Domingo, 7 de mayo de 1916
KRESTEN ANDRESEN Y LA OCIOSA VIDA EN MONTIGNY
Verdor que anticipa el verano. Calor que anticipa el verano. Trinar de pájaros. En estos momentos es la pérdida de tiempo lo que más le molesta, los días se suceden, uno idéntico al otro, y no ocurre nada que no haya ocurrido antes, las rutinas son las mismas, al igual que las frases, y todo queda por hacer. Además le espanta haberse vuelto tan olvidadizo. En vano busca en su memoria cuanto había aprendido sobre historia o historia de la literatura. Apenas cierra un libro que ya lo ha olvidado. Como de costumbre está dispuesto a prestar oídos al menor rumor sobre una paz inminente, pese a haber salido defraudado tantas veces antes. El frente está completamente tranquilo, y eso le alegra.
Este día Andresen escribe una carta a casa:
¡Queridos padres!
El mismo día en que os envié mi última carta desde este sitio me caí y me torcí la última articulación del dedo corazón de la mano izquierda, como quizá ya sepáis por Misse. El transporte en el que debería haberme marchado ya partió. Pero dentro de una semana seguro que el dedo se habrá recuperado, pues enseguida me lo pusieron bien. Me dedico a disfrutar de la vida y de la naturaleza. Mi lavandera me ha prestado una buena novela francesa, y cuando me canso de leer me siento a dibujar. Quiero enviaros un par de dibujos; uno se lo he enviado ya a la tía Dorotea. No es que tengan mucho valor; lo cierto es que uno ya no vale para nada, porque esta vida te embota a más no poder. No sé qué hacer al respecto. Aunque creo que este estado se debe, en gran parte, a que nunca te dan otra cosa [que comer] que sopa de avena, ¡siempre sopa de avena! Por no decir del pan de munición y la interminable mermelada.