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Domingo, 3 de octubre de 1915

VINCENZO D’AQUILA DISPARA SU ARMA EN COMBATE POR PRIMERA VEZ

La orden es a un tiempo clara e incomprensible. Esa misma mañana él y los otros han sido enviados a las trincheras, como tropa de reemplazo del 25.º Regimiento, 2.º Batallón, 7.ª Compañía. Están empapados después de haber pasado la noche al sereno. La trinchera en sí está en la primera línea, con vistas al cónico monte Santa Lucia junto al río Isonzo. D’Aquila va a parar a uno de los salientes colaterales del ramal de aproximación. Un valle profundo de empinadas vertientes separa las líneas italianas de las posiciones austríacas, situadas más arriba. Su jefe de compañía es un alférez apellidado Volpe.

Los novatos reciben instrucción. Al ponerse el sol todos tendrán que abrir fuego. Todos. Y el fuego se mantendrá toda la noche. La finalidad es, por una parte, molestar al adversario; por otra, prevenir eventuales ataques sorpresa al amparo de la oscuridad.

En el horizonte se apagan los últimos rayos quebrados del sol, el paisaje va del gris al azabache. Comienza el tiroteo. A lo largo de todo el frente del batallón se encienden instantáneos fogonazos. D’Aquila se asombra: de esa manera de disparar sin ton ni son contra la noche, del formidable despilfarro de municiones (ha oído hasta la saciedad lo mal preparada que estaba Italia para esta guerra, que falta de todo, desde dinero y comida a cañones y municiones, etcétera), de que él, por improbable que parezca, tal vez esté a punto de quitarle la vida a otra persona. Como en el caso de muchos otros voluntarios, hasta el momento, sus pensamientos han girado en torno a su propia muerte, y no sobre el hecho de que de él se espera que mate.

D’Aquila observa el cielo. Es una noche estrellada. No, no quiere, no puede. Pero ¿qué sucederá si se niega a obedecer las órdenes? D’Aquila toma una decisión. Está aquí por voluntad propia; él mismo se lo ha buscado. Y no se negará a ir al ataque cuando llegue la hora; si le dicen que abandone la trinchera, que asalte las que parecen inexpugnables posiciones austríacas en lo alto de aquel monte bajo, pues él lo hará. Asumirá las consecuencias. Pero de matar nada. Ni hablar. Ni ahora ni nunca. Puede que entonces la Providencia vea su gesto y le haga una señal con la cabeza en reconocimiento y que, a cambio, en nombre de la simetría, lo redima a él de todo mal. D’Aquila levanta su fusil cargado, apunta contra el cielo ennegrecido, aprieta el gatillo. Durante la noche dispara centenares de balas de este modo inefectivo e insensato.

Hasta el alba no empieza a remitir el tiroteo. Mientras se levantan los brumosos velos de la mañana el silencio desciende nuevamente sobre los colores otoñales del valle, grabados a la mezzotinta.

El mismo día Pál Kelemen se halla en la frontera serbia y anota en su diario:

Estamos acantonados en una llanura interminable. Todo son militares y caballos. Unas plomizas nubes grises flotan muy bajo por encima del horizonte. Aquí comienzan las ciénagas del Danubio; la fértil llanura húngara muere en un inmenso cañaveral. Retumban los pasos de la infantería alemana que marcha hacia el sur. Los tallos de las juncias se inclinan suavemente en el viento, como si necesariamente todo tuviera que temblar bajo los pesados cañones que retruenan junto al Danubio.