Viernes, 11 de junio de 1915
FLORENCE FARMBOROUGH OYE HABLAR DE LA BRECHA ABIERTA EN EL SAN
Está en su tercera semana en Molodych. Ahora esa primera y despavorida retirada tras la brecha abierta en Gorlice está ya olvidada, o por lo menos, casi. Desde esos primeros días de comienzos de mayo el Tercer Ejército ha perdido la inconcebible cifra de 200 000 hombres, de los cuales 140 000 han desaparecido en calidad de prisioneros; sin embargo, ahora han alcanzado una posición nueva y aparentemente fuerte a lo largo del ancho río San. Por fin llegaron los refuerzos. Y órdenes de la máxima autoridad: aquí, justamente aquí, hay que detener a alemanes y austríacos de una vez por todas: ¡basta de retiradas[93]! A lo largo del río se han librado encarnizados combates, y ambos bandos han realizado asaltos de menor envergadura[94]. Una noche, Farmborough vio por primera vez un gran número de prisioneros de guerra con uniforme gris, alemanes; venían a pie por una carretera a la luz de la luna, tocados con sus característicos cascos Pickelhaube, vigilados por cosacos a caballo. Corre el rumor de que hay grandes bajas entre las filas enemigas. La esperanza renace.
Allí donde se encuentra Farmborough, en la práctica, no se producen combates, lo cual aumenta la sensación de que, probablemente, la crisis esté superada. Ha habido tiempo para hacer muchas cosas, como lavar a orillas del río y celebrar la entrada de Italia en la guerra o el día de su propia onomástica. Por su parte, ella ha dado muchas caminatas por los silenciosos y reverdecientes bosques mientras cogía algunas de las flores de las que hay sobreabundancia a principios de verano. Descontando los casos normales de tifus y cólera, ha habido tanta calma que varias de las enfermeras han empezado a impacientarse y a hablar de traslados a otras unidades donde pudieran ser más útiles. Su jefe ha intentado tranquilizarlas insinuando que su unidad, de todos modos, iba a ser trasladada muy pronto, al Octavo Ejército abajo en Lemberg, o quizás hasta el Cáucaso. (De este último frente llegan buenas noticias de la índole que todo el mundo quiere oír: unidades rusas han empezado a avanzar hacia el sur, pasando la frontera otomana, animadas a ello por los rumores sobre rebeliones y alborotos tras las líneas turcas).
El reloj marca ahora las tres de la tarde. Florence Farmborough está sentada frente a su tienda, descansando tras su jornada laboral. Reina la calma de costumbre. Ve a cuatro camilleros trasladando difuntos para enterrarlos en el cementerio improvisado del campo contiguo. Escucha el crotoreo de un par de cigüeñas que se han hecho un nido sobre el tejado de paja de una granja. Un hombre de la segunda unidad volante se le acerca y le entrega una carta dirigida a su médico. Ella le pregunta de pasada cómo van las cosas por su unidad y el hombre le cuenta con «excitación contenida» que durante la mañana han caído balines de shrapnel en las inmediaciones y que se preparan para partir. ¡Los alemanes han cruzado el San!
La noticia le produce una conmoción, pero aun así no tiene claro que realmente sea verdad. Cierto es que de lejos llega el estruendo de artillería pesada; sin embargo, cuando hacia el mediodía empieza a consultar con incredulidad a los demás, éstos se muestran tan perplejos como ella. Después de comer vuelve a su sofocante tienda, donde encuentra a Anna, otra de las enfermeras. Anna, cansinamente, se lo confirma. Los rumores de una irrupción en el San son ciertos:
Dicen que el flujo de soldados es enorme y que nada los puede parar. Nosotros tenemos efectivos pero carecemos de recursos. Se dice que hay regimientos enteros sin una sola bala en su haber, y que son contadas las baterías de artillería que están en disposición de disparar.
La enfermera Anna añade: «Nuestros ejércitos serán masacrados, y estamos a un solo día de marcha de la frontera rusa». Luego evoca la imagen de una Rusia invadida y desolada, y esta imagen puede con ella. Se tira sobre el camastro, se tapa el rostro con los brazos y solloza. Con cierta torpeza, Florence Farmborough intenta detener sus lágrimas: «Annuschka, para ya; esto es indigno de alguien de tu naturaleza». La compañera levanta los brazos y clava en Farmborough una mirada sombría: «¿Qué naturaleza ni qué niño muerto? —Las palabras le salen a borbotones—. ¿Está en la naturaleza de Dios permitir tanta destrucción? ¡En este baño de sangre más que la naturaleza lo que se pierde es el alma!». Su compañera sigue llorando. Farmborough calla. «No intenté consolarla; no conseguí hallar nada que hubiese podido consolarla».
Después les llega la confirmación definitiva, en forma de una orden de levantar el campamento. Empiezan a recoger las cosas, labor que se ve interrumpida cuando un numeroso grupo de heridos llega inesperadamente:
Al verles comprendimos que lo peor que nos pudiésemos imaginar se había hecho realidad; estaban aturdidos, y los rostros reflejaban una zozobra tan grande que ahogaba el acuciante dolor, y había algo en sus ojos que hacía imposible las preguntas.
Cae la noche. El fragor de lejanos cañones se va amortiguando, mengua, se extingue. Una batería con sus piezas de artillería se mete en un campo contiguo y, una vez desenganchadas las piezas de los carros, las colocan en disposición de hacer fuego. Farmborough y los demás levantan sus tiendas al amparo de la neblina nocturna. En ésas se escuchan ruidos en la carretera. Al aproximarse Farmborough ve que está llena de jinetes, cosacos. Ve a un muchacho campesino pasar corriendo con la cabeza baja y desaparecer en el bosque. Oye gritos y jaleo. Los cosacos registran las granjas sistemáticamente, una a una; reúnen todo el ganado que pueden llevarse, como cerdos, vacas y gallinas; también reúnen a todos los varones y los atan[95]. Farmborough ve que unos cosacos derriban a un hombre joven mientras una mujer chilla con estridencia.
Después los cosacos se pierden por la carretera arrastrando su botín de bípedos y cuadrúpedos. Los gritos de las mujeres suenan aún, sin pausa. Cuando más tarde Farmborough y los demás miembros de la unidad montan en sus carretas llenas hasta los topes y se alejan en la oscuridad, siguen oyéndose sus lamentos.
La noche es hermosa, estrellada.