Domingo, 28 de noviembre de 1915
EDWARD MOUSLEY SE CRUZA EN AZIZIE CON LAS FUERZAS BRITÁNICAS EN RETIRADA
El lugar, Azizie, no tiene nada de especial, el meandro de un río y un par de casas de barro, nada más. Ha viajado hasta aquí en un barco fluvial desde Basora, situada en la costa y envuelta en palmeras, subiendo por la corriente del Tigris. Ha pasado por Qurna, Qala Salih, Amara y Kut al-Amara. Más de una vez ha oído mencionar Azizie. Hay quien dice que es allí donde está el ejército británico de Mesopotamia (o la Fuerza D, como se la conoce oficialmente). Otros dicen que el cuerpo está a las puertas de Bagdad y que la temeraria operación de conquistar la gran ciudad está a punto de completarse.
Edward Mousley es teniente de artillería de campaña del ejército británico. Tiene 29 años, nació en Nueva Zelanda, ha cursado estudios de Derecho en Cambridge y hasta hace muy poco estaba destinado en la India. Como las operaciones en Mesopotamia son principalmente responsabilidad del gobierno colonial británico, resulta lógico que también los refuerzos se traigan de allí. (Por cierto, que la mayoría de los soldados del cuerpo británico son nativos de la India). Porque eso es lo que son Mousley y el resto de los que están a bordo del barco fluvial: refuerzos, reemplazos de los militares caídos, heridos, desaparecidos o enfermos. Las fotografías muestran a un hombre seguro de sí mismo con los ojos muy juntos, un bigote mínimo, muy cuidado, una mirada intensa y una sortija de sello; tiene un aire de irónica distancia. Nunca ha servido en el frente con anterioridad, nunca le han disparado.
Mousley no se desvivió por entrar en combate, sino que lo llamaron por telegrama, que le fue entregado en mitad de unas maniobras. Enseguida empezó a prepararse para «cambiar el entrenamiento por la realidad». Su coronel le dio buenos consejos; los demás, bebidas fuertes. Su salud no era del todo buena, padecía todavía las secuelas de un ataque de malaria, pero no dejó que su mala salud le retuviera. Algunas cosas superfluas, como una motocicleta, las guardó en un almacén a la espera de la paz y del retorno, pero para gran alegría suya pudo llevarse su posesión más preciada: su caballo, el bellísimo Don Juan. Así pues, él y otros uniformados subieron a bordo de un pequeño barco correo en el que hicieron la travesía.
La marcha hacia el norte de la Fuerza D no está ni muy elaborada ni es realmente necesaria. Se trata más bien de una cuestión de magia nominal («Cae Bagdad», sería un estupendo titular en Londres y, como noticia, una sonora bofetada en Constantinopla, Berlín y Viena), y de la prepotente arrogancia de costumbre. Las operaciones británicas en el golfo Pérsico se iniciaron poco después del estallido de la guerra, ya antes de que el Imperio Otomano se sumara al bando de las Potencias Centrales, y en un comienzo tenía la única y muy específica misión de proteger los pozos petrolíferos del litoral[116]. Como tantas otras veces en tales contextos, el apetito se abre comiendo.
Una primera victoria en la costa por la que no tuvieron que realizar esfuerzo alguno despertó la tentación de un nuevo avance. Al salir bien también éste, y al mostrar los otomanos una tendencia a salir corriendo a la que se les sometía a un serio estímulo, se emprendieron nuevas embestidas río arriba hasta que el general Nixon, comandante en jefe de la zona, que se había quedado a la sombra de las palmeras de Basora, murmuró satisfecho frente a su mapa que, por el mismo precio, ¿por qué no aprovechar y conquistar Bagdad? Al fin y al cabo, la ciudad estaba a solo 400 kilómetros.
Lo que en el mapa son 400 kilómetros parecen haberse estirado, ésa es la sensación que tienen a medida que avanzan entre el zumbido de las moscas, bajo el abrasador calor y a través de cauces inundados. Por otro lado, la línea de suministros hasta Basora, en la práctica, se ha hecho más larga.
Mousley ya ha detectado signos de que la conquista de Bagdad tal vez no transcurra conforme al plan. Hace dos días les adelantó una balandra pesadamente cargada de armamento que transportaba a una unidad de Estado Mayor envuelta con una capa antibalas improvisada con algún tipo de fardos. Dicho de otro modo, el tráfico a lo largo del Tigris dista de ser seguro. Ahora el vapor en el que viaja Mousley vira hacia tierra firme, y él comprende al instante que algo muy grave ha sucedido. Ve que hay algo crispado en los gestos de los hombres. Ve que las caballerías están cansadas y sin cepillar. Ve que los carros y los arreos están cubiertos de polvo. Y ve batallones enteros de soldados que, con sus cascos de corcho para el clima tropical, duermen tirados directamente sobre el suelo, «en filas dispuestas de cualquier manera».
Camina entre los agotados hombres y animales hasta divisar un banderín que ondea en lo alto de una choza de barro indicando que allí se aloja el jefe de artillería del cuerpo. El oficial le explica a Mousley lo sucedido. Hace seis días se libró una gran batalla en Ktesifon, situada a solo 25 kilómetros al sur de Bagdad. En ese punto, el ejército otomano se había atrincherado. El cuerpo británico consiguió asaltar la primera línea defensiva, pero después quedó atascado. Ambos bandos sufrieron gran número de bajas, y como entre ambos empezó a correr el rumor de que el adversario estaba a punto de recibir importantes refuerzos, la batalla concluyó de un modo original aunque no del todo infrecuente: en su confusión los dos bandos se retiraron del abrasador campo de batalla, dejándolo polvoriento y sembrado de cadáveres.
Sea como fuere, la fuerza británica no está en condiciones de proseguir hacia Bagdad, ya que se halla desbordada por la gran cantidad de heridos. El cuerpo dispone de cuatro hospitales de campaña con capacidad para acoger 400 pacientes, pero tras la batalla se han visto obligados a cuidar de 3500. En la batería en la que Mousley va a servir, la 76.ª, están heridos todos los oficiales menos uno. A diferencia del cuerpo británico, al ejército otomano sí le han llegado refuerzos, de modo que acaba de dar media vuelta y está ahora alcanzando la retaguardia de los ingleses.
Al anochecer Mousley ayuda a construir fortificaciones de campaña, las cuales rodean Azizie como una media luna. Tiene la impresión de que el trabajo avanza más rápida y fácilmente de lo esperado. Como a tantos otros, todavía le cuesta quitarse de encima la sensación de que está viviendo unas simples maniobras en tiempos de paz. Sin embargo, basta con echar una ojeada a los carros rotos y desgastados, al número impar de caballos de tiro uncidos a las piezas y a los carros, y a las hurañas miradas de los soldados para captar que no es así.
A bordo de lanchas y barcos fluviales se evacua a la mayor cantidad posible de heridos; también la impedimenta se transporta lejos de allí. Mousley es uno de los que aligeran su equipaje deshaciéndose de cosas superfluas como equipo de montar de repuesto, prendas y accesorios del uniforme y equipo de campamento[117]. Don Juan, su caballo, se queda con él, claro está.
Al oscurecer Mousley se acuesta junto a su batería, cuyas piezas están colocadas en posición de hacer fuego. En algún punto de la noche se oculta el ejército otomano. De vez en cuando suena un disparo. Mousley oye el ladrido de los chacales que, a la espera de dar con más cadáveres —humanos o animales—, han estado siguiendo al cuerpo de ejército británico desde Ktesifon. A medida que el cansancio se va apoderando de él, su «canto fantasmal» se vuelve más débil, más lejano. Al final, se queda dormido.