Miércoles, 6 de octubre de 1915
FLORENCE FARMBOROUGH ABANDONA MINSK Y SE VE AQUEJADA DE DOLOR DE MUELAS
Hay un rigor nuevo en el aire. Las noches se hacen más largas, más frías. Desde hace un tiempo una muela ha estado emitiendo vagas pero inconfundibles llamadas de dolor en la boca de Farmborough. Sin embargo este día las señales pasan a ser nítidas punzadas. Está sentada en el carro, silenciosa y reconcentrada, con el rostro oculto bajo el velo que suele llevar durante las marchas para protegerse del polvo y del sol.
Hace tres días salieron de Minsk, ciudad con las calles rebosantes de gente uniformada y los escaparates llenos de costosos artículos. La ciudad fue como una aparición, sobre todo por sus resplandecientes tonos blancos y rosas, colores de cuya existencia ella y los demás, después de vivir constantemente entre los infinitos matices pardos de la tierra, el camino y los uniformes, casi habían olvidado. Avergonzadas y orgullosas a un mismo tiempo, Florence Farmborough y las demás enfermeras habían tenido ocasión de compararse a sí mismas —con sus ropas descoloridas que no les sentaban bien, la piel gruesa, enrojecida y descamada de sus manos, y sus rostros cansados y curtidos por el sol— con las señoras bien vestidas y perfectamente maquilladas de la alta sociedad de Minsk. Así que se marcharon de allí con una extraña euforia por volver al familiar ruido sordo del fuego artillero y al zumbido vacilante de los aeroplanos, atravesando campos todavía verdes y bosques de tonalidades en oro, cobre y óxido.
En la práctica, la gran operación de repliegue rusa ha llegado a su fin. En vistas al invierno, ambos bandos han empezado a atrincherarse. Ahora la unidad de Farmborough se desplaza a un ritmo mucho más lento. Un día corriente la larga y tambaleante columna de carros de tiro recorre, en el mejor de los casos, 30 kilómetros. Pero se conforman porque ya no huyen; una vez más, han renacido sus esperanzas de que tarde o temprano, la situación dé un giro.
Sin embargo, en los campos y cunetas que les rodean todavía hay huellas de su retirada. Yacen allí montones de animales muertos, ganado de todo tipo que arrastraron consigo para que no cayera en manos del enemigo pero que, previsiblemente, había sucumbido extenuado por las largas marchas. Farmborough ve vacas muertas, cerdos muertos, ovejas muertas. Y le viene a la memoria una imagen:
Recordé que una vez durante los primeros meses de la retirada vi caer a un caballo; creo que fue en esos terribles caminos de arena de Molodych. Los hombres se apresuraron a cortar los arreos que lo uncían al cañón y lo dejaron tirado en la cuneta sin ni siquiera una palabra con la que lamentar lo ocurrido. Cuando pasamos delante recuerdo que los costados del animal se movían y que sus ojos nos observaban y que esos ojos tenían la misma expresión que la de un ser humano al que se abandona y se deja para que sufra y muera en soledad.
De pronto se detienen. La larga columna se para de golpe. Han llegado a un lugar donde la carretera cruza un atolladero poblado de abetos. Unos carros de la segunda unidad volante se han atascado. Despacio, consiguen liberar carro tras carro. Luego cubren el camino con ramas de abeto para hacerlo algo más seguro.
Después vuelven a ponerse en oscilante movimiento, y Florence Farmborough se hunde de nuevo en la soledad de su mundo, donde no existe casi nada más que el dolor de esa muela. Solo una vez alza el velo: al entrar de repente en una zona donde el hedor es particularmente denso. Escucha voces indignadas e interrogantes. Resulta que están pasando junto a una pila de unos veinte cadáveres de animales, entre ellos varios caballos, que llevan allí tirados infestando el aire varias semanas ya.
Lo que va a pasar a continuación nadie lo sabe con exactitud. La última orden dice que hay que incorporarse a la 62.ª División, que se encuentra en algún lugar de las inmediaciones.