladas líneas de los altísimos minaretes. Mousley bajó un rato al camarote donde, junto con su amigo, estuvo fumando y escuchando el romper de las olas. Cuando Mousley y su camarada volvieron a subir a cubierta, la ciudad se había desvanecido. Lo único que se distinguía eran los destellos de unas luces lejanas en la estela del barco: «Era Constantinopla, ciudad eterna, tan bella y tan terrible». Ninguno de los dos dijo nada.
Paolo Monelli se hallaba en la estación de ferrocarril de Sigmundsherberg, en el nordeste de Austria. Él y el resto de prisioneros de guerra italianos estaban libres desde hacía varios días tras haber reducido a sus perplejos y desmoralizados centinelas a base de una combinación de argumentos y violencia. Todo estaba patas arriba. Algunos de sus camaradas se fueron a la ciudad para emborracharse y manosear a las mujeres, otros empezaron a planificar una enorme razia contra Viena. Soldados italianos con armas austríacas patrullaban la estación de ferrocarril, contribuyendo a mantener el orden. Convoyes militares cargados de soldados húngaros pasaban de largo de vez en cuando; algunas veces se producían tiroteos. Las telefonistas austríacas trabajaban como de costumbre. Esta mañana Monelli y un reducido grupo de exprisioneros escuchaban a un oficial austríaco, conocido por ser un tipo amable, quien frase a frase, como jadeando, les tradujo las condiciones del armisticio. Monelli sentía un enorme alivio por verse libre y porque la guerra hubiera terminado, sin embargo, calaban esos sentimientos ramalazos de amargo pesar. «Éste será nuestro mal, o nuestro bien. En cualquier caso, es irremediable: estaremos ligados a nuestros recuerdos, para siempre».