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Jueves, 2 de marzo de 1916

PÁL KELEMEN OBSERVA A UNA MUJER EN LA ESTACIÓN DE FERROCARRIL DE BOSNA BROD

La fiebre y el cansancio que ha sufrido últimamente tienen ya una explicación: malaria. No es del peor tipo, pero aun así necesita atención médica. Ni que decir tiene que está muy satisfecho de que la cama que le aguarda esté en un hospital húngaro. Bajo una tenue y cálida llovizna de primavera, Kelemen se despidió de sus colegas oficiales y de los soldados, y el adiós fue emotivo; su sargento hasta lloró. Después abandonó el campamento instalado en aquel campo pantanoso a las afueras de Cattaro y viajó en un barco de transporte militar hasta Fiume[134].

Con las luces de situación apagadas navegaron a lo largo de la costa dálmata, en medio del gélido viento del bora, atravesando la zona más peligrosa del Adriático (ese mar es un saco, cerrado por una gigantesca barrera de minas anclada en Otranto). Por su parte a él le costaba entender la mal disimulada excitación de los tripulantes; le costaba «entender que todavía haya gente a la que le brillan los ojos ante la idea del peligro, sí, que todavía haya ese tipo de energía vital y rebelde». Mientras los demás oteaban nerviosamente en cubierta para detectar minas italianas, Kelemen se emborrachaba solo en el abandonado comedor de oficiales del barco a base de vino tinto de la marca Vöslauer Goldeck.

Hoy espera sentado en el intercambiador de Bosna Brod a que pase su tren. Como confluyen muchas líneas, la estación está atestada de soldados[135]. Por las calles los camiones van y vienen a todo gas, en la estación se ven locomotoras y vagones de todos los tipos y modelos imaginables. Las latas de conserva y las municiones se amontonan en grandes pilas por dondequiera que se mire. Unos soldados de leva, mayores, barbudos y con los uniformes sucios, se dedican a cargar y descargar. En la cantina de la estación pululan los militares y los funcionarios estatales de todos los rangos. Pero en una de las mesas está sentada una mujer joven, y toda la atención de Kelemen se concentra en ella:

Lleva un vestido sencillo y gastado y una especie de estola de piel alrededor del cuello. No puedo dejar de estudiar a esta persona frágil y cansada, su cojín de viaje, su chal y su bolso de mano, las cajas apiladas en las sillas y el gabán que cuelga de un gancho.

Por un momento vuelve su rostro apático hacia mí, después regresa con total indiferencia a su tarea. Frente a ella hay una postal de campaña[136]. Hace rato que tiene un lápiz entre los dedos, pero no ha escrito una sola palabra. Tal vez se deba a que la observo, tal vez sea que el alboroto que arma una nueva compañía de camino al frente haya estorbado la línea de sus pensamientos. Al final se decide y escribe la dirección con trazos largos y decididos. Después su cabeza se hunde un poquito, inclinándose hacia la mano, y ella vuelve a quedarse completamente quieta y con la mirada vacía.

Ahora el tren de aquella compañía se pone en marcha. El eco de los gritos, llamadas y canciones reverbera en el interior de la cantina. Ella alza un poco la frente pero sin desviar la mirada por la ventana. Yo he abierto un periódico y al mirarla con disimulo a través de las hojas veo que sus ojos se inundan de lágrimas. No se da prisa en sacar su pañuelo; al final lo coge y roza suavemente sus mejillas con él. Luego toma el lápiz y escribe unas cuantas palabras más.

Entra el revisor procedente del andén, hace sonar la campana y anuncia con voz estentórea que el tren del norte va a efectuar su entrada. La muchacha paga, y con las complicaciones y el desamparo que caracterizan a una mujer que viaja sola, se pone el gabán y recoge sus numerosas y diseminadas pertenencias. De pronto sus ojos recaen en la postal escrita a medias, la coge y la rompe a trocitos; sus manos enguantadas tiemblan, a continuación tira los trozos sobre el mantel. Un mozo de estación la acompaña afuera, cargando con su maleta.