Navidad de 1915
PAOLO MONELLI RECIBE SU BAUTISMO DE FUEGO EN EL MONTE PANAROTTA
Ha sonado la hora. Su bautismo de fuego. Hacia la medianoche inician la marcha. Por la llanura nevada desfila una larga cadena de soldados y mulas de carga. Durante la marcha Paolo Monelli piensa en dos cosas. Una es su hogar; la otra, lo contento que se siente de poder narrar en el futuro aquello que está a punto de vivir. Hace frío, el cielo está despejado, las estrellas brillan mortecinas. El claro de luna incide sobre los centelleantes cristales de la nieve. Lo único que se oye es el chirrido de las botas claveteadas contra el hielo, el tintineo de las marmitas vacías, algún que otro juramento aislado, además de breves conversaciones, casi murmullos. Pasadas seis horas llegan a una aldea austríaca, saqueada y sin un alma. Descansarán allí durante el día y cuando oscurezca emprenderán un ataque sorpresa contra un destacamento austríaco situado en lo alto del monte Panarotta.
Paolo Monelli nació en Fiorano Modenese, en el norte de Italia. Primero se propuso seguir la carrera militar, pero en lugar de esto empezó a estudiar derecho en la Universidad de Bolonia. Allí confluyeron dos de sus pasiones: por un lado su afición al montañismo y a los deportes blancos, por otro la escritura. Así que durante sus años en la universidad ha escrito varios textos sobre estos temas, textos que luego han podido leerse en el periódico local Il Resto del Carlino. Cuando Italia le declaró la guerra al Imperio Austrohúngaro en mayo del presente año, él y sus compañeros de carrera consideraron algo incuestionable alistarse como voluntarios. En el caso de Monelli se trata de mucho más que un mero gesto, ya que es hijo único y, como tal, legalmente tiene derecho a eludir el servicio militar, circunstancia que él, en cambio, se ha guardado mucho de alegar. Por el contrario, su experiencia como montañista le ha facilitado la entrada en la unidad de los alpini, o cazadores de montaña, la infantería de élite italiana. Se alistó en junio, en Belluno.
Sin embargo, en el último momento deseó con toda su alma echarse atrás. La mañana de su partida le despertaron unos golpecitos en el cristal de su ventana y al instante le asaltó un débil pero estremecedor ramalazo de miedo. Y recuerda que esa sensación tenía rasgos comunes con los puntos de inflexión de la resaca, porque se había dormido en un estado de despreocupada euforia etílica y, en cambio, había abierto los ojos al día siguiente en medio de lúgubres consideraciones y lamentos. (La chica con la que había salido la noche anterior lloró, pero él no se tomó sus lágrimas muy en serio). Negras imágenes de los tormentos que le aguardaban —grandes y pequeños— se proyectaron en su cerebro. Para él alistarse había sido natural, pero lo cierto es que no tenía muy claros los motivos. «¿Será que mi vida en tiempos de paz, tan vacía, me produce hastío? ¿Será que me atrae el riesgo que se vive en los picos? ¿Será que no soportaría quedarme fuera de los acontecimientos que otros relatarán más tarde? ¿O acaso solo sea un humilde y sincero amor por mi país lo que me arrastra con tan ávida aceptación a la vida del guerrero?». Y recuerda que cuando después partió la mañana era fría.
Con todo, su amargo arrepentimiento no tardó en mutar a emoción. Él mismo ha descrito esa «voluptuosa sensación de vacío —el orgullo de la juventud sana—, la emoción que producen unas grandes expectativas». De momento, apenas ha visto nada de la guerra, y de vivirla, aún menos. (La primera vez que oyó el lejano sonido del fuego de fusilería asoció los estampidos al «clic» de las bolas de billar que chocan entre sí). Las fotografías muestran un joven bastante enjuto, de hombros caídos, pelo oscuro y espeso, ojos hundidos en las cuencas y mirada llena de curiosidad, labios sensuales y un hoyuelo en el mentón. Aparenta ser más joven de sus 24 años. Metida en su guerrera lleva una edición de bolsillo de La Divina Comedia de Dante.
Para Monelli el día transcurre en una cabaña blanca, donde se estira a descansar en un diván bajo que hay en un dormitorio decorado al estilo rococó. Le cuesta calmarse. Tal vez le moleste el ruido de las muchas pisadas de los soldados que suben y bajan por la escalera de madera, o tal vez esté demasiado concentrado anticipando lo que se avecina. Posteriormente se lleva a cabo una revisión del plan para el asalto de la noche. Fácil no será. No saben muy bien cómo llegar a ese destacamento, y cuando más tarde están todos inclinados sobre el mapa ni siquiera encuentran su propia posición.
A las nueve de la noche forman y se alejan marchando. Es una noche estrellada y fría. Llegan a un denso bosque. El nerviosismo aumenta. El crujido de sus botas al pisar la costra de nieve retruena en sus oídos como un sonido fragoroso y delatador. Monelli tiene hambre. En ésas que retumba el eco de una bala solitaria. «Ta-pum». Alarma.
Un ramalazo de frío, el corazón se inquieta. La primera bala de la guerra: una advertencia que significa que la maquinaria se ha puesto en marcha y te arrastra de forma inexorable. Ahora estás dentro. Nunca más podrás salir. Tal vez antes no lo creyeras así; hasta ayer jugaste apostando tu vida pero como si al mismo tiempo estuvieras seguro de poder retirar tu apuesta cuando quisieras. Hablabas a la ligera de actos heroicos y de sacrificios sobre los cuales no sabías nada. Ahora te ha llegado el turno.
Monelli observa a uno de sus compañeros, su semblante ya no refleja la insondable expresión habitual sino una viva excitación interior. El compañero divisa a un par de austríacos que se alejan corriendo entre los troncos de los árboles que hay más abajo y pega dos tiros. «Entonces —relata Monelli— se me cae algo de encima, de mi angustia no queda nada, y me siento igual de sereno y lúcido como cuando me ejercitaba en el campo de instrucción».
Después, nada.
Se envían patrullas de exploración.
Monelli y los demás esperan, amodorrados. Clarea. Aparece un teniente muy contento, el rostro enrojecido por el esfuerzo, da una orden, luego desaparece por la derecha. Se oye fuego de fusilería a lo lejos. Monelli capta el gemido de un hombre herido.
Después, nada.
Sale el sol. Empiezan a comer su desayuno.
Entonces suenan unas ametralladoras. El estruendo del combate crece, se propaga, se aproxima. Unos heridos leves pasan de largo. Ahí al frente, por alguna parte, se está librando una batalla.
El desayuno se interrumpe. Algunos maldicen. El pelotón forma en línea. Luego marchan sobre la nieve. Monelli: «¿Será esto la muerte, este caos de gritos y silbidos, estas ramas que se quiebran en el bosque, este continuo jadeo de las granadas en el cielo?».
Después, nada.
Calma. Silencio.
Durante la marcha de vuelta el ambiente está muy animado. Bien es verdad que ni siquiera han encontrado aquel destacamento que tenían órdenes de tomar, pero los soldados están contentos de haber salido ilesos y, por su parte, Monelli está satisfecho, mejor dicho, rayando la euforia tras celebrar su bautismo de fuego. Regresan a sus propias posiciones a través de un orificio que han abierto en la alambrada. Sin embargo, ahí, esperándoles, está el jefe de división, rígido, glacial y sombrío. Cuando el jefe del batallón de Monelli, un comandante, aparece entre la columna de hombres, el jefe de división le para y le echa una bronca. Deberían haber encontrado el destacamento. Deberían haber tomado el destacamento. El número de bajas es significativamente bajo. Etcétera. Después el jefe de división, muy tieso y con cara larga, se queda allí junto al sendero mirando a los soldados que desfilan ante él. Cuando está todo listo, el general se sienta en la parte trasera del automóvil que le está esperando y se va.
Al anochecer están de vuelta en la aldea deshabitada. Monelli entra en la cabaña blanca que se ha enfriado y extiende una vez más su saco de dormir sobre el bajo diván del dormitorio rococó. A través de los agujeros del techo ve brillar las estrellas.