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Miércoles, 26 de enero de 1916

VINCENZO D’AQUILA ES TRASLADADO AL HOSPITAL PSIQUIÁTRICO SAN OSVALDO

Es temprano, y uno de los enfermeros trae su antiguo uniforme y le dice a D’Aquila que se cambie. Luego lo conducen a un despacho donde le espera un médico con traje de capitán, de nombre Bianchi. D’Aquila le hace un rígido saludo militar. El médico le recibe con cortesía, titubeando, incómodo con toda la situación. D’Aquila ve una pila de papeles ordenados y listos sobre el escritorio y consigue captar fragmentos de lo que pone en ellos. Es una orden de que sea trasladado «para observación y reclusión» en el hospital psiquiátrico San Osvaldo. «Síntomas: tifus cerebral de tipo maniático. Peligroso para sí mismo y para los demás».

D’Aquila se ha vuelto loco. Al menos, los médicos opinan que se comporta como un orate. En el cerebro confuso y aturdido de D’Aquila, sus experiencias durante su enfermedad y su posterior y en apariencia milagrosa recuperación han avivado hasta límites extremos la idea de que es un elegido. Da rienda suelta al desatino de que ha regresado de entre los muertos en misión especial encomendada desde el más allá. ¿Qué misión? Poner fin a la guerra. Cree ver actos sobrenaturales en las salas del hospital. Se cree capaz de curar mediante ensalmos.

Y hombres que curar no faltan. Poco después de su reanimación lo trasladaron a un convento a las afueras de Udine, donde la autoridad militar ha confinado a soldados con diversos tipos de problemas mentales. Por otro lado, esos casos aumentan día a día. Los facultativos no saben realmente qué hacer con la gran cantidad de hombres que padecen extraños calambres, manías grotescas y parálisis inexplicables; hombres físicamente ilesos pero cuya razón parece haberse desmoronado. La cama que D’Aquila tiene a su derecha está ocupada por un joven que cada diez minutos, las veinticuatro horas del día, se incorpora y empieza a examinar su almohada en busca de piojos. Y en la misma sala hay un hombre que insiste en creer que sigue en el frente, que se tira de la cama y grita: «Avanti Savoia!», que se arrastra por el suelo helado agachando la cabeza para protegerse de balas imaginarias, yendo arriba y abajo sin parar hasta que pierde el sentido y los enfermeros lo levantan; después yace inconsciente hasta que comienza un nuevo ataque (tanto el clínico como el imaginario).

A falta de un término mejor lo llaman «neurosis de guerra».

D’Aquila ha visto todo eso y se ha horrorizado. Ese horror ha consolidado su firme convencimiento de que él debe y puede detener una locura mucho mayor: la guerra. Una noche tiene un sueño profético: a las puertas del hospital ve dos grupos de combatientes luchando, entonces él sale y se interpone:

Con el brazo en alto les hice señas a los soldados para que dejasen de disparar. A continuación sentí un agudo dolor en mi costado derecho, donde me había dado una bala enemiga. Sin embargo, no vacilé, sino que, con toda calma, hurgué con mis dedos en la herida y saqué la bala sosteniéndola a la vista de los combatientes para demostrarles mi invulnerabilidad. El fuego cesó de inmediato, los hombres tiraron sus armas al suelo y empezaron a abrazarse los unos a los otros mientras exclamaban: «¡La guerra ha terminado!».

D’Aquila se considera un verdadero profeta y argumenta, no sin fineza, tanto con médicos como con sacerdotes. Le llaman loco, pero en realidad, ¿no es el mundo el que se ha vuelto loco? Tal vez suene a charlatanería esotérica cuando dice que quiere detener la guerra (él solito, un cabo sin nombre ni fama), pero alguien tendrá que empezar, ¿no? De modo que se ha dedicado a pasear de un lado a otro en su batín, predicando y debatiendo. Barrunta conspiraciones. Inscritos en sus calzoncillos ha creído descubrir mensajes secretos del más allá.

El capitán Bianchi siente un extraño embarazo, toquetea nerviosamente sus anteojos, se excusa en que son órdenes de sus superiores. Por enésima vez D’Aquila empieza a argumentar por su causa: la locura no la padece él sino el mundo. D’Aquila analiza, profetiza y pontifica: «¿Acaso Cristo no nos dijo que amáramos a nuestros enemigos?». Y así sucesivamente. El capitán le escucha con mucha paciencia, después le da un apretón de manos y le desea suerte antes de escoltarlo al patio. Allí le espera una ambulancia con el motor en marcha. Cuando D’Aquila sube a ella el motor tose y se para. ¿No se lo decía? ¡Otro signo de los cielos!

Al final, el conductor y un mecánico consiguen hacer funcionar el automóvil. A toda velocidad atraviesan Udine, en dirección a San Osvaldo. La mañana es clara y fría.