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Lunes, 23 de agosto de 1915

ANGUS BUCHANAN VIGILA EL FERROCARRIL EN MAKTAU

Madrugada. Con el fuerte monzón que sopla del sudoeste les entra frío a los que están de guardia. Hacia las cinco y media amanece. Se levanta una niebla húmeda que cubre la llanura de monte bajo que se extiende a sus pies. Las líneas del paisaje se vuelven tenues, vagas, borrosas. La visibilidad raya a cero. Todo está en silencio, a excepción de los graznidos de las pintadas, los cálaos y otras aves que saludan al sol naciente con voces y trinos.

Buchanan y los otros centinelas del puesto provisional están ahí para vigilar el ferrocarril ugandés, que en su recorrido desde Mombasa, en la costa, hasta Kisumu, en la orilla norte del lago Victoria, pasa por este lugar. Ha sido una noche tranquila. Podría decirse que para variar. Durante la última semana los enfrentamientos con patrullas alemanas que intentan sabotear el tráfico ferroviario desde el otro lado de la frontera se han producido casi a diario. Sin ir más lejos, ayer los alemanes consiguieron volar un tramo de la vía y un tren descarriló.

La guerra en África del Este es así, al menos de momento: nada de grandes batallas, solo patrullas, escaramuzas, exploraciones a tientas, emboscadas más o menos logradas e incursiones puntuales a uno y otro lado de las fronteras. Las distancias son colosales[102]. Alrededor de unos 10 000 hombres armados se buscan mutuamente en un área cuya superficie se corresponde con la mitad oeste de Europa pero cuya red de comunicaciones no se corresponde con nada. Lo más difícil no es vencer al enemigo, lo más difícil es llegar hasta él. Cada desplazamiento requiere montones de porteadores.

Tanto el clima como la naturaleza hacen gala de una variedad apabullante y difícil de dominar. Hay allí desde una húmeda selva tropical y cordilleras nevadas a tórridas sabanas y lo que, por simple rutina, se denomina simplemente «el monte» (bush) pero que, de hecho, incluye tanto llanuras abiertas semejantes a parques como densos bosques casi impenetrables. Además, los combatientes se desplazan sobre fronteras que, en muchos sentidos, no son más que abstracciones, límites trazados con tiralíneas, un rotulador de anilina y mucha arrogancia en alguna lejana mesa de negociaciones de Europa sin que, en ningún momento, se tomaran en cuenta ni los pueblos del territorio, sus lenguas y culturas, ni tampoco las limitaciones de la propia naturaleza.

Con todo, estos combates de aquí —por muy limitados que sean— significan que la lógica colonialista que una vez creó estas extravagantes fronteras ha sido desbancada por la lógica creada por la guerra misma. Los días del otoño de 1914, en que los gobernadores locales hacían lo posible por impedir toda actividad bélica, son historia. Ahora no sirve de nada invocar viejos acuerdos ni argumentos tales como que una guerra entre blancos socavaría, indefectiblemente, su supremacía sobre los negros del continente[103]. Franceses y belgas han entrado ya en Camerún y Togo, y los rápidos éxitos conseguidos con esta última invasión han inclinado la balanza: también el África del Este alemana debe conquistarse. Y del mismo modo que la Armada británica, desde un primer momento, ignoró los ucases decretados por los funcionarios coloniales respecto a una paz africana, también un militar del bando alemán —el pronto legendario Paul von Lettow-Vorbeck— ha hecho caso omiso del obstinado pacifismo de su propia administración civil armando un vapor y enviándolo a guerrear al lago Tanganika, además de realizar agresivas incursiones en Rhodesia y el África del Este británica.

Por estas razones Angus Buchanan y los demás soldados acaban de pasar una fría noche en vela, apostados en la cima de una colina en Maktau. En algún lugar de la neblinosa llanura acechan las patrullas alemanas, pero esta noche, precisamente, se han mantenido a distancia. Por cierto, eso de «alemanas» es un decir. Los mandos de esas pequeñas unidades sí son alemanes, dotados de los habituales atributos del colonizador: uniforme claro, casco tropical de corcho y una actitud autoritaria; los soldados, en cambio, son todos askaris, guerreros profesionales nativos que reciben la misma instrucción y armamento y disfrutan de la misma confianza que los soldados blancos, cosa que a los gobernadores británicos les parece completamente demencial. Estos últimos piensan evitar a toda costa armar a los africanos y esperan llevar a cabo la guerra con la ayuda de compañías de Sudáfrica y la India, voluntarios blancos y unidades transportadas desde Europa.

Hasta la fecha, Buchanan no ha entrado en combate, exceptuando una espectacular incursión en la que participó en el mes de junio. Fue cuando atacaron la pequeña localidad portuaria de Bukoba, en la orilla opuesta del lago Victoria. Les tomó una jornada y media atravesar el lago en barco, dos días —a intervalos bajo la llovizna y las tormentas— ahuyentar a los defensores alemanes y unas pocas horas saquear la ciudad. Militarmente hablando, la acción no tenía ninguna importancia. Sin embargo, elevó la moral de combate y quedó bien en los periódicos. Al igual que muchos otros acontecimientos de esta guerra, el objetivo primordial de la acción era convertirse en texto.

A las nueve de la mañana llega el relevo. Buchanan y los demás centinelas toman sus armas y su equipo y vuelven al campamento caminando bajo el juego de sombras del ondulante follaje.

La vida en el campamento se reproduce idénticamente de un día a otro. A las 5.30 diana, a las 6.30 formación y revista, donde se pasa el parte de las bajas por enfermedad, después faenas de atrincheramiento y fortificación del campamento hasta la hora del desayuno, que se sirve a las 8.00 y se compone generalmente de té, pan y queso. A continuación, nueva formación a las 9.00 y más labores de atrincheramiento y fortificación. Como explica el propio Buchanan:

Trabajaban sin parar bajo un tórrido calor, maldiciendo y bromeando (creo que un soldado siempre bromea, incluso en el infierno bromearía) y sudando, con la cara y la ropa cubiertas de la arenilla de lava roja que siempre volaba por el aire, o bien por efecto de los picos y las palas o por las constantes ráfagas de viento que soplaban de las zonas abiertas del campamento.

Las excavaciones prosiguen hasta la hora del almuerzo, consistente en la misma comida de la mañana, solo que en vez de queso les dan confitura. En el ardiente cielo africano a esta hora el sol alcanza su cénit y el calor imposibilita cualquier trabajo físico, por lo que todo queda parado. Algunos intentan dormir «bajo la asfixiante lona de las tiendas», otros lavan ropa, se bañan desnudos o juegan a las cartas a la sombra. Las abundantes moscas están siempre por todas partes. A las 16.30 vuelven a formar, a lo que le sucede un nuevo periodo de excavaciones de hora y media. La cena se sirve a las 18.00 y consiste:

… siempre en un estofado muy mal guisado, plato que nunca varía y que pronto se vuelve terriblemente monótono al paladar; muchos de los hombres han acabado por no comérselo, ya que este nada apetitoso revoltijo sin condimento alguno les da náuseas.

En ocasiones consiguen variar la dieta gracias a los paquetes que les mandan de casa o a la caza de algún animal. De vez en cuando aparecen comerciantes de Goa, aunque sus mercancías son, definitivamente, muy caras, al menos comparadas con los precios corrientes en Gran Bretaña: medio kilo de té, que en Inglaterra se vende por un chelín y diez peniques, aquí vale dos chelines y seis peniques; por una botella de salsa Worcester, que en casa cuesta nueve peniques, aquí se pagan dos chelines. La mala salud se ha extendido a un ritmo asombroso durante los últimos meses. Según la opinión de Buchanan, al menos la mitad de las bajas por enfermedad se deben a una alimentación deficiente.

Tras la cena hay que seguir cavando, actividad que solo se ve interrumpida cuando la luz diurna se extingue en un crepúsculo que vacía el mundo de color. En estas latitudes la puesta de sol es muy rápida. El resto de la jornada consta de luz de luna, el vuelo silbante de los mosquitos, el olor de basuras ardiendo y la arenilla de lava roja.