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Viernes, 24 de diciembre de 1915

VINCENZO D’AQUILA RECIBE LA EXTREMAUNCIÓN EN UDINE

Primero oye el sonido de unas campanillas. Después divisa al reducido grupo avanzando por el pasillo. A la cabeza va el capellán vistiendo un alba; le flanquean dos monjas sosteniendo sendas velas encendidas. D’Aquila intenta calcular a cuál de sus hermanos de infortunio van a visitar esta vez.

Entran en su sala. Alguien va a recibir la extremaunción.

Vincenzo D’Aquila está ingresado en el hospital militar de Udine. Él, como muchos otros, padece tifus. Lo trajeron en ambulancia hace unos días, por carreteras resbaladizas a causa del hielo. Ocupaba una plaza en la camilla superior del vehículo. Cada vez que la ambulancia pasaba por un bache, su cabeza casi chocaba contra el techo. Cuando el transporte por fin llegó a su destino D’Aquila estaba en tan mal estado que los enfermeros le creyeron muerto. Por eso lo trasladaron al cuarto gélido de la morgue. Allí lo encontraron más tarde, tendido en una camilla en el suelo.

La enfermedad no ha hecho más que agravarse. Su cerebro ha estado bullendo por la fiebre. Ha delirado, llamando al emperador Guillermo para responsabilizarle personalmente de la guerra. Las enfermeras le colocaron algo en la frente que él tomó por una corona de oro; era una bolsa con hielo. Ha oído voces de una belleza supraterrenal; ha oído una música.

Las campanillas, sin embargo, no pueden ser más reales. El capellán y las dos monjas atraviesan la sala. D’Aquila los sigue con los ojos, se compadece del pobre diablo para quien ha sonado la última hora. Ya es mala suerte morir en Nochebuena, «una noche pensada para que el mundo entero la celebre de la forma más alegre y dichosa posible».

El pequeño grupo pasa delante de las sucesivas camas. Tintinean las campanillas. En la sobrecalentada conciencia de D’Aquila es como si el tiempo se fuera prolongando, estirando, ralentizando. «El tiempo no cuenta. Toda la eternidad se condensa en un solo instante». Los tres avanzan más y más cerca. Él no los pierde de vista.

Frente a su cama se detienen. Las monjas se arrodillan.

El que va a morir es él.

D’Aquila se niega, no quiere, no piensa hacerlo. El capellán musita sus oraciones y unge con el aceite la frente de D’Aquila, en cuya mente el gesto se convierte en el de un verdugo que mediante ese acto pretende quitarle la vida. D’Aquila, sin embargo, está tan débil que es incapaz de pronunciar una palabra. Su mirada se cruza con la del capellán. Una de las monjas apaga las velas. Le dejan solo.

Así describe el propio D’Aquila lo que sucedió a continuación:

Me envolvía una total oscuridad, lo cual contribuía, me imagino, a crear una sensación muy extraña de estar flotando. Tenía la viva sensación de permanecer suspendido en el aire sin poder moverme ni a la derecha ni a la izquierda, ni adelante ni atrás, ni hacia arriba ni hacia abajo. Tampoco el éter se movía. ¡Era un estado de absoluta inmovilidad! […] Abruptamente, después de una pesada dosis de inmovilidad en este medio impenetrable […] apareció una membrana de luz cual una pantalla plateada contra el negrísimo fondo. Ante mis ojos se proyectó entonces lentamente una representación caleidoscópica y multicolor de mi completo ciclo vital en la tierra, desde mi nacimiento y mis primeros años hasta el instante en que se me impartía el sacramento de los moribundos.

Todo se transforma. En vez de luchar contra la muerte D’Aquila le abre los brazos con alegría.

Las visiones continúan. Primero se convierte en una mujer que da a luz un niño. Luego vuela a través del cosmos, pasando frente a planetas, astros y galaxias, hasta que su trayectoria por el universo se curva y vuela de regreso a la Tierra, al norte de Italia, a Udine, al hospital de la Via Dante, y a través de un angosto ventanuco, a la sala del hospital y a ese objeto que bascula en el límite de la existencia, que es su propio cuerpo tendido y aguardándole.