Domingo, 6 de junio de 1915
KRESTEN ANDRESEN ES EVACUADO DEL HOSPITAL DE NOYON
¿Será tal vez el azar, el caprichoso azar, el que se encargará de salvarle? Una noche oscura de principios de mayo, Andresen cayó en una de las estrechas zanjas de los ramales de aproximación produciéndose una fractura de la tibia derecha, justo por encima de la articulación del pie. Desde entonces ha pasado la mayor parte del tiempo en el hospital, acostado en una gran sala que anteriormente había sido un teatro, cuidado por unas monjas francesas, aburrido por la falta de lectura y harto de la mala comida —no se considera que los enfermos necesiten tanto alimento como los soldados del frente[92]—, pero aun así muy satisfecho. Seis semanas como mínimo, le ha dicho el doctor. Con un poco de suerte tal vez pueda mantenerse lejos de la línea de fuego hasta julio; y a lo mejor, a lo mejor, quién sabe si la guerra no habrá terminado para entonces.
Tendido en su cama y siguiendo su costumbre, Andresen ha estado fantaseando mucho sobre la guerra y sobre lo que pueda ocurrir pronto, y también sobre la paz y sobre lo que podría suceder en caso de producirse. Durante el mes de mayo Italia ha declarado la guerra a las Potencias Centrales, los británicos han atacado arriba en Flandes y los franceses han realizado perseverantes asaltos en Arras; en la meseta llena de cráteres de Loreto se están librando unos combates singularmente violentos y corren rumores acerca de que Estados Unidos, junto con varios Estados balcánicos, pronto se sumará a los adversarios de Alemania. Andresen se ha sorprendido de la seguridad con que muchos alemanes han reaccionado a las crecientes amenazas: dicen que seguramente la guerra se alargue, pero que la victoria acabará correspondiendo a Alemania de todos modos. Por su parte, él espera que dichas complicaciones en la escena política internacional —reales o imaginarias— conduzcan a la paz. Él sabe perfectamente lo que hará en ese caso. Antes de agosto de 1914 estuvo trabajando durante medio año de maestro en Vinding, y cuando termine la guerra quiere continuar haciéndolo, seguir dedicándose a la enseñanza pública y a las actividades para gente joven. Y sueña con construirse una casita, una casita que no sea más grande que «el gallinero de la tía Dorothea pero que sea muy romántica tanto por dentro como por fuera».
En los últimos días la situación se ha recrudecido en torno a Roye, que está situada a unos diez kilómetros de la sección del frente mantenida por su regimiento. El fuego artillero les ha llegado noche y día, y se habla de que la infantería francesa ha abierto una brecha. Él se libra de esa batalla, gracias a Dios. Pero no es solo eso. Como pronto se van a necesitar más camas donde meter a los numerosos heridos, todos los convalecientes van a ser evacuados, a Alemania, según se cree.
De momento Andresen ignora todo esto por completo. Gran parte del domingo lo pasa tumbado sobre la hierba fresca que crece bajo un peral, mientras el aire cálido se llena del retumbar amortiguado y sordo de distantes cañones. Y por la tarde se va a escuchar un concierto. No es hasta que regresa cojeando al hospital que se entera de lo que está en camino. Recoge sus cosas de inmediato. ¡A Alemania! Las armas y la mayor parte del equipo militar van a parar a un montón, sus pertenencias privadas a otro. Pasan lista, se les entregan documentos de viaje, y a cada uno de ellos se le anuda un cartelito de cartón —con datos como su nombre, unidad, enfermedad, etcétera— en el pecho. A las once llega la orden de ponerse en marcha.
Les hacen subir a unos automóviles, cinco hombres en cada uno, que después se alejan rugiendo en la noche estival. Por el camino pasan de largo de unos altos mandos que, situados al pie de la cuneta, estudian un horizonte chisporroteante por los fogonazos y los relámpagos de las explosiones, por los rastros luminosos de los proyectiles y los cohetes de señalización que descienden lentamente por el aire. Pero todo esto ya no le afecta.
Nos vamos todos a Alemania, y la verdad es que no sé cómo expresar mi alegría. Nos vamos lejos de los combates y las granadas; pronto no oiremos los cañones, nuestro vehículo atraviesa tierras fértiles y sonrientes aldeas. Yo viajo radiante de alegría, envuelto en la paz del domingo y el tañido de las campanas. A casa, a casa y más allá.
Está previsto que en Chauny hagan un trasbordo. El resto del viaje tiene que efectuarse por ferrocarril, claro está. Los reúnen en un gran parque, y allí un médico examina nuevamente a los que esperan. Cuando el médico llega a Andresen estudia sus papeles y después le arranca el cartel del pecho. No va proseguir el viaje. Por lo que a él respecta, Andresen está suficientemente recuperado para poder volver al frente en cuestión de unos días.
Kresten se aparta del grupo sumido en una honda decepción; de repente todo es «negro y más que negro».
Cuando finalmente regresa al parque ve a todos los demás formando, y varios le llaman. Leyeron su nombre cuando pasaban lista. ¡Sí, irá a Alemania, después de todo! Tan pronto se coloca en la fila descubren que no cuelga ningún cartel de su pecho. Una vez más le ordenan que salga. «¡Adiós permiso! ¡Adiós hogar; vuelvo a partir a la guerra!».