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Domingo, 8 de agosto de 1915

VINCENZO D’AQUILA ES OBJETO DE BURLA EN PIACENZA

Olor a humo de carbón. Un sol de justicia. Polvo. Nadie les viene a recibir cuando el tren se detiene en la estación. La ciudad entera parece haberse quedado sin un alma. Se diría que todo el mundo se ha metido en su casa para eludir las peores horas de sol. A través de callejuelas estrechas y bochornosas van buscando el camino hasta el cuartel militar para alistarse.

Desde luego que le defrauda bastante no ser recibido, si bien no con entusiasmo, sí al menos con una pizca de gratitud. D’Aquila y el resto han desafiado el Atlántico y todos los submarinos alemanes que merodean por allí con la única finalidad de arriesgar sus vidas «por la grandeza de Italia». Una mañana temprana y clara de verano D’Aquila se escabulló del hogar paterno en Nueva York, escondiéndose en el recibidor hasta que salió el padre, y después se fue al puerto. Allí le esperaba el buque que lo llevaría a Europa. Y no solo a él, ciertamente, pues no era sino uno de los casi mil quinientos italoamericanos que pretendían enrolarse en el ejército italiano. Recuerda que entre los que se apretujaban en el barco había todo tipo de gentes: «Locos y cuerdos, fuertes y débiles. Todas las clases sociales estaban representadas: médicos y charlatanes, abogados y leguleyos, trabajadores y holgazanes, aventureros y vagabundos». También había constatado, no sin asombro, que en su frenesí bélico muchos ya se habían equipado con armas, como navajas, pequeñas pistolas automáticas y escopetas de perdigones con los cañones recortados. Había estado dando vueltas muy impaciente en la cubierta recién fregada esperando que la sirena de niebla tocara la señal para zarpar, la señal para que diera comienzo la aventura. Vincenzo d’Aquila tiene el pelo espeso, oscuro y rizado, su rostro es de líneas abiertas, la nariz recta, la boca floja. Causa la impresión de ser inseguro y tímido.

Sintió las primeras dentelladas del desengaño nada más desembarcar en una Nápoles bañada por el sol mediterráneo. Esperaba ser recibido con entusiasmo, esperaba «un vitoreo frenético, bandas de música y bellas vírgenes napolitanas tirándonos flores». En vez de eso les condujeron sin ceremonia alguna a un edificio de la aduana, achicharrante como un horno, donde les hicieron esperar medio día hasta que apareció un abogado de traje claro y sombrero panamá que se subió a un baúl y les soltó un discurso. Eso fue todo. A nadie parecía importarle lo más mínimo.

No mejoró la situación al descubrirse que parte de sus documentos se habían perdido por vías burocráticas, ni cuando, de entrada, los funcionarios del ejército se negaron a enrolarlo siquiera. No era el único con ganas de echarse atrás. A estas alturas, no pocos de los que viajaron en el barco con él se habían arrepentido, bien desapareciendo a la francesa, bien haciendo las maletas y volviendo a Nueva York. D’Aquila no ha llegado a este extremo. Sigue lleno de curiosidad por «saber cómo es una guerra de verdad». (Aunque en el fondo de su ser concite la esperanza de que todo haya terminado cuando él llegue al frente, cosa que le permitiría regresar a su hogar en Estados Unidos sin haber tenido que aportar nada para conseguir el estatus de héroe).

Justo cuando D’Aquila, tras semanas de espera, estaba a punto de desistir le notificaron que habían hallado los datos que faltaban. Tras un breve examen médico le inscribieron en el Cuerpo de Infantería y le metieron en un tren para Piacenza, lugar en el que recibiría la instrucción militar básica. En uno de los apeaderos en que se detuvo el tren durante el viaje vio que bajaban al andén un simple ataúd de madera con el cuerpo de un soldado caído. Los demás voluntarios bebían vino y cantaban tonadillas obscenas.

Tampoco en los barracones del 25.º Regimiento de Piacenza hay casi ni un alma. Al final encuentran algunos individuos de uniforme que están ahí sentados sin hacer nada. Él y el resto de voluntarios les explican por qué han venido, con cierto orgullo, se supone; los uniformados se les ríen en la cara. Para ellos es incomprensible, o más bien, estúpido, mejor dicho, de dementes, abandonar voluntariamente una vida pacífica al otro lado del globo solo para tirarse de cabeza en «la locura que se ha apoderado del Viejo Mundo». A los recién llegados les cae encima una granizada de insultos: «idiotas», «burros», «gilipollas». Por su parte, los que van de uniforme piensan hacer lo que sea para eludir las trincheras. Y desde su punto de vista, de bienvenidos nada. Al viajar hasta aquí lo único que consiguen los voluntarios es prolongar esta guerra injusta y todos sus tormentos.

D’Aquila está ahora más que defraudado. Tras la larga racha de desengaños los ramalazos de la duda sacuden su temperamento emocionable y apasionado. «La burbuja de la petulancia, inflada hasta los topes, empezaba, por fin, a romperse». Él y su amigo Frank, un joven alegre e ingenuo que ha conocido durante la travesía, se van a dar una vuelta por la ciudad. D’Aquila entra en una barbería donde le afeitan. Al anochecer vuelve al cuartel. Un suboficial le recibe. Ya es demasiado tarde para arrepentirse. Esa noche duerme en un vasto dormitorio de tropa sobre un colchón relleno de paja.