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Martes, 15 de junio de 1915

ALFRED POLLARD ESPERA QUE AMANEZCA EN HOOGE

Es un día caluroso y sin viento. Llevan el equipo de combate al completo y les quedan 12 kilómetros de marcha antes de alcanzar el punto de partida de la incursión. Al principio la marcha por la siempre muy transitada carretera que va de Poperinghe a Ypres les resulta fácil. Tienen que hacer sitio a otras unidades que van a pie, pequeñas y grandes, y a «carros tirados por caballos, carros tirados por mulas, interminables columnas de municiones, artillería pesada y obuses, cadenas de camiones, ordenanzas en motocicletas». Y comprenden que van a participar en un ataque sonado e importante porque incluso la caballería está ahí, lista para el combate y esperando la famosa brecha en las líneas alemanas que les permitirá avanzar con los sables en alto, los banderines ondeando pintorescamente, cabalgar con poses de un agradecido dramatismo y, de ese modo, conseguir que la guerra vuelva a ser móvil.

Éste es el primer asalto de Alfred Pollard. Está lleno de entusiasmo, más bien se diría que es feliz. Los largos meses de frustración y desengaño han tocado a su fin. Hasta este preciso momento la guerra no se ha presentado en absoluto según sus expectativas. Enfermó de ictericia, se le ha acusado de ser un simulador (¡él!, ¡un simulador!), ha sido asistente de un oficial y ha trabajado de cocinero. La mujer de la que está enamorado rara vez le escribe. La guerra que soñaba no se ha materializado, y menos aún los actos heroicos de sus fantasías. Pero ahora, en cambio, ha llegado su momento, por fin.

La atmósfera entre los hombres del grupo se transforma notablemente a medida que se acercan al frente. Pollard conoce ese fenómeno:

Al abandonar la línea de fuego e ir alejándose a cada paso de las balas y las granadas, el ambiente suele estar muy animado: se oyen canciones, se intercambian bromas, la risa es frecuente. Pero de camino hacia allí la cosa cambia por completo. Entonces la atmósfera reinante es grave, los comentarios se responden con monosílabos, la mayoría de los hombres callan, absortos en sus propios pensamientos. Algunos ríen y parlotean para demostrar que no tienen miedo o para impedir que su imaginación se desboque; otros lo hacen para dar ánimos a compañeros más débiles cuyo valor se tambalea. Solo unos pocos se comportan con naturalidad.

Justo antes del célebre punto de la carretera conocido por Hell Fire Corner (Rincón del Fuego Infernal), la masa de hombres que avanzan con paso firme se desvía del camino para adentrarse en los campos de tierra recalentada por el sol. Todavía no puede decirse que sea cuestión de ningún bombardeo, sin embargo, una granada solitaria cruza silbando el cielo azul, estalla y derriba de su montura al edecán del batallón. Esto es el comienzo. En las filas reina un silencio total. «Íbamos a vivir algo que ninguno de nosotros conocíamos por experiencia. Ninguno de nosotros podía estar seguro de si sobreviviría a la prueba a la que iban a someternos».

Al final hacen un alto en un campo donde esperan a que se ponga el sol. Durante la espera aparecen las cocinas rodantes y a los soldados se les sirve té caliente. Inmediatamente después del reparto de té las cocinas tiradas por caballos retroceden de nuevo a la seguridad del campamento. Mientras Pollard ve alejarse los carros se pregunta cuántos de sus compañeros querrían, en realidad, marcharse con los cocineros y alejarse del peligro. Después le da la vuelta a su pregunta, piensa que algunos de aquéllos que ahora se alejan tal vez envidien a los que tienen que quedarse.

Tras la puesta de sol se reanuda la marcha. Ordenados en una única fila se adentran en la penumbra, resiguiendo a trompicones unos raíles de ferrocarril que les guían hacia adelante. Las trincheras que les reciben al final del trayecto están recién excavadas, son estrechas y poco profundas. Allí les hacen esperar, «apretujados como sardinas en lata», con el equipo puesto, sentados en posiciones incómodas. Fuman, hablan. Tiradas por ahí, como aguardando, se ven escaleras de mano bastas y simples; el número de travesaños es de tres. Aunque hasta el amanecer no va a pasar nada, y pese a que el sueño es el único bien realmente fiable que se les concede a los soldados de esta guerra, Pollard no halla la manera de conciliar el sueño:

No solo estaba demasiado incómodo en esa posición, sino también demasiado excitado. Al cabo de unas horas iba a ir a la carga por primera vez. No sentía el menor signo de miedo o de nerviosismo siquiera, sólo me sentía impaciente por comenzar. Las horas me resultaban eternas. ¿Es que nunca iba a hacerse de día?

Una hora antes del ataque envían a Pollard a la primera línea para cumplir la función de enlace en la primera oleada. Está muy satisfecho. Ni se le ocurre que eso pueda incrementar el riesgo de que le hieran o le maten, y no es una cuestión de ignorancia. (En marzo —durante la que más tarde se conocería como batalla de Neuve Chapelle y que estuvo a punto de terminar en decepción y pérdidas sangrientas para los británicos— Pollard vio, de cerca y en un estado de desesperada impotencia, caer prácticamente hasta el último hombre de una unidad de asalto bajo el fuego cruzado de las ametralladoras alemanas Maxim). Más bien se trata de su ingenuidad infantil, puesta de manifiesto una vez más: Pollard piensa que la muerte es algo que solo afecta a sus prójimos, nunca a él. Por otra parte, esta vez les han prometido un fuego de cobertura masivo (aquella otra vez, en marzo, la contribución de la artillería británica fue de tipo simbólico). A esto hay que añadir que la misión que le han encomendado aumentará sus oportunidades de hacer lo que lleva tanto tiempo anhelando: usar su arma. «Con un poco de suerte podré hincarle la bayoneta a un huno».

Se abre el fuego nutrido. «¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Swisch, swisch, swisch, swisch! ¡Crump! ¡Crump! ¡Crump! ¡Crump! ¡Crump[96] Pronto se vuelve tan intenso que ya no basta con hablar en voz alta para hacerse oír; hay que gritar directamente en la oreja de la persona con la que se esté hablando. Que los alemanes también los bombardean a ellos Pollard lo nota en los puñados de tierra que le van cayendo sobre la cabeza. Los soldados a su alrededor manosean nerviosamente su equipo. En medio del fragor, el capitán se gira, forma con los labios la frase: «Solo falta un minuto». Todos se ponen en pie. Las cortas escaleras se colocan en su sitio; los soldados ocupan sus puestos junto a ellas, con el pie listo en el primer travesaño y el fusil con la bayoneta calada a la espalda. El capitán baja la mano para dar la señal, sube por la escala. Pollard se le engancha detrás.

El ataque tiene éxito. El número de bajas es atroz.