97.

Martes, 25 de abril de 1916

ELFRIEDE KUHR PRESENCIA UNA ESCENA EN LA ESTACIÓN DE FERROCARRIL DE SCHNEIDEMÜHL

Elfriede se dirige una vez más a la estación de ferrocarril. Va en busca de su mejor amiga, Dora Haensch, cuyos padres regentan la pequeña cantina que hay en el edificio de la estación. Mientras está allí llegan dos soldados. Uno es un joven apuesto de rasgos bien proporcionados, el otro es ancho y corpulento y está muy borracho. El soldado borracho reclama cerveza a gritos, pero el rollizo señor Haensch se la niega. Entonces se inclina sobre la barra para servirse él mismo una jarra del barril, así que el señor Haensch lo agarra por los hombros y lo aparta de un empujón. En el acto el soldado borracho saca su bayoneta y se abalanza contra el señor Haensch. Éste, con inesperada rapidez, corre hacia la trastienda. Dora y su mamá chillan. Varios clientes se ponen en pie levantando sillas a guisa de escudo o de arma. El compañero del soldado borracho, que entre tanto se ha apalancado a una mesa con las piernas estiradas, le dice con tranquilidad: «Vete, deprisa». Lo cual el borracho, efectivamente, hace.

A los pocos momentos vuelve el señor Haensch, seguido de un suboficial y de dos soldados de la Guardia. El suboficial se acerca al compañero del borracho, quien sigue en su silla hojeando tranquilamente un periódico, y le pregunta en un tono amable el nombre del fugitivo y a qué regimiento pertenece. El joven, que no ha dejado de leer el periódico, rehúsa revelárselo. El suboficial se acerca aún más y le dice algo que Elfriede no capta. El joven soldado se pone de pie, grita: «Es usted un granuja, suboficial. Yo no he buscado esta guerra de mierda, a mí me han obligado a jugar a los soldados. ¡Pues muy bien! Si quiere decirme algo, haga el favor de utilizar un tono militar. Por lo demás, puede usted torturarme cuanto le plazca; ¡no revelaré el nombre de mi camarada!».

La violenta discusión prosigue. El joven soldado se obstina en no delatar a su embriagado amigo y al final acaban arrestándolo a él. Elfriede ve como se lo llevan entre los dos guardias, cuyas relucientes bayonetas están caladas. El rostro del detenido está tan pálido que sus labios casi parecen blancos. Nada más cerrarse la puerta tras los cuatro hombres todo el mundo rompe a hablar. Llenan la cantina unas voces indignadas. Dora le dice a Elfriede que le ponga la mano sobre el corazón; late muy pero que muy fuerte.

Elfriede le dice a Dora que no puede decidirse por quién tenía razón: el suboficial o el hombre que se negaba a delatar a su amigo. El señor Haensch oye el comentario de Elfriede y le grita indignado: «¡Pero qué cosas dices! De eso no hay ninguna duda. El suboficial, quién va a ser. En el ejército tiene que prevalecer la obediencia, si no… si no se rebelarían». En su enojo el señor Haensch le suelta a Elfriede un fuerte manotazo en el trasero y acto seguido la echa de la cantina.

Desolada y confusa Elfriede se marcha a casa. En realidad los entiende a los dos, por un lado al joven apuesto que se negaba a delatar a su amigo, por el otro al suboficial que solo cumplía con su deber:

Lo que más me dolía era yo misma. Nunca puedo acabar de distinguir lo que está mal de lo que está bien en esta guerra. Aclamo nuestras victorias al mismo tiempo que pensar en los muertos y los heridos me hace enloquecer. Ayer oí que en un sector del bosque hay un hospital militar donde viven soldados a quienes les han volado partes de la cara. Por lo visto tienen un aspecto tan horripilante que la gente normal no soporta mirarles. Cosas así me desesperan[145].

Este día Elfriede cumple catorce años. Ha empezado a llevar el cabello de forma distinta, más adulta. La misma noche, en Kut al-Amara, se realiza un último intento de avituallar a la guarnición británica sitiada. Al amparo de la noche una embarcación fluvial revestida de placas de hierro, cargada de provisiones y tripulada por una unidad especial de voluntarios —compuesta de hombres solteros— ha remontado el Tigris en un desesperado esfuerzo por atravesar inadvertidamente las líneas otomanas y llegar a los cercados. Sin embargo, la embarcación, Julnar, es descubierta y bombardeada por los cuatro costados. Al final embarranca. Edward Mousley escribe en su diario:

A solo unos pocos metros de distancia de aquí fue interceptada por las piezas turcas. Sus oficiales resultaron muertos, el teniente Crowley [sic[146]] fue hecho prisionero, y después la trajeron a la vista de nuestros soldados, que esperaban poder descargar su lastre en el Fuerte, y a la vista también del resto de la guarnición que la observaba desde los tejados de Kut. Ahí se encuentra ahora. Parece que éste es el trágico aunque esperado final del radiante intento que era nuestra última esperanza. La comida que nos queda apenas alcanza hasta mañana.

Y uno de estos días Herbert Sulzbach anota en su diario:

Así que las Pascuas de 1916 las pasé en casa, pero por mucho que disfrutara de mis días de permiso no pude evitar cierta nostalgia del frente ni la inquietante sensación de que debería regresar junto a mi batería. Rememorar en el hogar los llamados tiempos de paz resulta bastante sentimental y eso no es lo que uno necesita, precisamente.