Lunes, 28 de septiembre de 1914
KRESTEN ANDRESEN APRENDE A VENDAR HERIDAS DE BALA EN FLENSBURGO
Pronto será la hora. Puede pasar un día, tal vez dos o hasta incluso tres, pero no tardarán mucho en partir también ellos. Y no se trata de las usuales habladurías de patio de cuartel. Porque el aire va siempre cargado de rumores: adivinanzas elevadas a probabilidad, esperanzas convertidas en hechos, temores disfrazados de aseveraciones. La incertidumbre es el alma de la guerra, lo incognoscible su medio.
Pero no, también hay signos claros, evidencias. Todos los permisos se han cancelado y está prohibido abandonar el cuartel. Ese día tampoco les han dado ejercicios ni instrucciones de tipo teórico. Al contrario, les han enseñado puras estrategias de supervivencia, por ejemplo cómo vendar una herida de bala, o el reglamento referente a las provisiones de emergencia (la denominada Porción de Hierro), o cómo actuar durante el transporte ferroviario, o lo que les está reservado a los desertores (la pena de muerte). La vida del recluta se halla resumida en la siguiente cuadratura: combate, artículos de primera necesidad, desplazamientos, coacción.
Kresten Andresen está preocupado, intranquilo y tiene miedo. No siente por el frente ni una pizca de anhelo. Pertenece a una de esas pequeñas minorías nacionales que, sin tener arte ni parte, se ven arrastradas de repente a una gran guerra que, en realidad, no les incumbe para nada; que enmudecen de perplejidad ante la negra energía de la guerra, que se encuentran al margen de la retórica nacionalista que ha originado la guerra y de las insensatas aspiraciones que la guerra crea. Son muchos los que en estos días se disponen a morir y a matar por un país por el que solo sienten un superficial parentesco: alsacianos y polacos, rutenos y cachubos, eslovenos y fineses, sudtiroleses y sajones de Transilvania, lituanos y bosnios, checos e irlandeses[14].
Andresen también pertenece a uno de estos grupos: es de habla danesa y nacionalidad alemana, residente en los antiguos territorios daneses del sur de Jutlandia que desde hace más de medio siglo quedaron dentro de las fronteras del Imperio Alemán[15].
Todos los países con grandes minorías nacionales son plena y agudamente conscientes del problema y de las dificultades que pueden surgir en tiempos de guerra. No obstante, se considera una cuestión eminentemente policial. También en los territorios alemanes de habla danesa se han notado los efectos: nada más clavarse la orden de movilización en los muros de las ciudades, cientos de daneses considerados cabecillas o, al menos, cabecillas en potencia, fueron arrestados. Uno de ellos —a quien se llevaron de noche, en un automóvil cubierto— es el padre de Andresen[16]. Por ende éste fue el clima que se vivió las primeras semanas: júbilo teñido de histerismo, expectación mezclada con terror, miedo sublimado en agresividad. Y después, desde luego, rumores, rumores y más rumores.
También en su caso el estallido de la guerra fue una experiencia extraña. Acababa de darle los últimos retoques a un manuscrito: «Un libro de primavera y juventud». Se trataba de un largo poema en prosa sobre la vida cotidiana, la naturaleza y el amor juvenil (quizá, más bien, sobre el anhelo de amor juvenil). El manuscrito en sí era ya una especie de acto de amor, con sus tapas azul cielo, sus viñetas pulcra y vivamente coloreadas y sus letras capitulares caligráficas, todo realizado por él mismo. Remataban la obra estos versos finales: «Enmudece una campana, y otra, y otra más; las campanas enmudecen día a día; más y más débil suena su tañido, agonizando; hasta que calla por completo. Muerte, ¿dónde está tu botín? Infierno, ¿dónde está tu victoria?». Y en el mismo instante en que acababa de escribir las últimas palabras entró su padre en el cuarto para explicarle que se había iniciado la movilización. Así que Kresten, a toda prisa, añadió algunas líneas en el fondo de la última página en blanco de su manuscrito: «¡Ay, que Dios se apiade de los que hemos de partir, y sin saber cuándo volveremos!».
Andresen lleva ya siete semanas vistiendo el uniforme alemán. Cuando se incorporó al desbordado cuartel de Flensburgo le dijeron que recibiría cuatro semanas de instrucción y que después sería enviado a Francia. Esa misma noche oyó partir a un batallón equipado para el combate que marchaba cantando Die Wacht am Rhein. A continuación vinieron días de interminables ejercicios de instrucción bajo un sol de justicia; el tiempo era realmente formidable. Andresen se ha adaptado mejor de lo que se había atrevido a esperar. Desde luego que no son muchos los de habla danesa en su compañía, pero aun así no se siente discriminado. Y aunque hay mandos subalternos que se dedican a vejar a los soldados, por lo general los oficiales les paran los pies. Lo que más le molesta es el hecho de que incluso en su tiempo libre no se hable de otra cosa que de «guerra y más guerra», de modo que hasta él, que desea fervientemente poder librarse, ha acabado haciéndose a la idea de que es justamente eso lo que les espera. Su puntería es bastante buena. En su primera serie obtuvo dos dieces y un siete.
A estas alturas ya son varios los contingentes que han partido, marchando hacia inciertos destinos con un himno en los labios. Que Andresen todavía permanezca en el cuartel se explica primeramente por algo tan banal como la falta de equipamiento de los reclutas, pero también por el hecho de que se da prioridad a los voluntarios. Y como él preferiría librarse, nunca ha pertenecido a esa categoría, claro. Cuando en el día de hoy la compañía forma tras la instrucción, se les anuncia sin ambages que pronto va a ser enviado al frente un nuevo contingente. ¿Quiénes se apuntan voluntarios?
Todos levantan el brazo, todos menos tres. Andresen es uno de los que intentan zafarse. Es interrogado acerca de sus motivos pero al final le dejan en paz. Más tarde y acompañado de otro danés, visita a un amigo y juntos se comen «con gran solemnidad» una gallina que la madre de Andresen le ha enviado por correo. De noche Andresen escribe en su diario:
Es tal nuestro aturdimiento que partimos a la guerra tan tranquilos, sin lágrimas ni espanto, y eso que todos sabemos que nos envían al puro infierno. Pero ceñido por un rígido uniforme el corazón no late con libertad. Uno deja de ser uno mismo, apenas es un ser humano, a lo sumo un autómata que funciona convenientemente y que hace lo que le dicen sin recapacitar demasiado. Ay, Dios mío, ¡ojalá pudiéramos volver a ser personas!
El hermoso y cálido veranillo de San Martín reinante desde el estallido de la guerra ha acabado por claudicar ante los aires de otoño. Un gélido y potente viento del norte se abate sobre Flensburgo. Crepita el follaje. Las castañas caen a ráfagas de los árboles.