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Domingo, 13 de febrero de 1916

RAFAEL DE NOGALES Y LOS PATOS SALVAJES DEL TIGRIS

El aire es frío. Hacia las once la lluvia matinal se convierte en una abundante nevada. El llano paisaje desértico que les rodea se tiñe de un blanco exótico. Rafael de Nogales se halla a bordo de un vapor que navega por las lodosas aguas del Tigris rumbo al sur y al frente. Una vez más, va en busca de la lucha y el peligro. Ayer abandonó su puesto en el Estado Mayor de Bagdad para servir en una brigada de caballería que toma parte de las duras batallas en torno a Kut al-Amara.

Si se prescinde del frío se trata de un crucero agradable, casi idílico:

Lo único que ayudaba a atenuar un tanto la monotonía del paisaje eran los dyirts y las ruedas de agua girando lentamente a ambas orillas, en que recortaban a trechos sus perfiles polvorientos boscajes de palmeras y amarillentas aldeas. Y de cuando en cuando atravesaban el plomizo firmamento, con fuerte ruido de alas, bandadas de patos salvajes, ahuyentados quizá por la vela triangular de alguna dhau que sus tripulantes iban arrastrando río arriba al son de canciones lánguidas y tristes, y que antes que canciones semejaban quejidos prolongados y melancólicos como el horizonte del desierto.

Cuando llegó a Aleppo, agotado y enfermo tras su largo y peligroso viaje a caballo desde Sairt, de Nogales solicitó realmente la baja del ejército otomano. Nada de lo que vio durante el trayecto le hizo cambiar de opinión, al contrario. Una y otra vez tropezó con vestigios de las matanzas de cristianos y vio columnas de armenios deportados, compuestas sobre todo de mujeres y niños, reducidos a «esqueletos sucios y harapientos», que eran forzados a marchar hasta la muerte bajo la estricta vigilancia de soldados otomanos.

Un telegrama del Ministerio de la Guerra de Constantinopla le comunicó, no obstante, que su solicitud había sido denegada, al tiempo que le ofrecían atención médica en el hospital del cuartel general. Esto último de Nogales no se atrevió a aceptarlo; como testigo de las masacres temía por su vida. Sin embargo, después de establecer estrechas relaciones con la delegación militar alemana en Aleppo se sintió lo suficientemente seguro como para —tras una convalecencia de un mes— solicitar un nuevo destino[127]. Esto le llevó primero a cumplir funciones administrativas en una población pequeña y alejada de la provincia de Adana. Allí estuvo librando una lucha desigual, pero con relativo éxito, contra el desorden, la corrupción y la penosa incompetencia de la infraestructura de transportes del ejército otomano, antes de que, en diciembre, un inesperado telegrama lo destinara a un nuevo puesto, esta vez como miembro del Estado Mayor del general alemán Von der Goltz, quien estaba al mando del Sexto Ejército otomano en Mesopotamia.

No sin cierta preocupación, pero deseoso de estar nuevamente en el ojo del huracán y contento de escapar del exilio interior de las rutas de las caravanas de Adana, de Nogales se ha puesto en camino hacia el sur, hacia el frente de Mesopotamia. La contención del avance británico contra Bagdad se considera un gran éxito, y tal vez aguarden éxitos mayores si se consigue que el cuerpo británico que se halla sitiado en Kut al-Amara capitule. En estos momentos se están librando duras batallas alrededor de la pequeña ciudad y también río abajo, donde unidades británicas están intentando abrirse paso hasta los sitiados.

Tras unas horas de navegación se produce un encuentro en el río. Los dos barcos se detienen uno junto al otro. De Nogales ve cruzar la pasarela tendida hasta su propia nave a un hombre bajito que viste el uniforme de coronel del ejército otomano, con barba puntiaguda y un porte «modesto a la par que fiero». Se trata de Nur al-Din, el hombre que no solo estaba al mando de las tropas que contuvieron a los británicos en Ktesifon, sino que también era el responsable del victorioso cerco del cuerpo de Townshend. Nur al-Din va ahora camino de Constantinopla, «destituido y humillado», despedido de su cargo por el gobernador de Bagdad, Halil. El gobernador, que no puede vanagloriarse de poseer un gran talento militar[128], tiene, en cambio, contactos políticos de primera categoría[129]. Y ahora que flota en el aire el olor de una gran victoria, está ansioso de usurpar el papel de triunfador oficial.

Con sus meras proporciones esta guerra produce héroes a un ritmo trepidante; los periódicos van llenos de ellos. Y los consume con igual rapidez. La muerte o el olvido es lo que se les depara a la mayoría. La victoria de Ktesifon tiene también otro arquitecto: el general alemán Von der Goltz. Pese a su alto cargo, el alemán se encuentra más bien aislado y, además, está enfermo. Sus días transcurren en soledad metido en una tienda de campaña pequeña y sucia. A Colmar von der Goltz, de 72 años de edad, le quedan en estos momentos poco más de dos meses de vida, antes de que el tifus se la arrebate[130].

A última hora de la tarde de Nogales ve filas de tenues espirales de humo que «se elevan hacia un cielo color de plomo y oro». El frente está próximo. Han alcanzado el lugar donde la travesía en barco cambia a transporte terrestre. Aquí ve de cerca el engranaje que hace girar el enorme aparato que mantiene la guerra en marcha. En casi todos los ejércitos se requieren al menos quince hombres en la retaguardia para mantener a un solo soldado en las trincheras.

Mientras que durante los últimos cincuenta años el armamento ha experimentado grandes cambios y es cada vez más mortífero, los medios de transporte no han evolucionado en absoluto. Ésta es una de las causas principales por las que la guerra tan a menudo se atasca, se detiene y se estanca. Una vez que los trenes han llegado a la estación de destino, los ejércitos avanzan del mismo modo que en tiempos de Julio César o de Napoleón, es decir, a base de la potencia muscular contenida en las piernas humanas y los lomos de los caballos. En cambio, la organización, cada vez más compleja, exige cada vez más equipamiento, y las armas que cada vez disparan más rápido consumen cada vez más municiones[131].

La mayoría de las campañas —especialmente las que se llevan a cabo más allá del desarrollado sistema ferroviario occidental— vienen más determinadas por la logística que por la táctica. No importa lo valientes que sean unos soldados o lo avanzado del armamento que lleven: si la estructura de transportes que los mantiene es débil o está subdesarrollada, esas tropas indefectiblemente caerán en desventaja. Además, el conflicto bélico está degenerando cada vez más en una competición económica, en una guerra de las fábricas. Y la logística es el talón de Aquiles del ejército otomano.

Durante sus meses de servicio de Nogales ha visto abundantes muestras de la desidia y corrupción otomanas; sin embargo, aquí en el frente de Mesopotamia se ha conseguido movilizar hasta el último hombre. Lo que de Nogales ve cuando su vapor se aproxima es, por un lado, impresionante. No cabe duda de la seriedad ni la energía de su empeño. Por otro, la escena tiene algo de atemporal:

Y a medida que seguíamos avanzando, íbanse distinguiendo cada vez con mayor claridad una serie de vapores, dhaus, mahonas, terradas, cufas y keleks, amarrados a la orilla izquierda del Tigris, cargando o descargando provisiones y pertrechos de guerra que orlaban en forma de pirámides las verticales márgenes del río…, al tiempo que millares de camellos, búfalos y bestias de carga custodiados por pastores árabes pintorescamente ataviados, pacían tranquilos en torno a una mancha enorme de blancas tiendas, que se perdían de vista en el confín sombrío.

Piquetes de caballería y pelotones de infantes cruzaban sin cesar y al son de músicas una uniformada muchedumbre, de la que emanaba un murmullo incesante, semejante al de un mar lejano, y que apenas interrumpían de vez en cuando el agudo relincho de las bestias, la ronca voz de alguna sirena, el canto de los imanes llamando a la oración y las exclamaciones de los mercaderes persas, hebreos y árabes, ofreciendo con lujo de gesticulaciones tabaco, aceitunas y grasientas viandas a nuestros askers

De Nogales pasa la noche a bordo de la cañonera inglesa Firefly, con su lastre de bolas y embadurnada de hollín, que cayó en manos otomanas durante los combates de Umm hace algo más dos meses. Ambos bandos mantienen en el Tigris flotillas de barcos con armamento pesado, principalmente debido a que hay que proteger los propios suministros de municiones y avituallamiento. Para ambos bandos el río —que este año es de una navegabilidad inusitadamente difícil debido a la sequía— es una arteria vital.

A intervalos se oye el ronco gruñido de explosiones distantes. Por la lejana línea del horizonte se eleva un humo espeso de entre unos palmerales. Allí dentro, en algún lugar, están Kut al-Amara y sus sitiados defensores.

Uno de los hombres que están allí, en la ciudad sitiada, es Edward Mousley. En estos momentos guarda cama enfermo de disentería. Esta mañana su despertar ha sido más desagradable de lo habitual. Aparte de la inevitable diarrea le duelen mucho la región sacra y la cabeza, y también tiene fiebre alta. Lo que los médicos prescriben es simple: régimen. Mousley comenta: «Al mismo precio podría haberme recetado un crucero por el mar». Las provisiones disminuyen por momentos en Kut al-Amara. Algunos de los que a toda costa quieren evitar caer en cama procuran mantenerse en pie a base de píldoras de opio u otros remedios caseros, como por ejemplo una mixtura de aceite de ricino y Chlorodyne, un popular medicamento analgésico patentado con sabor a menta y cuyos ingredientes activos son opio, cannabis y cloroformo[132].

La situación en Kut al-Amara no ha variado. Todos se mantienen a la espera de nuevos intentos de rescate. La impaciencia va en aumento en el caso de algunos, mientras que otros se muestran más reservados, rayando en la apatía, y han dejado de creer en una pronta acción de socorro. Se bromea acerca de la situación refiriéndose a ella con adjetivos de propio cuño como siegy y dug-outish[133]. Además, se le ha dado otra vuelta de tuerca: este día les bombardea un aeroplano enemigo. Mousley: «El círculo se completa. Nos bombardean por todos lados, incluso por arriba». La noticia que causa mayor conmoción del día es que la opinión pública en Gran Bretaña no sabe nada de lo que está a punto de suceder aquí en Mesopotamia; allí creen que el cuerpo expedicionario está simplemente sumido en una especie de letargo invernal.

Mousley anota en su diario:

Hoy he terminado una novela. Al menos me ha hecho volver a añorar Inglaterra. Todos estamos llenos de anhelos de muy diverso tipo, y la mayor ventaja de la civilización es que nos proporciona los medios necesarios para satisfacerlos. ¡Dios bendito! ¡Qué no daría yo por un vaso de leche y un pudín de gelatina! Mi temperatura es de 39,4 grados, estoy temblando. Ahora procuraré dormir. Los pasos del centinela junto a mi techumbre hacen temblar la tierra. Éste es el septuagésimo día del asedio.