52.

Sábado, 7 de agosto de 1915

SOPHIE BOCHARSKI ABANDONA LA CERCADA VARSOVIA

Le cuesta conciliar el sueño, así que junto con una amiga y el oficial de transportes del hospital de campaña sale a dar un paseo al filo de la noche. Las calles de Varsovia están vacías y silenciosas. Podría ser una buena señal. Sin embargo, le cuesta sacudirse la visión que ha tenido que soportar hace pocas horas.

Como de costumbre, le ha costado comprender los acontecimientos. Los alemanes estaban presionando, eso lo sabía todo el mundo, pero ¿hasta qué punto era peligrosa la situación realmente? Su amiga había recibido un telegrama, muy conciso y algo críptico, de su prometido, en el que se despedía de ella deseándole que su camino fuera fácil. La amiga no entendió nada. ¿Qué intentaba decirle?

Cenaron en un hotel de categoría. En las mesas de su alrededor se veían parejas de enamorados. Después, parloteando alegremente en el ascensor, subieron a la torre del hotel para disfrutar de las famosas vistas. Pero en el momento en que llegaron arriba se quedaron mudos de golpe. La amiga emitió una especie de quejido, «yendo de aquí para allá como si estuviese atrapada en una jaula» y gritó: «¡Vámonos, no quiero verlo, quiero irme!». Por una vez se les ofrecía una visión de conjunto, y el panorama era estremecedor:

Varsovia estaba cercada por una herradura de fuego y humo. Durante la retirada nuestro ejército había provocando incendios, y una banda ancha e irregular de destrucción rodeaba casi toda la ciudad. Vimos la abertura por la que tendríamos que pasar, y el olor de madera quemada nos llenó las fosas nasales. Estaba todo muy callado, en el aire flotaban unas pocas nubes de humo producidas por las explosiones de shrapnel.

Aun así esperaron.

El trío da un paseo hasta el Vístula, observan que se han cavado trincheras en la orilla. En la oscuridad de la noche estival un oficial se les aproxima sorprendido y les explica que los alemanes se acercan. Pronto se van a volar los puentes sobre el río.

Vuelven corriendo al campamento. Les toma diez minutos dar la alarma a los demás. Resulta que la tranquilidad de los otros era fingida, puesto que todos se habían acostado completamente vestidos. Justo antes de marcharse aparecen dos oficiales acompañados de quien se supone que es la esposa de un alto funcionario, y preguntan si la mujer puede acompañar su transporte fuera de la ciudad. Bocharski toma nota, no sin disgusto, de que la mujer va maquillada.

Entonces ocurre. Una estridente explosión en la estación de ferrocarril de enfrente rompe los cristales de las ventanas. El vidrio sale disparado tintineando por el aire. Le siguen más explosiones. ¿Son bombas lanzadas desde algún dirigible? Bocharski registra que una torre de agua se eleva por el aire al estallar y, un segundo después, cae pesadamente con un clamoroso estrépito. El reflejo de las llamas tiñe la habitación de rojo. En un rincón la mujer recién llegada se empolva la cara.

Las calles antes tan desiertas están ahora llenas de gente. Todos se mueven en el mismo sentido: hacia el nordeste. Con sus vehículos motorizados Bocharski y los demás pueden adelantar rápidamente la interminable fila de carros y carretas de tiro, pero a medida que se aproximan a la salida la aglomeración aumenta, y su propia velocidad disminuye.

Son aproximadamente las cinco de la madrugada cuando salen de Varsovia. Se cruzan con los campesinos que, como de costumbre, van a la ciudad para vender sus productos en el mercado: allí hay vacas, terneros y cerdos, mujeres con ocas vivas en el regazo, montones de quesos. Un estampido formidable resquebraja el aire. Todas las miradas se vuelven hacia la ciudad rodeada de humo. Es la voladura de los puentes. A regañadientes los campesinos dan media vuelta y se dejan absorber con sus carretillas por el denso mar de carruajes.

El día se levanta con buen tiempo, un día de agosto de mucho calor.

Hacia las tres de la tarde llegan a Novominsk, donde Bocharski y los demás alcanzan a dormir dos horas. Después los despiertan. Contraórdenes. La unidad tiene que regresar al oeste para instalar su hospital de campaña en un determinado punto a medio camino de Varsovia. Regresan, encuentran el sitio. En una casa situada junto al ferrocarril desempaquetan su equipo y el instrumental. La sala más grande se destina a quirófano.

El sol se pone. Se encienden las estrellas en el cielo sin nubes. De momento no llegan heridos, así que esperan frente a la casa, observando en la penumbra el flujo de soldados en retirada. Ven pasar la artillería, momentáneamente iluminada por los fugaces conos de luz de los automóviles con los que se cruzan. «Los cañones, tirados por sus seis caballos, con la tripulación sentada sobre los carros de municiones, componían unas siluetas extrañas». En el cielo nocturno de poniente aparece un artefacto oblongo en forma de cigarro flotando despacio, muy despacio, en su dirección: un zepelín. ¿Cuánto medirá de largo? Por lo menos 150 metros, tal vez 200. Los aeroplanos corrientes son vistos por muchos como una curiosidad, demasiado frágiles para ser utilizados para otra cosa que para la vigilancia y demasiado pequeños y técnicamente inseguros como para poder constituir una verdadera amenaza. Los zepelines, en cambio, dan miedo: por su poder de carga, su alcance[100] y sobre todo, por su tamaño. Además, tienen el don de deslizarse sin hacer el menor ruido y de poder parar y mantenerse suspendidos mientras la tripulación lanza sus bombas. Hay quienes los llaman Monstruos de la Noche.

Al final, el dirigible se aproxima tanto que Bocharski distingue la góndola que cuelga bajo el enorme globo alargado. Cae la primera bomba. Bocharski percibe la onda expansiva de la explosión, una súbita ráfaga de aire comprimido. A su alrededor cunden la confusión y el pánico. Por la columna se pide a gritos: «¡Apagad! ¡Apagad todas las luces!». Algunos empiezan a disparar sus fusiles pero un oficial los contiene. No vale la pena.

El zepelín desaparece en la oscuridad dejando a su paso el caos.

Esa noche Bocharski duerme en una de las mesas de operaciones desocupadas. Antes de dormirse oye crujido de pasos, pisadas de cascos, rugidos de motores, chirridos de carros y cañones. En su mente las ideas giran revueltas, mitad plegaria y mitad loca esperanza: «A lo mejor interrumpen la retirada. Pueden llegar órdenes de atacar Varsovia. Tal vez la guerra se acabe».

Este mismo día Andrei Lobanov-Rostovski se halla a un trecho de Varsovia en dirección nordeste. (Su compañía salió de la ciudad ayer, sin ninguna baja, pese a tener que transitar por calles próximas al río que estaban al alcance del fuego de las ametralladoras alemanas. Al observar que los alemanes evitaban disparar contra civiles, Lobanov-Rostovski alquiló unos carruajes civiles tras los cuales ocultar sus propios vehículos). Es un día tranquilo que se destina:

… a descansar y a conseguir una visión de conjunto, tanto de nuestra posición como del material del que disponemos. El Estado Mayor nos ha explicado que el enemigo ha cruzado el Vístula por varios puntos pero que, de momento, no ha molestado a nuestras fuerzas, exceptuando unas reducidas patrullas de caballería que han aparecido por aquí cerca. Sin embargo, los dos cuerpos que nos envolvían a ambos lados se han retirado más rápidamente que nosotros, de modo que, desde el punto de vista estratégico, parece que nos hallamos en el fondo de un saco.