Jueves, 30 de septiembre de 1915
ALFRED POLLARD RESULTA HERIDO A LAS AFUERAS DE ZILLEBEKE
No sabe qué sentir. Pollard está deprimido y con resaca, además de avergonzado por la tremenda bronca que le ha soltado el coronel debido a que, con las prisas, había olvidado ponerse las polainas de vendas. Pero también está muy excitado por la misión que le acaban de encomendar. Lleva mucho tiempo anhelando la oportunidad de lucirse. Y ahora tiene la ocasión.
No se trata de que hasta la fecha se haya dedicado a gandulear. El jefe de la compañía hace tiempo que ha echado el ojo a este muchachote de 22 años, corpulento, agresivo y de lo más arrojado, que aprovecha cualquier oportunidad de entrar en combate, que nunca deja escapar la ocasión de apuntarse voluntario a cualquier misión peligrosa y que, a veces, realiza incursiones en la tierra de nadie por su propia cuenta. Durante una de ellas Pollard halló, en el fondo de un cráter, una gabardina Burberry apenas rasguñada por la metralla y, junto a la gabardina, una cabeza suelta en posición vertical sin ningún cuerpo en las inmediaciones, visión que se le antojó «tronchante y conmovedora» a la vez. La gabardina la usa cuando hace mal tiempo. La cabeza suele ser objeto de sus fantasías. ¿Era amigo o enemigo? ¿Era un hombre valiente, que murió «mientras corría hacia delante yendo al combate con verdaderas ganas de luchar», o era uno de ésos que «se escaqueaban, muertos de miedo»?
Pollard acaba de ser nombrado sargento y jefe en funciones del pelotón de granaderos del batallón[108], de cuyo entrenamiento se ha encargado él mismo y al que, con su habitual empeño, ha estado instruyendo en el arte del lanzamiento de granadas.
Ahora ha llegado la hora. Hace cinco días se inició la gran ofensiva británica en Loos, bien planeada y ejecutada con numerosas fuerzas; sin embargo, una vez más, los esfuerzos no han comportado resultados dignos de mención, aparte de un colosal número de bajas en el propio bando. (En el transcurso de unos pocos días, dos de las divisiones involucradas han perdido, entre muertos y heridos, la mitad de sus hombres). También como de costumbre, los combates se han visto desplazados a otros sectores del frente (la palabra técnica para ello es «descargado»). Los alemanes han detonado una gran mina bajo las líneas británicas en un bosque de Zillebeke, a las afueras de Ypres, conocido como Sanctuary Wood[109] por los británicos y, a continuación, han tomado el enorme cráter lleno de cadáveres resultante de la explosión. El pelotón de granaderos tiene órdenes de reconquistar el hoyo.
El pelotón está dividido en dos secciones, una bajo el mando de Pollard y la otra a cargo del jefe del pelotón, Hammond. El plan consiste en que ambas secciones, saliendo cada una por un lado, vayan avanzando por las trincheras que rodean al cráter hasta encontrarse de nuevo. Su armamento principal son las granadas, que cargan en sacos. Los soldados rasos llevan también mazas para el combate cuerpo a cuerpo. Pollard no siente ningún temor ante lo que le espera. Por el contrario, está lleno de gratitud por haber recibido esta misión. A su juicio, además, el asunto es más bien una carrera; está firmemente decidido a que su sección del pelotón llegue antes que la de Hammond.
Pero en la mente de Pollard no solo hay expectación y entusiasmo. Durante bastante tiempo ha estado en contacto con una mujer cuya familia conoce, una mujer que le ha enviado regalos y cartas que quieren ser amables y darle ánimos. Él está enamorado hasta la médula de ella, la llama My Lady, «el ser más divino y maravilloso que ha pisado la capa de la tierra», y espera —a propósito de aquella cabeza cortada— que, si su vida corriera la misma suerte, la última palabra que brotara de sus labios fuera su nombre. (Por cierto que se llama Mary). Hace unas semanas le escribió una carta donde le pedía su mano.
Ayer Pollard recibió la contestación. En su carta la mujer se mostraba consternada ante su propuesta y le comunicaba que si alguna vez pensara en casarse, él sería, sin duda, el último hombre con quien lo haría. Conmocionado y deprimido, Pollard se fue directo al bar de una aldea cercana y ahogó sus penas en champán. Todavía estaba borracho cuando le despertaron con la noticia de su misión.
A las tres se inicia el breve bombardeo preliminar y, poco después, el grupo arranca a correr en medio del fragor a lo largo de la trinchera. A su alrededor se elevan árboles altos y frondosos. Tras unos cincuenta metros les corta el paso una elevada barricada de sacos de arena. Empiezan a arrojar granadas de mano contra ella. «¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Sunc! ¡Sunc! ¡Sunc!». Al cabo de tres minutos llega la reacción, en forma de una lluvia de granadas de mango alemanas. Más «bang» y «sunc». Y así pasa el tiempo, hasta que Pollard pierde la paciencia. Según el procedimiento que ha aprendido en la escuela de granaderos, él, como jefe, debe ocupar el quinto puesto en el grupo, pero en cambio, ahora se pone a la cabeza.
Después de que tres soldados hayan tirado cinco granadas cada uno a un ritmo muy seguido, él y seis hombres más salen trepando de la trinchera para rodear la barricada. Al parecer los alemanes lo esperaban, porque el grupo queda inmediatamente atrapado bajo el fuego cruzado. Cuatro de los seis caen. Sin embargo, Pollard sobrevive, salta de nuevo al interior de la trinchera. Allí lo recibe el estallido de una granada de mano alemana. La onda expansiva lo lanza de espaldas contra la barricada. Por todo su cuerpo distingue los puntitos rojos de los orificios por los que ha penetrado la metralla. Se levanta.
Derriban la barricada. El grupo reanuda su carrera por los meandros de la trinchera. Continuamente van lanzando granadas de mano hacia delante. Los alemanes que tienen ante sí retroceden, mientras que otros situados a los lados trepan a los árboles y desde una distancia de menos de cuarenta metros empiezan a disparar contra el grupo de Pollard. Uno tras otro, sus hombres van cayendo. Él se vuelve para darle una orden a uno de sus soldados y en ese mismo instante, una bala atraviesa la garganta del hombre. Pollard entra en un extraño estado de conciencia, parecido al sueño:
Era como si mi espíritu se hubiese liberado de mi cuerpo. Mi cuerpo físico se había convertido en una especie de máquina que realizaba su cometido con fría precisión, mientras mi espíritu lo dirigía. Algo fuera de mí mismo parecía indicarme lo que tenía que hacer, y no hubo un instante en el que yo vacilara. Por otro lado, siempre estuve seguro de que sobreviviría.
Alcanzan una segunda barricada de sacos de arena, que superan del mismo modo que la primera. Pollard se vuelve hacia uno de los soldados que le quedan, a fin de entregarle un saco con granadas de mano, cuando el hombre se derrumba. Al mismo tiempo, Pollard nota que su brazo derecho cae hacia abajo y que el saco se le escurre de la mano. Una bala ha traspasado al soldado que Pollard tenía delante, luego la bala ha girado sobre sí misma continuando su trayectoria encarada por el extremo romo hasta penetrar en el hombro de Pollard, donde se ha detenido. Mareado, Pollard ve crecer una mancha roja en la manga de su guerrera. Las rodillas se le doblan. Alguien le da a beber una mezcla de agua con ron. Se levanta con paso vacilante, exhorta a sus hombres a que sigan.
Entre lo último que recuerda está la idea de que no puede desmayarse: «Solo las chicas se desmayan». Después se desmaya.