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Miércoles, 22 de diciembre de 1915

EDWARD MOUSLEY Y EL SONIDO DE LAS BALAS

Es de noche. Está en el refugio, acostado pero despierto, bien abrigado en su saco de dormir Burberry. Lo único que rompe la oscuridad del habitáculo sin ventana es una solitaria bujía colocada en un nicho de la pared de tierra, la cual proyecta una sombra que corta el techo y el suelo. Edward Mousley mira hacia la puerta enmarcada por sacos de arena. Ve un carro de municiones. Ve fusiles. Ve unos binóculos de artillería. Ve un teléfono de campaña. Ve un muro con marcas de metralla. Ve hileras de hojas de palmera que cuelgan boca abajo, cortadas. El aire es frío. El viento está en calma.

Precisamente esta noche se ha extremado el estado de alerta en Kut al-Amara. Se teme un nuevo asalto nocturno de los otomanos, en cuyo caso la batería de cañones de campaña de 18 libras que Mousley tiene enterrados en un palmeral de datileras deberá abrir una barrera de fuego artillero. Afuera en la noche se oye de vez en cuando el crepitar de una ametralladora, o a veces el estridente estampido de las balas que dan al muro que tiene detrás de su cabeza. Todavía no ha transcurrido un mes desde que se incorporó a las fuerzas de Mesopotamia, y las sensaciones físicas del combate aún le interesan sobremanera. Como esto del sonido de las balas. En su diario escribe:

Justo antes [del impacto de una bala] se oye un súbito chasquido que recuerda al sonido producido por un palo que de pronto se parte, y si eres novato y acabas de comenzar tu iniciación, indefectiblemente te agachas. No digo que uno se agache voluntariamente. Más bien, cuando caes en la cuenta, ya te has agachado. Al comienzo todo el mundo lo hace. No vale la pena explicarle a la gente que si la bala hubiese sido de las peligrosas le habría dado sin tiempo a oír el sonido de su impacto contra la palmera. Algunas personas continúan agachándose eternamente.

La noche resulta tranquila. En una ocasión el fuego de la ametralladora otomana se intensifica con virulencia. Mousley abandona el calorcito de su saco de dormir y sale para ver qué pasa. Pero no sucede nada, descontando que mueren algunos caballos más, hieren a un cuidador de caballos indio y caen a balazos más hojas de las palmeras.

El mismo día Florence Farmborough, recién llegada de su permiso, escribe en su diario:

Tan ansiosas estábamos por reanudar el trabajo que reñimos por ver a quién le tocaba el primer turno, pero como era el cumpleaños de Anna se falló en mi favor. Durante mi ausencia habían instalado un nuevo quirófano. Era un cuartito limpio, encalado y acogedor. Lo inspeccioné con orgullo. Al caer la noche, para mi sorpresa, descubrí que no podía dormir. Me senté a leer junto a una bujía escuchando con atención todo ruido proveniente del exterior, aunque sabía que era muy improbable que llegasen heridos, porque el frente estaba tranquilo.