Domingo, 4 de octubre de 1914
ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI PARTICIPA EN LA BATALLA DE OPATOV
A la grisácea luz del alba la artillería abre fuego una vez más. Andrei Lobanov-Rostovski se despierta enseguida con el retumbar y los temblores de las detonaciones, algo entumecido por el cansancio ya que solo ha dormido unas cuantas horas. Se pone en pie con paso vacilante. Desde la elevada altura donde han acampado durante la noche ve cómo florecen a lo lejos las hileras de nubes blancas que levantan las explosiones. Las ve extenderse por las bajas colinas en dirección al sur y al oeste. Ve las relampagueantes masas de humo que se alejan meciéndose con un movimiento fluido, como si de un río de lava se tratase. Ve el fuego nutrido avanzando hacia la ciudad; ve cómo la alcanza. Civiles presas del pánico corren en círculos por las calles. Prácticamente toda Opatov acaba sumergida en el humo de las granadas detonadas y las casas ardiendo. Al final, solo el campanario de una iglesia despunta por encima de las nubes rodantes.
El fuego artillero se intensifica. Potentes oleadas de sonido se abaten sobre ellos desde ambos flancos: detonaciones de granadas, traquidos de fusil, crepitar de ametralladoras. No ven casi nada y a ellos mismos no les afecta, pero a juzgar por el fragor del combate, en estos momentos se está librando una batalla «en semicírculo a nuestro alrededor». Su compañía aguarda en la cima, siguiendo las órdenes: «Permanezcan en el sitio y aguarden instrucciones». A las once llegan nuevas: hay que retroceder un trecho.
Al cabo de media hora Lobanov-Rostovski mira hacia atrás. En el cielo de octubre ve una enorme columna de humo: Opatov se está consumiendo en las llamas. Y no solo Opatov: todas las aldeas a ambos lados de ellos han comenzado a arder. Cada vez les cuesta más avanzar por la carretera debido a la oleada de hombres, mujeres y niños que lo abarrotan presas del pánico y que corren desordenadamente arriba y abajo en intervalos regidos por la intensidad del estruendo que los envuelve. Es ahí, en algún lugar, donde la compañía se detiene.
¿Qué ha sucedido, en realidad? Pues que la persecución por parte del ejército ruso de los austríacos al sur de Cracovia se ha interrumpido. Los motivos son el barro otoñal, problemas con los suministros (cómo no, suele ser la principal razón para que un bello y veloz avance se atasque de repente y se detenga) y también la inesperada aparición de tropas alemanas[17].
Hacia las doce la compañía de Lobanov-Rostovski se encuentra rodeada de un «círculo completo de fuego». Lo que en verdad ocurre todavía nadie lo sabe. A juzgar por los sonidos, se están librando combates también detrás de ellos, en la ruta de Sandomierz. Ellos aún no se han visto en medio del fuego, pero los estallidos de las granadas detonadas suenan cada vez más próximos. Una sección de ametralladoras transportadas a caballo pasa de largo. Tras una breve deliberación con un oficial del Estado Mayor a quien no conoce Lobanov-Rostovski recibe órdenes de tomar el mando de los veinte carros de un tiro de la compañía, que van cargados de explosivos y otro equipamiento, y de seguir la sección de ametralladoras hacia la retaguardia hasta salir del cerco. Se le asignan veinte soldados para asistirle. El resto de la compañía se queda allí.
De modo que Lobanov-Rostovski se pone en marcha: él a caballo, veinte hombres conduciendo veinte carros de un tiro, además de —quién iba a pensarlo— una vaca, cuyo destino real es ser sacrificada para la cena pero a la que los inesperados acontecimientos han concedido una pequeña tregua. Lobanov-Rostovski está muy preocupado ya que la sección de ametralladoras transportadas por caballos se mueve con tanta agilidad que pronto se quedan a la zaga. Más tarde explicaría: «No tenía mapas ni la menor noción de lo que estaba pasando, ni tampoco de dónde me encontraba». En un puente donde confluyen tres caminos quedan atrapados en un gigantesco atasco de refugiados, ganado, caballos y ambulancias tiradas por caballos que van llenas hasta los topes de heridos. Lo que ha bloqueado el puente es una carreta de refugiados siniestrada, dos de cuyas ruedas quedan suspendidas sobre el agua. Mientras unos soldados se esfuerzan por levantarla de nuevo empiezan a explotar granadas shrapnel[18] por encima de sus cabezas:
La confusión entre los campesinos era indescriptible. Mujeres y niños chillaban de terror, los hombres intentaban contener el pánico de sus animales de carga, y una mujer histérica se agarró a mi caballo mientras gritaba: «Señor oficial, ¿qué camino es el más seguro para salir de esto?», algo que yo, por motivos obvios, no podía responder de otra forma más que haciendo un gesto vago en un sentido cualquiera. Un hombre que iba empujando tres vacas muy reacias a seguir adelante logró meterlas por un camino secundario el tiempo justo para descubrir que también ése era bombardeado con granadas. Entonces dio la vuelta para tomar otro camino, pero también ahí descubrió que le alcanzaba el fuego, por lo que al final perdió el juicio y salió disparado de regreso a su pueblo en llamas.
Tras cruzar el puente, Lobanov-Rostovski encuentra la carretera tan colapsada por los fugitivos civiles y sus carretas que decide conducir a su reducido grupo a campo través. Los tiradores de ametralladoras, montados a caballo, desaparecen en la lejanía. De nuevo Lobanov-Rostovski no tiene ni idea de dónde se encuentra. Intenta orientarse con la ayuda del estruendo del combate. De vez en cuando caen granadas a su alrededor, de vez en cuando ráfagas de ametralladoras lejanas. Avanza guiándose únicamente por la intuición.
Cuando van bajando hacia un nuevo puente estallan unas shrapnel muy bajo sobre la pequeña columna. Aterrorizado, el hombre que va a la cabeza empieza a azuzar al caballo que arrastra su carro, llevándolo a toda velocidad por la peligrosa pendiente que conduce al puente. Para evitar que cunda el pánico Lobanov-Rostovski se lanza al galope tras él y hace algo que nunca ha hecho antes ni nunca soñó hacer: azota al aterrorizado soldado con su fusta. Se reinstaura el orden; consiguen cruzar la corriente y prosiguen su camino por el fondo de un escarpado barranco.
En el barranco reina el caos. Unos artilleros intentan por todos los medios remolcar tres cañones atollados. Un número creciente de heridos desciende por las pendientes buscando ponerse a salvo; Lobanov-Rostovski pregunta lo que pasa y a qué unidad pertenecen. Los hombres, sangrando, están demasiado aturdidos y confusos para dar respuestas cuerdas. Un oficial que ha rescatado un estandarte del regimiento y lo tiene echado sobre la montura pasa de largo a galope tendido —un atisbo de los atavismos de 1914: no solo el combate con la bandera en alto sino también la casi sagrada cuestión de honor consistente en no permitir jamás que las propias insignias caigan en manos enemigas—. El oficial del estandarte es recibido con alentadoras aclamaciones: «¡Tenga cuidado!». A ambos lados del barranco se escuchan detonaciones de granadas. En el aire flota polvo, y huele a cordita y a humo.
Tras avanzar por la quebrada un poco más, brújula en mano y seguido no solo de su sección sino también de 300 a 400 heridos, Lobanov-Rostovski comprende conmocionado que están… atrapados. Bien es verdad que el camino que siguen lleva fuera del barranco y desemboca en la carretera principal de Sandomierz. El problema es que una batería de artillería alemana se ha apostado en las inmediaciones, y enseguida empieza a disparar sobre el grupo de rusos a la que estos asoman por el barranco. Lobanov-Rostovski y los demás no tienen más remedio que retroceder corriendo. Por si fuera poco, más allá, a la derecha de la carretera principal, se vislumbran más baterías alemanas. Lobanov-Rostovski se siente abatido, perplejo.
Entonces ocurre algo remarcable aunque nada inusual.
Los cañones alemanes más próximos a ellos son bombardeados por sus propios compatriotas, quienes se hallan al otro lado de la carretera y los han tomado por rusos. Las baterías alemanas inician así un salvaje duelo entre ellas. Mientras tanto, Lobanov-Rostovski y los demás rusos tienen ocasión de escabullirse y pasar de largo. Los artilleros alemanes descubren pronto su error, claro, pero para entonces el enemigo ya ha alcanzado la carretera de Sandomierz y se halla bastante a salvo. De todas las carreteras secundarias se les suman unidades en retirada. Al final forman parte de «una única cinta negra de carros llenos de heridos, de baterías de artillería desmontadas y de otros representantes de los distintos ejércitos».
Es hora entonces del siguiente atavismo: un regimiento de caballería en perfecta formación de combate cabalga hacia la carretera; una bella estampa de la época de las guerras napoleónicas. ¿Alemanes? No, húsares rusos. Los oficiales cabalgan hasta ellos. La calma de sus sonrisas contrasta vivamente con el desconcierto y el pavor que domina a los que se están retirando. Resulta que la caballería pertenece a otro cuerpo totalmente distinto, así que no tienen ni idea de lo que ha ocurrido ni de lo que está a punto de ocurrir.
Cuando hacia el anochecer Lobanov-Rostovski y su pequeña columna divisan Sandomierz parece que lo peor haya pasado. Una nueva y fresca división de tiradores acaba de llegar y se está atrincherando a ambos lados de la carretera principal. Pero cuando la columna intenta introducirse en la ciudad, Lobanov-Rostovski descubre que las calles son demasiado estrechas y están demasiado abarrotadas, así que hace esperar sus veinte carretas en un costado de la carretera. Constata que la vaca todavía sigue con ellos; parece haber salido del apuro la mar de bien. El cielo está nublado.
De entre la deshilachada hilera de unidades que les pasan de largo reconoce a una. Es el regimiento de infantería con el que tropezó la noche anterior, mientras yacían durmiendo al raso por las calles de Opatov, un único hormiguero de cabezas y piernas inmóviles que el intenso claro de luna teñía de blanco. Esta mañana se contaban 4000 hombres; de estos quedan ahora 300 y seis oficiales. El regimiento está prácticamente exterminado, pero no abatido. Siguen sosteniendo sus estandartes en alto. Y se repliegan en buen orden.
Al anochecer empieza a llover. Es ahora cuando Lobanov-Rostovski cae en la cuenta de que no ha pegado bocado en todo el día; con los nervios y la excitación no ha tenido hambre. Hacia las once aparecen los restantes miembros de la compañía, muy maltrechos, eso sí, pero algo es algo. Por fortuna traen consigo las cocinas rodantes. Ahora todos podrán comer. A lo lejos los cañonazos van remitiendo. Finalmente, se hace un silencio total. La que más tarde se conocerá como la batalla de Opatov ha terminado.
La lluvia sigue cayendo a raudales. El reloj marca alrededor de la medianoche.
Lobanov-Rostovski y algunos más se acurrucan debajo de las carretas aparcadas para poder dormir guarecidos. En un principio lo consiguen, pero los regueros de lluvia no tardan en abrirse paso bajo los carros.
El resto de la noche él y los demás miembros de la compañía la pasan sentados junto al camino, callados, vigilantes, con una paciencia animal, esperando la luz de la aurora.