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Lunes, 10 de enero de 1916

PÁL KELEMEN VISITA EN SARAJEVO EL LUGAR DE LOS DISPAROS FATALES

El último mes no ha traído casi nada más que servicios de patrulla, de ocupación. El montañoso paisaje está cubierto de nieve pero no hace mucho frío. Los restos del desmembrado ejército serbio han desaparecido tras las montañas de Albania allá en el sur y, al parecer, han sido transportados en barcos de la Entente a un exilio en Corfú. Las batallas regulares en Serbia han terminado. Ahora solo resta acabar con la guerra de guerrillas. En algunas zonas del país toda la población masculina ha sido deportada. Kelemen ha visto pasar una y otra vez las columnas de hombres de todas las edades: «Ancianos arrugados, tullidos por una vida de duro trabajo, se arrastran indefensos por las carreteras, resignados con su destino como animales condenados a morir. Y a la zaga caminan a empujones los lisiados, los retrasados mentales y los niños». Y conoce bien el rastro de caracol que dejan estas lamentables procesiones, en forma de escuálidos cadáveres que yacen tirados por las cunetas a cada dos kilómetros, y en forma de las agrias y pesadas nubes de pestilencia que emanan todos esos cuerpos sin lavar y que flotan en el aire aun después de que hayan desaparecido por el último recodo.

Para los que carecen de escrúpulos se presentan oportunidades que aprovechar. En las ciudades serbias abundan las mujeres que venden su cuerpo a cambio de comida, un poco de chocolate, tal vez o, simplemente, sal. En cuanto a él, no ha sido capaz de formar parte de toda esa sexualidad burda y desinhibida en la que se incurre en las ciudades ocupadas, prácticamente en plena calle. ¿Acaso es demasiado decente? ¿O, simplemente, demasiado vanidoso? Porque, ¿qué demostraría con algo ganado a tan bajo precio?

Desde finales de diciembre su unidad está estacionada en Bosnia, y hoy Kelemen se ha quedado solo en Sarajevo. En su diario anota:

Falta poco para la medianoche. He abandonado a mis acompañantes para dar un paseo hasta casa siguiendo las márgenes del río. Ha dejado de nevar y todo está revestido de blanco. En la orilla opuesta, en el barrio turco de Sarajevo, la nieve reposa en capas espesas sobre las cúpulas de las mezquitas, y cuando una ráfaga de viento baja de las montañas, trozos de esa capa blanca se desprenden con un estampido que rompe el silencio de esta ciudad dormida.

Las calles están vacías. Un sereno tocado con un turbante arrastra los pies enfundados en sus zapatillas de esparto. Llego a la orilla del río Miljacka y me detengo en la esquina donde se dispararon las balas fatales contra el príncipe heredero de la monarquía. Hay una placa de mármol en la fachada. 28 de junio de 1914.

Del centro urbano llega el delicado y musical tintín de los cascabeles de un trineo que se aproxima. Ahora ya veo el trineo, que dobla hacia la margen del río, es un vehículo ligero y leve tirado por dos pequeños caballos inmersos en una nube de vapor. A la suave luz de la farola adivino las formas de una mujer de miembros finos, envuelta en pieles, y la silueta del hombre que está a su lado. La visión se desvanece con un trote veloz. El trineo con los dos amantes ya ha doblado la esquina. El encantador sonido de los cascabeles se extingue, y yo me quedo solo a orillas del río, a los pies de una placa que marca el inicio de una tragedia mundial.