Septiembre de 1914
FLORENCE FARMBOROUGH VE UN MUERTO POR PRIMERA VEZ EN MOSCÚ
«Quería verlo; quería ver a la Muerte». Así lo explica ella misma. Nunca antes se había encontrado ante una persona muerta; de hecho, hasta hace muy poco ni siquiera ante un adulto enfermo que guardara cama, lo cual quizá resulte algo extraño teniendo en cuenta que tiene 27 años; seguramente la explicación se halle en que hasta agosto de 1914 llevó una vida muy protegida. Florence Farmborough nació y se crió en una zona rural de Inglaterra, en el condado de Buckinghamshire, pero ha vivido en Rusia desde 1908, trabajando como institutriz de las hijas de un reputado cardiólogo-cirujano de Moscú.
La crisis internacional desarrollada durante finales del hermoso y tórrido verano de 1914 le pasó prácticamente desapercibida, ya que en esa época ella estaba junto a sus anfitriones en la dacha que estos poseen en las afueras de Moscú. Una vez de vuelta a la capital se dejó arrebatar por el mismo «entusiasmo juvenil» de tantos otros. Ambas patrias, la antigua y la nueva, acababan de unirse para luchar contra un enemigo común, Alemania, y esta joven enérgica y decidida no tardó en ponerse a considerar cuál sería la mejor manera de contribuir al esfuerzo bélico. La respuesta fue casi inmediata: haciéndose enfermera. Su empleador, el reputado cirujano, consiguió convencer a los responsables de los hospitales militares que se estaban instalando en Moscú de que aceptaran a sus dos hijas y a Florence como voluntarias. «Nuestro entusiasmo no podía expresarse en palabras. También nosotras, a nuestro modo, íbamos a poder contribuir a la causa de nuestro país».
Fueron días maravillosos. Al cabo de un tiempo empezaron a llegar los heridos, dos o tres a la vez. Muchas cosas le resultaron desagradables al comienzo, incluso tuvo que echarse atrás al enfrentarse a una herida abierta de aspecto singularmente horrible. Pero con el tiempo se ha ido acostumbrando. Además, el ambiente se ha vuelto muy agradable. Se ha creado una atmósfera de afinidad, de consenso, sobre todo entre los soldados:
Entre ellos reina siempre un notable compañerismo: los bielorrusos se relacionan con los ucranianos en los términos más amigables, los caucasianos hacen lo mismo con gente de los Urales, tártaros con cosacos. En general, se trata de hombres tolerantes y sufridos que agradecen los cuidados y atenciones que reciben; nunca o casi nunca se quejan.
La mayoría de los heridos están impacientes por volver al frente cuanto antes. También el optimismo es grande, tanto entre los soldados como entre el personal sanitario. Pronto se habrán curado las heridas, pronto volverán los soldados a estar de servicio, pronto se ganará la guerra. Por lo general, el hospital solo acoge a heridos leves, lo cual podría explicar por qué Florence, pese a haber trabajado allí tres semanas, todavía no ha visto ningún muerto.
Esta mañana, cuando llega al hospital, pasa delante de una de las enfermeras de noche. A Florence le parece que está «cansada y tensa», y la otra le dice como si nada: «Vasili ha muerto temprano esta madrugada». Vasili era uno de los pacientes que Florence ha estado atendiendo. Era militar, aunque solo el mozo de cuadra de un oficial, e irónicamente su herida no era una «auténtica» herida de guerra. Un caballo asustado e inquieto le había dado una mala coz en el cráneo y, tras ser operado, una segunda ironía se sumó a la primera: resultó que padecía un tumor cerebral incurable. Vasili pasó las tres últimas semanas postrado y mudo en su cama, un hombre rubio y bajito de aspecto frágil que no hacía más que enflaquecer día a día ya que le costaba comer, pero, en cambio, siempre pedía agua. Y acababa de morir sin dramatismo alguno, tan solo y callado como lo estuvo en vida.
Florence toma la decisión de ver el cuerpo. A escondidas entra en la sala que sirve de morgue y cierra con cuidado la puerta tras de sí. Un gran silencio. Ahí está Vasili, o lo que era Vasili, tendido en una camilla. Se ve:
… tan flaco, demacrado y encogido que más que un hombre adulto parecía un niño. Su semblante rígido tenía una blancura grisácea, nunca antes había visto yo un color tan extraño en un rostro, y sus mejillas se habían hundido hasta formar dos concavidades.
Sobre los párpados hay colocados dos terrones de azúcar que los mantienen cerrados. Ella siente malestar, no tanto por aquel cuerpo inerme sino por esa quietud, ese silencio. Piensa: «La muerte es una inmovilidad horrible, tan silenciosa, tan distante». Reza una breve oración por el difunto y después se marcha apresuradamente de allí.