Martes, 18 de enero de 1916
MICHEL CORDAY VA EN METRO HASTA LA GARE DE L’EST
Aire cortante. Cielo de invierno. Esta mañana Michel Corday acompaña a un viejo amigo hasta una estación de ferrocarril. El amigo es oficial de ingenieros y está a punto de reincorporarse a su unidad. Los dos toman el metro en dirección a la Gare de l’Est. En el andén oye a un soldado de infantería que vuelve al frente tras un permiso y que le dice a un conocido: «Daría mi brazo izquierdo por no tener que volver». Al parecer no es una mera frase hecha, porque Corday no tarda en oírle contar a ese soldado que ya antes ha buscado que le hiriesen para escapar de la línea de fuego mediante el procedimiento de exponer su mano en la aspillera de la trinchera. Durante toda una hora sostuvo la mano ahí, pero fue en vano.
Otros temas de conversación este día: la guerra ha costado 3000 vidas humanas y 350 millones de francos. Se trata de un promedio diario. Se habla de reducir los costes a fin de poder prolongar la contienda. Alguien utiliza la expresión «guerra a plazos». También despierta gran indignación el hecho de que Montenegro —el aliado que Serbia y Francia tenían en los Balcanes— capitulase ayer. Aunque en realidad no había otra elección. La pequeña nación montañesa ha sido ocupada por las mismas tropas germanoaustríacas que expulsaron al ejército serbio de su propio país. Alguien cuenta una anécdota del frente sobre un oficial alemán al que han hecho prisionero y, que, gravemente herido y agonizante, susurra: «¿No es verdad que Goethe… es el poeta más grande del mundo?». La frase es interpretada como una típica manifestación de la presunción alemana.
Cuando Corday y su amigo llegan a la Gare de l’Est son las diez de la mañana. Por todas partes se ven hombres uniformados. Se los ve sentados a centenares en las carretas del equipaje o en las balaustradas de piedra. Unos esperan sus trenes, otros a que suenen las once, pues está estrictamente prohibido servir cualquier bebida a hombres de uniforme antes de esa hora. Corday ha oído contar de un ministro que deseaba invitar a dos señoras y al prometido de una de ellas a tomar té: cortésmente se negaron a servirle debido a que el prometido iba de uniforme y la hora no era la adecuada. Entonces el ministro intentó encargar té exclusivamente para las señoras, pero también esto le fue denegado debido al riesgo existente de que el militar bebiese de lo que se le servía a las damas. El maître, señalando afablemente hacia la entrada, insinuó una solución: en ese momento un oficial que formaba parte de otro grupo abandonaba el salón de té a fin de que sus acompañantes pudiesen tomar algo.
También en el andén pululan los soldados que vuelven al frente después de un permiso. Junto a los vagones tienen lugar emotivas escenas de despedida. Las mujeres aúpan a sus pequeñines para que sus hombres, descolgándose de las ventanas bajadas, puedan darles un último beso. Corday observa todo esto con el voyeurismo que le caracteriza. Su mirada recae sobre un soldado cuyo rostro está congestionado, transformado en una máscara de dolor. El sufrimiento de ese hombre resulta tan evidente, tan claro y palpable, que Corday se apresura a apartar la mirada. Sin volver la vista atrás se marcha del andén.