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Jueves, 6 de abril de 1916

FLORENCE FARMBOROUGH COMENTA LA VIDA DE LA POBLACIÓN CIVIL DE CHORTKOV

Una vez más se encuentran en territorio enemigo. Chortkov, donde han estado acantonados el último mes, se halla en la zona austríaca de Galitzia. La ciudad sufrió graves desperfectos el año pasado cuando las unidades rusas esperaban ser expulsadas por la fuerza, debido a lo cual prendieron fuego a muchas de las casas. Gran parte de la población es judía. Farmborough escribe en su diario:

La situación de los hebreos que viven en Chortkov es muy lamentable. Los tratan [los rusos] con una animosidad vengativa. Como ciudadanos austríacos disfrutaban de una casi total libertad y no tenían que padecer la cruel represión a que se ve sometido el judío ruso constantemente. Sin embargo ahora, con este nuevo régimen, sus derechos y libertades han desaparecido, y resulta evidente que aborrecen el cambio con toda su alma.

Cuando nieva —y este invierno ha nevado bastante— se obliga a un judío por domicilio a que salga a quitar la nieve de las calles, siempre bajo la supervisión de soldados rusos equipados con un azote, instrumento que no dudan en usar. Frente a la casa en la que se alojan Florence Farmborough y varias de las demás enfermeras hay un edificio en ruinas, donde vivía anteriormente uno de los rabinos de la ciudad. Junto a las ruinas hay una sinagoga; ha sido destrozada.

Esta mañana Farmborough recibe la visita de una modista judía que le ha confeccionado un vestido de algodón azul. La mujer está muy indignada. Cuando Farmborough le pregunta qué ha pasado la mujer le explica que anoche tres cosacos aporrearon su puerta exigiendo albergue. (Es el derecho de los soldados, y la mayoría se alojan en casa de familias judías, aproximadamente veinte o treinta hombres por casa. El hacinamiento es indescriptible). La mujer, ateniéndose a la verdad, le contestó que todas sus habitaciones estaban ya llenas de soldados, pero aun así los tres hombres forzaron la entrada y empezaron a efectuar una especie de registro improvisado. No tardaron en encontrar lo que andaban buscando: un revólver que a todas luces colocaron allí ellos mismos. La modista y su marido protestaron, con indignación pero sobre todo con pánico, puesto que la tenencia de armas está severamente prohibida y contravenir ese reglamento puede castigarse con la muerte. Resultó ser una simple estratagema, ya que los cosacos enseguida se ofrecieron a olvidar el asunto a condición de que les pagasen diez rublos. La modista y su marido no tuvieron otro remedio: Así que arañaron esos diez rublos y se los entregaron a los cosacos, que al marcharse fueron comentando en voz alta e indignada lo proclive que era la raza judía a la traición. Relatos de injusticias así son corrientes en esta parte del mundo; parece ser que la mera palabra «judío» es un insulto para los soldados rusos.

Por lo demás, los últimos meses han sido tranquilos. Aparte de aquellos inefectivos ataques que costaron tan caros, llevados a cabo muy al norte, junto al lago Narocz a las afueras de Vilnius, nadie ha visto nada de esas ofensivas rusas de las que todo el mundo habla con tanta ilusión. Algo parecido al desengaño ha empezado a extenderse, e incluso Farmborough se siente frustrada con la dichosa espera.

Ya que el frente en estos momentos está muy tranquilo tienen pocos heridos que atender. En su lugar Farmborough y las otras enfermeras procuran ayudar a la población civil. Han tenido muchos casos de tifus y viruela. Las epidemias se agravan, primero por la extrema falta de espacio de las viviendas, lo que ocasiona que estas enfermedades contagiosas se transmitan con rapidez, y segundo por la escasez de alimentos. Las tiendas de la ciudad están bien surtidas en cuanto a bagatelas como corsés, zapatos de tacón alto, cintas de seda y guantes de gamuza. Pero es difícil conseguir artículos básicos como manteca, levadura y huevos, y cuando los hay están por las nubes.

El año pasado causó estragos una epidemia de tifus muy grave, y los que salieron peor parados fueron los niños pequeños. Durante un tiempo morían entre diez y veinte niños al día. A estas alturas Florence Farmborough ha tenido que presenciar muchas cosas. Sin embargo, escribe ella en su diario:

… a veces tengo la impresión de que ninguna de esas terribles heridas que vi y curé durante la retirada del año pasado me afectó tan profundamente como la visión del sufrimiento de estos niños, con sus caritas desfallecidas y sus cuerpecitos sin fuerzas.

Uno de los pacientes que cuida este día es un niño de cuatro años llamado Vasili. Proviene de una familia de campesinos del extrarradio, pobre de solemnidad, cuyo padre fue movilizado por el ejército austrohúngaro a comienzos de la guerra y ahora está desaparecido, y cuya madre vive de lavar la ropa de los soldados rusos. El niño enfermó de viruela el año pasado y debido a la enfermedad y la hambruna ha dejado de crecer. Cuando Farmborough lo coge en brazos sus miembros le parecen livianos como palitos.

Otra de las que solicitan su ayuda este día es una joven ucraniana. Dice que ha cumplido los dieciocho, pero tiene aspecto de ser más joven. Llegó ayer, hosca y asustada, para que la atendieran por unos problemas cutáneos. Empezaron por cortarle el pelo, que llevaba sucio y enredado. Después le dieron una pastilla de jabón con la que lavarse. «En su cuerpo, lleno de llagas, se leía una triste historia de prostitución». La chica vive de venderse a los soldados. Hoy ha vuelto, menos apesadumbrada, porque ha comprendido que realmente quieren ayudarla.

Más tarde Farmborough se halla junto a la puerta cuando la muchacha sale. La ve darse la vuelta. La ve inclinar su cabeza ante el médico y murmurar gracias. Al pasar por delante de ella Farmborough ve «lágrimas asomando bajo unos párpados que apretaba con fuerza. También ella era una de las víctimas de la guerra».