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Jueves, 12 de agosto de 1915

A ANDREI LOBANOV-ROSTOVSKI SE LE PEGAN LAS SÁBANAS EN LAS INMEDIACIONES DE TJAPLI

En realidad el cabo tendría que haberles despertado a todos a la una. Cuando ellos dos y el resto de la compañía se acostaron en la granja su intención era aprovechar unas pocas horas de oscuridad para descansar y después reanudar la marcha cuanto antes. Saben que la retaguardia va a seguir replegándose hacia las dos, y que después de esa hora ya no habrá nada entre ellos y los alemanes que les hostigan.

Solo iban a ser unas horas.

La verdad es que están rendidos de cansancio. Si a Lobanov-Rostovski antes le torturaba la falta de actividad, su preocupación ahora es todo lo contrario. En la gran operación de retirada la compañía de zapadores faena de sol a sol; cuando no les mandan volar puentes, pegarle fuego a un edificio o arrancar raíles, los ponen a ayudar a las distintas unidades a construir trincheras, con todo lo que eso comporta, ya que no solo es cuestión de cavar y minar la tierra con dinamita; sino también despejar campos de tiro e instalar barreras de alambrada (aunque alambre de espino propiamente dicho ya no hay, como tampoco hay planchas de madera o clavos, ni siquiera munición, pero de todos modos, suelen clavar estacas, que al menos de lejos pueden hacer creer a los alemanes que la posición es más fuerte de lo que es en realidad). Las últimas 48 horas las han dedicado a construir trincheras para un regimiento de infantería, gran parte del tiempo bajo la lluvia, un trabajo de esclavos. Consiguieron afianzar la posición justo a tiempo para recibir la orden de abandonarla.

Prosigue la retirada.

El sensible Lobanov-Rostovski no solo está cansado, sino también deprimido. Hace solo unos días lo reconoció sin preámbulos ante su jefe, Gabrialovich: «Mis nervios no dan para mucho más». Con indiferencia, Gabrialovich le dio la vuelta al asunto, dijo que su teniente no estaba deprimido, sino solo cansado, y luego cambió de tema. A Lobanov-Rostovski sus libros, que por lo general reposan en el fondo de su saco de dormir, le tienen bastante preocupado. Se trata de unas cuantas novelas francesas y de varios gruesos volúmenes de historia. Anton, el fiel asistente de Lobanov-Rostovski, no comprende el sentido de cargar con ellos de un lado para otro, máxime cuando casi siempre es él quien tiene que hacerlo. Lobanov-Rostovski vigila que Anton no haga desaparecer algún libro. El asistente le tiene especial ojeriza a la gran obra en tres volúmenes del historiador francés Albert Vandal sobre Napoleón y el zar Alejandro, los cuales a menudo coloca en el macuto de modo que puedan caerse durante la marcha.

En fin, solo unas horas. Después continuarían la marcha hacia atrás.

Lobanov-Rostovski se despierta el primero. Enseguida comprende que algo anda mal. Fuera es pleno día. Mira su reloj. Son las seis. Se han dormido. Cinco horas de más.

Despierta, no sin esfuerzo, a Gabrialovich. Éste le ordena que espabile a la tropa que duerme fuera en el patio junto a las carretas, y que haga entrar a los hombres al granero con el máximo sigilo. Después tiene que comprobar cautelosamente si los alemanes ya han tomado la aldea.

Resulta que… no.

Se marchan inmediatamente.

Ahora su problema es que al mismo tiempo que sufren la amenaza de la caballería alemana, que saben se encuentra en algún lugar detrás de ellos, también corren el riesgo de ser tiroteados desde las unidades rusas que se repliegan delante de ellos. Una tierra de nadie en todos los sentidos. Además, saben por experiencia propia que los puentes se vuelan o se les prende fuego. ¿Habrá algún modo de que puedan cruzar el río?

A fin de reducir en algo el primer peligro invierten el orden habitual de la marcha haciendo que las carretas con los explosivos y los pertrechos —y los libros— vayan a la cabeza y los soldados caminen detrás. Probablemente la estratagema funciona, porque consiguen alcanzar el río sin ser atacados por los suyos. De los alemanes no ven ni rastro. Y cuando ya están junto a la orilla de las verdes aguas descubren para su gran dicha que todavía queda un puente en pie: «Unos soldados de un regimiento desconocido estaban atareados en los preparativos para destruirlo, y nos miraron con los ojos como platos».

Hacia las once llegan a la vía férrea que discurre hasta Białystok que también está a punto de ser destruida. Un gran tren blindado recorre por etapas la vía marcha atrás, entre tanto unos soldados van a la zaga arrancando los raíles a su paso. La unidad de Lobanov-Rostovski sigue el tren. Primero vuelan un puente, y más tarde hallan una estación de ferrocarril. Le prenden fuego por simple rutina.

Las llamas lamen ya las paredes de madera del edificio cuando Lobanov-Rostovski descubre un gato. Aterrorizado, el felino anda por el tejado profiriendo desvalidos maullidos. Él busca una escalera y trepa por ella para salvar al gato:

En su terror el animal me clavaba las garras de un modo que habría resultado peligroso intentar descender con él en brazos, así que lo tiré desde una altura de un segundo piso. Dio dos volteretas en el aire, aterrizó con las cuatro patas y desapareció entre los matorrales con el rabo tieso en vertical.